Cuando mi madre me despierta a la mañana siguiente, me dice que me ha preparado un baño de hojas de té, lavanda y belladona. La belladona la ha añadido para suavizar mi carácter impetuoso, pero no me niego. Me duele todo el cuerpo. Es lo que tiene que la diosa de la muerte te vapulee por toda la casa durante la noche.
Mientras me sumerjo en la bañera, muy lentamente, con una mueca en el rostro, empiezo a pensar en mi siguiente movimiento. La cuestión es que me siento sobrepasado. No me ha sucedido muy a menudo, y nunca a este nivel. Pero en ocasiones, necesito pedir ayuda. Alcanzo el teléfono móvil de la encimera del baño y marco el número de un viejo amigo. De hecho, de un amigo de generaciones. Él conoció a mi padre.
—Teseo Casio —dice cuando descuelga. Yo sonrío. Nunca me llamará Cas. Mi nombre completo le resulta simplemente demasiado divertido.
—Gideon Palmer —respondo, y lo imagino al otro lado de la línea, en el extremo opuesto del mundo, sentado en una genuina casa inglesa con vistas a Hampstead Heath, en el norte de Londres.
—Hacía mucho tiempo que no sabía de ti —añade, y lo veo cruzando y descruzando las piernas. Casi puedo escuchar el susurro de su ropa de tweed a través del teléfono. Gideon es el típico caballero inglés de unos sesenta y cinco años, pelo blanco y gafas. Es el tipo de hombre que utiliza reloj de bolsillo y tiene largas estanterías del suelo al techo cubiertas de libros con una meticulosa capa de polvo. Cuando yo era pequeño, solía ayudarme a subir a la escalera corrediza para que le alcanzara algún libro raro sobre poltergeists o conjuros de amarre o cualquier otra cosa. Mi familia y yo pasamos un verano con él mientras mi padre cazaba un fantasma que rondaba por White Chapel, una especie de aspirante a Jack el Destripador.
—Dime, Teseo —dice—. ¿Cuándo prevés volver por Londres? Aquí hay multitud de cosas espeluznantes para mantenerte ocupado. Y varias universidades excelentes, todas ellas hasta los topes de encantamientos.
—¿Has estado hablando con mi madre?
Se ríe, pero está claro que lo ha hecho. Han mantenido una relación cercana desde que mi padre murió. Fue…, supongo que mentor es la palabra más adecuada, de mi padre. Cuando él murió, tomó un avión el mismo día que se enteró y nos consoló a mi madre y a mí. Ahora empieza con el rollo de cómo hay que hacer las solicitudes para el año próximo y que tengo bastante suerte de que mi padre arreglara lo de mi educación para que no tuviera que empantanarme con préstamos de estudio y ese tipo de historias. Realmente es una suerte, porque pedir una beca para alguien que se mueve tanto es inimaginable, pero lo interrumpo. Tengo asuntos más importantes y urgentes.
—Necesito ayuda. Estoy metido en un verdadero lío.
—¿Qué tipo de lío?
—Del tipo muerto.
—Por supuesto.
Me escucha mientras lo pongo al corriente sobre Anna. Luego me llega el sonido familiar de la escalera corrediza y unos suaves resoplidos mientras sube por ella para alcanzar algún libro.
—No es un fantasma corriente, eso está claro —comenta.
—Lo sé. Algo la ha vuelto más fuerte.
—¿La forma en que murió? —pregunta.
—No estoy seguro. Por lo que he oído, fue asesinada, como muchos otros. Degollada. Pero ahora su antigua casa está maldita y asesina a todo que el que pone el pie dentro, como una condenada araña.
—Ese lenguaje —me reprende.
—Lo siento.
—Con toda seguridad no es solo una aparición cambiante —murmura, en parte para sí mismo—. Y su comportamiento es demasiado controlado y deliberado para un poltergeist… —se calla y escucho cómo pasa páginas—. Estás en Ontario, ¿no es así? ¿La casa no estará sobre algún cementerio nativo?
—No creo.
—Vaya.
Pronuncia un par de vayas más antes de que yo sugiera que tal vez debería incendiar la casa sin más y ver qué sucede.
—No te recomendaría que lo hicieras —dice con severidad—. La casa podría ser lo único que la mantenga controlada.
—O podría ser el origen de su fuerza.
—Podría ser. Este asunto merece un poco más de investigación.
—¿Qué tipo de investigación? —sé lo que va a decir. Que no sea haragán, que salga ahí afuera y que haga trabajo de campo. Me recordará que mi padre nunca rehuía abrir un libro y luego refunfuñará sobre la juventud de hoy en día. Si él supiera.
—Vas a tener que encontrar un proveedor de material de ocultismo.
—¿Cómo?
—Hay que obligar a esa chica a que nos descubra sus secretos. Algo le ha… sucedido, algo le ha afectado y antes de que puedas exorcizar su espíritu de la casa, debes descubrir de qué se trata.
Esto no es lo que yo esperaba. Quiere que haga un conjuro. Pero yo no hago conjuros; no soy brujo.
—¿Y para qué necesito un proveedor de material de ocultismo? Mi madre lo es —miro mis brazos bajo el agua. Empiezo a notar un cosquilleo en la piel, pero siento los músculos descansados y veo, incluso a través del agua oscurecida, que los cardenales empiezan a desvanecerse. Mi madre es una magnífica bruja con las hierbas.
Gideon se ríe entre dientes.
—Bendita sea tu querida madre, pero ella no es proveedora de material de ocultismo. Es una bruja de magia blanca con mucho talento, pero no nos interesa para lo que hay que hacer aquí. Tú no necesitas un círculo con ramilletes de flores y aceite de crisantemo, sino patas de pollo, un pentagrama esotérico, algún tipo de agua o espejo de adivinación y un círculo de piedras consagradas.
—Y también un brujo.
—Después de todos estos años, confío en que tengas recursos suficientes para encontrar al menos eso.
Hago una mueca, pero dos nombres vienen a mi mente: Thomas y Morfran Starling.
—Déjame que termine de investigar esto, Teseo, y te mandaré un correo electrónico en un día o dos con el ritual completo.
—De acuerdo, Gideon. Gracias.
—De nada. Y, ¿Teseo?
—¿Sí?
—Entre tanto, acude a la biblioteca y trata de descubrir lo que puedas sobre cómo murió esa chica. El saber es poder, creo que no hace falta recordártelo.
Sonrío.
—Trabajo de campo. Está bien.
Cuelgo el teléfono. Gideon piensa que soy un mero instrumento, nada más que unas manos, un cuchillo y agilidad, pero la verdad es que he estado haciendo trabajo de campo, investigaciones, desde antes incluso de empezar a utilizar el áthame.
Después de que mi padre fuera asesinado, mi cabeza se llenó de preguntas. El problema era que nadie parecía tener respuestas. O, como yo sospechaba, que nadie quería darme esas respuestas. Así que empecé a buscarlas por mí mismo. Gideon y mi madre empaquetaron rápidamente nuestras cosas y nos mudamos de la casa de Baton Rouge en la que estábamos viviendo, pero no antes de que yo me las arreglara para hacer una visita a la ruinosa casa donde mi padre encontró su fin.
Era una construcción horrible y, aunque estaba enfadado, no me apetecía entrar. Si es posible que un objeto inanimado relumbre y gruña, entonces eso era exactamente lo que esa casa hacía. Mi mente de seis años vio cómo se apartaba las enredaderas, se limpiaba el musgo y enseñaba los dientes. La imaginación es algo maravilloso, ¿no es cierto?
Mi madre y Gideon habían despejado el lugar días antes, lanzando runas y encendiendo velas, asegurándose de que mi padre encontraba descanso, teniendo cuidado de que los fantasmas se hubieran marchado. Aun así, cuando subí a aquel porche, empecé a llorar. Mi corazón me decía que mi padre estaba allí, que se había escondido de ellos para esperarme a mí, y que en cualquier momento abriría la puerta con una magnífica sonrisa muerta. Sus ojos habrían desaparecido y tendría enormes heridas en forma de media luna en los costados y los brazos. Suena estúpido, pero creo que empecé a llorar con mayor intensidad cuando entré y él no estaba allí.
Respiro hondo y percibo el aroma del té y la lavanda. Me hace sentir de nuevo vivo. Al recordar aquel día, explorando aquella casa, noto cómo me palpita el corazón en los oídos. Al otro lado de la puerta, encontré signos de lucha y volví la cara. Quería respuestas, pero no deseaba imaginar a mi padre apaleado. No quería pensar que hubiera sentido miedo. Pasé junto a la agrietada barandilla y me dirigí instintivamente a la chimenea. Las habitaciones olían como a madera vieja, a podrido, y también se percibía el aroma de la sangre fresca. Ignoro cómo supe cuál era el olor de la sangre, ni por qué me acerqué sin vacilar a la chimenea.
Allí no había nada excepto carbón y cenizas con décadas de antigüedad. Y, entonces, lo vi. Solo un fragmento negro como el carbón, pero diferente. Más liso, llamativo y de mal agüero. Alargué la mano y lo saqué de entre las cenizas: una delgada cruz negra de unos diez centímetros de largo. En torno a ella había una serpiente negra cuidadosamente tejida con lo que, supe al instante, era pelo humano.
La seguridad que sentí al sostener aquella cruz fue la misma que me recorrió cuando tomé entre las manos el cuchillo de mi padre ocho años después. Aquel fue el momento en que lo supe con total seguridad. Cuando fui consciente de que aquello que corría por las venas de mi padre —cualquiera que fuera la magia que le permitía cortar la carne de los muertos y enviarlos fuera de nuestro mundo— también fluía por las mías.
Cuando le enseñé la cruz a Gideon y a mi madre y les conté lo que había hecho, se pusieron frenéticos. Esperaba que me tranquilizaran, que me acunaran como a un bebé y me preguntaran si estaba bien. En vez de eso, Gideon me agarró por los hombros.
—¡Nunca jamás vuelvas allí! —gritó, sacudiéndome con tal violencia que mis dientes chocaron entre sí. Me arrebató la cruz negra y nunca más la volví a ver. Mi madre se mantuvo alejada y lloró. Me asusté; Gideon nunca me había tratado de ese modo antes. Siempre se había comportado como un abuelo, dándome caramelos a hurtadillas y guiñándome un ojo, y cosas por el estilo. Aun así, acababan de asesinar a mi padre y yo estaba furioso. Pregunté a Gideon el significado de la cruz.
Él me miró con frialdad, echó la mano hacia atrás y me dio una bofetada tan fuerte que caí al suelo. Oí que mi madre gimoteaba, pero no intervino. Luego salieron los dos de la habitación y me dejaron allí. Cuando me llamaron para cenar, estaban sonrientes y tranquilos, como si nada hubiera sucedido.
Fue suficiente para sumirme en el silencio. Nunca saqué de nuevo el tema. Pero eso no significa que lo olvidara, y durante los últimos once años he estado leyendo, y aprendiendo, en cada lugar que he podido. La cruz negra era un talismán vudú. Pero todavía no he descubierto su significado, ni por qué estaba adornada con una serpiente hecha con pelo humano. Según las creencias populares, la serpiente sagrada se alimenta de sus víctimas devorándolas enteras. A mi padre le arrancaron trozos de carne.
El problema de esta investigación es que no puedo preguntar a las fuentes más fiables de las que dispongo. Me veo obligado a moverme con disimulo y a hablar en clave para mantener a mi madre y a Gideon en la ignorancia. Que el vudú sea una creencia desorganizada también dificulta las cosas. Parece que cada persona lo practica de una manera distinta y resulta casi imposible llevar a cabo un maldito estudio.
Tal vez debería preguntar de nuevo a Gideon, cuando acabe con este asunto de Anna. Ahora soy más mayor y tengo experiencia. No sería lo mismo esta vez. No obstante, aunque pienso esto, me sumerjo más en mi baño de hojas de té. Porque todavía recuerdo la sensación de su mano en mi mejilla y la furia en sus ojos, y me siento otra vez como si tuviera seis años.
***
Después de vestirme, llamo a Thomas y le pido que me recoja y me lleve a la tienda. Está deseoso de saberlo todo, pero consigo mantenerlo a raya. Hay cosas que debo contarle también a Morfran, y no quiero tener que repetirlas dos veces.
Me preparo para aguantar un sermón de mi madre y una especie de interrogatorio sobre la necesidad de llamar a Gideon, ya que sin duda escuchó nuestra conversación, pero mientras bajo las escaleras oigo voces. Dos voces femeninas. Una es de la mi madre; la otra, la de Carmel. Desciendo los escalones pisando con fuerza y aparecen ante mí, como uña y carne. Están sentadas en el salón en dos sillas adyacentes, inclinadas la una hacia la otra y charlando con una bandeja de galletas entre medias. Cuando tengo los dos pies a nivel del suelo, dejan de hablar y me sonríen.
—Hola, Cas —dice Carmel.
—Hola, Carmel. ¿Qué haces aquí?
Ella saca algo de su mochila.
—Te he traído los deberes de Biología. Es un trabajo por parejas. Pensé que podríamos hacerlo juntos.
—Qué amable, ¿verdad Cas? —dice mi madre—. Así no te retrasarás en tus estudios.
—Podríamos empezar ahora —sugiere Carmel, sujetando el papel.
Me acerco a ella, lo levanto y le echo un vistazo. No sé por qué es un trabajo en parejas. Se trata únicamente de buscar unas cuantas respuestas en el libro de texto. Pero mi madre tiene razón. No debería quedarme atrás. No importa qué otros asuntos de vital importancia tenga entre manos.
—Has sido muy amable —digo son sinceridad, incluso aunque exista algún motivo oculto. A Carmel le importa una mierda la Biología y me sorprendería que hubiera ido siquiera a clase. Me ha traído los deberes porque necesitaba una excusa para hablar conmigo. Quiere respuestas.
Miro a mi madre, que me está lanzando una mirada horrible. Trata de ver si los cardenales han mejorado. Se sentirá aliviada al saber que he llamado a Gideon. Cuando anoche llegué a casa, parecía que estaba medio muerto. Por un instante, creí que me iba a encerrar en la habitación y a sumergirme en aceite de romero. Pero mi madre confía en mí. Comprende lo que tengo que hacer. Y le agradezco ambas cosas.
Enrollo el papel con los deberes de Biología y lo golpeo sobre mi mano.
—Bueno, pues vámonos —le digo a Carmel, que se coloca la mochila al hombro y sonríe—. Toma otra galleta para el camino, querida —dice mi madre. Nos llevamos una cada uno Carmel un tanto dubitativa, y nos dirigimos hacia la puerta.
—No tienes que comértela —le digo a Carmel cuando estamos en el porche—. Las galletas de anís de mi madre tienen un sabor definitivamente peculiar.
Carmel se ríe.
—Comí una antes y casi no pude tragarla. Son como gominolas de serrín.
Sonrío.
—No le digas eso a mi madre. Ella misma inventó la receta y está muy orgullosa de ella. Se supone que traen suerte o algo así.
—Entonces, tal vez debería comérmela —mira la galleta un minuto largo, luego levanta los ojos y se fija en mi mejilla. Sé que tengo un enorme cardenal en el hueso—. Volviste a esa casa sin nosotros.
—Carmel.
—¿Estás loco? ¡Te podía haber matado!
—Y si hubiéramos ido todos, nos habría matado a todos. Escucha, simplemente quédate cerca de Thomas y su abuelo. Se les ocurrirá algo. Y mantén la calma.
Definitivamente, el viento hoy es frío, un primer indicio del otoño, entrelazándose en mi pelo con dedos de agua helada. Cuando miro calle arriba, veo el Tempo de Thomas avanzando lentamente hacia nosotros con una gigantesca pegatina de Willy Wonka. Este chaval conduce con estilo, y me hace sonreír.
—¿Nos reunimos en la biblioteca en una hora o así? —pregunto a Carmel.
Ella sigue mi mirada y ve acercarse a Thomas.
—De eso nada. Quiero saber qué está sucediendo. Si pensaste por un instante que me creería las tonterías que les contaron a Will y Chase anoche… No soy estúpida, Cas. Reconozco un intento de desviar la atención cuando lo veo.
—Sé que no eres estúpida, Carmel. Y si eres tan inteligente como creo, te mantendrás al margen y te reunirás conmigo en la biblioteca en una hora —bajo los escalones del porche y avanzo por el camino de acceso haciendo un pequeño gesto giratorio con los dedos para que Thomas no se detenga. Se acerca y reduce la velocidad lo suficiente para que yo abra la puerta del coche y salte dentro. Luego nos alejamos y dejamos a Carmel siguiéndonos con la mirada.
—¿Qué hacía Carmel en tu casa? —pregunta Thomas. En sus palabras hay más que unos leves celos.
—Quería que alguien me frotara la espalda y luego nos hemos estado dando el lote durante una hora más o menos —respondo, y luego le golpeo el hombro—. Thomas. Vamos. Ha venido a traerme los deberes de Biología. Nos reuniremos con ella en la biblioteca después de que hablemos con tu abuelo. Ahora cuéntame qué pasó con los chicos anoche.
—Le gustas, ¿sabes?
—Sí, bueno, pero a ti te gusta más —digo yo—. ¿Qué pasó? —está tratando de creerse que no estoy interesado en Carmel y que soy suficientemente amigo suyo como para respetar sus sentimientos por ella. Extrañamente, ambas cosas son ciertas.
Finalmente, suspira.
—Les contamos una buena bola, como tú me pediste. Fue un desmadre. De hecho, los convencimos de que si cuelgan sacos con azufre sobre sus camas, ella no será capaz de atacarlos mientras duermen.
—Madre mía. No hagáis que parezca demasiado increíble. Necesitamos mantenerlos ocupados.
—No te preocupes. Morfran preparó un buen espectáculo. Conjuró llamas azules y simuló que entraba en trance y todo. Les dijo que trabajaría en un conjuro de evanescencia, pero que necesitaría la luz de la siguiente luna llena para terminarlo. ¿Piensas que será tiempo suficiente?
Normalmente habría dicho que sí. Después de todo, no es problema localizar a Anna. Ya sé dónde está.
—No estoy seguro —respondo—. Regresé a la casa anoche y me pateó el culo por toda la habitación.
—Entonces, ¿qué vas a hacer?
—He hablado con un amigo de mi padre. Me dijo que tenemos que descubrir qué le está proporcionando tanta fuerza adicional. ¿Conoces a alguna bruja?
Me mira entrecerrando los ojos.
—¿Tu madre no es bruja?
—¿Conoces a alguna bruja de magia negra?
Se retuerce un poco y luego se encoge de hombros.
—Bueno, supongo que yo. No soy muy bueno, pero puedo crear barreras y conseguir que los elementos trabajen para mí y cosas así. Morfran sí es brujo, pero ya no practica mucho.
Gira a la izquierda y para junto al anticuario. A través del escaparate veo al perro negro entrecano, con la nariz pegada al cristal y el rabo golpeando el suelo.
Entramos y vemos a Morfran detrás del mostrador poniendo precio a un nuevo anillo, una pieza antigua y bonita con una gran piedra negra.
—¿Sabes algo sobre elaboración de conjuros y exorcismo? —le pregunto.
—Claro —responde sin levantar la vista del trabajo. Su perro negro ha terminado de dar la bienvenida a Thomas y se ha trasladado para descansar pesadamente sobre el muslo de Morfran—. Este lugar estaba jodidamente encantado cuando lo compré. En ocasiones aún lo está. Los objetos llegan aquí con sus propietarios aún pegados a ellos, si sabes a qué me refiero.
Miro alrededor de la tienda. Por supuesto. Los anticuarios deben de tener casi siempre un espectro o dos deambulando por ahí. Mis ojos se detienen en un gran espejo ovalado que descansa sobre un aparador de caoba. ¿Cuántos rostros se habrán mirado en él? ¿Cuántos reflejos muertos esperan en su interior y se susurran en la oscuridad?
—¿Puedes conseguirme algunas cosas? —pregunto.
—¿De qué tipo?
—Necesito patas de pollo, un círculo de piedras consagradas, un pentagrama esotérico y algún tipo de chisme de adivinación.
Me lanza una mirada asesina.
—¿Un chisme de adivinación? Suena bastante técnico.
—Todavía no tengo los detalles, ¿vale? ¿Me lo puedes conseguir o no?
Morfran se encoge de hombros.
—Puedo enviar a Thomas al lago Superior con una bolsa para que recoja trece piedras. No las hay más consagradas que esas. Las patas de pollo tendré que encargarlas y el chisme de adivinación, bueno, me apuesto lo que quieras a que se trata de un espejo de algún tipo o posiblemente un cuenco de visión.
—En un cuenco de visión se ve el futuro —dice Thomas—. ¿Para qué podría querer uno?
—En un cuenco de visión se ve lo que tú quieras —lo corrige Morfran—. Y respecto al pentagrama esotérico, creo que es excesivo. Quemar incienso o hierbas protectoras debería ser suficiente.
—Sabes a lo que nos estamos enfrentando, ¿verdad? —pregunto—. Ella no es un simple fantasma. Es un huracán. Por mí, no hay ningún problema en excederse.
—Escucha, muchacho. De lo que estás hablando no es más que una sesión de espiritismo falsa. Convocas al fantasma, lo encierras en el círculo de piedras y utilizas el cuenco de visión para conseguir respuestas. ¿No es así?
Asiento con la cabeza. Hace que suene muy sencillo. Pero para alguien que no sabe nada de conjuros y que la noche pasada fue apaleado como una pelota de goma, va a ser casi imposible.
—Tengo un amigo en Londres que está elaborando los detalles. Tendré el conjuro en unos días. Tal vez necesite algunas cosas más, depende.
Morfran se encoge de hombros.
—De todas maneras, el mejor momento para hacer un conjuro de amarre es durante la luna menguante —dice—. Eso te proporciona una semana y media. Tiempo más que suficiente —me mira con los ojos entrecerrados y adquiere un aspecto muy parecido al de su nieto—. Te está poniendo al límite, ¿verdad?
—No por mucho tiempo.
***
La biblioteca pública no es impresionante, aunque supongo que crecer entre las colecciones de libros polvorientos de mi padre y sus amigos me ha vuelto demasiado exigente. Sin embargo, cuenta con una sección bastante decente sobre historia local, que es lo que realmente importa. Como yo tengo que reunirme con Carmel y terminar con el asunto de los deberes de Biología, mando a Thomas al ordenador para que busque en la base de datos cualquier documento sobre Anna y su asesinato.
Encuentro a Carmel esperando en una mesa detrás de las estanterías.
—¿Qué hace aquí Thomas? —pregunta mientras me siento.
—Está buscando información para un trabajo —respondo, y me encojo de hombros—. Entonces, ¿de qué van los deberes de Biología?
Sonríe.
—Clasificación taxonómica.
—Qué lío. Y qué aburrido.
—Tenemos que hacer un cuadro que incluya desde el tipo hasta la especie. Nos ha tocado el cangrejo ermitaño y el pulpo —frunce el ceño—. ¿A qué familia pertenece el pulpo?
—Creo que a la de los cefalópodos —digo, girando hacia mí el libro de texto abierto. Deberíamos empezar, aunque sea lo último que me apetece hacer. Lo que me gustaría sería repasar periódicos con Thomas e investigar sobre nuestra chica asesinada. Desde donde estoy sentado, puedo verlo frente al ordenador, inclinado sobre la pantalla, haciendo clic frenéticamente con el ratón. De repente, escribe algo en un pedazo de papel y se levanta.
—Cas —escucho que dice Carmel, y por el todo de su voz deduzco que lleva un rato hablándome. Despliego mi sonrisa más encantadora.
—¿Sí?
—Te estaba preguntando si prefieres el pulpo o el cangrejo ermitaño.
—El pulpo —contesto—. Está buenísimo con un poco de aceite de oliva y limón. Ligeramente frito.
Carmel pone cara de asco.
—Eso es repugnante.
—No, no lo es. Solía comerlo mucho con mi padre en Grecia.
—¿Has estado en Grecia?
—Sí —respondo con actitud ausente mientras paso las páginas de los invertebrados—. Vivimos allí unos meses cuando yo tenía cuatro años. No recuerdo mucho más.
—¿Tu padre viaja mucho? ¿Por trabajo o algo así?
—Sí. O al menos lo hacía.
—¿Ya no viaja?
—Mi padre está muerto —odio contarle esto a la gente. Nunca sé exactamente cómo va a sonar mi voz al decirlo, y detesto la expresión de sorpresa que adquieren sus rostros cuando no saben qué responder. No miro a Carmel. Simplemente continúo leyendo sobre los distintos géneros. Ella dice que lo siente y me pregunta cómo sucedió. Yo respondo que lo asesinaron y entonces lanza un grito ahogado.
Estas son las reacciones adecuadas. Debería sentirme conmovido por su intento de mostrarse comprensiva. No es culpa suya que no sea así. Es solo que he visto esas expresiones y he escuchado esos gritos ahogados demasiadas veces. Ya no hay nada en la muerte de mi padre que me enfade.
De repente, me asalta la idea de que Anna sea mi último trabajo de preparación. Es increíblemente fuerte. Es lo más difícil a lo que puedo imaginar enfrentarme. Si la derroto, estaré preparado. Preparado para vengar a mi padre.
Este pensamiento me obliga a detenerme. La idea de regresar a Baton Rouge, a esa casa, ha sido siempre algo meramente abstracto. Una fantasía, un plan a largo plazo. Supongo que, a pesar de todas mis investigaciones sobre el vudú, parte de mí ha estado posponiendo el asunto. Después de todo, no he sido especialmente eficaz. Todavía desconozco quién mató a mi padre. Ignoro si sería capaz de invocarlo y, además, estaría solo. Llevar a mi madre no es una opción. No después de tantos años escondiendo libros y cerrando discretamente páginas de Internet cuando ella entraba en la habitación. Me hubiera castigado de por vida con solo saber lo que estaba pensando.
Un golpecito sobre mi hombro me trae de vuelta a la realidad. Thomas coloca un periódico delante de mí —una antigua publicación quebradiza y amarillenta que, sorprendentemente, le han dejado sacar de la vitrina.
—Esto es lo que he podido encontrar —dice, y ahí está ella, en la primera página, bajo un titular que dice «Se encuentra a una muchacha asesinada».
Carmel se alza para conseguir una perspectiva mejor.
—¿Esa es…?
—Es ella —exclama Thomas con excitación—. No hay muchos artículos más. La policía se quedó atónita. Apenas interrogaron a nadie —Thomas tiene otro periódico en las manos; está rebuscando algo en sus páginas—. Lo último es su necrológica: «Anna Korlov, amada hija de Malvina, recibió sagrada sepultura el jueves en el cementerio Kivikoski».
—Thomas, pensé que estabas buscando información para un trabajo —comenta Carmel y él empieza a farfullar y a dar explicaciones. No me preocupo en absoluto de lo que dicen. Solo miro la fotografía de Anna, una muchacha viva, con la piel pálida y el pelo largo y oscuro. Casi no se atreve a sonreír, pero sus ojos parecen brillantes, curiosos y llenos de entusiasmo.
—Es una pena —suspira Carmel—. Era preciosa —alarga la mano para tocar el rostro de Anna, pero yo retiro sus dedos. Me está sucediendo algo y no sé lo que es. Esta muchacha a la que estoy mirando es un monstruo, una asesina. Pero, por alguna razón, esta muchacha me perdonó la vida. Observo con atención su pelo, que está sujeto con un lazo. Siento una sensación cálida en el pecho, pero mi cabeza sigue fría como el hielo. Creo que podría desmayarme.
—Oye, tío —dice Thomas y me sacude un poco el hombro—. ¿Qué te pasa?
—¿Eh? —murmuro sin saber qué decirle a él, o a mí mismo. Miro a lo lejos para hacer tiempo y veo algo que me obliga a apretar los dientes. Hay dos policías junto al mostrador de la biblioteca.
Avisar a Carmel y a Thomas sería estúpido. Mirarían instintivamente por encima de sus hombros y eso resultaría endemoniadamente sospechoso. Así que espero, mientras rasgo discretamente la necrología de Anna del quebradizo periódico. Ignoro el furioso comentario entre dientes de Carmel, «¡No puedes hacer eso!», y guardo el trozo de papel en mi bolsillo. Luego cubro prudentemente el periódico con los libros y las mochilas y señalo la fotografía de una sepia.
—¿Alguna idea de dónde va esto? —pregunto. Los dos me miran como si me hubiera vuelto loco, lo que resulta perfecto porque la bibliotecaria acaba de volverse y de señalar hacia nosotros. Los policías se están acercando a nuestra mesa, justo como imaginaba.
—¿De qué estás hablando? —pregunta Carmel.
—De la sepia —respondo con suavidad—. Y de que os mostréis sorprendidos, pero no demasiado.
Antes de que Carmel me haga cualquier pregunta, el estruendo de las pisadas de dos hombres pertrechados con esposas, linternas y armas resulta suficientemente ruidoso como para que mis compañeros se vuelvan. No veo la cara de Carmel, pero espero que no parezca tan humillantemente culpable como Thomas. Me apoyo en él; entonces traga saliva y se calma.
—Hola, chicos —dice el primer policía con una sonrisa. Es un tipo corpulento y con aspecto amable que mide unos ocho centímetros menos que Carmel y que yo. Toma las riendas de la situación mirando a Thomas directamente a los ojos—. ¿Estáis estudiando?
—S-sí —tartamudea Thomas—. ¿Sucede algo, agente?
El otro poli está husmeando nuestra mesa, mirando los libros de texto abiertos. Es más alto que su compañero, y más delgado, y tiene una nariz de halcón llena de poros y el mentón pequeño. Es feo con ganas, pero espero que no sea un miserable.
—Soy el agente Roebuck —dice el amable—, y este es el agente Davis. ¿Os importa si os hacemos unas preguntas?
Nos encogemos todos de hombros.
—¿Conocéis a un chico que se llama Mike Andover?
—Sí —dice Carmel.
—Sí —afirma Thomas.
—Un poco —digo yo—. Lo conocí hace unos días —esto es condenadamente desagradable. Están apareciendo gotas de sudor en mi frente y no puedo hacer nada para evitarlo. Nunca había tenido que hacer esto. Nunca me habían matado a nadie.
—¿Sabíais que ha desaparecido? —Roebuck nos mira a todos con atención. Thomas simplemente asiente con la cabeza; yo lo imito.
—¿Lo han encontrado ya? —pregunta Carmel—. ¿Está bien?
—No, no lo hemos encontrado. Pero según los testigos, vosotros dos estabais entre las últimas personas que lo vieron. ¿Os importaría contarnos qué sucedió?
—Mike no quería quedarse en la fiesta —dice Carmel con naturalidad—. Nos marchamos para dejarnos caer por otro sitio, aunque no sabíamos exactamente dónde. Will Rosenberg conducía. Dimos una vuelta por las carreteras secundarias de Dawson. Al poco rato, Will se paró en el arcén y Mike se bajó.
—¿Se bajó sin más?
—Estaba cabreado porque me había visto con Carmel —interrumpo yo—. Will y Chase intentaron calmarlo, pero él no quería escucharlos. Dijo que volvería a casa andando. Que quería estar solo.
—Eres consciente de que Mike Andover vive al menos a quince kilómetros de la zona de la que estás hablando —dice el agente Roebuck.
—No, no lo sabía —contesto yo.
—Intentamos detenerlo —continúa Carmel—, pero no nos hizo caso. Así que nos marchamos. Yo pensé que nos llamaría más tarde, y que tendríamos que ir a recogerlo. Pero no lo hizo —la sencillez de nuestra mentira resulta inquietante, pero al menos explica la culpabilidad claramente escrita en nuestras caras—. ¿Realmente ha desaparecido? —pregunta Carmel con voz alarmada—. Pensé… Esperaba que fuera solo un rumor.
Carmel nos vende la moto a todos y los polis se ablandan visiblemente ante su preocupación. Roebuck nos comenta que Will y Chase los llevaron hasta el lugar donde dejamos a Mike y que se está organizando una partida de búsqueda. Preguntamos si podemos ayudar, pero él agita la mano como diciendo que es mejor dejar ese trabajo a los profesionales. En unas horas, el rostro de Mike debería aparecer en todos los noticiarios y la ciudad entera debería haberse movilizado hacia el bosque con linternas y ropa impermeable para peinar la zona en busca de rastros. Pero, de algún modo, sé que no será así. Esto es todo lo que Mike Andover va a recibir. Una partida de búsqueda patética y unos cuantos policías haciendo preguntas. No sé por qué he tenido esta sensación. Algo en sus ojos, como si estuvieran andando medio dormidos, deseando acabar con todo esto para poder disfrutar de una comida caliente y de poner los pies sobre el sofá. Me pregunto si sentirán que aquí se está cociendo algo más grande de lo que pueden abarcar, si la muerte de Mike estará emitiendo desde la baja frecuencia de lo extraño y lo inexplicable, diciéndoles con un leve murmullo que dejen las cosas estar.
Después de unos cuantos minutos más, los agentes Roebuck y Davis se despiden y nosotros nos recostamos en las sillas.
—Ha sido… —empieza a decir Thomas, pero no acaba la frase.
Carmel recibe una llamada en el móvil y contesta. Cuando se aleja para hablar escucho que susurra cosas como «No lo sé» y «Estoy segura de que lo encontrarán». Cuando cuelga, veo que tiene los ojos cansados.
—¿Va todo bien? —le pregunto.
Sujeta el teléfono con cierta apatía.
—Era Nat —comenta—. Estaba tratando de consolarme, o eso imagino. Pero no estoy de humor para una noche de chicas viendo una película, ¿me entiendes?
—¿Hay algo que podamos hacer nosotros? —pregunta Thomas amablemente, y Carmel empieza a revolver entre los papeles.
—Para ser sincera, me gustaría simplemente acabar los deberes de Biología —responde, y yo asiento con la cabeza.
Deberíamos disfrutar de un poco de normalidad: trabajar, estudiar y prepararnos para hacer lo mejor posible el examen del jueves. Porque siento el recorte de periódico en el bolsillo como si pesara una tonelada. Noto la fotografía de Anna, con su mirada de hace sesenta años, y no puedo evitar querer protegerla, salvarla de convertirse en lo que ya es.
Después no creo que haya mucho tiempo para la normalidad.