5

Después de dormir fatal durante la noche, estoy sentado con Carmel en la mesa de la cocina de Thomas, contemplando cómo Morfran y él preparan el desayuno. Llevan a cabo su rutina doméstica con suavidad, arrastrando los pies entre la mesa y la cocina, sin estar todavía totalmente despiertos. Morfran lleva puesto un albornoz de franela a cuadros escoceses y tiene un aspecto ridículo. Nunca adivinarías que bajo ese albornoz se encuentra uno de los principales representantes del vudú en Norteamérica. En eso se parece algo a su nieto.

Se escucha un chisporroteo cuando la carne toca la sartén caliente. Morfran tiene la costumbre de preparar embutido de Bolonia para desayunar. Resulta un poco raro, aunque está bastante bueno. Esta mañana no tengo apetito, pero Thomas desliza un gran montón de embutido y huevos revueltos delante de mí, así que corto y esparzo la comida para que parezca que estoy comiendo. Al otro lado de la mesa, Carmel está haciendo prácticamente lo mismo.

Cuando Morfran se sirve, echa un trozo de embutido en el cuenco donde come Stella. Es una perra negra con cruce de labrador y entra disparada en la cocina como si llevara años sin probar bocado. Morfran palmea sus gordos cuartos traseros y se apoya sobre la encimera con su plato, observándonos tras las gafas.

—Es algo pronto para una reunión de cazafantasmas aficionados —nos dice—. Debe de ser algo serio.

—No es serio —masculla Thomas.

Morfran resopla con la boca llena de huevo.

—No creo que os hayáis levantado y hayáis decidido pasaros por aquí por las salchichas —bromea. Otra de sus costumbres es llamar «salchicha» al embutido de Bolonia.

—El zumo de naranja está delicioso —Carmel sonríe.

—Lo compro sin pulpa. Ahora escupidlo. Tengo que irme a la tienda —al decir esto, me está mirando directamente a mí.

Tenía pensadas un montón de preguntas, pero espeto:

—Necesitamos descubrir qué le sucedió a Anna.

Debe de ser la décima vez que le digo lo mismo, y está tan harto de escucharlo como yo de repetirlo. Pero tiene que comprenderlo. Necesitamos su ayuda, y no nos ha ofrecido ninguna desde la noche que nos enfrentamos al hechicero obeah, cuando me mantuvo vivo contrarrestando el maleficio que me había lanzado el hechicero y ayudó a Thomas con los hechizos de protección en la casa de Anna.

—¿Cómo está la salchicha? —pregunta Morfran.

—Bien. No tengo hambre. Y no voy a dejar de preguntar.

Sus ojos se dirigen hacia mi mochila. Nunca saco el áthame si Morfran está alrededor. La manera en que lo mira cuando lo hago me dice que le molesta.

Thomas se aclara la garganta.

—Cuéntale lo de Marie La Pointe.

—¿Quién es Marie La Pointe? —pregunto, mientras Morfran lanza una mirada a Thomas que indica que podría quedarse castigado más tarde.

—Ella es… —Thomas vacila bajo la mirada de su abuelo, pero esta vez gano yo—. Es una hechicera vudú de Jamaica. Morfran ha estado hablando con ella sobre… tu situación.

—¿Sobre mi situación?

—Principalmente sobre el hechicero obeah. Sobre el hecho de que comiera carne, de que pudiera alimentarse de energía y espíritus incluso después de muerto; quiero decir que comer carne ya es raro de por sí. Pero en lo que se convirtió después de morir, al devorar a tu padre, al unirse al áthame para alimentarse de él, eso lo convierte casi en un jodido unicornio.

—Thomas —exclama Morfran—. ¿Por qué no cierras el pico? —sacude la cabeza y murmura en voz baja «un unicornio»—. Lo que ese fantasma hizo fue tomar un arte antiguo y transformarlo en algo antinatural.

—No me refería a… —empieza Thomas, pero le interrumpo.

—¿Qué dijo tu amiga? —pregunto—. Marie La Pointe. ¿Le preguntaste por Anna?

—No —responde Morfran—. Por el obeah. Le pregunté si el lazo entre el hechicero y el cuchillo se había roto, si podía romperse.

Noto un hormigueo en la nuca, aunque ya hemos tratado este asunto antes.

—¿Y qué respondió?

—Que sí se podía. Que se había roto. Que se romperá.

—¿Que se romperá? —pregunta Carmel en voz alta, dejando caer el tenedor sobre el plato—. ¿Qué demonios significa eso?

Morfran se encoge de hombros y cuando Stella le golpea la rodilla con la pata, le da un trozo de embutido de Bolonia con el tenedor.

—¿Dijo algo más? —le pregunto.

—Sí —responde—. Lo que yo he tratado de hacerte comprender durante meses. Que dejes de meter las narices donde no debes. Antes de enemistarte con alguien que te las arranque.

—¿Me amenazó?

—No fue una amenaza, sino un consejo. En este mundo hay ciertos secretos, muchacho, que la gente mataría por mantenerlos ocultos.

—¿Qué gente?

Morfran se vuelve, enjuaga su plato vacío en el fregadero y lo mete en el lavavajillas.

—Pregunta equivocada. Deberías preguntar qué secretos. Qué poder.

En la mesa, ponemos caras de frustración y Thomas gesticula un grito y hace un movimiento que imagino que es él sacudiendo a Morfran. Siempre tan críptico. Siempre con los acertijos. Nos vuelve locos.

—Al áthame le está sucediendo algo —continúo, con la esperanza de que si soy directo lo bastante a menudo, mi actitud se contagiará—. No sé lo que es. Veo a Anna, y la oigo. Tal vez porque estoy atento y el áthame la está buscando. Tal vez porque ella me esté buscando a mí. Tal vez las dos cosas.

—Tal vez más que eso —añade Morfran, dándose la vuelta. Se seca las manos en un paño y me escruta con esa mirada que me hace sentir como si fuera únicamente un esqueleto y un cuchillo—. Esa cosa que llevas en el bolsillo ya no responde al hechicero obeah. Pero ¿a qué responde?

—A mí —contesto—. Fue forjado para responderme a mí. A mi linaje.

—Tal vez —replica él—. ¿O fue tu linaje al que forjaron para responderle a él? Cuanto más hablo contigo, más se me llena la cabeza de viento. Hay más de una cosa implicada en esto; lo siento, como una tormenta. Igual que deberías sentirlo tú —hace un gesto con la barbilla hacia su nieto—. Y tú también, Thomas. ¡No te he educado para que te quedes fuera del baile!

A mi lado, Thomas se endereza y me mira rápidamente como si yo fuera una página y le hubieran pillado sin estar leyéndola.

—¿Podríais dejar de hablar de cosas espeluznantes a estas horas de la mañana? —pregunta Carmel—. No me gusta nada de esto. Quiero decir que ¿qué deberíamos hacer?

—Fundir ese cuchillo y enterrar los restos —propone Morfran, golpeándose la rodilla con la palma de la mano para que el labrador negro le siga hasta su dormitorio—. Pero eso no lo harás jamás —cuando está saliendo de la cocina, se detiene y respira hondo—. Escucha, muchacho —dice, mirando al suelo—. El hechicero obeah era el ser más retorcido y hambriento con el que he tenido la desgracia de toparme. Anna lo arrastró fuera de este mundo. En ocasiones, logras tu propósito. Tienes que dejarla descansar.

***

—Bueno, ha sido un fiasco —dice Carmel en el trayecto hacia el instituto—. ¿Qué te dijo Gideon esta mañana?

—No contestó. Le dejé un mensaje —respondo. Carmel continúa hablando mientras conduce, insiste en que no le gusta lo que Morfran ha dicho y comenta algo sobre estar asustada, pero solo la escucho a medias. Parte de mi atención está puesta en Thomas, ya que tengo la impresión de que sigue intentando captar la mala vibración que Morfran notó en el áthame. Por la expresión casi de estreñimiento de su cara, creo que no está teniendo mucha suerte.

—Vamos a dejar que pase este día —comenta Carmel—. Otra jornada menos para que termine el curso, y resolveremos todo esto más tarde. Tal vez podamos acabar con algún fantasma este fin de semana —sacude la cabeza—. O tal vez deberíamos aparcarlo todo una temporada. Al menos hasta que sepamos algo de Gideon. Mierda. Se suponía que debía hacer un inventario de los adornos para el vestíbulo antes de la reunión del Comité de Graduación.

—Pero si tú no te gradúas este año.

—Eso no significa que no forme parte del comité —resopla—. Entonces, ¿es eso lo que vamos a hacer? ¿Pararlo todo y esperar a tener noticias de Gideon?

—O a que Anna vuelva a llamar a la puerta —dice Thomas, y Carmel le lanza una mirada de reproche.

—Sí —respondo—. Supongo que eso es lo que deberíamos hacer.

***

¿Cómo he llegado hasta aquí? No ha sido una decisión consciente. Al menos no lo parece. Cuando Carmel y Thomas me dejaron en casa después del instituto, el plan era comerme dos platos de los espaguetis con albóndigas de mi madre y vegetar delante de la televisión. Entonces, ¿qué estoy haciendo en el coche de mi madre, tras cuatro horas y no sé cuántos kilómetros de autopista, contemplando unas chimeneas apagadas que se elevan sobre un cielo cada vez más oscuro?

Esto procede de los recovecos de mi memoria, es algo de lo que Daisy Bristol me habló solo un mes después de que la casa de Anna implosionara con ella dentro. Lo escuché a medias. No estaba en condiciones de cazar, ni de hacer nada excepto deambular con un hueco en mi interior, haciéndome preguntas. Constantes preguntas. Cogí el teléfono únicamente porque se trataba de Daisy, mi fiel soplón de Nueva Orleans, y porque él había sido quien me había conducido hasta Anna en un primer momento.

—Es un lugar en Duluth, Minnesota. Una fábrica llamada Dutch Ironworks. Han estado encontrando restos de vagabundos aquí y allá durante la última década más o menos —me explicó Daisy—. Los encuentran en lotes, pero creo que es porque rara vez miran. Hace falta que alguien avise de una ventana rota, o de un grupo de chavales borrachos haciendo una fiesta en el aparcamiento, para que se pasen a dar una vuelta. La fábrica lleva cerrada desde la década de los sesenta.

En aquel momento, sonreí. Los soplos de Daisy son en el mejor de los casos esquemáticos, creados a partir de evidencias poco sólidas y en su mayoría genéricas. La primera vez que me reuní con él, le pedí que descubriera más información sobre los hechos. Él me miró como un perro después de que te hayas comido el último mordisco de tu hamburguesa con queso. Para Daisy, hay magia en no saber algo. Le excitan las posibilidades que existen en los espacios intermedios. La relación amorosa de Nueva Orleans con los muertos fluye por sus venas. Supongo que en mi caso sería igual.

Mis ojos recorren la fábrica abandonada de Dutch Ironworks, donde algo ha estado asesinando a personas sin hogar durante al menos una década. Se trata de un amplio conjunto de edificios de ladrillo con dos altísimas chimeneas. Las ventanas son pequeñas y están cubiertas de polvo y suciedad. Muchas de ellas están tapadas con paneles. Tal vez tenga que romper algo para entrar. El áthame se mueve ligeramente entre mis dedos, y salgo del coche.

Mientras camino alrededor del edificio, la hierba reseca susurra al rozar mis piernas. Si miro hacia delante, entreveo las negras y furiosas aguas del lago Superior. Cuatro horas conduciendo y ese lago sigue conmigo.

Cuando doblo la esquina y veo la puerta, entreabierta y con el candado roto, mi pecho se tensa y todo mi cuerpo comienza a bullir. Nunca quise venir. No tenía ningún interés. Pero ahora que estoy aquí, apenas puedo recobrar el aliento. No me había sentido tan sintonizado desde que me enfrenté al hechicero obeah, como si me arrastraran con una cuerda. Mis dedos hormiguean alrededor del mango del cuchillo y tengo la extraña y familiar sensación de que forma parte de mí, de que está pegado a mi piel, hundido hasta el hueso. No podría dejarlo caer aunque quisiera.

Dentro de la fábrica huele a rancio, pero no a cerrado. El lugar sirve de refugio a innumerables roedores y ellos hacen circular el aire. Pero aun así, el ambiente está rancio. Hay muerte bajo el polvo, muerte en cada esquina. Incluso en la mierda de rata. Se han estado alimentando de cosas muertas. Sin embargo, no detecto nada fresco; no habrá ningún apestoso saco de carne esperándome a la vuelta de la esquina, saludándome con su cara descompuesta. ¿Qué me dijo Daisy? Cuando los polis encuentran otro montón de cuerpos, están prácticamente momificados. Huesos y ceniza. A la mayoría los barren hacia fuera y directamente bajo la alfombra. Nadie monta un gran escándalo por ello.

Por supuesto que no. Nunca lo hacen.

He entrado por la parte trasera y nada me indica qué zona de la fábrica solía ser esta. Todo lo que tenía algún valor ha sido saqueado, y únicamente quedan restos de maquinaria que no soy capaz de identificar. Por las ventanas entra bastante luz que se refleja en los objetos, así que veo bien. Me detengo en cada puerta, empleando todo mi cuerpo para escuchar, para detectar olor a descomposición, para localizar puntos fríos. La estancia que hay a mi izquierda debió de ser una oficina, o tal vez una pequeña sala para los empleados. Hay una mesa apartada en un rincón. Mis ojos se fijan en lo que, a primera vista, parece una manta vieja —hasta que veo un pie sobresaliendo de ella—. Permanezco a la espera, pero no se mueve. Es solo un cuerpo consumido, del que no queda nada excepto piel hecha jirones. Paso de largo y dejo que el resto permanezca escondido tras la mesa. No necesito verlo.

El pasillo desemboca en un espacio amplio y con el techo alto. Hay escalerillas y pasarelas que se comunican en las alturas, acompañadas de herrumbrosas cintas transportadoras. En un extremo, un voluminoso horno negro permanece dormido. Gran parte de él ha sido despedazado, desmantelado para chatarra, pero aún reconozco lo que era. Aquí se debió de producir mucho. El sudor de mil trabajadores ha empapado el suelo. El recuerdo del calor aún permanece en el aire, Dios sabe cuántos años después.

Cuanto más me adentro en la estancia, más abarrotada parece. Aquí hay algo, y su presencia resulta pesada. Aprieto el puño en torno al áthame. Estoy preparado para que en cualquier momento las máquinas paradas hace décadas vuelvan a la vida de una sacudida. El hedor a piel humana chamuscada me golpea las fosas nasales una fracción de segundo antes de que me empujen y caiga boca abajo sobre el suelo polvoriento.

Me doy la vuelta y me pongo en pie, dibujando un arco amplio con el áthame. Espero encontrar al fantasma justo detrás de mí, y por un instante pienso que ha huido y que estoy ante otra partida de atrapa al fantasma o aciértale con los dardos. Pero aún lo huelo. Y siento ira moviéndose a través de la estancia en vertiginosas oleadas.

Está de pie en el extremo opuesto de la habitación, bloqueando la salida hacia el pasillo, como si yo fuera a tratar de huir. Su piel está igual de negra que una cerilla quemada, agrietada, y rezuma calor como si fuera metal líquido, como si estuviera cubierto por una capa de lava enfriándose. Los ojos resaltan por su brillante blancura. Desde lejos, no distingo si son simplemente blancos o tienen córneas. Espero que las tengan. Detesto ese asunto de los ojos tan espeluznantemente raro. Pero con córneas o sin ellas, no habrá cordura en ellos. Todos los años que ha pasado muerto y ardiendo se habrán encargado de ello.

—Vamos —le animo, y giro rápidamente la muñeca; el áthame está listo para apuñalar o rebanar. Noto un leve dolor en la espalda y los hombros, donde me golpeó, pero no hago caso. Se va acercando, caminando lentamente. Tal vez porque está tratando de descubrir la razón de que yo no salga corriendo. O tal vez porque cada vez que se mueve, su piel se resquebraja aún más y sangra… lo que quiera que sea esa cosa de color rojo anaranjado que le sale.

Este es el momento que precede al ataque. El momento de tomar aire y estirarse un segundo. No parpadeo. Ahora está lo suficientemente cerca para ver que tiene córneas, azul intenso, con las pupilas constreñidas por el dolor constante. Su boca cuelga abierta, casi sin labios, agrietados y descarnados.

Quiero escuchar a Anna decir al menos una palabra.

Oscila el puño derecho; corta el aire a escasos centímetros de mi oreja derecha, con suficiente calor para producir quemazón, y percibo el característico olor del pelo quemado. Mi pelo quemado. Daisy dijo algo sobre los cadáveres… huesos coriáceos y ceniza. Mierda. Los cadáveres eran recientes. El fantasma simplemente los achicharra, los reseca y los abandona. La rabia arruina por completo su rostro; le ha desaparecido la nariz y tiene la cavidad nasal cubierta por una costra. Sus mejillas están tan secas como carbón quemado en algunas partes, y húmedas por la infección en otras. Retrocedo para alejarme de sus arremetidas. Tiene los labios carbonizados, así que sus dientes parecen demasiado grandes y su expresión es una constante y nauseabunda sonrisa. ¿Cuántos vagabundos se habrán despertado frente a esta cara, justo antes de ser cocinados de dentro afuera?

Me agacho y le lanzo una patada, consigo hacerle caer, pero también me chamusco las pantorrillas en el proceso. Mis vaqueros se han fundido con mis piernas en un punto. Pero no hay tiempo de ponerse exquisito; sus dedos se dirigen hacia mí y me aparto rodando. La tela se arranca, llevándose quién sabe cuánta piel con ella.

Se acabó. No ha dicho ni pío. A saber si le queda lengua, por no hablar de si a Anna le apetecerá comunicarse a través de él. De todas maneras, no sé en qué estaba pensando. Iba a esperar. Iba a ser bueno.

Retraso el codo, dispuesto a incrustarle el áthame entre las costillas, pero vacilo. El cuchillo podría acabar literalmente pegado a mi piel si no lo hago bien. Dudo apenas un segundo. Lo suficiente para que un revoloteo blanco se deslice por el rabillo de mi ojo.

No puede ser. Debe de ser alguien distinto, otro fantasma que haya muerto en esta espantosa fábrica. Pero de ser así, no murió abrasado. La muchacha que camina en silencio sobre el suelo cubierto de polvo es pálida como la luz de la luna. Una melena castaña cae sobre su espalda, colgando sobre la absoluta blancura de su vestido. Reconocería ese vestido en cualquier parte, tanto si fuera demasiado blanco para ser real como si estuviera cubierto por completo de sangre. Es ella. Es Anna. Sus pies desnudos producen un leve sonido al rozar suavemente el cemento.

—Anna —la llamo, y me levanto rápidamente—. ¿Estás bien?

No me oye. O si me oye, no se vuelve.

Desde el suelo, el hombre ardiente me agarra la zapatilla. Me suelto de una patada y me olvido de él y del olor a caucho quemado. ¿Me estoy volviendo loco? ¿Estoy alucinando? No puede estar realmente aquí. No es posible.

—Anna, soy yo. ¿Me oyes? —me dirijo hacia ella, pero moviéndome despacio. Si me acerco demasiado deprisa, podría desaparecer. Podría ver algo desagradable; podría agarrarla para darle la vuelta y descubrir que no tiene rostro, que es un cadáver moviéndose a sacudidas. Podría convertirse en ceniza en mis manos.

Escucho un sonido cartilaginoso de carne retorciéndose cuando el hombre ardiente gatea para ponerse en pie. No me interesa. ¿Qué está haciendo Anna aquí? ¿Por qué no habla? Simplemente avanza, ignorando todo lo que la rodea. Solo que… no todo. El horno apagado está al fondo de la estancia. Una repentina sensación premonitoria atenaza mi pecho.

—Anna… —grito; el hombre ardiente me ha agarrado por el hombro y es como si alguien me hubiera metido una brasa bajo la camisa. Me retuerzo, y por el rabillo del ojo creo ver que Anna se detiene, aunque estoy demasiado ocupado esquivando, cortando con el cuchillo y lanzando patadas para barrer de nuevo los pies de este fantasma como para estar seguro de ello.

El áthame está caliente y solo de haberle hecho ese corte pequeño y en absoluto letal que es ahora una estrecha línea de color rojo anaranjado en su caja torácica. Tengo que cambiarlo de una mano a otra durante un segundo. Debería matarle ya, clavar el cuchillo y sacarlo rápidamente, tal vez envolviendo primero el mango con la camisa. Pero no lo hago. Simplemente le incapacito temporalmente, y me doy la vuelta.

Anna está delante del horno, y sus dedos se deslizan suavemente por el áspero metal negro. La llamo de nuevo pero no me mira. En vez de eso, rodea con el puño el tirador y abre la enorme puerta de un golpe.

Algo se mueve en el aire. Se produce una corriente, una ráfaga, y los volúmenes se distorsionan ante mis ojos. La boca del horno se ensancha más y Anna se arrastra dentro. El hollín mancha su vestido blanco, salpicando la tela y su pálida piel como si fueran moratones. Además, noto algo raro en ella; algo en la manera de moverse. Es como si fuera una marioneta. Cuando se apretuja para entrar por la abertura, un brazo y una pierna se le doblan hacia atrás de manera antinatural, como una araña absorbida por una pajita.

Tengo la boca seca. A mi espalda, el hombre ardiente se arrastra sobre sus pies otra vez. La quemazón de mi hombro me empuja a apartarme; apenas noto la cojera producida por las quemaduras de las pantorrillas. Anna, sal de ahí. Mírame.

Es como estar viendo el desarrollo de un sueño, una pesadilla en la que soy incapaz de hacer nada, en la que mis piernas están hechas de plomo y no puedo gritar una advertencia por mucho que lo intente. Cuando el horno apagado hace décadas regresa a la vida, lanzando llamaradas hacia su vientre, suelto un alarido, sonoro y sin palabras. Pero da igual. Anna arde tras la puerta de hierro. Una de sus pálidas manos se aferra a la rejilla según va cubriéndose de ampollas y ennegreciéndose, como si hubiera cambiado de idea demasiado tarde.

Mi hombro despide calor y humo cuando el hombre ardiente me agarra por la camisa y me da la vuelta. Sus ojos sobresalen del oscuro caos de su rostro y sus dientes rechinan al abrirse y cerrarse. Mi mirada regresa de nuevo al horno. He perdido la sensibilidad de los brazos y las piernas. No podría decir si mi corazón sigue latiendo. A pesar de las quemaduras que deben de estar formándose en mis hombros, siento frío en esa zona.

—Acaba conmigo —sisea el hombre ardiente. Tengo la mente en blanco. Simplemente le clavo el áthame en la barriga, sacándolo inmediatamente pero aun así achicharrándome la palma de la mano. Retrocedo mientras él se desploma en el suelo entre convulsiones y tropiezo con una vieja cinta trasportadora, aferrándome a ella para evitar caer de rodillas. Durante un segundo eterno, la habitación se llena con los alaridos entremezclados de Anna abrasándose y el fantasma resecándose a mis pies. Se acurruca hasta que lo que queda, carbonizado y retorcido, apenas parece humano.

Cuando deja de moverse, el aire se enfría inmediatamente. Respiro hondo y abro los ojos; no recuerdo haberlos cerrado. La habitación permanece en silencio. Al mirar hacia el horno, está apagado y vacío, y si lo tocara, lo sentiría frío, como si Anna jamás hubiera estado en él.