Me han dado algo para el dolor. Un chute de no sé qué y pastillas para llevarme luego a casa. No me importaría que me dejaran noqueado, que me hicieran dormir durante la próxima semana. Pero creo que será lo justo para calmar las palpitaciones.
Mi madre está hablando con el médico mientras la enfermera termina de aplicarme pomada en las quemaduras, que acaban de limpiarme de un modo terriblemente doloroso. No quería venir al hospital. Traté de convencer a mi madre de que un poco de caléndula y una poción de lavanda serían suficientes, pero ella insistió. Y ahora, honestamente, me alegro bastante de que me hayan puesto la inyección. También resultó divertido escuchar cómo mamá trataba de inventarse la mejor explicación. ¿Un accidente en la cocina? Tal vez un accidente con una fogata. Optó por la fogata, convirtiéndome en un patoso y explicando que había caído sobre las brasas y básicamente había rodado empujado por el pánico. Se lo tragarán. Siempre lo hacen.
Tengo quemaduras de segundo grado en las espinillas y los hombros. La de la mano, de la puñalada final con el áthame, es bastante más leve, de primer grado, casi como una quemadura solar. Aun así, una quemadura solar en la palma de la mano jode bastante. Imagino que estaré sujetando latas de refresco helado durante los próximos días.
Mi madre regresa con el médico para que puedan empezar a colocarme las gasas. Titubea entre lágrimas y consternación. Alargo el brazo y le cojo la mano. Nunca se acostumbrará a esto. La consume, más que cuando se trataba de mi padre. Pero en ninguno de sus sermones, en ninguna de sus broncas sobre tomar precauciones y ser más cuidadoso, me ha pedido jamás que lo deje. Pensé que lo haría después de lo que sucedió con el hechicero obeah el pasado otoño. Pero lo comprende. No es justo que tenga que hacerlo, pero resulta mejor así.
***
Thomas y Carmel se presentan al día siguiente, justo después del instituto; entran prácticamente derrapando en nuestro camino de acceso, cada uno en su coche. Irrumpen sin llamar y me encuentran medio drogado sobre el sofá, viendo cómodamente la televisión y comiendo palomitas de microondas, con un paquete de hielo en la mano derecha.
—¿Ves? Te dije que estaba vivo —exclama Thomas. Carmel parece perpleja.
—Has apagado el teléfono —me dice.
—Estaba enfermo en casa. No me apetecía hablar con nadie. Y me imaginé que estabais en el instituto, donde las normas prohíben perder el tiempo mandando mensajes de texto y haciendo llamadas.
Carmel suspira y deja caer la mochila al suelo antes de derrumbarse sobre el sillón de orejas. Thomas se sienta en el brazo del sofá y alarga la mano hacia las palomitas.
—No estabas «enfermo en casa», Cas. Llamé a tu madre. Nos lo contó todo.
—También estaba «enfermo en casa». Como lo estaré mañana. Y pasado mañana. Y probablemente al día siguiente —espolvoreo más queso cheddar en el cuenco y se lo ofrezco a Thomas. Mi actitud está exasperando a Carmel. Para ser sincero, me está exasperando incluso a mí. Pero las pastillas me atenúan el dolor y me embotan la mente lo suficiente para no pensar en lo que sucedió en Dutch Ironworks. Así no me tengo que preguntar si lo que vi fue real.
A Carmel le gustaría sermonearme. Puedo ver la reprimenda revoloteando en sus labios. Pero está cansada. Y preocupada. Así que opta por alargar la mano hacia las palomitas y me dice que me pasará los deberes de los próximos días.
—Gracias —contesto—. Tal vez falte también parte de la próxima semana.
—Pero es la última semana de clase —dice Thomas.
—Exactamente. ¿Qué pueden hacerme? ¿Catearme? Sería demasiado esfuerzo. Ellos simplemente quieren que llegue el verano como nosotros.
Intercambian una mirada, como si hubieran decidido que soy un caso perdido, y Carmel se levanta.
—¿Vas a contarnos lo que ha sucedido? ¿Por qué no esperaste como habíamos decidido?
No tengo respuesta para esa pregunta. Fue un impulso. Más que un impulso, aunque a ellos debe de parecerles un movimiento egoísta y estúpido. Como si no tuviera paciencia. Lo que quiera que fuera, ya está hecho. Al enfrentarme a ese fantasma, sucedió lo mismo que la otra vez, en el pajar. Anna apareció, y la vi sufrir. La vi arder.
—Os contaré todo —les aseguro—. Pero en otro momento. Cuando esté tomando menos analgésicos —sonrío y agito el frasco naranja—. ¿Queréis quedaros y ver una película?
Thomas se encoge de hombros y se deja caer, hundiendo la mano en las palomitas con cheddar sin pensárselo dos veces. A Carmel le cuesta un minuto extra y un par de suspiros, pero finalmente suelta la mochila con los libros y se sienta en la mecedora.
***
A pesar del pánico que les produce la idea de saltarse uno de los últimos días de clase, la curiosidad puede más y aparecen los dos al día siguiente alrededor de las once y media, justo antes de la hora del almuerzo. Creí que estaba preparado para hacerlo, pero necesito unos cuantos intentos antes de lograr que me salga bien, antes de contarles todo. Ya se lo había explicado a mi madre, antes de que se marchara a hacer la compra y a repartir conjuros por toda la ciudad. Al terminar, su expresión era la de querer una disculpa. Un Lo siento, mamá, por estar a punto de dejar que me mataran. Otra vez. Pero no pude. No me pareció importante. Así que me dijo simplemente que debería haber esperado a hablar con Gideon, y se marchó sin mirarme a los ojos. Ahora Carmel tiene esa misma expresión.
—Siento no haberos esperado, chicos —consigo articular con voz ronca—. No sabía que fuera a hacerlo. No lo planeé.
—Tardaste cuatro horas en llegar en coche hasta allí. ¿Estuviste en trance todo el tiempo?
—¿Podemos centrarnos? —nos interrumpe Thomas. Lo pregunta con cautela, con una sonrisa cautivadora—. Lo que está hecho, hecho está. Cas sigue vivo. Un poco más chamuscado que antes, pero respira.
Respiro y me muero por un Percocet. El dolor de mi hombro es como un ser vivo, palpitante y caliente.
—Thomas tiene razón —digo yo—. Tenemos que decidir qué hacer. Necesitamos averiguar cómo ayudarla.
—¿Cómo ayudarla? —repite Carmel—. En primer lugar, tenemos que descubrir qué está pasando. Por lo que sabemos, podría estar todo en tu cabeza. O podría ser una ilusión.
—¿Crees que me lo estoy inventando? ¿Que estoy fabricando una especie de fantasía? Si fuera así, ¿por qué iba a hacerlo de este modo? ¿Por qué imaginarla catatónica, lanzándose dentro de un horno? Si me lo estoy inventando, entonces necesito varias horas de terapia intensiva.
—No estoy sugiriendo que lo hagas a propósito —dice Carmel con tono de disculpa—. Solo me pregunto si es real. Además, recuerda lo que dijo Morfran.
Thomas y yo nos miramos. Lo único que recordamos es a Morfran vomitando un montón de locuras. Dejo escapar un suspiro.
—Entonces, ¿qué quieres que haga? ¿Que me siente aquí y espere, cuando lo que vi podría estar sucediendo? ¿Y si está realmente en problemas? —la imagen de su mano aferrada a la puerta del horno flota en mi memoria—. No sé si puedo hacerlo. No después de lo del otro día.
Carmel tiene los ojos muy abiertos. Ojalá no hubiéramos ido donde Morfran, porque las cosas que dijo solo la han asustado más. Su afectación, lo de las fuerzas girando en torno al áthame, algo maligno retorcido de ese modo se convierte en una verdadera mierda. Mis hombros se tensan y hago un gesto de dolor.
—Está bien —dice Thomas. Ladea la cabeza hacia Carmel y le coge la mano—. Creo que nos estamos engañando al pensar que tenemos elección. Lo que está pasando está pasando, y no creo que vaya a detenerse. A menos que destruyamos el áthame.
Se marchan poco después y yo paso la tarde a base de analgésicos, tratando de no pensar en Anna y en lo que podría estar sucediéndole. Continúo pendiente del teléfono, esperando que Gideon me devuelva la llamada, pero no lo hace. Y las horas pasan.
Cuando mi madre llega a casa, casi de noche, me prepara una taza de té descafeinado y le añade lavanda para curar las quemaduras desde el interior. No es una poción. No incluye ningún conjuro. La brujería y los fármacos no son compatibles. Pero incluso sin el encantamiento, el té resulta reconfortante. Además, me he tomado otro Percocet, porque tengo la sensación de que se me van a caer los hombros a tiras. He empezado a notar su agradable efecto, y me apetece deslizarme bajo las sábanas y perder el conocimiento hasta el sábado.
Cuando entro en la habitación, casi espero encontrarme a Tybalt acurrucado sobre la manta color azul marino. ¿Por qué no? Si mi novia muerta puede regresar, entonces mi gato asesinado probablemente también. Pero no hay nada. Me meto en la cama y trato de acomodarme sobre las almohadas. Por desgracia, unos hombros achicharrados lo convierten en algo casi imposible.
Cuando cierro los ojos, me sube un escalofrío por las piernas. La temperatura de la habitación ha caído en picado, como si una de las ventanas se hubiera abierto. Si respirara dando resoplidos, saldría una nube de vapor. Bajo la almohada, el áthame está prácticamente cantando.
—No estás aquí realmente —me convenzo a mí mismo. Tal vez para convertirlo en realidad—. Si fueras tú de verdad, no sería así.
¿Cómo lo sabes, Casio? Nunca has estado muerto ni siquiera una vez. Yo he muerto en un montón de ocasiones.
Dejo que mis ojos se abran un poco, lo justo para ver sus pies desnudos arrinconados junto a la cómoda. Subo un poco más, hasta el dobladillo blanco de su falda, por debajo de las rodillas. No quiero ver nada más. No quiero ver cómo se rompe los huesos, o se tira por la ventana. Y la maldita sangre puede quedarse también en su nariz, gracias. Me resulta más aterradora así de lo que me pareció jamás con las venas negras y el pelo alborotado. A Anna vestida de sangre sabía cómo enfrentarme. Al cascarón vacío de Anna Korlov… no lo entiendo.
La figura del rincón está medio oculta por las sombras, apenas más sustancial que la luz de la luna.
—No puedes estar aquí. Es imposible. El hechizo de barrera de mi madre sigue protegiendo la casa.
Reglas, reglas, reglas. Ya no existen las reglas.
Oh. De verdad. ¿Así es cómo funciona? ¿O eres simplemente una invención, como dice Carmel? Tal vez ni siquiera seas tú. Tal vez sea un truco.
—¿Vas a quedarte ahí toda la noche? —le pregunto—. Me gustaría dormir un poco, así que, si hay algo horriblemente inquietante que quieras enseñarme, ¿podrías empezar ya? —respiro profundamente, y cuando sus pies empiezan a moverse, arrastrándose a pequeños pasos hacia mi cama, se forma un apretado nudo en mi garganta. Se acerca mucho, está casi al alcance de mi mano. Entonces se inclina para sentarse junto a mis pies, y veo su rostro.
Son los ojos de Anna, y verlos me despeja la modorra de los medicamentos como agua helada sobre mi espalda. La expresión de su rostro es la misma que aparecía en todas mis ensoñaciones. Es como si me conociera. Como si me recordara. Nos miramos el uno al otro largo rato. La recorren temblores y su imagen titila, como el fotograma de una vieja película.
—Te echo de menos —susurro.
Anna parpadea. Cuando me mira de nuevo, sus ojos aparecen ensangrentados. La mandíbula se le tensa de dolor mientras unos cortes fantasmales se abren y cierran en su pecho, y unas grotescas flores sanguinolentas aparecen y desaparecen por sus brazos.
No puedo hacer nada para ayudarla. Ni siquiera puedo cogerle la mano. No está realmente aquí. Las quemaduras de mis hombros arden cuando me hundo en la almohada y durante un instante permanecemos sentados en silencio, intercambiando dolor. Mantengo los ojos abiertos tanto tiempo como puedo soportarlo, porque ella quiere que mire.