29

No llegué a ver a mi padre.

Cuando me di cuenta de que la sangre no importaba, todo sucedió muy deprisa. Corté y corté, sin pensar. Y salieron todos. Ahora, todo parece vacío a nuestro alrededor.

—No está vacío —sostiene Anna, aunque estoy bastante seguro de no haber dicho nada en voz alta—. Le has liberado. Le has permitido seguir adelante —coloca su mano sobre mi hombro; bajo la mirada hacia el áthame. La hoja brilla, más que cualquier otra cosa aquí.

—Ha continuado su viaje —respondo. Pero parte de mí esperaba que se hubiera quedado. Aunque solo hubiera sido el tiempo suficiente para verle. Tal vez para decirle…, no sé el qué. Quizás que estamos bien.

Anna me rodea la cintura con sus brazos y apoya la barbilla en mi hombro. No me dice nada reconfortante. Nada de lo que no esté segura. Simplemente permanece ahí. Y me basta.

Cuando aparto los ojos del áthame, todo es distinto. Una vez que el hechicero obeah ha desaparecido, el paisaje empieza a cambiar. Se arruga y se transforma a nuestro alrededor. Al mirar hacia arriba, el vacío oscuro y amoratado aparece más brillante. Hay más claridad, y casi puedo imaginar el vago titilar de las estrellas. Las rocas también han desaparecido, al igual que los barrancos. Ya no hay bordes afilados. No hay límites en absoluto. Estamos de pie, juntos, en medio de algo que comienza.

—Deberíamos marcharnos —susurro—. Antes de que a Thomas empiece a sangrarle la nariz.

Anna sonríe. La diosa oscura ha desaparecido, se ha escondido bajo su piel. Ahora es simplemente Anna, mirándome curiosa con su sencillo vestido blanco.

—¿Qué va a suceder ahora? —me pregunta.

—Algo mejor —respondo, y tomo su mano. Está hermosa. Sus ojos centellean, y la luz del sol otorga a su pelo un brillante tono marrón chocolate.

—¿Cómo regresamos? —pregunta de nuevo. No respondo, sino que miro por encima de su hombro hacia el paisaje cambiante. No sé si seré capaz de recordar cómo ha sido contemplar esto. Cómo ha sido asistir a la creación. Tal vez se desvanezca todo, como un sueño al despertar.

Tras ella, el mundo va dibujándose entre la niebla, solo que nunca ha habido ninguna niebla. Se desliza hasta nosotros, por encima y alrededor de nuestros cuerpos, como acuarela extendiéndose sobre una página en blanco. La luz del sol ilumina la verde hierba sin cortar, una hierba sobre la que podría derrumbarme y dormir durante horas. Tal vez días. A lo lejos hay árboles, y junto a ellos está la casa victoriana, la de Anna, en pie, blanca, alta e intacta. Nunca tuvo este aspecto cuando vivía en ella. Nunca jamás. Tan brillante y erguida al sol. Ni siquiera cuando estaba recién construida.

—¿Cas? ¿Es ese Thomas? ¿Tienes que apresurarte? —me mira a los ojos y empieza a seguir mi mirada. Le agarro ambas manos.

—No —le digo—. No mires.

No lo hace. Sus ojos se agrandan y escucha, confiando en mí, asustada de lo que podría encontrar si se volviera. Pero no puedo ocultar la sensación que produce la brisa al moverse entre nuestra ropa. No puedo amortiguar el sonido de los pájaros cantando y los insectos zumbando en las flores, cerca de la casa. Así que Anna mira. El pelo le cae sobre el hombro, y sé que en cualquier momento podría notar el tirón de sus dedos para liberarse de los míos. Este es su lugar. Su otro lado. La fealdad del hechicero obeah ha desaparecido. Aquí es donde ella encaja.

—No.

—¿Qué pasa?

—Yo no pertenezco a este lugar —me aprieta las manos, más fuerte que antes—. Regresemos.

Sonrío. Ella regresó de la muerte para llamarme. Yo atravesé el infierno para buscarla.

—¡Anna!

Los dos nos giramos al escuchar mi voz. Hay una silueta en la puerta abierta de la casa victoriana.

—¿Cas? —pregunta ella vacilante, y la figura sale a la luz. Soy yo. Increíblemente y totalmente yo. Anna sonríe y tira de mis manos. Una leve risa escapa de su garganta.

—Vamos —la llamo—. Creí que querías dar un paseo.

Vacila. Cuando se vuelve de nuevo y me ve, al verdadero yo, parece confusa y cierra los ojos con fuerza.

—Marchémonos —me dice—. Este lugar miente. Por un instante… olvidé dónde estamos. Olvidé que estás aquí —mira de nuevo hacia la casa victoriana y cuando habla, su voz suena lejana, como si ya estuviera en ella—. Por un instante pensé que estaba en casa.

—Vamos —la llama de nuevo mi otro yo—. Antes de que tengamos que reunirnos con Thomas y Carmel.

Miro por encima de mi hombro. La estancia iluminada con velas sigue ahí. Veo a Thomas, arrodillado en el suelo, moviendo las manos frenéticamente. No me queda mucho tiempo. Pero todo está sucediendo demasiado deprisa.

Si suelto las manos de Anna, me olvidará. Olvidará todo excepto lo que hay al otro lado del prado. Todo se desvanecerá. Su asesinato y su maldición. Vivirá para siempre la vida que debería haber disfrutado. La que podríamos haber compartido juntos, si todo hubiera sido distinto. Este lugar miente. Pero es una mentira buena.

—Anna —le digo. Se vuelve hacia mí; sus ojos están muy abiertos y confusos. Sonrío, y le suelto una mano para deslizar mis dedos entre su pelo—. Tengo que irme.

—¿Cómo? —pregunta ella, pero no contesto. En vez de eso, la beso, una vez, y trato de transmitirle con ese sencillo gesto todo lo que olvidará tan pronto como se dé la vuelta. Le digo que la quiero. Le digo que la echaré de menos. Y luego la dejo que se marche.