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Al día siguiente de mi épico ataque de nervios en el centro comercial, paso mi hora libre en la calle, al borde del patio, sentado bajo un árbol y hablando con Gideon. Hay más estudiantes al aire libre, ocupando los espacios que no están a la sombra, tumbados sobre la hierba primaveral recién brotada con la cabeza sobre las mochilas o el regazo de los amigos. A veces, miran hacia mí, comentan algo y se ríen todos. Se me pasa por la cabeza que solía integrarme mejor. Tal vez no debería regresar el próximo curso.

—Teseo, ¿va todo bien? Pareces distraído.

Me río.

—Hablas como mi madre.

—¿Cómo dices?

—Lo siento —vacilo, lo que resulta estúpido. Es por la razón que me impulsó a llamarle. Quería hablar de ello. Necesito escuchar que Anna se ha marchado. Que no puede regresar. Y necesito escucharlo en una autoritaria voz británica—. ¿Has oído hablar alguna vez de alguien que haya regresado después de cruzar al otro lado?

La pausa de Gideon es adecuadamente reflexiva.

—Nunca —responde—. Es sencillamente imposible. Al menos en el terreno de las probabilidades sensatas.

Entorno los ojos. ¿Desde cuándo nos movemos en el terreno de las probabilidades sensatas?

—Pero si yo puedo empujarlos de un plano a otro utilizando el áthame, ¿no podría haber otra cosa que los hiciera regresar?

Esta vez la pausa es más prolongada, aunque no se lo está tomando realmente en serio. Si fuera así, escucharía el movimiento de una escalera o el susurro de las hojas de un libro al pasarlas. Continúo:

—Quiero decir que, venga, no es una idea tan inverosímil. Tal vez de A a B a G, pero…

—Me temo que es más de A a B y ya —respira hondo—. Sé en quién estás pensando, Teseo, pero simplemente es imposible. No podemos traerla de vuelta.

Cierro los ojos con fuerza.

—¿Y si ya ha regresado?

—¿A qué te refieres? —pregunta con recelo.

Espero que mi risa le tranquilice, así que dibujo una sonrisa en mi boca.

—No sé a qué me refiero. No he llamado para asustarte. Yo solo… Supongo que simplemente pienso mucho en ella.

Gideon suspira.

—Estoy seguro de ello. Anna era… era extraordinaria. Pero ahora se encuentra en el lugar al que pertenece. Escúchame, Teseo —continúa, y casi siento sus dedos marchitos sobre mis hombros—. Tienes que superarlo.

—Lo sé —y es así. Parte de mí desea contarle el modo en que el áthame se movió, y las cosas que he creído ver y oír. Pero él tiene razón, y solo parecería que estoy loco—. Oye, no te preocupes por mí, ¿vale? —le digo, y me levanto del suelo—. Mierda —mascullo al sentir la humedad en la parte trasera de mis vaqueros.

—¿Qué ocurre? —pregunta Gideon, inquieto.

—Oh, nada. Tengo gran parte del culo mojado de haberme sentado bajo un árbol. Te juro que la tierra aquí nunca se seca —Gideon se ríe y colgamos. De regreso al instituto, Dan Hill me golpea el brazo.

—Hola —me saluda—. ¿Tienes los apuntes de Historia de ayer? ¿Me los podrías prestar durante la hora de estudio?

—Sí, supongo —respondo algo sorprendido.

—Gracias, tío. Normalmente se los pido a alguna chica, ya sabes —deja escapar una típica sonrisa de libertino—, pero no subo de suficiente bajo y tú sacaste la nota más alta en el último examen, ¿no?

—Sí —repito. Saqué la nota más alta. Para gran sorpresa mía y absoluta alegría de mi madre.

—Guay. Oye, he oído que la otra noche en el centro comercial ibas puesto de ácido o algo así.

—Vi un vestido que Carmel quería y se lo señalé a Thomas Sabin —me encojo de hombros—. En este instituto la gente se inventa unas estupideces increíbles.

—Sí —responde él—. Eso es lo que pensé. Nos vemos luego, tío —se aleja en otra dirección. Dan es bastante popular, eso creo. Con un poco de suerte, pasará mi coartada del centro comercial a unos cuantos. Aunque no es probable. Las retractaciones aparecen en la última página del periódico. La historia aburrida termina perdiendo, sea cierta o no. Así es cómo funcionan las cosas.

***

—¿Cómo es posible que no te guste la pizza de pollo asado con ajo? —pregunta Carmel, con el teléfono preparado para hacer el pedido—. ¿En serio? ¿Solo champiñones y extra de queso?

—Y tomate —añade Thomas.

—¿Tomate normal, simplemente cortado en trozos? —Carmel me mira con incredulidad—. Este chico es antinatural.

—Estoy contigo —respondo desde la nevera, donde estoy cogiendo unos refrescos. Estamos relajándonos en mi casa, bajando películas de Netflix. Lo propuso Carmel, y prefiero creer que fue porque le apetecía estar tranquila y no porque deseara alejarme de la gente.

—Tal vez solo esté tratando de ser un caballero, Carmel —dice mi madre al pasar por la cocina para servirse más té helado—. Evitando el ajo por ti.

—Cómo te pasas —la reprendo, y Thomas se ríe. Esta vez es Carmel la que se ruboriza.

Mi madre sonríe.

—Si pedís una de cada, yo compartiré la de tomate con Thomas, y tú y Cas podéis compartir la otra.

—Vale. Pero cuando llegue la de pollo vas a querer probarla —Carmel hace el pedido, y nos vamos los tres al salón a ver reposiciones de Scrubs hasta que lleguen las pizzas y empecemos con la película. Acabamos de sentarnos cuando Carmel se levanta de nuevo de un salto, con el teléfono entre los dedos para mandar un mensaje de texto.

—¿Qué pasa? —pregunta Thomas.

—Hay una especie de encuentro de estudio para los exámenes finales —responde ella. Se dirige hacia el porche—. Le dije a Nat y Amanda que me pasaría por allí si la película no acababa muy tarde. Vuelvo en un segundo.

Cuando la puerta se cierra, le doy un empujón a Thomas.

—¿No te molesta que se marche así? —le pregunto.

—¿A qué te refieres?

—Bueno —empiezo, pero no sé cómo continuar. Supongo que se trata de que Carmel ha intentado en ocasiones que me relacionara con sus otros amigos, pero con Thomas no lo ha hecho realmente. Pienso que tal vez le moleste, pero no sé cómo preguntárselo con tacto. ¿Y para qué malditos exámenes finales tiene que estudiar todavía? Yo ya he hecho todos los míos, excepto uno. A los profesores de aquí les gusta ponerlo fácil las últimas semanas. No es que me esté quejando—. ¿No eres su novio? —suelto por fin—. ¿No debería arrastrarte con sus amigos?

No ha sido la mejor manera de expresarlo, pero Thomas no parece ofendido, ni siquiera sorprendido. Simplemente sonríe.

—Estrictamente hablando, ignoro lo que somos —dice bajito—. Pero lo que sí sé es que no funcionamos así. Somos distintos.

—Distintos —murmuro, a pesar de que la expresión soñadora de su rostro resulta conmovedora—. Todo el mundo es distinto. ¿No se te ha ocurrido nunca que lo de ser «iguales» es un clásico por algo?

—Un gran discurso para alguien cuya última novia murió en 1958 —replica Thomas, y luego se esconde tras un trago de refresco. Sonrío y miro de nuevo hacia la televisión.

Veo a Anna en la ventana. Está de pie entre los arbustos que hay junto a la casa, mirándome fijamente.

—¡Madre mía! —doy un respingo sobre el respaldo del sofá y apenas me estremezco cuando mi hombro golpea la pared.

—¿Qué pasa? —Thomas pega un salto también y registra primero el suelo como si fuera a encontrar una rata o algo así, antes de seguir mi mirada hacia la ventana.

Los ojos de Anna están vacíos y muertos, completamente huecos y sin ninguna muestra de reconocimiento. Verla parpadear es como contemplar un cocodrilo surcando unas aguas densas y salobres. Mientras trato de recuperar el aliento, un oscuro hilillo de sangre cae serpenteando de su nariz.

—Cas, ¿qué sucede? ¿Algo va mal?

Miro a Thomas.

—¿Es que no la ves? —dirijo los ojos de nuevo hacia la ventana, medio esperando que haya desaparecido, casi deseándolo, pero continúa ahí, inmóvil.

Thomas escudriña la ventana, moviendo la cabeza para evitar los reflejos de la luz. Parece aterrorizado. Esto no tiene sentido. Debería verla. Es un maldito brujo, joder.

No lo aguanto más. Bajo corriendo del sofá en dirección a la puerta principal, la abro de golpe e irrumpo en el porche.

Lo único que encuentro es el rostro sorprendido de Carmel y su teléfono a medio camino de su oreja. En los arbustos situados frente a la ventana no hay nada, excepto sombras.

—¿Qué sucede? —pregunta Carmel mientras me lanzo escalones abajo y me abro paso entre los arbustos, dejando que las ramas me arañen los brazos.

—¡Dame el teléfono!

—¿Qué? —la voz de Carmel suena asustada. Mi madre ha salido también, los tres aterrorizados pero sin saber por qué.

—Solo pásamelo —grito, y ella lo hace. Pulso una tecla y dirijo el teléfono hacia el suelo, utilizando la luz azulada para revisar la tierra en busca de huellas o marcas. No hay nada.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —chilla Thomas.

—Nada —respondo en voz alta, pero sí pasa algo. Tanto si está todo dentro de mi cabeza como si no, está sucediendo algo. Y cuando alargo la mano hacia el bolsillo trasero donde guardo el áthame, lo siento frío como el hielo.

***

Diez minutos después, mi madre coloca una taza humeante delante de mí, en la mesa de la cocina. La cojo y olfateo el contenido.

—No es una poción; es solo té —exclama, exasperada—. Descafeinado.

—Gracias —respondo, y doy un sorbo. Sin teína y también sin azúcar. No comprendo por qué se supone que un agua marrón y amarga te va a relajar. Suspiro y me arrellano en la silla de manera exagerada.

Thomas y Carmel continúan intercambiando miradas furtivas, y mi madre se percata de ello.

—¿Qué ocurre? —les pregunta—. ¿Qué sabéis?

Carmel me mira para pedirme permiso, pero como no digo nada, le cuenta a mi madre lo que sucedió en el centro comercial con el vestido parecido al de Anna.

—Francamente, Cas, has tenido un comportamiento un tanto extraño desde lo de Grand Marais la semana pasada.

Mi madre se apoya sobre la encimera.

—¿Cas? ¿Qué está pasando? ¿Y por qué no me dijiste lo del centro comercial?

—¿Porque me gusta guardarme mi locura toda para mí? —obviamente irme por las ramas no va a servirme de nada. Siguen mirándome. Esperando y con los ojos fijos en mí—. Es solo que… he creído ver a Anna, eso es todo —tomo otro sorbo de té—. Y en Grand Marais, en el pajar… creí escuchar su risa —sacudo la cabeza—. Parece como si… No sé a qué se parece. Como si estuviera poseído, supongo.

Por encima del borde de mi taza, la expresión que se propaga por la habitación es inconfundible. Creen que estoy alucinando. Se compadecen de mí. En sus rostros aparece escrito «Pobre Cas», colgando de sus mejillas como pesas de cuatro kilos.

—El áthame también la ve —añado, y eso capta su atención.

—Tal vez deberíamos llamar a Gideon por la mañana —sugiere mi madre. Asiento con la cabeza. Pero probablemente él piense lo mismo que ellos. Aun así, Gideon es lo más parecido que tengo a un experto en el áthame.

La mesa se queda sumida en el silencio. Se muestran escépticos, y no se lo reprocho. Después de todo, esto es lo que yo había deseado desde que Anna desapareció.

¿Cuántas veces la he imaginado sentada a mi lado? Su voz ha sonado un millón de veces en mi cabeza, en un pobre intento de inventar las conversaciones que nunca tuvimos. En ocasiones, hago como si hubiéramos encontrado otra manera de derrotar al hechicero obeah; una que no lo fastidiara todo.

—¿Crees que es posible? —pregunta Thomas—. Me refiero a si existe la posibilidad.

—No regresan —replico—. Gideon asegura que no regresan. No pueden. Pero siento… como si Anna me estuviera llamando. Solo que no oigo lo que quiere decirme.

—Esto es un lío —susurra Carmel—. ¿Qué vas a hacer? —me mira a mí, luego a Thomas y a mi madre—. ¿Qué vamos a hacer?

—Tengo que descubrir si es real —respondo—. O si estoy oficialmente como una cabra. Y si es real, tengo que saber qué quiere. Qué necesita. Se lo debemos, todos nosotros.

—No hagas nada todavía —dice mi madre—. Hasta que hablemos con Gideon. Hasta que tengamos más tiempo para meditar el asunto. Esto no me gusta.

—A mí tampoco —añade Carmel.

Miro a Thomas.

—Yo no tengo claro si me gusta o no —se encoge de hombros—. Quiero decir que Anna era nuestra amiga, o algo así. No creo que quiera hacernos daño, ni siquiera asustarnos. Es el áthame lo que me preocupa. Que el áthame responda. Probablemente deberíamos hablar también con Morfran.

Todos clavan su mirada en mí.

—Está bien —accedo—. De acuerdo, esperaremos.

Pero no demasiado.