10

Estoy de nuevo frente a la casa de Anna. La parte lógica de mi cerebro me asegura que se trata solo de una casa. Que es lo que guarda en su interior lo que la convierte en algo terrorífico, peligroso, que no es posible que se esté inclinando hacia mí, como si me acechara entre los hierbajos. Es imposible que esté intentando despegarse de sus cimientos para tragarme entero, aunque lo parezca.

Detrás de mí, escucho un leve bufido. Me vuelvo. Tybalt tiene apoyadas las patas delanteras en la puerta del conductor del coche de mi madre y mira a través de la ventanilla.

—Esto no es una broma, gatito —no sé por qué mi madre me ha obligado a traerlo. No me va a ayudar. Cuando se trata de utilidad, parece más un detector de humo que un perro de caza. Al regresar a casa después de las clases, le conté a mi madre dónde pensaba ir y lo que había sucedido (omitiendo la parte en la que casi me matan y uno de mis compañeros del instituto acabó partido en dos), pero ella debió de presentir que le estaba ocultando algo, porque llevo una nueva capa de aceite de romero en la frente y me ha obligado a traer el gato. En ocasiones, pienso que no tiene ni idea de lo que hago.

No me dijo mucho. Aunque siempre lo tiene ahí, en la punta de la lengua: pedirme que lo deje, recordarme que es peligroso y que hay gente que muere. Pero si yo no hiciera mi trabajo, morirían muchos más. Es la tarea que inició mi padre. Es para lo que nací, el legado que recibí de él, y esa es la verdadera razón por la que permanece callada. Ella creía en mi padre. Fue consciente de los riesgos, hasta el mismo día en que fue asesinado por lo que consideró otro fantasma más de una larga lista. Saco el cuchillo de la mochila y lo libero de su funda. Mi padre salió de casa una tarde con este cuchillo, igual que había hecho desde antes de que yo naciera. Y nunca volvió. Algo acabó con él. La policía nos visitó al día siguiente, después de que mi madre denunciara su desaparición. Nos dijeron que mi padre estaba muerto. Yo me escondí entre las sombras mientras ellos hacían preguntas a mi madre y finalmente un detective susurró sus secretos: el cuerpo de mi padre había aparecido cubierto de mordiscos; faltaban pedazos de su carne.

Durante meses, la espantosa muerte de mi padre invadió mis pensamientos. La imaginé de todas las maneras posibles. Soñé con ella. La dibujé sobre papel con un lápiz negro y pintura roja, figuras esqueléticas y sangre de cera. Mi madre trató de curarme, cantando constantemente y dejando las luces encendidas, intentando alejarme de la oscuridad. Pero las visiones y las pesadillas no cesaron hasta el día en que empuñé el cuchillo.

Por supuesto, nunca atraparon al asesino de mi padre, porque el asesino de mi padre ya estaba muerto. Así que sé perfectamente lo que estoy destinado a hacer. Mientras miro la casa de Anna no siento miedo, ya que Anna Korlov no va a acabar conmigo. Algún día regresaré al lugar donde mi padre murió y deslizaré su cuchillo por la boca de la cosa que lo devoró.

Respiro hondo dos veces. Mantengo el cuchillo a la vista; no hay necesidad de fingir. Sé que está ahí dentro, y que intuye que me estoy acercando. Puedo sentir su mirada. El gato me observa con sus ojos reflectantes desde el interior del coche, y siento también esos ojos mientras subo por el camino lleno de hierbajos en dirección a la puerta principal.

No creo que haya habido jamás una noche más tranquila que esta. No hay viento, ni bichos, ni nada. El ruido de la grava bajo mis pies resulta increíblemente fuerte. No sirve de nada tratar de moverse con sigilo. Es como ser el primero que se levanta por la mañana, cuando cada movimiento que haces suena tan fuerte como una sirena de niebla, sin importar lo silencioso que intentes ser. Me gustaría subir los escalones del porche dando pisotones. Me gustaría romper un tablón, arrancarlo y usarlo para derribar la puerta. Pero eso sería de mala educación y además, no necesito hacerlo. La puerta ya está abierta.

Hay una fantasmagórica luz grisácea que se filtra sin formar rayos. Parece que se mezclara con el aire oscuro, como una bruma luminosa. Aguzo los oídos pero no escucho nada; a lo lejos, creo oír el tenue traqueteo de un tren y me llega un crujido del cuero al apretar la mano contra el áthame. Franqueo la puerta y la cierro tras de mí. No quiero ofrecer la oportunidad a ningún fantasma de dar un portazo como en una película de serie B.

El vestíbulo está vacío y la escalera, también. El esqueleto de la lámpara destrozada cuelga del techo sin titilar y hay una mesa cubierta por una capa de polvo que, juraría, no estaba aquí anoche. Hay algo maligno en esta casa. Algo aparte de la presencia que obviamente la ronda.

—Anna —digo, y mi voz se desliza por el aire. La casa se traga mis palabras sin producir eco alguno.

Miro hacia la izquierda. No hay nada en el lugar donde Mike Andover murió, a excepción de una mancha oscura y aceitosa. Es lo único que queda de él. No tengo ni idea de lo que Anna ha hecho con su cuerpo y, para ser sincero, prefiero no pensar en ello.

Nada se mueve y no me apetece esperar, aunque tampoco quiero encontrarme con ella en la escalera. Dispone de demasiada ventaja al ser tan fuerte como una diosa vikinga, una no muerta que ha recobrado la vida, y todo eso. Me adentro más en la casa, avanzando con cuidado entre los muebles desperdigados y polvorientos. Me asalta el pensamiento de que tal vez esté esperándome tumbada y que el sofá desvencijado no sea en absoluto un sofá desvencijado, sino una chica muerta cubierta de venas. Estoy a punto de clavar mi áthame en él, por si acaso, cuando escucho que algo se arrastra detrás de mí. Me vuelvo.

—Madre mía.

—¿No sucedió hace tres días ya? —me pregunta el fantasma de Mike Andover. Se encuentra de pie, cerca de la ventana a través de la que Anna lo arrastró. Está de una pieza. Esbozo una sonrisa vacilante. Parece que la muerte lo ha vuelto más ingenioso. Sin embargo, parte de mí sospecha que lo que estoy viendo no es en realidad Mike Andover. Es simplemente una mancha del suelo que Anna ha hecho que se levante y ande y hable. Aunque, por si acaso no es así…

—Siento lo que te ocurrió. Se suponía que no debía suceder.

Mike ladea la cabeza.

—Nunca se supone que vaya a suceder. O siempre debería suponerse. No importa.

Sonríe. No sé si está tratando de ser amable, o irónico, pero definitivamente resulta espeluznante. Sobre todo cuando se detiene de forma abrupta.

—En esta casa hay algo maligno. Una vez que estás dentro no puedes abandonarla jamás. No deberías haber vuelto.

—Tengo un asunto que resolver aquí —digo yo. Trato de ignorar la idea de que nunca podrá marcharse. Es demasiado terrible y demasiado injusta.

—¿Lo mismo que tenía que hacer yo? —pregunta con un leve gruñido. Antes de que pueda responderle, unas manos invisibles lo parten en dos en una recreación exacta de su muerte. Retrocedo y golpeo una mesa o algo así con las rodillas. No sé qué es y tampoco me importa. La impresión de verlo desmoronarse de nuevo en dos espeluznantes charcos distrae mi atención de los muebles. Me digo a mí mismo que ha sido un truco barato y que he visto cosas peores. Trato de calmar mi respiración. Luego, escucho de nuevo la voz de Mike desde el suelo.

—Oye, Cas.

Mis ojos recorren el amasijo de restos hasta encontrar su cara, que está ladeada y unida todavía a la mitad derecha del cuerpo. Esa es la parte que conservó la espina dorsal. Trago saliva y me obligo a no mirar las vértebras al aire. Uno de los ojos de Mike se vuelve hacia mí.

—Solo duele un minuto —asegura, y luego se hunde en el suelo, lentamente, como aceite en una toalla. Mientras desaparece, su ojo continúa abierto, mirándome. Realmente podría haber seguido viviendo sin esta breve conversación. Contemplo la mancha oscura en el suelo, y me doy cuenta de que estoy conteniendo la respiración. Me pregunto a cuántas personas habrá matado Anna dentro de esta casa. Me pregunto si seguirán todos aquí, meras sombras de lo que fueron, y si Anna podrá levantarlos como marionetas, arrastrándolos hacia mí en diversos estados de descomposición.

Mantén el control. No es el momento de dejarse invadir por el pánico. Es el momento de apretar el cuchillo y darse cuenta demasiado tarde de que algo se está acercando por detrás.

Veo un atisbo de pelo negro en torno a mi hombro, dos o tres mechones que se extienden y me hacen señas para que me aproxime. Me vuelvo y lanzo una cuchillada al aire, medio esperando que ella no esté ahí, que haya desaparecido en ese mismo instante. Pero no es así. Está flotando delante de mí, suspendida a escasos centímetros, o tal vez algo más, del suelo.

Dudamos un instante y nos observamos el uno al otro; mis ojos castaños miran fijamente los suyos, negrísimos. Si tuviera los pies en el suelo, mediría más o menos un metro cincuenta, pero como está flotando a unos quince centímetros de él, casi tengo que mirar hacia arriba. Escucho mi respiración dentro de mi cabeza. El sonido de su vestido goteando sangre sobre el suelo es suave. ¿En qué se ha transformado desde que murió? ¿Qué poder, qué ira le permitió convertirse en más que un simple espectro, volverse un demonio vengativo?

La hoja de mi cuchillo ha cortado el extremo de los mechones. Los cabellos caen suavemente y ella mira cómo se hunden en los tablones del suelo, igual que Mike hace un instante. Algo altera su frente, una tensión, una tristeza, y entonces me mira y enseña los dientes.

—¿Por qué has regresado? —pregunta. Yo trago saliva. No sé qué decir. Noto que estoy retrocediendo, aunque me obligo a no hacerlo.

—Te entregué tu vida, envuelta como un regalo —la voz que sale de su cavernosa boca es profunda y horrible. Es el sonido de una voz sin aliento. Aún conserva un ligero acento finlandés—. ¿Piensas que fue fácil? ¿Es que quieres morir?

Hay algo ilusionado en la manera en que pregunta la última parte, algo que añade agudeza a sus ojos. Baja la mirada hacia mi cuchillo con un extraño giro de la cabeza. Una mueca invade su cara; las expresiones se suceden de forma rápida, como ondas en un lago.

Entonces el aire que la rodea tiembla y la diosa que hay frente a mí desaparece. En su lugar, aparece una chica pálida con el pelo largo y oscuro. Sus pies están firmemente plantados en el suelo. Bajo los ojos para mirarla.

—¿Cómo te llamas? —pregunta y, como yo no respondo, añade—: Tú sabes el mío. Además, te he perdonado la vida. ¿No crees que es justo?

—Me llamo Teseo Casio —me oigo decir, incluso aunque estoy pensando que es un truco barato, y estúpido. Si cree que así evitará que la mate, está mortalmente equivocada, sin pretender hacer un juego de palabras. Sin embargo, es un buen disfraz, eso tengo que admitirlo. La máscara que lleva puesta tiene un rostro meditabundo y unos dulces ojos color violeta. Va vestida con un anticuado vestido blanco.

—Teseo Casio —repite.

—Teseo Casio Lowood —añado, aunque no sé por qué se lo estoy diciendo—. Pero todo el mundo me llama Cas.

—Has venido a matarme —camina a mi alrededor en un amplio círculo. Solo dejo que rebase mis hombros antes de volverme. De ninguna manera voy a permitirle que esté a mi espalda. Ahora muestra un aspecto muy dulce e inocente, pero conozco la criatura que aparecerá si le doy oportunidad.

—Eso ya lo hizo otra persona —digo. No voy a contarle el cuento de que estoy aquí para liberarla. Sería engañarla, tranquilizarla, tratar de que me facilite el trabajo. Y, además, es mentira. No tengo ni idea de dónde la mandaría y tampoco me importa. Solo sé que sería lejos de aquí, donde se dedica a matar gente para encerrarla en esta condenada casa.

—Es verdad, otra persona lo hizo —comenta, y luego gira la cabeza y la mueve bruscamente atrás y adelante. Por un instante, su pelo comienza a ondularse de nuevo, como serpientes—. Pero tú no puedes.

Sabe que está muerta. Un dato interesante. La mayoría no es consciente de ello. Muchos están simplemente enfadados y asustados, y son más la huella de una emoción —de un momento horrible— que un verdadero ser. Con algunos puedes hablar, aunque normalmente piensan que eres otra persona, alguien de su pasado. Su discernimiento me confunde; trato de ganar algo de tiempo hablando.

—Cariño, mi padre y yo hemos acabado con más fantasmas de los que puedes contar.

—Ninguno como yo.

Cuando dice estas palabras, su tono de voz deja traslucir algo que no llega a ser orgullo, pero se parece. Orgullo teñido de amargura. Permanezco callado, porque preferiría que no descubriera que tiene razón. Anna no se asemeja a nada que haya visto antes. Su fuerza parece ilimitada, así como los trucos con los que cuenta. No es el típico fantasma que se arrastra por ahí, fastidiado porque le han pegado un tiro. Es la propia muerte, horripilante e insensible e, incluso cuando se presenta cubierta de sangre y venas, no puedo evitar mirarla.

Pero no tengo miedo. Sea fuerte o no, lo único que necesito es un buen ataque. No es inmune a mi áthame y, si puedo acercarme a ella, desaparecerá en el éter sangrando, como todos los demás.

—Tal vez deberías ir a buscar a tu padre para que te ayude —dice. Yo aprieto el cuchillo.

—Mi padre está muerto.

Sus ojos transmiten algo. No puedo creer que sea remordimiento, o pena, pero lo parece.

—Mi padre también murió, cuando yo era una niña —comenta en voz baja—. Una tormenta en el lago.

No puedo permitir que continúe con este juego. Noto cómo algo en mi pecho se ablanda y deja de gruñir, completamente ajeno a mi voluntad. Su fuerza hace que su vulnerabilidad resulte más conmovedora. Esto no debería afectarme.

—Anna —digo, y vuelve bruscamente su mirada hacia mí. Saco el cuchillo y el brillo de la hoja se refleja en sus ojos.

—Vete —me ordena como una reina en su castillo muerto—. No quiero matarte. Además, por alguna razón, parece que no tengo que hacerlo. Así que márchate.

Las preguntas se agolpan en mi mente, pero permanezco en mi sitio con terquedad.

—No me marcharé hasta que no abandones esta casa y vuelvas bajo tierra.

—Yo nunca estuve bajo tierra —susurra entre dientes. Sus pupilas se están oscureciendo y el negro se extiende por sus ojos hasta que el blanco desaparece casi por completo. Las venas cubren sus mejillas y le llegan a las sienes y la garganta. La sangre brota de su piel y se derrama por todo su cuerpo, como una enorme falda que gotea hasta el suelo.

Lanzo una cuchillada y noto cómo mi brazo topa con algo pesado, antes de salir despedido contra la pared. Joder. Ni siquiera la he visto moverse. Ella sigue flotando en el centro de la habitación, donde yo estaba antes. Me duele mucho el hombro con el que he golpeado la pared. Y me duele mucho el brazo que ha chocado contra Anna. Pero soy bastante testarudo, así que me pongo en pie y me lanzo de nuevo hacia ella, esta vez sin mucha ambición, sin tratar de matarla, solo de cortar algo. A este punto, me conformaría con el pelo.

Lo siguiente que sé es que estoy de nuevo en el extremo opuesto de la habitación. Me he deslizado por el suelo sobre la espalda. Creo que tengo astillas hasta en los calzoncillos. Anna permanece inmóvil en el aire, mirándome cada vez con más resentimiento. El sonido de su vestido goteando sobre los tablones del suelo me recuerda a un profesor que tuve que se golpeaba lentamente la sien cuando se enfadaba realmente conmigo porque yo no estudiaba.

Me pongo de nuevo en pie, esta vez más lentamente. Espero que dé la sensación de que estoy planeando cuidadosamente mi próximo movimiento, y no de que me duele todo, como es el caso. Anna no trata de matarme, lo que empieza a fastidiarme. Me está zarandeando como al juguete de un gato. A Tybalt le parecería gracioso. Me pregunto si podrá verlo todo desde el coche.

—Basta ya —dice con voz cavernosa.

Corro hacia ella, pero me sujeta por las muñecas. Yo forcejeo, pero es como luchar contra cemento.

—Déjame que te mate —refunfuño con frustración. La rabia aflora a sus ojos. Por un instante pienso en el error que acabo de cometer, en que he olvidado lo que ella es en realidad, y que voy a terminar como Mike Andover. De hecho, mi cuerpo se encoge como para evitar acabar partido en dos.

—Nunca permitiré que me mates —exclama, y me lanza hacia la puerta.

—¿Por qué? ¿No crees que sentirías paz? —por millonésima vez me pregunto por qué soy incapaz de mantener la boca cerrada.

Me mira con los ojos entrecerrados, como si yo fuera idiota.

—¿Paz? ¿Después de lo que he hecho? ¿Paz, en una casa llena de chicos despedazados y extraños destripados? —coloca su rostro muy cerca del mío. Sus ojos negros están abiertos de par en par—. No puedo dejar que me mates —dice.

Entonces, empieza a gritar muy fuerte, tanto que podría hacer que mis tímpanos estallaran, y me lanza a través de la puerta principal, por encima de los escalones rotos, en dirección hacia la grava cubierta de malas hierbas del camino de acceso.

—¡Yo nunca quise estar muerta!

Ruedo por el suelo y levanto la vista justo a tiempo de ver la puerta cerrarse de un golpe. La casa parece tranquila y vacía, como si nada hubiera sucedido dentro de ella en un millón de años. Reviso mi cuerpo con cuidado y compruebo que tengo todos los miembros en su sitio. Luego me pongo de rodillas con esfuerzo.

Ninguno de ellos quería morir. No exactamente. Ni siquiera los suicidas que cambian de idea en el último minuto. Ojalá pudiera explicárselo, pero con habilidad, para que no se sintiera tan sola. Además, eso me ayudaría a no sentirme tan imbécil después de haber sido zarandeado como un esbirro anónimo de una película de James Bond. Vaya un asesino de fantasmas profesional que soy.

Mientras camino hacia el coche de mi madre, trato de recuperar el control. Porque voy a acabar con Anna, sin importar lo que ella piense. Primero porque nunca he fallado antes, y segundo porque en el momento en que me dijo que no podía dejar que la matara, sonaba como si deseara que pudiera hacerlo. Su consciencia la hace especial en más de un aspecto. Al contrario que los demás, Anna se arrepiente. Al frotar la zona dolorida de mi brazo izquierdo, me doy cuenta de que me voy a llenar de cardenales. A la fuerza no voy a poder acabar con ella. Necesito un plan B.