26

Aquí no hay nada bueno. Nunca lo ha habido. Mi mejilla descansa sobre una superficie que no está ni caliente ni fría, que no es ni roma ni afilada. Pero está dura. Cada parte de mi cuerpo que la roza está a punto de hacerse añicos. Ha sido un error. Nosotros no pertenecemos a este lugar. Dondequiera que esté, carece de todo. Ni luz, ni oscuridad. Ni aire, ni sensaciones. Nada; un vacío.

No quiero seguir pensando. Mis ojos podrían saltar y rodar fuera de mi cabeza. Podría romperme el cráneo contra el fondo y escuchar el ruido de los trozos vacíos, bamboleándose como la cáscara desechada de un huevo.

(Cas, abre los ojos).

Tengo los ojos abiertos. No hay nada que ver.

(Tienes que abrir los ojos. Tienes que respirar).

Este lugar es lo que hay tras la locura. Aquí no hay nada bueno. Está fuera del mapa. Si comes frustración, se te atraganta. Este lugar es lo que existe a la estela de un grito.

(Escucha mi voz. Escucha. Estoy aquí. Es difícil, pero tienes que hacerlo. En tu mente. Fórmalo en tu mente).

La mente se me va aclarando. No logro que permanezca concentrada. Hacer todo este camino para quedarme frito y hecho pedazos. Hay cosas que son necesarias. Aire. Agua. Risa. Fuerza. Respirar.

Respirar.

—Eso es —dice Jestine—. Poco a poco —su rostro se materializa como niebla en un espejo y después el resto del mundo, rellenándose como uno de esos dibujos que se pintan por números. Estoy tumbado sobre lo que parece una piedra en una cámara de ingravidez, con una pesada densidad sobre mi cráneo, presión en los omóplatos. Así debe de sentirse un pez al que capturan, al que arrastran sobre un muelle, con la madera presionando sus agallas y su ojo cuando nada los había aplastado hasta ese momento. Sus agallas palpitan inútiles. Mis pulmones se mueven inútiles. Algo entra y sale de ellos, pero no es aire. No hay sensación de que mi sangre se esté nutriendo. Me aferro el pecho.

—Que no te entre el pánico. Solo sigue respirando. No importa si es real o no. Deja que se vuelva familiar —me agarra los brazos; su piel es cálida, más cálida que nada que recuerde. No sé cuánto tiempo llevamos aquí. Parecen haber pasado horas. Segundos. Podría ser lo mismo—. Todo está en la mente —continúa—. Ahí es donde existimos. Mira —me toca el estómago y me estremezco, anticipando el dolor. Solo que no se produce ninguno. La herida no está ahí. Debería estarlo. Debería haber un agujero rasgado en mi camiseta y sangre extendiéndose en círculo. El cuchillo debería sobresalir de mi cuerpo.

—No, no pienses en ello —dice ella. Bajo de nuevo los ojos. Donde no había nada, ahora veo un pequeño desgarrón y una oscura mancha de humedad—. No pienses en ello —repite Jestine—. Aún existe. Más allá. En el otro lado, nuestros cuerpos están sangrando. Si no regresamos antes de que se vacíen, moriremos.

—¿Cómo volvemos?

—Mira a tu espalda.

Detrás de mí hay piedra. Estoy tumbado sobre la espalda. Pero giro la cabeza ligeramente.

Thomas. Le veo. Y si me concentro, la ventana se ensancha hasta revelar el resto de la habitación. Los cortes en las manos de la Orden siguen abiertos, goteando lentamente sobre el suelo. Nuestros cuerpos están allí, el mío y el de Jestine, acurrucados donde cayeron.

—Estamos al otro lado del espejo —exclamo.

—Es una manera de decirlo. Pero en realidad, seguimos allí. Seguimos vivos. Lo único que traspasó, físicamente, es el áthame.

Miro hacia abajo. Está en mi mano y no hay sangre en la hoja. Lo aprieto, y el gesto provoca una ráfaga de sensibilidad. La sensación familiar en este lugar vacío casi me hace desear hundirlo de nuevo en mi estómago.

—Tienes que levantarte ya —Jestine se pone en pie. Parece varios tonos más brillante que cualquier otra cosa. Alarga la mano hacia mí, y tras su cabeza se extiende un infinito cielo negro. Sin estrellas. Sin límites.

—¿Cómo sabes todo esto? —le pregunto, y lucho por levantarme sin ayuda. Dondequiera que estemos, no existen las normas de perspectiva. Parece como si pudiera divisar hasta el infinito y aun así, solo unos cuantos centímetros en cada dirección. Y no hay luz. Al menos, lo que para nosotros sería luz. Las cosas simplemente son. Y son piedra lisa, muros tallados como barrancos de algo que podría ser gris y podría ser negro.

—La Orden escribió crónicas cuando recogieron el metal para el áthame. La mayoría se perdió y lo que se conserva es poco fiable, pero yo he estudiado hasta la última palabra.

—¿Vas a intentar deshacerte de mí aquí, Jestine?

Mira hacia abajo y a un lado. No distingo nada detrás de ella, pero si al volver la cabeza yo veo a Thomas, entonces ella debe de ver a Burke. Es su ancla.

—Si mueres aquí, entonces es que este es tu sitio.

—¿Hay algo que realmente pertenezca a este lugar?

—Yo no he venido aquí para ayudarte a sacar a la chica. Tengo mi propio plan.

Aprieto el áthame más fuerte. Al menos Anna es ahora «la chica», y no «la muerta asesina».

—¿Cuánto tiempo tenemos? —pregunto.

—Hasta que se nos acabe —Jestine se encoge de hombros—. Es difícil de precisar. Aquí el tiempo no es lo mismo. Aquí el tiempo no es tiempo. No hay reglas. Yo no uso reloj, pero si lo llevara, me asustaría mirarlo. Mis manos estarían haciendo probablemente ese extraño giro fuera de control. ¿Cuánto tiempo crees que ha pasado desde que empezaste a sangrar?

—¿Eso importa? Me equivocaría, ¿no?

Jestine sonríe.

—Exactamente.

Miro a mi alrededor. Este lugar parece igual en todas direcciones. Más raro incluso resulta el hecho de que, a pesar de saber que me estoy muriendo en algún lugar detrás de mí, no noto sensación de urgencia. Podría permanecer en el mismo lugar y buscar tranquilamente a Anna por los alrededores hasta que hubieran pasado demasiados días, hasta que mi cuerpo al otro lado hubiera sido enviado a casa y estuviera enterrado. Mover las piernas es un acto de voluntad. Aquí todo es un acto de voluntad.

Cuando camino, la piedra se clava en mis pies, como si no llevara zapatos. Al parecer, los zapatos de la mente tienen unas suelas de mierda.

—Esto es inútil —gimoteo—. No está en ninguna parte. No hay ningún sitio donde pueda estar. Es una extensión enorme.

—Si la buscas, doblarás una esquina y allí estará —replica Jestine.

—No hay ninguna esquina que doblar.

—Hay esquinas por todas partes.

—Te odio —levanto las cejas al mirarla y ella sonríe. Jestine también está buscando algo, moviendo los ojos de un lado a otro con desesperación. Tengo que recordarme que a ella la eligieron, y que es culpa de la Orden, y no suya, que esté tumbada sangrando a mi lado. Tiene que estar asustada. Y está resultando una guía mejor de lo que podría haber pedido.

De repente, aparece un muro delante de nosotros, un muro de piedra negra y porosa por la que se filtra agua igual que en el lecho de roca junto a las carreteras que conducen a Thunder Bay. Al girar la cabeza, encuentro más muros a izquierda y a derecha. Se extienden a nuestra espalda en línea recta durante kilómetros, como si hubiéramos estado caminando por un laberinto. Excepto que no ha sido así hasta ahora. Giro más la cabeza para mirar hacia atrás, a través de la ventana, a Thomas. Sigue ahí, mi ancla. ¿Seguimos adelante o regresamos? ¿Es este el camino? Su rostro no reacciona a mis preguntas. Sus ojos están fijos en mi cuerpo, contemplando cómo la sangre empapa mi camiseta.

Pasamos al lado de algo tirado en el suelo. Es un cadáver sobre el que trabajan apresuradamente los insectos. Independientemente de lo que fuera, tenía la piel blanca, pero solo se distinguen cuatro patas, así que podría tratarse de cualquier cosa. Un perro tal vez, o un gato grande. Podría haber sido un ternero pequeño. Lo dejamos atrás sin hacer ningún comentario y trato de mantener los ojos alejados del movimiento bajo el pellejo. No importa. No es lo que estamos buscando.

—¿Qué pone ahí? —pregunta Jestine, y señala hacia el muro situado delante. Aunque en realidad no es un muro, sino una formación caliza de poca altura, blanca y erosionada, lo bastante baja para escalarla. En ella hay un mensaje escrito con pintura negra aún fresca que dice: marinette de los brazos secos. Junto a él, lo que parece un dibujo poco definido: los huesos ennegrecidos de unos antebrazos y unos dedos y una gruesa cruz negra. Ignoro lo que significa. Pero sospecho que Morfran sí lo sabría.

—No deberíamos ir por aquí —digo yo.

—En realidad, solo hay un camino —Jestine se encoge de hombros.

Hacia delante el muro se transforma de roca húmeda y porosa a piedra incolora otra vez. Mientras nos acercamos, parpadeo y se vuelve translúcida, como un grueso cristal polvoriento. Hay una masa blanquecina en el centro, algo congelado o atrapado. Limpio la piedra con la mano, sintiendo el polvo granuloso contra la palma. Quedan al descubierto un par de ojos, muy abiertos, amarillentos y llenos de odio. Continúo limpiando el cristal hacia abajo a medida que mi mano desciende, y veo que el delantero de su camisa blanca sigue conservando las manchas de sangre de su esposa. La afilada línea de su pelo es impresionante y está suspendida en la roca. Es Peter Carver. El primer fantasma al que maté.

—¿Qué es eso? —pregunta Jestine.

—Una pesadilla —contesto yo.

—¿Tuya o de ella?

—Mía —miro fijamente el rostro congelado y recuerdo cómo me persiguió, cómo gateó por el suelo tras de mí, arrastrando la barriga y con las piernas colgando inútiles. Se forma una grieta en el cristal.

—No le tengas miedo —dice Jestine—. Es solo una pesadilla, como tú has dicho. Tu pesadilla.

La grieta es una pequeña fisura, pero se va alargando. Mientras la miro, corre rápidamente hacia arriba, crujiendo como un rayo a través de las manchas de sangre de su camisa.

—Concéntrate —sisea Jestine—. Antes de que lo saques de la roca.

—No puedo —respondo—. No sé a qué te refieres. Tenemos que avanzar. Tenemos que seguir adelante —me doy la vuelta. Muevo mis pesadas piernas tan deprisa como soy capaz. Doblo una esquina y luego otra. Siento ganas de correr, pero es una estupidez. Lo último que necesitamos es perdernos. Dejar de prestar atención y que el camino entre en una cueva. Mis piernas se van deteniendo. No me llegan sonidos de arañazos a nuestras espaldas. Peter Carver no se está arrastrando tras nuestras huellas. Incluso podría haberme imaginado la fisura en la roca.

—No creo que haya pasado nada —le digo, pero ella no contesta—. ¿Jestine? —miro a mi alrededor. No está aquí. Sin pensarlo, retrocedo por donde he venido. No debería haber corrido, haberla dejado frente a Carver, pensando que era ella quien tenía que hacer algo al respecto. ¿Qué demonios pasa conmigo?

—¡Jestine! —grito; ojalá mi voz traspasara las rocas en vez de desplomarse. No me llega ningún sonido, ni mío ni su grito de respuesta. Doblo una esquina, luego otra. Jestine no está. Y tampoco Peter Carver. Han desaparecido los dos.

—Estaba aquí —exclamo sin dirigirme a nadie. Estaba. Solo que regresar por donde vine no funciona. Ninguno de los muros tiene el mismo aspecto que cuando pasé la primera vez—. ¡Jestine!

Nada. ¿Por qué no me advirtió que no podíamos separarnos? ¿Por qué no me siguió? Me duele el estómago. La herida está traspasando.

No pienses en ello. Lo has dejado atrás. Necesito concentrarme. Encontrar a Anna, y a Jestine.

Unas cuantas respiraciones profundas y retiro la mano seca. Noto viento en las mejillas, la primera sensación de este tipo desde que estoy aquí. Llega acompañado de un sonido. Una frenética risita femenina que no me parece ni de Jestine ni de Anna. Odio este lugar. Incluso el viento está loco. Retumban unas pisadas a mi espalda, pero cuando me vuelvo no hay nada. ¿Qué estoy haciendo aquí? Parece que olvidar. Noto una presión en el hombro; estoy apoyado contra la pared del barranco. Cuando el viento trae de nuevo la risa, cierro los ojos hasta que siento su pelo rozándome la mejilla.

Tiene el cuerpo medio hundido en la roca. Sus ojos carecen de vida, pero se parece un montón a Cait Hecht.

—Emily Danagger —susurro, y ella sonríe sin ganas mientras penetra de nuevo en la roca. En el instante en que desaparece, sus pisadas suenan detrás de mí, corriendo más cerca. Me empuja hacia delante, dando traspiés. Esquivo formaciones rocosas que parecen fósiles espinosos y tropiezo con piedras que no estaban ahí antes de golpear con ellas. Otra pesadilla más, pienso sin parar, pero corro durante no sé cuánto tiempo antes de que el viento cambie la risita por un murmullo duro e ininteligible. Deseo con tal fuerza taparme los oídos con las manos que al principio no percibo qué otra cosa arrastra: un fuerte aroma a humo dulzón. El mismo humo que se deslizó sobre mi cama el otoño pasado. El mismo humo que mi padre olió justo antes de morir. Es el hechicero obeah. Está aquí. Está cerca.

De repente, siento las piernas varios kilos más ligeras. El áthame vibra en mi mano. ¿Qué fue lo que dijo Jestine? Si la busco, doblaré una esquina y estará ahí. Pero ¿y él? ¿Debería sentirme tan impaciente? ¿Qué puede hacerme aquí, en este lugar?

Sucede justo como Jestine dijo. Una esquina de piedra y ahí está, al final del laberinto de muros, como si me hubieran estado conduciendo hacia él.

El hechicero obeah. Giro el áthame con destreza entre los dedos. Había estado esperando este momento. Y no lo había sabido hasta ahora. Al mirarle, al contemplar su espalda encorvada, vestido con la misma chaqueta larga de color verde oscuro, con las mismas rastas podridas colgando sobre sus hombros, mi estómago se retuerce como una anguila. Asesino. ASESINO. Devoraste a mi padre en una casa de Baton Rouge. Robaste el poder del cuchillo y absorbiste la energía de cada fantasma que quise enviar al otro lado.

Pero aunque mi mente grite esas cosas, mi cuerpo permanece escondido tras un muro de piedra, medio agachado. Ojalá le hubiera preguntado a Jestine qué podría pasarnos aquí. ¿Es como lo que dicen de los sueños? ¿Que cuando mueres en ellos, mueres en la vida real? Me deslizo hacia el borde de la esquina, asomo un trocito del ojo. El hechicero obeah surge más grande de lo que le recuerdo, si eso es posible. Sus piernas parecen más largas, y tiene más dobleces en la espalda. Es como mirarle en el espejo de una casa de la risa, alargado y antinatural. Aún no me ha visto, tampoco me ha olfateado ni oído. Está inclinado sobre una piedra plana y de poca altura, con los brazos trabajando como una araña en su red, y juraría que le ha salido una articulación más en cada uno de ellos.

Recuerdo el hechizo con el tambor lapón, y lo asustada que parecía Anna. Dijo que este era el mundo del hechicero obeah.

Tira con fuerza de algo. Le da unas sacudidas; parece una cuerda blanca, como la que usan los carniceros para atar los rollos de carne. Cuando tira de nuevo de ella, alza el brazo y cuento cuatro articulaciones distintas.

Abalanzarme sobre él sería un error. Necesito algo más de información. Al mirar en torno al laberinto de muros, descubro unos cuantos escalones tallados de manera tosca a la derecha. No los vi cuando pasé. Probablemente porque no estuvieran ahí. Los subo en silencio, y cuando alcanzo la parte alta apoyo las manos en el suelo y me arrastro hasta el borde. Tengo que hundir los dedos en la roca para evitar lanzarme sobre él.

Es Anna la que está sobre la piedra. La tiene ahí tumbada como en la mesa de una morgue. Su cuerpo está completamente envuelto con cuerda blanca, y tiene manchas oscuras de sangre en algunos lugares. Los tirones que estaba dando con los brazos eran para coserle la boca y los ojos.

No puedo mirar, pero mis ojos no se cierran mientras él aprieta los nudos y corta la cuerda con los dedos. Cuando se endereza y supervisa su trabajo, le sostiene el rostro con la mano como si fuera una muñeca. Se inclina para acercarse a su cara, tal vez para susurrarle algo, o para besarle la mejilla. Entonces su brazo articulado retrocede de golpe en el aire y descubro que sus dedos se han afilado, antes de incrustárselos en el estómago a Anna.

—¡No! —mi grito surge desgarrador mientras el cuerpo de Anna se contrae, y su cabeza se mueve atrás y adelante con los ojos cosidos para evitar las lágrimas, con la boca cosida para evitar cualquier sonido.

El hechicero obeah gira la cabeza hacia arriba. Su expresión es inequívocamente de sorpresa, aunque también tenga los ojos cosidos con una cuerda negra que se entrecruza enlazada a unas hendiduras. Las puntadas negras parecen agitarse sobre su cara en un psicodélico garabateo y tras ellas, los ojos se elevan y sangran. Cuando era un fantasma, no sucedía eso. ¿En qué se ha convertido?

Saco rápidamente el cuchillo y él ruge con un sonido que solo provocan las máquinas; no transmite ninguna emoción, así que no sé si está asustado, o encolerizado, o simplemente loco. Aunque al ver el cuchillo retrocede, y luego se vuelve y desaparece entre las rocas.

No pierdo tiempo y me lanzo de la roca como un cangrejo, temeroso de perder a Anna de vista, no sea que este lugar se la trague como a Jestine. Aterrizo sin ningún estilo, de golpe y cayendo casi sobre la cadera y el hombro. Duele, mucho, y hay una zona sensible en el estómago donde siento como un enorme moratón.

—Anna, soy yo.

No sé qué más decir. No parece que mi voz la tranquilice. Sigue contorsionándose y tiene los dedos crispados a ambos lados del cuerpo, tiesos como un puñado de ramitas. Entonces se desploma y se queda rígida.

Miro a mi alrededor y respiro hondo. No hay ningún rastro de olor ni ninguna señal del hechicero obeah, y el callejón por el que desapareció en la roca ya no está. Bien. Espero que se pierda por completo. Aunque no creo que eso suceda. Es como si este lugar fuera suyo, parece sentirse tan cómodo en él como un perro en su propio jardín trasero.

—Anna.

Mis dedos recorren suavemente la cuerda y sopeso si utilizar el áthame. Como vuelva a moverse, podría terminar cortándola. En torno a la herida que le ha hecho en el estómago se va extendiendo una sangre oscura, casi negra, que mancha la cuerda y la tela blanca de su vestido. Me resulta difícil tragar, o pensar.

—Anna, no…

He estado a punto de decir, Anna, no te mueras, pero es una estupidez. Ya estaba muerta cuando la conocí. Concéntrate, Cas.

Y entonces, casi como si lo hubiera deseado, la cuerda se afloja. Serpentea, alejándose de su cuerpo como si nunca hubiera estado ahí, y la sangre desaparece con ella. Incluso la cuerda entrecruzada sobre sus párpados y sus labios se suelta y desaparece, sin dejar ningún agujero tras ella. Sus ojos se abren y se dirigen a mí con cuidado. Se alza sobre los codos y coge aire por la boca. Me mira fijamente. Sus ojos no transmiten pánico. Ni aflicción. Están ausentes, y no parecen verme en absoluto. Su nombre. Debería decir su nombre. Debería decir algo, pero noto algo distinto en ella, algo que no cuadra. Me recuerda la primera vez que la vi, descendiendo aquellas escaleras con su vestido goteando sangre. Me sentía asombrado. No podía parpadear. Pero no tenía miedo. Esta vez sí lo tengo; me asusta que no sea la misma. Que no me comprenda o no sepa quién soy. Y tal vez parte de mí tema que si me muevo demasiado rápido, me lance sus dedos de granito y me arrebate las palabras de la garganta.

Le tiemblan las comisuras de los labios.

—No eres real —dice ella.

—Tú tampoco —respondo yo. Anna parpadea una vez y se gira hacia mí. El instante anterior a mirarla a los ojos noto una ráfaga de pánico, pero cuando me recorre con ellos desde el estómago hasta la parte superior del pecho, veo tanta incredulidad en ellos y tanta esperanza callada que lo único que pienso es: esta es mi chica, esta es mi chica, esta es mi chica. Los detiene en mi barbilla y una de sus manos se alza, deslizándose por mi camisa.

—Como esto sea un truco —me dice, y empieza a sonreír—, voy a enfadarme mucho, mucho.

—Anna —devuelvo el áthame rápidamente a su funda, en mi bolsillo, y alargo las manos para bajarla de la losa de piedra, pero sus brazos me envuelven y aprietan. Reposo su cabeza sobre mi hombro y permanezco quieto; ninguno de los dos quiere apartarse.

Su cuerpo carece de temperatura. Las reglas de este lugar se la han arrebatado, y anhelo el roce de su piel fría, que es como la recuerdo. Aunque supongo que debería alegrarme de que siga teniendo el número correcto de articulaciones.

—Supongo que no me importa si eres real —suspira sobre mi hombro.

—Soy real —murmuro contra su pelo—. Me pediste que viniera —hunde los dedos en mi espalda, tira de mi camisa. Noto como si su cuerpo se contrajera entre mis brazos, y al principio creo que se siente mal. Pero entonces se aparta para mirarme.

—Espera —dice—. ¿Por qué estás aquí? —sus ojos me recorren desenfrenados y siento sus puños cerrados como rocas contra mis costillas. La está invadiendo el pánico. Piensa que tal vez esté muerto.

—No estoy muerto —la tranquilizo—. Lo prometo.

Anna baja de la roca, ladeando la cabeza con recelo.

—Entonces, ¿cómo es posible? Aquí no hay nada que no esté muerto.

—De hecho, hay dos cosas que no están muertas —respondo, apretando su mano—. Yo y una chica insufrible a la que tenemos que encontrar.

—¿Cómo? —Anna sonríe.

—Eso da igual. Lo que importa es que nos marchamos —solo que no sé en realidad cómo vamos a hacerlo. No tengo una cuerda alrededor de la cintura para dar un tironcito de ella y que me arrastren. Necesitamos a Jestine.

Anna tiene los ojos brillantes y sus dedos recorren mis hombros, esperando aún que desaparezca.

—No deberías haber venido —me dice con tono de reprimenda, pero apenas consigue mantener la actitud.

—Tú me lo pediste —respondo—. Dijiste que no podías seguir aquí.

Parpadea.

—¿Lo hice? —pregunta—. Ahora mismo no parece un lugar tan malo.

Estoy a punto de soltar una carcajada. Ahora mismo, no. Cuando no tiene quemaduras, ni cortes, ni está atada con cordel de carnicero, no parece tan malo.

—Tienes que regresar, Casio —susurra Anna—. Él no me soltará —en sus ojos brillantes percibo lo que este lugar le ha hecho. De algún modo, parece más pequeña. Hay felicidad en su rostro por verme, pero realmente no cree que pueda sacarla.

—Él no decide —le digo.

—Él siempre decide —me corrige—. Siempre se hace lo que él desea.

La abrazo con más fuerza. Lleva aquí más de seis meses, pero ¿qué significa eso? El tiempo no existe. Incluso yo llevo demasiado tiempo en este lugar. Parece como si hubiera caminado con Jestine por ese laberinto durante una hora, y luego otra hora más sin ella. Pero no es así. En absoluto.

—¿Qué ha pasado? —le pregunto—. ¿Cómo logró vencerte?

Anna se aparta y tira con una mano del tirante de su vestido blanco. La otra la mantiene aferrada a mí, y yo tampoco la suelto.

—Lucho y pierdo, una y otra vez, sin parar, por siempre —sus ojos se pierden por encima de mi hombro y me pregunto qué estará viendo. Si yo mirara en esa misma dirección, tal vez no encontrara lo mismo. Aguza la mirada—. Prometeo en la roca. ¿Conoces ese mito? Cada día le castigan por haber entregado el fuego a los mortales encadenándole a una roca y dejando que un águila devore su hígado. Yo siempre había pensado que era un castigo suave. Que simplemente se acostumbraría al dolor, y que el águila tendría que pensar en un nuevo tormento. Pero no te acostumbras. Y él imagina nuevas torturas.

—Lo siento mucho, Anna —le digo, pero mis palabras no tienen sentido. No se está quejando. No cree que se haya cometido ningún delito. Lo considera un castigo justo. Considera que se ha hecho justicia.

Escudriña mi rostro.

—¿Cuánto tiempo ha pasado? No te recuerdo bien. Tengo una imagen demasiado lejana, como si te conociera de cuando estaba viva —sonríe—. Creo que he olvidado lo que es el mundo.

—Lo recordarás.

Sacude la cabeza.

—Él no me soltará.

El movimiento resulta extraño. No encaja; sino que cuelga de ella de manera asimétrica y me pregunto cuánto daño habrá sufrido.

La arrastro suavemente para que se ponga en pie.

—Tenemos que irnos. Tenemos que encontrar a mi amiga, Jestine. Tenemos que… —me encojo al sentir un dolor agudo en el estómago. Luego desaparece y puedo respirar de nuevo.

—Cas —Anna está mirando fijamente el delantero de mi camiseta. No necesito bajar los ojos para saber que la sangre está empezando a traspasar. No estoy seguro de si significa que no me estoy concentrando lo suficiente en olvidarlo, o que me queda poco tiempo. Pero lo mejor será no arriesgarse—. ¿Qué has hecho? —pregunta. Aprieta la mano contra mi estómago.

—No te preocupes. Solo tenemos que encontrar a Jestine y podremos salir de aquí.

Noto unos golpecitos en el hombro. Cuando me giro, ahí está Jestine, tan satisfecha de sí misma como siempre.

Tiene cortes y heridas en casi todas las yemas de los dedos y en los nudillos. Unos rastros de sangre manchan sus mejillas y su frente, como una pintura de guerra, probablemente de restregarse la cara con las manos heridas.

—¿Dónde has estado? —le pregunto—. ¿Qué te ha pasado?

—He estado solucionando nuestros problemas —responde, y hunde la mano en el bolsillo. El gesto le arranca una mueca de dolor, pero al sacar de nuevo la mano, se muestra absolutamente radiante. Cuando abre los dedos, veo unos toscos pedazos de reluciente plata en su palma.

—Dos bolsillos llenos —me dice—. Encontré una veta de metal. Del mismo con el que está hecho el Biodag Dubh —lo devuelve al bolsillo, lejos de mi vista. Dos bolsillos llenos. Suficiente para que la Orden forje un nuevo áthame. Algo en mi interior se estremece, una callada sensación de celos que gruñe—. Ahora la Orden tendrá su propio guerrero. Os dejará en paz a ti y a tu cuchillo.

Quiero decirle que yo no contaría con eso, pero ella hace un gesto con la cabeza hacia mi camiseta.

—La herida está empezando a aparecer. Yo también puedo sentir la mía. Creo que ha llegado el momento de que nos marchemos —sus ojos se dirigen hacia Anna, y ambas se miran de manera inexpresiva. Jestine sonríe con superioridad—. Es igual que en la foto.

Rodeo a Anna con el brazo con gesto protector.

—Vamos a sacarla de aquí.

—No —exclama Anna, y cuando habla, el hechicero obeah ruge, emitiendo un chirrido intenso y mecánico que suena por todas partes, como si estuviera justo encima de nosotros, o debajo.

Jestine se estremece y saca un pequeño cuchillo y lo que parece un cincel, ambos con arañazos y mellas. Supongo que son lo que ha utilizado para extraer el metal de la roca.

—¿Qué es eso? —pregunta con sus improvisadas armas preparadas.

—El hechicero obeah —le explico—. El fantasma al que Anna arrastró hasta aquí el otoño pasado.

—No es un fantasma —grita Anna—. Ya no. Aquí no. Aquí es un monstruo. Una pesadilla. Y no me soltará.

—No dejas de repetir eso —le digo.

—Donde él va, yo voy —Anna cierra los ojos, frustrada—. No puedo explicarlo. Es como si ahora fuera uno de ellos. Uno de los suyos. Veinticinco muertos asesinos. Cuatro inocentes que gimen. Él es como unas cadenas —desliza sus dedos pálidos y crispados por sus brazos y sacude la tela de su falda. Es un gesto traumático de limpieza. Pero cuando ve que Jestine la está observando, coloca las manos de nuevo en sus costados.

—Está atado a ella —exclama Jestine—. Si tiramos de Anna, él se apunta al viaje —suspira—. ¿Qué hacemos? Tú no vas a estar en muy buena forma para devolverle aquí cuando lleguemos a casa. Supongo que la Orden podría sujetarle, tal vez amarrarle o alejarle unos momentos.

—No —insiste Anna—. Él está por encima de todo eso.

Mis oídos se han cerrado casi por completo mientras ellas continúan toma y daca. Veinticinco muertos asesinos. Están todos aquí, atrapados en su interior. Cada uno de los que maté. El autoestopista de pelo engominado. Incluso Peter Carver. Por eso lo vi en la roca, por eso Emily Danagger me persiguió entre los barrancos. Ninguno acabó donde se suponía que debía ir. Él estaba atento como un tiburón, con la boca abierta, esperando a tragárselos enteros.

—Anna —me oigo decir—. Cuatro inocentes que gimen. ¿A qué te refieres con eso? ¿Quiénes son?

Sus ojos se dirigen hacia los míos. Hay pesar en ellos. No había tenido intención de decirlo. Pero lo ha hecho.

—Dos chicos a los que conoces —responde lentamente—. Un hombre al que no —baja los ojos. Will y Chase. El corredor del parque.

—Eso son tres. ¿Quién es el cuarto? —pregunto, aunque ya lo sé. Necesito escucharlo. Mira hacia atrás y respira hondo.

—Te pareces mucho a él —responde.

Cierro los puños, y cuando grito, lo hago al límite de mis pulmones, para que el sonido se aleje lo suficiente en este jodido lugar y ese bastardo lo oiga.