7

Por fin, me harto de esperar y vuelvo a llamar a Gideon por la mañana. Durante un minuto creo que el teléfono simplemente va a sonar y sonar, y empiezo a preguntarme si tal vez le habrá sucedido algo, cuando contesta.

—¿Gideon? ¿Dónde has estado? ¿Te llegó mi mensaje?

—Esta mañana temprano. Te habría llamado, pero habrías estado dormido. Tienes una voz horrible, Teseo.

—Pues deberías ver mi aspecto —me restriego la cara bruscamente con la mano, amortiguando mis últimas palabras. Desde que yo era un niño, Gideon ha podido resolver cualquier problema. Siempre que necesitaba respuestas, él las tenía. Y él era a quien mi padre acudía si las cosas se complicaban. Posee un estilo de magia propio, con la que aparecía y desaparecía de mi infancia en los momentos adecuados, franqueando nuestra puerta con un elegante traje y algún extraño plato inglés para que yo lo probara. Siempre que veía su rostro con gafas, sabía que todo iba a salir bien. Pero esta vez tengo la sensación de que no quiere escuchar lo que tengo que decirle.

—¿Teseo?

—¿Sí, Gideon?

—Cuéntame lo que ha sucedido.

Lo que ha sucedido. Hace que suene muy sencillo. Debí de pasar unas cuatro horas sentado en mi habitación con Anna, contemplando cómo se le desgarraba la piel y sus ojos goteaban sangre. En algún momento entre eso y el amanecer, me quedé dormido, porque cuando abrí los ojos era por la mañana y a los pies de mi cama no había nada.

Y ahora es de día, y todo está iluminado por el sol con su ridícula sensación de seguridad. La luz aleja un millón de kilómetros lo que sucede en la oscuridad. Hace que parezca imposible, y aunque el recuerdo de las heridas de Anna permanece fresco en mi mente y su imagen ardiendo en el interior del horno estalla tras mis párpados, a la luz del día resulta casi una fantasía.

—¿Teseo?

Respiro hondo. Estoy de pie en el porche de mi casa y la mañana está silenciosa, excepto por las tablas que crujen bajo mis pies. No hay brisa y el sol infunde vida a las hojas, calienta la tela de mi camisa. Soy absolutamente consciente del espacio vacío entre los arbustos donde vi a Anna, mirando fijamente hacia el interior de la casa.

—Anna ha regresado.

En el extremo opuesto de la línea, algo repiquetea al caer al suelo.

—¿Gideon?

—No puede ser. No es posible —su voz se ha vuelto aguda y brusca, y en algún lugar de mi interior un niño de cinco años se encoge. Después de todos estos años, la ira de Gideon conserva su poder. Una severa palabra suya y me convierto en un cachorrito con el rabo entre las piernas.

—Posible o no, está aquí. Está contactando conmigo, como si estuviera pidiendo ayuda. No sé cómo. Necesito saber qué hacer —mis palabras salen sin una nota de esperanza. De repente, me doy cuenta de lo cansado que estoy. De lo mayor que me siento. La sugerencia de Morfran de destruir el áthame, fundirlo y tirarlo a aguas profundas bulle en el fondo de mi mente. Es un pensamiento incoherente, pero reconfortante, y tiene algo que ver con Thomas y Carmel, y con algo más, si dejo que mi mente vague algo más lejos. Con algo que le dije a Anna una vez, sobre las posibilidades. Y las elecciones.

—Creo que se trata del áthame —digo—. Tengo la impresión de que le está sucediendo algo.

—No culpes al áthame. Tú eres quien lo empuña. No lo olvides —exclama con voz severa.

—Nunca lo olvido. Ni un instante. Jamás, desde que papá murió.

Gideon suspira.

—Cuando conocí a tu padre —me dice—, no era mucho mayor que tú ahora. Por supuesto, no llevaba tanto tiempo como tú utilizando el áthame, pero recuerdo haber pensado en lo viejo que parecía. Una vez quiso dejarlo, ¿lo sabías?

—No —respondo—. Nunca me lo contó.

—Bueno, supongo que no tuvo importancia, después de todo. Porque no lo hizo.

—¿Por qué no? Habría sido mejor para todos si hubiera abandonado. Seguiría aquí.

Me callo de repente y Gideon me permite acabar mi razonamiento. Mi padre seguiría aquí. Pero otras personas no. Salvó ni se sabe cuántas vidas haciendo desaparecer a los muertos, igual que yo.

—¿Qué voy a hacer con Anna? —le pregunto.

—Nada.

—¿Nada? No puedes hablar en serio.

—Hablo en serio —asegura—. Bastante en serio. Lo suyo fue una desgracia. Todos lo sabemos. Pero tienes que olvidarla y hacer tu trabajo. Deja de buscar cosas que no te corresponde buscar —hace una pausa, y yo permanezco en silencio. Es casi lo mismo que me dijo Morfran; se me eriza el vello de los antebrazos—. Teseo, si no has confiado en mí antes, hazlo ahora. Limítate a hacer tu trabajo. Concéntrate en él, deja marchar a Anna y ninguno de nosotros tendrá nada que temer.

***

Regreso al instituto, para sorpresa de casi todo el mundo. Aparentemente, Carmel ya había hecho circular la noticia de mi «enfermedad». Así que aguanto las muestras de curiosidad, y cuando me preguntan por mi hombro dolorido y vendado —el extremo blanco del vendaje sobresale del cuello de mi camisa—, rechino los dientes y les cuento lo del accidente con la hoguera. En su momento me resultó divertido, pero ahora desearía que mi madre hubiera optado por una tapadera menos embarazosa.

Supongo que podría haberme quedado en casa, como era mi intención. Sin embargo, rodar por las habitaciones vacías como una canica solitaria mientras mi madre hacía la ronda de visitas a los clientes y proveedores de productos de ocultismo no era mi idea de pasarlo bien. No me apetecía estar viendo la televisión todo el día, esperando a que Anna saliera a rastras de ella como la tía cubierta de moho de la película La señal. Así que he regresado, dispuesto a absorber lo último que los profesores tengan que contarme. Se suponía que sería como si alguien te da un puntapié en la espinilla para distraer tu mente del brazo roto. Pero ahora, Anna está en mi mente a cada instante, en cada clase. Ninguna de las últimas lecciones del curso es lo bastante interesante como para ahuyentarla. Incluso el señor Dixon, mi profesor favorito, cumple simplemente el expediente al hablar de las secuelas de la guerra de los Siete Años. Mi mente vaga, dejando que Anna regrese a ella, y la voz de Gideon estalla entre mis oídos. Deja de buscar cosas que no te corresponde buscar. Déjala marchar. ¿O es la voz de Morfran? ¿O la de Carmel?

La manera en que Gideon dijo que mientras la deje marchar, no tenemos nada que temer… No sé qué quiso decir. Confía en mí, me pidió, y lo hago. No es posible, aseguró, así que le creo.

Pero ¿y si Anna me necesita?

—Bueno, parece que sencillamente nos entregaron a Inglaterra.

—¿Eh?

Parpadeo. Nat, la amiga de Carmel, se ha dado la vuelta en su silla y me está mirando con curiosidad y los ojos entornados. Luego se encoge de hombros.

—Probablemente tengas razón —mira hacia el señor Dixon, que se ha sentado en su mesa para enredar con el portátil—. Probablemente no le importe si hablamos de la guerra o no. Así que —suspira, con expresión de que preferiría estar sentada frente a otra persona—. ¿Vas a ir con Carmel a la fiesta de los mayores?

—¿No es solo para los mayores? —le pregunto.

—Vamos. No van a pedirte el carné y a sacarte de una patada si no lo eres —se burla—. Bueno, tal vez si estuvieras en primer curso. Incluso Thomas podría venir. ¿Cas? ¿Cas?

—Sí —me escucho decir. Pero no de verdad. Porque el rostro de Nat ha dejado de ser su rostro. Es el de Anna. La boca se mueve como la de ella, pero sin su expresión. Parece una careta.

—Estás realmente raro hoy —dice ella.

—Lo siento. Se me está pasando el efecto del Percocet —mascullo, y me deslizo fuera de la mesa. El señor Dixon ni siquiera se da cuenta cuando salgo de la clase.

Cuando Thomas y Carmel me encuentran, estoy sentado en el silencioso escenario del teatro, mirando fijamente las hileras de butacas con tapicería azul, todas vacías excepto una. Tengo el libro y el cuaderno de Trigonometría a mi lado, apilados cuidadosamente, como un recordatorio de dónde debería estar.

—¿Está catatónico? —pregunta Thomas. Entraron hace unos minutos, pero no los he saludado. Si voy a ignorar a un amigo, también podría ignorarlos a todos.

—Eh, chicos —les digo. El eco de sus movimientos retumba en el teatro vacío mientras dejan caer sus libros y se encaraman al escenario.

—Se te da muy bien lo de eludir cosas —dice Carmel—. Aunque, bien pensado, tal vez no. Nat dice que te has comportado de manera extraña durante las preguntas de debate en Historia.

Me encojo de hombros.

—El rostro de Anna se superpuso sobre el de ella mientras estaba hablando. Creí haber mostrado una gran contención.

Intercambian una de sus cada vez más frecuentes miradas mientras se sientan a ambos lados de mi cuerpo.

—¿Qué más has visto? —pregunta Thomas.

—Sufre. Como si la estuvieran torturando. Estuvo en mi habitación anoche. Tenía heridas que se abrían y cerraban en los brazos y los hombros. No pude hacer nada para ayudarla. No estaba realmente allí.

Thomas se empuja las gafas sobre la nariz.

—Tenemos que descubrir qué está pasando. Eso es… es nauseabundo. Debe de haber algún hechizo, algo para revelar…

—Quizás la magia no sea lo que necesitamos en este momento —le interrumpe Carmel—. ¿Qué tal algo distinto, como un psicólogo tal vez?

—Simplemente le atiborraría de pastillas. Le diría que tiene un trastorno por déficit de atención. Y además, Cas no está loco.

—No quiero parecer deprimente, pero la esquizofrenia puede aparecer en cualquier momento —dice ella—. De hecho, es habitual que se manifieste más o menos a nuestra edad. Y las alucinaciones parecen tan reales como tú y como yo.

—¿Por qué estás hablando de esquizofrenia? —espeta Thomas.

—¡No me estoy refiriendo a eso específicamente! Pero Cas ha sufrido una pérdida importante. Podría ser que nada de todo fuera real. ¿Tú has visto algo? ¿Has sentido alguna cosa rara como dijo tu abuelo?

—No, pero es que he estado holgazaneando con mis estudios de vudú. Tengo Trigonometría, ¿sabes?

—Lo único que estoy diciendo es que no siempre tiene que tratarse de espíritus y magia. En ocasiones, las apariciones están en la mente. Y eso no las hace menos reales.

Thomas asiente con la cabeza y respira hondo.

—Vale, eso es cierto. Pero sigo pensando que un loquero no es la opción adecuada.

Carmel deja escapar una especie de gruñido.

—¿Por qué tienes que saltar directamente a los hechizos? ¿Por qué estás tan seguro de que se trata de algo paranormal?

Esto es lo más próximo a una discusión entre Thomas y Carmel que he presenciado jamás. Y por muy especial que resulte escuchar a tus amigos pelear sobre si tienes o no una enfermedad mental, estoy empezando a sentir la necesidad de regresar a clase.

Deja de meter las narices donde no te corresponde, antes de que alguien te las corte. Hay algo más bullendo a tu alrededor, como una tormenta.

No me importa.

En la sexta fila del teatro, en la tercera butaca hacia el interior, Anna me guiña un ojo. O tal vez simplemente parpadee. No lo sé. Le falta la mitad de la cara.

—Vayamos a hablar con Morfran —les propongo.

***

Tintinea la campanilla que hay sobre la puerta del anticuario y escucho el repiqueteo de unas uñas de perro sobre la madera antes de que Stella choque contra mis piernas. La rasco unas cuantas veces y me mira con sus enormes ojos marrones parecidos a los de una cría de foca antes de dirigirse hacia Carmel.

No somos los únicos en la tienda. Morfran está conversando con dos mujeres, dos señoras de unos cuarenta años con jerséis que hacen preguntas sobre uno de los lavabos de porcelana. Morfran se ríe y empieza a contarles un entrañable relato histórico que podría ser cierto o no. Resulta extraño verle con los clientes. Se muestra tan agradable. Tratamos de no armar demasiado alboroto de camino a la trastienda. Pasados unos minutos, escuchamos cómo las mujeres se despiden de Stella y dan las gracias a Morfran, y segundos después, él y la perra atraviesan la cortina hacia la zona posterior, donde guarda los productos de ocultismo más extraños y oscuros. Las velas de mi madre disfrutan de una mesa junto al escaparate principal. Ella se ha hecho muy popular.

Por la manera en que Morfran me está mirando, no me sorprendería que sacara una de esas linternas de médico para comprobar la respuesta de mis pupilas. Tiene los brazos cruzados sobre el pecho, frunciendo el cuero negro de su chaleco y cubriendo el logotipo de Aerosmith de la camiseta. Cuando Thomas le lanza una pipa recién cebada con tabaco, levanta la mano rápidamente y la atrapa, sin que sus ojos abandonen en ningún momento mi rostro. Resulta difícil creer que el bondadoso propietario del anticuario y este hombre capaz de hacer magia negra sean la misma persona.

—¿Habéis venido a tomar un aperitivo después de clase, chicos? —pregunta mientras prende la pipa. Luego mira su reloj—. No puede ser. El instituto no acaba hasta dentro de cinco horas.

Thomas se aclara la garganta con actitud incómoda, y las espesas cejas de Morfran se alzan en su dirección.

—Como no apruebes el curso, estarás quitando la mugre de lo que compre en los mercadillos todo el verano.

—No voy a suspender. Son las dos últimas semanas. Nadie se preocupa ya de las clases.

—Yo me preocupo. Tu madre se preocupa. No lo olvides —Morfran hace un gesto con la cabeza hacia Carmel—. ¿Y qué pasa contigo?

—Tengo la nota media más alta —responde ella—. Y seguirá siendo así. Mi padre dice que los resultados son lo principal —su sonrisa aparece dulce y arrepentida, pero segura. Morfran sacude la cabeza.

—¿Hablaste con tu amigo el británico? —me pregunta.

—Sí.

—¿Y qué te dijo?

—Que me olvide de ello.

—Buen consejo —echa mano de la pipa; el humo oscurece su rostro cuando lo exhala.

—No puedo hacerlo.

—Deberías.

Carmel da un paso al frente, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—¿Por qué debería? ¿Puedes dejar de ser tan críptico? Si nos explicaras de qué va esto y nos dijeras por qué deberíamos olvidarlo, entonces tal vez lo haríamos.

Morfran expulsa el humo, aparta la mirada de Carmel y deja la pipa sobre el mostrador de cristal.

—No puedo explicaros lo que no sé. Esto no es una ciencia exacta. Ni un boletín informativo. Simplemente parpadea, aquí —se señala el pecho—. O aquí —apunta hacia su sien—. Dice mantente alejado. Dice olvídalo. Hay gente observándote. El tipo de gente que no te importa que mire, pero que esperas que nunca aparezca. Y hay algo más —echa de nuevo mano a la pipa con expresión meditabunda, que en realidad es la única expresión que puedes mostrar cuando fumas en pipa—. Algo está tratando de contener todo esto, mientras que otra cosa intenta aprovecharse de ello. Y eso es lo que más me preocupa, si quieres saber la verdad. Resulta difícil mantener la boca cerrada.

—Mantener la boca cerrada ¿sobre qué? —le pregunto—. ¿Qué sabes?

Morfran me mira a través del humo, pero no aparto los ojos. No voy a olvidarme de esto. No puedo. Se lo debo a Anna. Y más que eso. No puedo pensar en que esté sufriendo.

—Vamos a dejarlo, ¿vale? —dice él, pero noto que la determinación ha abandonado su voz.

—¿Qué sabes, Morfran?

—Sé… —suspira— de alguien que podría saber algo.

—¿Quién?

—La señorita Riika.

—¿Tía Riika? —pregunta Thomas—. ¿Qué podría saber ella de esto? —se vuelve hacia mí—. Solía ir por su casa cuando era pequeño. No es realmente mi tía, sino, ya sabes, una especie de amiga de la familia. Llevo años sin verla.

—Perdimos el contacto —Morfran se encoge de hombros—. Sucede a veces. Pero si Thomas te lleva a verla, hablará contigo. Ha practicado la brujería finlandesa toda su vida.

Una bruja finlandesa. Siento deseos de sacar los dientes y dejar a la vista mi pelaje. La madre de Anna, Malvina, era una bruja finlandesa. Por eso pudo echarle el maleficio a Anna y amarrarla a la casa victoriana. Justo después de cortarle el cuello.

—Riika no es igual —susurra Thomas—. No es como ella.

Suelto el aire de los pulmones e inclino la cabeza hacia Thomas, con cariño. Ya no me molesta que de vez en cuando irrumpa en mis pensamientos. No puede evitarlo. Y el enfado instantáneo que me ha provocado lo de Malvina debe de haber encendido sus dendritas como un árbol de Navidad.

—¿Me llevarías a verla? —le pregunto.

—Supongo que sí —se encoge de hombros—. Aunque tal vez no consigamos nada, aparte de un plato de galletas de jengibre. No estaba lo que se dice «en sus cabales» ni siquiera cuando yo era pequeño.

Carmel se entretiene a nuestro alrededor, acariciando en silencio a Stella. Su voz surge a través del humo.

—Si la aparición es real, ¿puede esa señorita Riika hacer que desaparezca?

La miro con dureza. Nadie responde y tras unos largos segundos, baja los ojos hacia el suelo.

—Está bien —se da por vencida—. Sigamos con esto, supongo.

Morfran da una chupada a la pipa y sacude la cabeza.

—Solo Cas y Thomas. Tú no, muchacha. Riika no te permitiría ni franquear la puerta.

—¿Qué quieres decir? ¿Por qué no?

—Porque las respuestas que ellos están buscando, tú no quieres escucharlas —replica Morfran—. La resistencia fluye de ti en ráfagas. Si les acompañas, no llegarán a ninguna parte —aprieta la ceniza de la pipa hacia abajo.

Miro a Carmel. Sus ojos muestran dolor, pero no culpabilidad.

—Entonces, no iré.

—Carmel —empieza Thomas, pero ella le interrumpe.

—Tú tampoco deberías ir. Ninguno de los dos —me gustaría darle mi opinión, pero está mirando a Thomas—. Si eres realmente su amigo, si te preocupas por él, no deberías consentir esto —y entonces se vuelve sobre sus tacones y sale de la habitación. Ha atravesado todo el anticuario antes de que pueda decirle que no soy un bebé, que no necesito guardianes, ni niñeras, ni un maldito consejero.

—¿Qué le pasa hoy? —le pregunto a Thomas, pero por la manera en que se descuelga su mandíbula a la estela de Carmel, está bastante claro que no lo sabe.