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Thomas me deja en el camino de acceso a mi casa, aún refunfuña sobre Morfran y Riika y las galletas de jengibre. Me alegro de no tener que presenciar la confrontación. En mi opinión, comerse las galletas no tiene ninguna importancia en comparación con el asunto de que Morfran enviara a su nieto a visitar, inconscientemente, a un familiar muerto, pero oye, cada uno tiene sus fobias. Y al parecer a Thomas le dan grima los aperitivos de los muertos.

Entre gruñidos y escupitajos a través de la ventanilla, Thomas me dijo que necesitaría al menos una semana para investigar sobre el tambor lapón y el ritual adecuado para canalizar a Anna. Yo le ofrecí mi expresión más compresiva y asentí con la cabeza, conteniendo el deseo de agarrar lo más parecido a un palillo y empezar a interpretar un solo de tambor en mi regazo. Vaya estupidez. Ser cuidadoso y hacer las cosas bien desde el principio son requisitos casi imprescindibles. No sé qué tengo en la cabeza. Cuando entro en casa, me doy cuenta de que soy incapaz de sentarme tranquilamente. No me apetece comer ni ver la televisión. No quiero hacer nada, excepto averiguar más.

Mi madre franquea la puerta diez minutos después con una gigantesca caja de pizza en el brazo, y se queda parada al verme caminar arriba y abajo.

—¿Qué ocurre?

—Nada —respondo—. Esta tarde he hecho una interesante visita a la tía muerta de Thomas. Nos ha mostrado una manera de comunicarnos con Anna.

Aparte de abrir ligeramente los ojos, su reacción es absolutamente nula. Casi se encoge de hombros antes de atravesar lentamente el salón hacia la cocina. Una rápida chispa de ira hormiguea en mis muñecas. Esperaba más. Esperaba que se mostrara entusiasmada, que se alegrara de que pudiera hablar de nuevo con Anna para asegurarme de que está bien.

—Tú has conversado con la tía muerta de Thomas —dice mientras abre con calma la caja de la pizza—. Y yo con Gideon, esta tarde.

—¿Qué pasa contigo? No acabo de contarte que hay un nuevo especial en el restaurante Gargoyles. Ni que me he dado un golpe en el dedo gordo del pie, aunque estoy seguro de que a eso le habrías dedicado más atención.

—Me dijo que deberías dejarlo.

—No sé qué os pasa a todos —exclamo—. Todo el mundo me dice que abandone. Que lo olvide. Como si fuera tan fácil. Como si pudiera seguir viéndola así. Quiero decir que, ¡maldita sea!, ¡Carmel piensa que soy un psicópata!

—Cas —dice mi madre—. Tranquilízate. Gideon tiene sus razones. Y creo que está en lo cierto. Puedo sentir que sucede algo.

—Pero no sabes el qué, ¿no es así? Quiero decir que es algo malo, pero no lo sabes exactamente. Y crees que debería dejar que lo que le esté sucediendo a Anna siga sucediéndole, ¿por qué? ¿Por tu intuición femenina?

—Oye —exclama con voz grave.

—Lo siento —contesto bruscamente.

—No soy simplemente tu preocupada madre, Teseo Casio Lowood. Soy una bruja. La intuición tiene gran importancia —su mandíbula adquiere esa peculiar expresión suya de cuando preferiría masticar cuero a decir lo que piensa—. Tú no solo quieres asegurarte de que está bien. Tú quieres traerla de vuelta aquí.

Bajo los ojos.

—Y, por Dios, Cas, parte de mí desea que eso fuera posible. Ella salvó tu vida y vengó la muerte de mi marido. Pero no puedes seguir por ese camino.

—¿Por qué no? —pregunto, y mi voz suena amarga.

—Porque hay reglas —contesta ella—. Y no deberían romperse.

Alzo los ojos y la miro.

—No has dicho que no «puedan» romperse.

—Cas…

Como esto dure un minuto más, voy a volverme loco. Así que levanto las manos y pongo rumbo a mi habitación, cerrando los oídos a todo lo que mi madre me dice mientras subo las escaleras, atragantándome con el millón de palabras que desearía gritarles a todos a la cara. Thomas parece la única persona remotamente interesada en descubrir lo que está sucediendo.

Anna me está esperando en la habitación. Le cuelga la cabeza como si tuviera el cuello roto; sus ojos se giran hacia los míos.

—Esto es demasiado, justo ahora —susurro, y ella articula algo como respuesta. No trato de leerle los labios. Hay demasiada sangre negra derramándose por ellos. Poco a poco se aleja; yo trato de mantener los ojos fijos en la alfombra, pero no puedo, no del todo, así que cuando se lanza por la ventana veo su vestido revolotear mientras cae, y escucho el golpe sordo de su cuerpo al chocar contra el suelo.

—Maldita sea —exclamo con la voz atrapada entre un gruñido y un gemido. Mis puños golpean la pared, la cómoda; tiro de un golpe la lámpara de la mesilla. Las palabras de mi madre resuenan en mis oídos, haciendo que parezca sencillo. Habla como si pensara que soy un colegial con fantasías de héroe que salva a la chica y se aleja con ella hacia el atardecer. ¿En qué tipo de mundo cree que he crecido?

***

—Probablemente haga falta sangre —dice Thomas con un tono apesadumbrado que no corresponde con el disimulado entusiasmo que muestran sus ojos—. Casi siempre hace falta sangre.

—¿Sí? Bueno, si va a ser más de medio litro, avísame ahora, para que pueda almacenarla —contesto yo, y él sonríe.

Estamos junto a su taquilla hablando del ritual, que todavía no ha elaborado de manera precisa. Aunque para ser justo, solo ha pasado un día y medio. La sangre de la que está hablando es el conducto —la conexión con el otro lado— o el precio. No estoy seguro de cuál. Se ha referido a ella en ambos sentidos, como un puente y como un peaje. Tal vez se trate de las dos cosas, y el otro lado sea básicamente una carretera de peaje. Thomas se muestra un poco nervioso mientras hablamos, creo que porque percibe mi entusiasmo. Probablemente también note que no he dormido mucho. Estoy hecho un verdadero asco.

Thomas se endereza cuando se acerca Carmel, cuyo aspecto es diez veces mejor que el nuestro, como siempre. Lleva el pelo recogido con una pinza, y le oscila alegremente en una curva dorada. Los destellos de sus pulseras de plata me hacen daño en los ojos.

—Hola, Thomas —dice ella—. Hola, zombi Cas.

—Hola —respondo yo—. Supongo que sabrás lo que sucedió.

—Sí, Thomas me lo contó. Un asunto bastante espeluznante.

Me encojo de hombros.

—No fue tan terrible. Riika estuvo amable. Deberías haber venido.

—Bueno, tal vez lo habría hecho si no me hubieran echado del club de una patada —baja los ojos y Thomas se pone inmediatamente a la defensiva, pidiendo disculpas por la actitud de Morfran, insistiendo en que se pasó de la raya; Carmel asiente con la cabeza, manteniendo la mirada en el suelo.

Algo está sucediendo tras las pestañas caídas de Carmel. Ella cree que no la estoy mirando, o tal vez piense que el cansancio me impide darme cuenta, pero incluso a través del agotamiento veo de qué se trata, y me obliga a contener el aliento. Carmel se sintió agradecida de quedar fuera. En algún momento entre el tallado de la runa y quedar clavada a una pared con una horca, la situación se volvió insoportable para ella. Está ahí, en sus ojos; en el modo en que se detienen tristemente en Thomas cuando él no está mirando, y en cómo parpadean y muestran una chispa de falso interés cuando él le describe el ritual. Y durante todo el tiempo, Thomas no deja de sonreír, ajeno al hecho de que ella básicamente ya no está aquí. Tengo la impresión de haber visto los últimos diez minutos de esta película antes que los demás.

***

Hacer todo el curso en un mismo instituto es algo que no experimentaba desde octavo, y tengo que decir que resulta algo odioso. Es lunes de la última semana del curso, y como tenga que firmar un solo anuario más, voy a hacerlo con la sangre del propietario. Gente con la que jamás he hablado se acerca con un bolígrafo y una sonrisa, ansiando algo más personal que un «espero que pases un buen verano», cuando tales esperanzas son vanas. Y no puedo evitar sospechar que lo que realmente desean es que les escriba algo críptico o alguna locura, una nueva pista que añadir al molino de los rumores. Ha sido tentador, pero hasta el momento no lo he hecho.

De repente, siento un golpecito en el hombro, me vuelvo para encontrarme con Cait Hecht, mi cita arruinada de hace dos semanas, y estoy a punto de caerme sobre la taquilla.

—Hola, Cas —me sonríe—. ¿Me firmas el anuario?

—Por supuesto —respondo y lo cojo, haciendo un esfuerzo por pensar en algo personal, pero lo único que se me pasa por la cabeza es «espero que pases un buen verano». Escribo mi nombre y a continuación, una coma. ¿Y ahora qué? «¿Perdona el desaire, pero me recordabas a una chica a la que maté?». O tal vez, «Nunca habría funcionado. La chica a la que quiero te habría destripado».

—¿Vas a hacer algo interesante este verano? —me pregunta.

—Eh, no sé. Tal vez viajar un poco.

—Pero ¿volverás en otoño? —arquea las cejas delicadamente, aunque no es más que una charla trivial. Carmel me contó que Cait empezó a salir con Quentin Davis dos días después de lo de la cafetería. Me tranquilizó saberlo, y ahora me tranquiliza ver que no parece en absoluto disgustada.

—Buena pregunta —respondo, antes de rendirme y garabatear «espero que pases un buen verano» en la esquina de la página.