8

La tía Riika de Thomas vive en medio de ninguna parte. Llevamos al menos diez minutos conduciendo por caminos de tierra sin señalizar. No hay carteles de ningún tipo, solo árboles y más árboles, y luego un breve claro que lleva hacia más árboles. Si Thomas no ha estado aquí en años, no tengo ni idea de por qué parece estar encontrando el camino tan fácilmente.

—¿Estamos perdidos? Lo admitirías si lo estuviéramos, ¿verdad?

Thomas sonríe, tal vez con algo de nerviosismo.

—No estamos perdidos. Al menos, todavía. Quizás hayan cambiado algunas carreteras desde la última vez.

—¿A quién demonios te refieres? ¿A las ardillas constructoras de carreteras? Ni siquiera parece que hayan pasado coches por aquí en los últimos diez años —la arboleda es densa al otro lado de mi ventanilla. El follaje ha regresado para cubrir los huecos invernales. Hemos tomado demasiados desvíos ya, y he perdido por completo el sentido de la orientación. Puede que hasta nos estemos dirigiendo hacia el norte-sur, no lo sé.

—¡Ajá! Allí está —se pavonea Thomas. Me incorporo en mi asiento. Nos estamos aproximando a una pequeña casa de campo blanca. Hay brotes tempranos en el jardín plantado alrededor del porche, y un sendero de baldosas conduce desde el camino de acceso hasta los escalones de entrada. Cuando Thomas enfila el Tempo hacia la pálida grava, toca el claxon—. Espero que esté en casa —murmura, y salimos del coche.

—Es un sitio bonito —comento, y realmente lo pienso. Me sorprende que no haya más vecinos; la propiedad circundante tiene que tener algún valor. Los árboles han sido cuidadosamente plantados alrededor del jardín, protegiéndolo de las miradas desde la carretera, pero abriéndose en la parte delantera para abrazar la casa.

Thomas sube los escalones dando brincos como un sabueso entusiasmado. Debía de actuar igual cuando era un niño que venía a visitar a su tía Riika. Me pregunto por qué Morfran y ella perderían el contacto. Cuando Thomas golpea la puerta con los nudillos, contengo el aliento, no solo porque desee obtener mis respuestas, sino porque no me apetece ver la expresión decepcionada en el rostro de Thomas como Riika no esté en casa.

No tengo por qué preocuparme. Contesta al tercer toque. Probablemente haya estado en la ventana desde que entramos con el coche. No creo que reciba muchas visitas.

—¡Thomas Aldous Sabin! ¡Estás el doble de grande! —Riika sale al porche y abraza a Thomas. Mientras él tiene el rostro dirigido hacia mí, articulo «¿Aldous?» e intento no reírme.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —pregunta Riika. Es mucho más bajita de lo que esperaba, apenas supera el metro y medio. Lleva el pelo suelto y lo tiene de color rubio oscuro, salpicado de canas. Unas líneas surcan la suave piel de sus mejillas y pellizcan las comisuras de sus ojos. El jersey tejido con ochos que lleva puesto parece tres tallas más grande que la suya y las medias de compresión se le arremolinan alrededor de los zapatos. Riika no es ninguna niña. Pero cuando palmea la espalda de Thomas, él se agita por la fuerza del gesto.

—Tía Riika, este es mi amigo Cas —dice Thomas, y como si él le hubiera dado permiso, ella me mira por fin. Me retiro el pelo de los ojos y despliego mi sonrisa de boy scout—. Morfran nos envía para pedirte ayuda —añade Thomas bajito.

Riika chasquea la lengua y, al contraer las mejillas, vislumbro el primer atisbo de la bruja que debe haber bajo esos jerséis con dibujos florales. Cuando sus ojos se dirigen como un rayo hacia mi mochila, donde el áthame descansa en su funda, tengo que reprimir el deseo de abandonar el porche.

—Debería haberlo olfateado —responde ella con suavidad. Su voz es como las páginas de un libro muy antiguo. Me mira con los ojos entornados—. El poder que emana de él —su mano serpentea hacia la de Thomas y la palmea firmemente—. Entrad.

***

El interior de la casa de campo huele a una mezcla de incienso y aroma a anciana. Y no creo que haya cambiado la decoración desde la década de los setenta. La moqueta marrón se extiende hasta donde la vista alcanza, bajo un mobiliario desordenado: una mecedora y un amplio sofá, ambos tapizados con una imitación a terciopelo verde. En el comedor, un aplique de cristal con forma de quinqué cuelga sobre una mesa de formica amarilla. Riika nos conduce hasta la mesa y nos indica con la mano que nos sentemos. La propia mesa es un revoltijo de velas a medio quemar y varas de incienso. Una vez que nos hemos acomodado, se echa un poco de crema en las manos y las frota vigorosamente.

—¿Tu abuelo está bien? —pregunta ella, inclinándose hacia delante sobre los codos y sonriendo a Thomas, con la barbilla apoyada en un puño.

—Estupendamente. Te manda un saludo.

—Salúdale también de mi parte —dice ella. Su voz me incomoda. El acento y el timbre se parecen demasiado a los de Malvina. No puedo evitar pensarlo, aunque ambas mujeres no se asemejen en nada. Malvina, cuando la vi, era más joven que Riika, y su pelo era un negro moño trenzado, no una combinación de crema de mantequilla y azúcar con merengue. Aun así, al mirar el rostro de Riika, las imágenes del asesinato de Anna no quedan muy lejanas. Aparecen de repente en mi recuerdo de la sesión espiritista, con Malvina goteando cera negra sobre el vestido blanco de su hija, empapado en sangre.

—Esto no es sencillo para ti —me dice Riika con dureza, lo cual no ayuda. Alarga la mano hacia una lata que tiene pintados los puntos cardinales, la abre haciendo palanca y ofrece las galletas de jengibre que hay dentro a Thomas, que coge dos puñados. Una amplia sonrisa se abre en el rostro de Riika mientras contempla cómo Thomas se lleva unas cuantas galletas a la boca, antes de mirarme otra vez con impaciencia. ¿Se suponía que debía haber dicho algo? ¿Era una pregunta?

Chasquea de nuevo la lengua.

—¿Eres amigo de Thomas?

Yo asiento con la cabeza.

—Es el mejor, tía Riika —asegura Thomas lanzando migas de galleta de jengibre. Ella le dedica una leve sonrisa.

—Entonces te ayudaré, si puedo —Riika se inclina hacia delante y enciende tres velas, aparentemente al azar—. Pregunta lo que quieras saber.

Respiro hondo. ¿Por dónde empiezo? Tengo la sensación de que la habitación no contiene suficiente aire para explicar la situación de Anna, cómo acabó maldita, cómo se sacrificó por nosotros, y ahora, por qué no es posible que esté realmente persiguiéndome.

Riika me golpea la mano. Al parecer me he demorado demasiado.

—Trae —me dice, y giro la palma hacia arriba. Su mano es suave, pero siento acero en sus dedos cuando me aprieta los huesos y cierra los ojos. Me pregunto si fue ella quien ayudó a Thomas a desarrollar su capacidad para leer la mente, si es que una cosa así puede enseñarse o fomentarse.

Miro a Thomas. Se ha quedado paralizado, con las galletas a medio masticar y los ojos fijos en nuestras manos entrelazadas, como si pudiera ver electricidad o humo fluyendo entre ellas. Esto está durando una eternidad. Y no me siento muy cómodo con todo este toqueteo. Hay algo en Riika, tal vez el poder que emana de ella, que me está revolviendo el estómago. Y justo cuando estoy a punto de liberarme de un tirón, abre los ojos y me suelta con una enérgica palmada en el reverso de la mano.

—Este es un guerrero —le dice a Thomas—. Empuña un arma más antigua que todos nosotros —no me mira a propósito y tiene las manos encogidas como cangrejos. Las desliza con nerviosismo sobre la mesa de formica, con los dedos golpeando la tabla—. Quieres saber sobre la muchacha —añade mirando hacia su regazo. Tiene la barbilla muy inclinada y su voz suena atragantada, como una rana.

—La muchacha —susurro. Riika me observa con una sonrisa astuta.

—Tú fuiste quien sacó a Anna vestida de sangre de este mundo —continúa—. Sentí cuando cruzó al otro lado. Fue como una tormenta muriendo sobre el lago.

—Ella misma salió —replico—. Para salvar mi vida. Y la de Thomas.

Riika se encoge de hombros, dando a entender que eso no importa. Hay una bolsa de terciopelo colocada sobre un plato dorado; vacía el contenido y lo esparce. Trato de no mirarlo con demasiada atención. Voy a hacer como si fueran runas talladas. Aunque creo que en realidad son huesos pequeños, tal vez de pájaro, o de lagarto, o quizás de dedos humanos. Contempla su distribución y arquea sus pálidas cejas.

—La muchacha no está ahora contigo —dice, y mi corazón da un vuelco. No sé qué es lo que espero—. Pero lo estuvo. Hace poco.

Junto a mí, Thomas inhala rápidamente y se endereza en su asiento. Se ajusta las gafas y me da un codazo, creo que para animarme.

—¿Puedes decirnos qué quiere? —pregunta Thomas después de que yo permanezca un minuto petrificado.

Riika ladea la cabeza.

—¿Cómo voy a saberlo? ¿Quieres que llame al viento y se lo pregunte? Él tampoco lo sabría. Solo hay una persona a quien preguntárselo porque solo una persona lo sabe. Pídele a Anna vestida de sangre que te entregue sus secretos —sus ojos se inclinan hacia mí—. Creo que revelaría muchas cosas, por ti.

Me resulta difícil escuchar nada aparte del pulso que golpea mis oídos.

—No puedo preguntárselo —murmuro—. No puede hablar —mi mente está empezando a salir de la conmoción; empieza a anticiparse y a dar traspiés—. Me han asegurado que es imposible regresar. Que ella no debería estar aquí.

Riika se recuesta en la silla. Hace un gesto brusco con la mano hacia mi mochila y el áthame.

—Muéstramelo —me pide, y cruza los brazos sobre su pecho.

Thomas asiente con la cabeza, dando su aprobación. Abro la mochila y saco el cuchillo, aún en su funda. Luego lo coloco sobre la mesa, delante de mí. Riika sacude la cabeza, y yo lo saco. Las llamas de las velas titilan a lo largo de la hoja. Su reacción al fijar los ojos en él es extraña, un simple y molesto tic de emoción en la comisura de su boca arrugada, algo parecido a repugnancia. Finalmente, aparta la mirada y escupe en el suelo.

—¿Qué sabes de este áthame? —me pregunta.

—Sé que era de mi padre antes de ser mío. Sé que envía a los fantasmas que asesinan hacia el otro lado, donde no pueden hacer daño a los vivos.

Riika arquea una ceja hacia Thomas. Su cara se parece mucho a la versión anciana de la expresión «Mira lo que dice este tío».

—Bueno y malo. Correcto e incorrecto —sacude la cabeza—. Este áthame no piensa en esos términos —suspira—. No sabes mucho. Así que te lo contaré yo. Tú crees que el áthame crea una puerta entre este mundo y el otro —levanta primero una mano y luego la otra—. El áthame es la puerta. Se abrió hace mucho tiempo y desde entonces ha estado oscilando a un lado y a otro, a un lado y a otro —contemplo la mano de Riika meciéndose a izquierda y derecha—. Pero nunca se cierra.

—Espera un minuto —exclamo—. Eso no es así. Los fantasmas no pueden regresar a través del cuchillo —miro a Thomas—. No funciona de ese modo —cojo el áthame de la mesa y lo meto de nuevo en la mochila.

Riika se inclina hacia delante y golpea mi hombro.

—¿Y cómo sabes tú el modo en que funciona? —me pregunta—. Pero no. No funciona así.

Estoy empezando a comprender a lo que se refería Thomas al afirmar que no estaba totalmente en sus cabales.

—Sería necesaria una voluntad fuerte —continúa ella— y una profunda conexión. Dijiste que Anna no pasó al otro lado mediante el cuchillo. Pero tendría que saber de él, sentirlo, para encontrarte.

—Recibió un corte —la interrumpe Thomas entusiasmado—. Después del hechizo de visión, Will cogió el cuchillo y la apuñaló, pero Anna no murió. O pasó al otro lado, o como se diga.

Los ojos de Riika están de nuevo fijos en mi mochila.

—Está conectada al cuchillo. Para ella es como un punto de referencia, un faro. Ignoro por qué los demás son incapaces de seguirlo. Todavía existen misterios, incluso para mí.

Hay algo extraño en la manera en que observa el cuchillo. Su mirada es intensa, pero distraída. Antes no me di cuenta de que los iris de sus ojos tienen un extraño tono amarillo.

—Pero tía Riika, aunque estés en lo cierto, ¿cómo puede Cas hablar con ella? ¿Cómo puede descubrir lo que quiere?

La sonrisa de Riika es amplia y cálida. Casi alegre.

—Tienes que conseguir que la música llegue con más claridad —contesta—. Debes hablar el lenguaje de su maldición. Del mismo modo que nosotros los finlandeses hemos hablado siempre con los muertos. Con un tambor lapón. Tu abuelo sabrá dónde encontrar uno.

—¿Puedes ayudarnos a hacerlo? —pregunto yo—. Supongo que necesitamos una bruja finlandesa.

—Thomas es lo bastante brujo —replica ella, aunque él no parece muy seguro de ello.

—Nunca he utilizado uno —protesta—. No sabría por dónde empezar. Sería mejor que lo hicieras tú. ¿Por favor?

El pesar ensombrece los rasgos de Riika cuando sacude la cabeza. Parece incapaz de seguir mirándole a los ojos y su respiración suena más pesada, más cansada. Probablemente deberíamos irnos. Todas estas preguntas deben resultar agotadoras. Y realmente nos ha proporcionado respuestas y un buen punto de inicio. Me echo hacia atrás, alejándome de la mesa, e intercepto una corriente de aire que atraviesa la estancia; de repente me doy cuenta de lo fríos que tengo los dedos y las mejillas.

Thomas está farfullando, balbucea en voz baja las razones por las que no debería ser él quien hiciera el ritual, asegura que no reconocería un tambor lapón aunque le golpeara en la cara y que probablemente acabaría canalizando el fantasma de Elvis. Pero Riika no deja de sacudir la cabeza.

Cada vez hace más frío. O tal vez ya lo hiciera cuando entramos. Quizás ella no tenga una buena calefacción central en un lugar tan antiguo como este. O tal vez mantenga la temperatura baja para ahorrar dinero.

Finalmente, oigo que Riika suspira. No es un sonido exasperado. Hay tristeza en él. Y determinación.

—Ve y coge mi tambor —susurra—. Está en mi dormitorio. Colgado del muro norte —hace un gesto con la cabeza hacia el corto pasillo. Veo una rendija de lo que podría ser el baño. El dormitorio debe de estar más adelante. Aquí hay algo que no marcha bien. Y tiene que ver con la manera en que Riika miró el áthame.

—Gracias, tía Riika —Thomas sonríe y se levanta de la mesa para ir a buscar el tambor. Cuando veo la expresión incómoda de ella, comprendo de repente lo que sucede.

—Thomas, no —exclamo, y me alejo de la mesa. Pero llego demasiado tarde. Cuando entro en el dormitorio, él ya se encuentra allí, paralizado a medio camino del muro norte. El tambor está colgado justo donde Riika dijo que estaría, un objeto oblongo con treinta centímetros de ancho y el doble de largo, un pellejo de animal tirante. La propia Riika lo está mirando, sentada inmóvil en su mecedora de madera, con la piel grisácea y curtida, los ojos hundidos y los labios despegados de los dientes. Lleva muerta al menos un año.

—Thomas —susurro, y alargo la mano para agarrarle el brazo. Él me rechaza con un grito y sale corriendo. Maldigo en voz baja y descuelgo el tambor de la pared, luego le sigo. Mientras salimos de la casa me doy cuenta de cómo ha cambiado: aparece cubierta de polvo y manchas de suciedad, y una esquina del sofá está mordida por los roedores. Hay telarañas en los rincones y colgando de los apliques de luz. Thomas no deja de correr hasta que está fuera, en el jardín. Tiene las manos apretadas a ambos lados de la cabeza.

—Oye —digo suavemente. No tengo ni idea de qué hacer, ni qué debería decirle. Thomas alarga la mano a la defensiva, y retrocedo. Respira entrecortadamente, jadeando. Creo que está llorando, pero ¿quién podría reprochárselo? Entiendo que no quiera que le vea. Vuelvo la mirada hacia la casa de campo. A su alrededor hay árboles dispersos, y en el jardín no queda nada excepto tierra apelmazada y dura. La capa de pintura blanca del revestimiento exterior es tan delgada que parece como si la hubieran aplicado en una rápida mano de acuarela, dejando que se trasparenten las tablas negras.

—Lo siento, tío —le digo—. Debería haberlo sabido. Había señales —las había. Solo que no las vi. O las malinterpreté.

—No pasa nada —responde él, y se seca la cara con el reverso de la manga—. Riika nunca me haría daño. Nunca haría daño a nadie. Es solo que estoy sorprendido. No puedo creer que Morfran no me dijera que había muerto.

—Tal vez tampoco lo supiera.

—Oh, claro que lo sabía —asegura Thomas, asintiendo con la cabeza. Se sorbe los mocos y sonríe. Tiene los ojos un poco rojos, pero ya se ha recompuesto. Es un tío duro. Se dirige hacia el Tempo y yo le sigo—. Lo sabía —repite en voz alta—. Lo sabía y me envió aquí de todos modos. ¡Voy a matarle! Te aseguro que le mato.

—Tómatelo con calma —le pido una vez que estamos dentro del coche, mientras él sigue mascullando sobre el inminente fallecimiento de Morfran. Arranca el motor y se calla.

—Ni hablar. ¿Es que no lo pillas, Cas? —me mira con asco—. Me comí las jodidas galletas de jengibre.