La distante y estilizada figura que camina por el fondo del cañón podría ser cualquiera. Pero no lo es. Es el asesino, el carcelero de mi padre. En nuestro anterior enfrentamiento, logró vencerme, me lanzó una maldición que estuvo a punto de matarme. Esta vez será distinto. Esta vez acabaré con él.
Sus pisadas resuenan en nuestros oídos, demasiado altas para estar tan lejos. A medida que se acerca, nuestra ubicación cambia; los barrancos se desplazan en el intervalo de un parpadeo. Estábamos mirando hacia abajo. Ahora él está justo delante de nosotros.
—¿Qué le pasa en los brazos y las piernas? —le pregunto a Anna.
—Articulaciones prestadas. Fuerza prestada —los ojos de Anna son de acero; no pestañea al verlo aproximarse.
Las articulaciones adicionales le dan un aspecto desgarbado. Antes su andar era rígido, casi se arrastraba. Ahora sus piernas se sacuden como si estuvieran enganchadas en ángulos equivocados. Se acerca al muro y sonríe mientras se aferra a él con las manos, elevándose por la pared de roca, desafiando la gravedad. Cuando se gira y se desliza hacia delante más deprisa, a cuatro patas, retrocedo sin querer.
—Vaya un fanfarrón —exclamo, pretendiendo que parezca una burla, pero mi voz suena aguda y nerviosa, casi como un chillido. Es como dijo Anna. Aquí, él es el que manda. Probablemente pueda dar un giro completo a la cabeza. Ojalá pudiera decirle a mi padre lo bien que estoy siguiendo su consejo de estar siempre asustado.
—Le detendré, trataré de contenerle —me dice Anna, y su pelo se torna negro y empieza a elevarse. El blanco se desvanece de sus ojos y aparecen venas negras bajo su piel. El vestido se vuelve rojo, empapándose de sangre de manera lenta y pausada.
El hechicero obeah ha descendido de la pared y avanza rápidamente sobre sus piernas descoyuntadas. Dirige sus ojos cosidos hacia mí. Ha dejado de sentir interés por Anna. Ella ya le pertenece. Yo soy el último cabo suelto.
—Primero me romperá los brazos —me dice Anna.
—¿Qué dices?
—Lo que oyes —replica ella, como si fuera algo habitual—. Voy a tratar de sujetarle los brazos, así que él me romperá los míos. No puedo vencerle. No cuentes conmigo. Y no sé si tú podrás —me mira y su expresión es fácil de interpretar. Pesar. Deseos vanos de contar con más tiempo o mejores oportunidades.
Ojalá Thomas y Carmel estuvieran aquí. Aunque mejor no. Ojalá tuviera un plan, o contara con una trampa como la última vez. Me gustaría disponer de algún tipo de ventaja, aparte de la que tengo aferrada con la mano. Anna se adelanta.
—¿No tienes miedo? —le pregunto.
—No es la primera vez que lo hago —responde. De hecho, logra esbozar una sonrisa. Luego avanza, acercándose con movimientos más rápidos de los que le recordaba. Le lanza un puñetazo y los dientes del hechicero le abren un rojo corte en el antebrazo. Anna no se estremece, ni grita. Lucha de manera mecánica. Sabe que va a perder y está acostumbrada a ello. Ni siquiera siente dolor.
—¡No te quedes ahí pasmado! ¡Ayúdala! —me grita Jestine mientras pasa a mi lado como un rayo para lanzarse a la pelea. No tengo ni idea de dónde ha aparecido. Es como si hubiera salido de la roca. Pero eso no importa; no vacila. Esquiva uno de los brazos del hechicero y le incrusta el extremo de su cincel en el hombro. Anna le ha sujetado la cabeza, aunque no con suficiente fuerza.
Tengo las piernas paralizadas. No sé a cuál de las dos ayudar, ni dónde atacar. Ninguno de sus movimientos parece surtir ningún efecto. Deberíamos habernos marchado. Haber salido cuando podíamos. Dentro de mi cabeza, Thomas me habla con tono apremiante. No le presto atención ni miro hacia atrás. Solo contemplo cómo el hechicero obeah parte los brazos de Anna como si fueran ramitas, le da un empujón y la lanza rodando. A Jestine se la aparta como si fuera un incordio del que no hay que preocuparse. Ni por un solo instante ha apartado su mirada de mí. Miro donde deberían estar sus ojos, observando el movimiento de las puntadas negras y el lento goteo de la sangre. Me da miedo. Siempre le he tenido miedo. Sacude la cabeza una vez y desencaja su mandíbula. Se abalanzará sobre mí en segundos para despedazarme como hizo con los demás, y mi padre y yo nos quedaremos aquí para siempre.
Unos mechones de pelo negro se elevan sobre sus hombros un instante antes de que el brazo de Anna serpentee alrededor de su cabeza y se aferre a su mentón, cerrando el puño contra sus dientes y tirando hacia abajo. El hechicero obeah chilla, su negra lengua da latigazos mientras ella le disloca la mandíbula, lo que provoca sus muecas.
—Aléjate de él —gruñe Anna, y lanza el cuerpo del obeah contra la roca. La fuerza del impacto es suficiente para que salten esquirlas. Lo vuelve a hacer, una y otra vez, golpeándole contra el muro. Escucho cómo crujen sus articulaciones.
Oigo a Jestine que dice: «Maldita sea», con voz ahogada.
El hechicero obeah es como un animal enfurecido. Las puntas de sus dedos se afilan y abren cortes en el pecho y los hombros de Anna, haciendo jirones sus músculos hasta que ella le arranca un brazo y él logra aferrarse al suelo. Aun así Anna no se detiene, sigue sacudiendo el hombro, golpeándole la cabeza contra la roca con tal fuerza que en cualquier momento se le va a abrir como una sandía. Pero eso no sucede. Y la única sangre que chorrea por la barbilla del obeah es de los cortes que sus dientes están dejando en la palma de Anna mientras ella le agarra la mandíbula. La chica cae sobre una rodilla y finalmente su mano falla. Él la araña en la espalda y Anna se desploma sobre el suelo.
Imposible, es lo que pienso mientras avanza lentamente hacia mí con la sangre de Anna goteando de las puntas de sus dedos. Quiero matarle más que cualquier otra cosa, por ella, por mi padre. Pero parece imposible. Ahora está más cerca. Lo bastante cerca para que pueda oler su humo.
Jestine se levanta con dificultad del suelo; se coloca tras él, grita: «¡Leithlisigh!», y le golpea la parte trasera de la cabeza con la mano. El hechicero cae hacia delante, pero no sin antes agarrarla con el brazo y lanzarla, con gran fuerza, contra la roca. Grito su nombre, pero el sonido de sus huesos despedazándose es más alto que mi voz.
Echo a correr y tiro de ella para sacarla de debajo del brazo del obeah. Tiene sangre en los dientes, también le gotea por las comisuras de los labios. Sus piernas avanzan a rastras, rebotando sobre el suelo como si fueran de goma.
—Ya está —gime—. Se acabó —levanta la cabeza y mira hacia atrás, hacia el hechicero obeah. No sé qué tipo de hechizo le ha lanzado, pero sigue encogido. Y sucede algo más: ahora hay sombras a su alrededor, y tal efecto es como si se moviera demasiado deprisa para verle de forma definida. A veces, se distingue un brazo, o una cabeza que no es suya. Me parece reconocer al autoestopista del Condado 12, aún con su camiseta blanca y la chaqueta de cuero. Luego desaparece. Pero eso es lo que está sucediendo. Se está separando.
—¿Qué le has hecho? —bajo los ojos hacia Jestine. Tiene la frente perlada de sudor y su piel ha adquirido un tono azulado. Anna ha logrado ponerse en pie y se arrodilla junto a nosotros.
—Es una maldición —responde Jestine, salpicando sangre por su barbilla—. Le he desestabilizado. Pensé que podría hacer más, pero… —empieza a toser—. Estoy acabada. Me muero. Y no quiero que sea aquí —hay sorpresa en su voz. Me gustaría hacer algo, mantenerla caliente o contener la hemorragia. Pero es inútil. Su interior probablemente se parezca al de alguien a quien han machacado con un mazo.
—Regresa —le digo, y ella asiente con la cabeza. Se gira sobre un hombro y cuando baja los ojos hacia el suelo, sé que no es piedra lo que está viendo, sino a Colin Burke. Mira una vez a Anna, ve sus venas negras y sonríe. Me mira a mí, una vez más, y me hace un guiño. Entonces frunce el ceño y cierra los ojos. Da la impresión de que se rindiera, de que se viniera abajo, y luego desaparece, como si nunca hubiera existido.
A nuestras espaldas, el hechicero obeah sigue retorciéndose, apretándose la cabeza con las manos, tratando de mantenerse unido. Miro el brazo destrozado de Anna, sus cortes escurriendo sangre sobre su vestido.
—No te hagas más daño —le pido.
—Luego dará igual —dice ella, pero permanece arrodillada donde está cuando le doy la espalda.
Tengo el áthame en la mano. No espero nada. No sé qué va a suceder. Lo único que tengo claro es que voy a acuchillarle, y a descubrirlo.
Cuando me acerco, su olor penetra en mis fosas nasales, el nauseabundo humo, y por debajo, el aroma rancio a cosas viejas y muertas. Me apetece decir algo, soltar un último comentario sarcástico, pero no lo hago. En vez de eso, coloco el pie bajo su estómago y le empujo, volteándole lo suficiente para hundir el áthame en su pecho.
No sucede nada. Grita, pero ya gritaba antes. Saco el cuchillo y le doy otra puñalada, pero al hacerlo, sus dedos se cierran en torno a mi brazo y aprietan. Me tritura los huesos bajo la piel mientras me arrastra, al ponerse en pie. Las sombras de los espíritus siguen parpadeando en el aire. Me fijo más, buscando la cara de mi padre. Dejo de mirar cuando los dientes del hechicero obeah se clavan en mi carne. Mi brazo se flexiona y se contrae de manera instintiva, pero son unas alas de mariposa contra una excavadora. Sacude la cabeza, desgarrando y arrancando gran parte de mi hombro.
Me invade el pánico. Ataco con todo mi cuerpo e intento desesperadamente agarrar el áthame con el brazo sano. Cuando lo logro, solo consigo lanzar tajos al aire. Quiero que desaparezca. No quiero ver cómo se traga pedazos de mi carne. En una de las arremetidas corto un brazo. No el suyo, sino el de alguno de los fantasmas atrapados, pero es el hechicero obeah el que suelta un alarido mientras ese cuerpo se retuerce y se libera, saliendo a través de la herida de su pecho. Parece como si nos olvidáramos el uno del otro mientras contemplamos al fantasma con el familiar rostro de Will Rosenberg ascendiendo hacia el cielo. Durante un instante, me mira y me pregunto qué verá, y si lo comprende. Abre la boca, pero nunca sabré si quería decir algo. Su sombra parpadea y se desvanece. Hacia el lugar al que Will estuviera destinado antes de que el hechicero obeah le pusiera las garras encima.
—Lo sabía, cabrón —digo, y pienso que es una estupidez. Yo no sabía nada. No tenía ni idea, pero ahora sí, y corto el aire a su alrededor y sobre él, deslizando la hoja del cuchillo y rebanando sus hombros y su cabeza, contemplando los espíritus mientras se liberan de una sacudida y vuelan. Algunas veces dos al mismo tiempo. Me está gritando en el oído, pero estoy buscando a mi padre. No quiero dejarle pasar. Y quiero que él me vea. Cuando ruedo y esquivo, lo hago de manera automática; es solo cuestión de tiempo que la fastidie. La distracción de lo que parece una cola negra basta para restarme velocidad, y el puño del hechicero obeah golpea mi esternón como un ariete, destrozándome el pecho. Luego solo queda aire, y dolor, y el duro suelo de piedra.
***
Anna está gritando. Abro los ojos. Está luchando con él. Va perdiendo, pero hace lo que puede para mantenerle alejado. Debería dejar que se acercara. Tengo demasiada sangre en la garganta para hablar. No puedo decirle nada. Nada excepto balbuceos y sangre rociada. Jestine está muerta. Y yo estoy muerto. Todo ha terminado.
Aunque podría regresar. Podría hacer lo mismo que Jestine, y morir junto a Thomas y Carmel y Gideon. La habitación tendría aún la calidez de las velas encendidas. Giro a medias la cabeza, pensando en ello. Si me vuelvo solo un centímetro más, seré capaz de ver a Thomas, de ver toda la estancia, y si aprieto hasta que el cristal se haga añicos, regresaré allí.
—¡Casio, márchate!
Anna, no puedo respirar. Ella continúa peleando con un solo brazo, negándose a caer. ¿Cuántos fantasmas he liberado en esos segundos? ¿Tres? ¿Tal vez cinco? ¿Era alguno de ellos mi padre? No estoy seguro. Me pregunto si cuenta que lo haya intentado con todas mis fuerzas. Me pregunto si sabe que estoy aquí.
¡CAS!
Mi cuerpo da una sacudida. Esta vez lo he sentido. Justo entre los ojos: la voz de Thomas corriendo por mis neuronas.
¡Regresa! ¡Tienes que regresar! No te queda sangre en el cuerpo. ¡Se te está parando el corazón! ¡La sangre ya no circula! Estamos conteniendo la hemorragia, ¿me escuchas? ¡La estoy conteniendo!
No me queda sangre en el cuerpo. Qué gracia, Thomas. Porque tengo un montón de ella fluyendo hacia mis pulmones. Litros de ella, llenándome como un barco que se hunde. Solo que… no la hay. En realidad, no. Y me noto lúcido, a pesar de no haber tomado una bocanada decente de aire durante lo que parece una hora.
Miro a Anna, utilizando ahora su brazo roto como si no le importara si se le arranca por completo. Y es que no le importa. Nada importa. Nada, ni siquiera los restos desgarrados de mi hombro, o mi pecho destrozado. El hechicero obeah lanza una patada lateral a la pierna de Anna, hacia su rodilla, y ella cae.
Me incorporo sobre los codos y escupo sangre en la piedra. El dolor se amortigua, sigue siendo fuerte pero ya no intenso. Parece… intrascendente. Doblo las rodillas, coloco las piernas bajo mi cuerpo y me levanto. Cuando bajo los ojos hacia mi brazo sano, sonrío. ¿Has visto, papá? El áthame no se me ha caído en ningún momento de la mano.
El hechicero obeah ve que me levanto, pero yo apenas me doy cuenta. Estoy demasiado ocupado contemplando los fantasmas que tratan de liberarse de su cuerpo, siguiendo sus movimientos para ver de dónde emerge la mayoría. Las vibraciones del cuchillo suben hasta mi muñeca. Entra. Sal. Corta.
Cuando me abalanzo hacia él, le pillo desprevenido. El primer corte alcanza a un fantasma que se arrastra tras su pierna izquierda. Lanzo una patada y le tiro sobre una rodilla, luego me pongo de pie y le doy una cuchillada en la espalda encorvada, cortando otro espíritu antes de alejarme de un salto. Dos giros más y alcanzo su pecho, y él grita, lo que resulta música para mis oídos. Un brazo con cuatro articulaciones se balancea en dirección a mi cabeza; me agacho y le corto entre las costillas, luego una vez más en la parte trasera de la cabeza. No hay tiempo para pensar, ni para mirar. Solo hay tiempo para sacarlos. Para liberarlos.
Dos más. Luego otro más. La voz de mi padre resuena en mis oídos. Cada consejo que me dio surca rápidamente mi mente y me vuelve más rápido, mejor. Esto es lo que se suponía que debía hacer, lo que he querido hacer, para lo que me he entrenado.
—No me produce la sensación que pensé —digo, preguntándome si él podrá oírme, si sabrá a lo que me refiero. No me produce la sensación que pensé. Pensé que sentiría rabia. Pero solo noto euforia. Él y Anna están conmigo. El cuchillo lanza destellos y el hechicero obeah no puede detenernos. Cada vez que un fantasma se desvanece el obeah se enfurece más, se frustra más. Trata de taponar el agujero de su pecho, introduciendo los dedos en la herida. Pero los fantasmas la desgarran cada vez más.
Anna lucha conmigo, arrastrándole hacia el suelo. Yo corto y cuento y los veo volar. Los últimos lo abandonan en tromba; brotan de su pecho como una erupción, ensanchando la herida a la fuerza. El hechicero yace sobre la piedra, partido casi en dos mitades, vacío de todo excepto de sí mismo.
Todo ha sucedido muy deprisa. Mis ojos escudriñan el vacío que debería ser el cielo, pero no hay nadie. Mi padre no está ahí. Le he perdido en medio del tumulto. Lo único que queda es el hijo de puta que se lo llevó al principio.
Doy un paso adelante y me arrodillo. Luego, sin saber realmente por qué, arrastro el áthame sobre las puntadas de sus ojos.
Los párpados se abren de golpe. Sus ojos continúan ahí, pero podridos y negros. Los iris han adquirido un color amarillo antinatural, casi iridiscente, como los ojos de una serpiente. Se vuelven hacia mí y me miran fijamente, con expresión incrédula.
—Márchate al infierno al que pertenezcas —le digo—. Deberías haber acabado allí hace diez años.
—Cas —dice Anna, y me coge la mano. Nos ponemos en pie y retrocedemos. El hechicero obeah nos contempla; por pupilas tiene unos exasperantes puntitos sobre los iris amarillos. La herida de su pecho ya no se agranda, pero los bordes se están resecando, y al levantarnos, la sequedad se extiende, transformando su carne y su ropa en una cosa marrón ceniza antes de desmoronarse. Mantengo la mirada fija en sus ojos hasta que la descomposición los alcanza. Durante un segundo, permanece como una estatua de cemento sobre la roca, y luego se viene abajo, y los fragmentos se dispersan en todas direcciones hasta que desaparecen.