25

Jestine se equivocó. La Orden apareció en busca de uno de los dos. Se la llevaron a ella, justo antes del atardecer. Llegaron dos mujeres sin decir una palabra. No eran mucho mayores que nosotros, las dos con el pelo completamente negro y suelto. Jestine las presentó como Hardy y Wright. Supongo que a los miembros más jóvenes los llaman por su apellido. O eso, o sus padres eran unos idiotas.

Gideon vino a por mí poco después. Me encontró deambulando bajo las farolas, por el camino pavimentado. El paseo me vino bien. Me había subido de nuevo la adrenalina, y estaba a punto de ponerme a hacer sprints. Me llevó de regreso al complejo y a través de los edificios hasta su habitación, donde hileras de velas blancas se habían desecho por completo y tres de los áthames falsos descansaban sobre un terciopelo rojo.

—Entonces —digo mientras él cierra la puerta—, ¿qué puedes contarme del ritual?

—Que no tardará en empezar —contesta. Una respuesta un tanto vaga. Es como si estuviera hablando con Morfran.

—¿Dónde están Carmel y Thomas?

—De camino —me dice. Una sonrisa rompe la solemnidad de su rostro—. Esa muchacha —se ríe entre diente—. Es dinamita. Nunca había escuchado una lengua así. En circunstancias normales, habría afirmado que es una insolente, pero según están las cosas… ha resultado encantador ver el rostro de Colin adquirir ese tono rojizo —arquea una ceja—. ¿Por qué no le tiraste los tejos?

Carmel fastidiando a Burke durante todo el día. Ojalá pudiera haberlo visto.

—Thomas se me adelantó —respondo, y hago una mueca.

Nuestras sonrisas se desvanecen poco a poco, y me quedo fijo en las velas que van derritiéndose. Las llamas flotan sobre las mechas, muy pequeñas. Parece mentira que puedan hacer desaparecer por completo la columna de cera. Gideon se dirige a su armario y abre la puerta corredera. Al principio, da la impresión de que estuviera cogiendo un fardo de cortinas rojas, pero cuando las extiende sobre la cama, veo que son túnicas ceremoniales, iguales que la que llevaba puesta en la fotografía.

—Ah —exclamo—, me preguntaba cuándo aparecerían las túnicas y los incensarios.

Gideon estira ambas túnicas, tirando de las capuchas y las mangas. Yo voy vestido con una camiseta verde militar y unos vaqueros. A mí, me parece una vestimenta adecuada. Las túnicas aparentan pesar diez kilos cada una.

—¿Si me pongo una de esas, me ayudará con el hechizo? —le pregunto—. Quiero decir que, bueno, tú sabes que gran parte del ritual es puro ritual.

—El ritual es puro ritual —repite, casi igual que mi madre—. No, en realidad no te ayudará. Es solo una tradición.

—Entonces, olvídalo —respondo, echando una ojeada a la cuerda que se ata a la cintura—. La tradición puede meterse la túnica por donde le quepa. Y además, Anna se partiría el culo.

Sus hombros se desploman y me preparo para el impacto. Ahora va a gritarme que nunca me tomo las cosas en serio, que jamás muestro respeto. Cuando se da la vuelta, retrocedo, y él me agarra por el hombro.

—Teseo, si sales ahora mismo por esa puerta, te dejarán marchar.

Le miro. Tiene los ojos brillantes, casi temblorosos tras sus gafas metálicas. Que me dejarán marchar, dice. Tal vez sí y tal vez no. Burke probablemente me perseguiría con un candelero si lo intentara, y esto se convertiría en una partida de Cluedo a tamaño natural. Aparto su mano con suavidad.

—Dile a mamá —empiezo, y luego me callo. Tengo la mente en blanco. El rostro de mi madre flota un instante por ella, y desaparece—. No sé. Dile algo bueno.

—Toc, toc —dice Thomas, y asoma la cabeza. Cuando le sigue el resto del cuerpo, y Carmel tras él, no puedo evitar una sonrisa. Llevan puestas unas largas túnicas rojas, con las capuchas a la espalda y las mangas ocultando sus manos.

—Chicos, parecéis unos monjes —les digo. Las puntas de las Converse de Thomas asoman por debajo—. Sabéis que no tenéis que poneros eso, ¿verdad?

—No queríamos, pero a Colin le dio un ataque —Carmel deja los ojos en blanco—. Son realmente pesadas. Y pican un poco.

Detrás de nosotros, Gideon descuelga su túnica de la percha y se la pone. Se ajusta la cintura y estira la capucha a su espalda. Luego coge uno de los cuchillos falsos que hay sobre el terciopelo y lo introduce bajo la cuerda, junto a la cadera.

—Necesitaréis uno cada uno —les dice a Thomas y Carmel—. Ya están afilados.

Intercambian una mirada, pero ninguno palidece cuando se acercan y cogen los cuchillos.

—He hablado con mi abuelo —comenta Thomas—. Dice que somos unos idiotas.

—¿Todos? —le pregunto.

—Bueno, principalmente tú —nos reímos. Puede que yo sea un idiota, pero Morfran estará vigilando. Si Thomas necesita ayuda, puede enviársela desde el otro lado del océano.

Me aclaro la garganta.

—Escuchad, yo… no sé en qué estado estaremos cuando volvamos. Pero si tratan de hacerle algo a Anna…

—Estoy casi seguro de que Anna podrá hacer pedazos la Orden —dice Thomas—. Pero por si acaso, conozco algunos trucos para detenerlos.

Carmel sonríe.

—Debería haberme traído el bate —una expresión extraña invade su rostro—. ¿Ha pensado alguien cómo vamos a llevar a Anna a Thunder Bay? —pregunta—. Quiero decir que me da la impresión de que tiene el pasaporte caducado.

Me río, igual que los demás, incluso Gideon.

—Sería mejor que vosotros dos os marcharais —interviene Gideon, y señala la puerta—. Iremos justo después.

Asienten con la cabeza y me rozan el brazo al pasar.

—¿Necesito pedirte que los mantengas a salvo, si…? —pregunto a Gideon una vez que se han marchado.

—No —responde él. Coloca su mano sobre mi hombro, pesada—. Te juro que no.

***

En el transcurso de un día, este lugar ha envejecido un siglo. La electricidad ha sido sustituida por la luz de las velas. Titila en las paredes de los pasillos y se refleja en la superficie de piedra del suelo. Los trajes también han desaparecido; todas las personas con las que nos cruzamos visten túnica, y cuando pasamos hacen ese gesto de bendición y rezo. O tal vez sea un mal de ojo, dependiendo de la persona. Yo no respondo. Solo se me viene a la cabeza un gesto con la mano, y no resulta apropiado.

Gideon y yo avanzamos por el laberinto de pasillos y estancias comunicadas hasta que llegamos ante unas enormes puertas de madera de roble. Antes de que pueda preguntarle dónde guarda la Orden el ariete, las puertas se abren desde el interior para dejar paso a una escalera de piedra, que desciende en espiral hacia la oscuridad.

—Linterna —solicita Gideon secamente, y una de las personas que hay junto a la puerta le alarga una. La luz descubre unos escalones de granito finamente labrados. Esperaba que estuvieran ennegrecidos y húmedos, con aspecto tosco.

—Ten cuidado —le digo a Gideon cuando empieza a bajar.

—No voy a caerme —replica él—. ¿Para qué crees que he cogido la linterna?

—No es eso. Me preocupa que te pises la túnica y te partas el cuello.

Gruñe algo sobre ser perfectamente capaz, pero avanza con cuidado. Yo le sigo, y hago lo mismo. Con linterna o sin ella, la escalera marea. No hay pasamanos y gira una y otra vez, hasta que pierdo el sentido de la orientación y no tengo ni idea de cuánto hemos descendido. El aire es cada vez más frío, y húmedo. Parece que estuviéramos bajando por la garganta de una ballena.

Cuando llegamos al final, tenemos que rodear un muro, de modo que la luz de las velas nos golpea de repente al entrar en la gran estancia circular. Las velas están alineadas en las paredes en tres filas: una blanca, una negra, y entre medias, otra con una combinación de ambos colores. Están colocadas sobre repisas talladas en la roca.

Las túnicas están de pie en el centro, formando un semicírculo a la espera de cerrarse. Solo los miembros más veteranos de la Orden están presentes; miro sus rostros, todos viejos y anónimos, excepto los de Thomas y Carmel. Ojalá se quitaran las capuchas. Tienen un aspecto raro con el pelo tapado. Burke está, por supuesto, de pie en el centro, como la piedra angular. Esta vez no muestra ninguna cordialidad. Sus rasgos aparecen afilados a la luz de las velas, y así es justo como le recordaré. Con aspecto de gilipollas.

Thomas y Carmel se encuentran en el extremo del semicírculo, Thomas tratando de no parecer fuera de lugar y Carmel sin importarle un pimiento ni lo uno, ni lo otro. Me regalan una sonrisa nerviosa, y yo echo un vistazo a los miembros de la Orden. En el cinturón de cada uno reluce un afilado cuchillo; miro a Gideon. Como esto salga mal, será mejor que guarde algún truco debajo de la manga, o Thomas, Carmel y él acabarán como Julio César antes de decir una sola palabra.

Thomas clava sus ojos en los míos, y los dos miramos hacia arriba. No se ve el techo. Es demasiado alto para que lo alcance la luz de las velas. Vuelvo a mirar a Thomas y sus ojos se agrandan. Odiamos este lugar. Parece como si estuviera bajo todo. Bajo tierra. Bajo el agua. Un mal lugar para morir.

Nadie ha dicho nada desde que Gideon y yo hemos llegado. Aunque siento sus ojos en mi cara y dirigidos hacia el mango del cuchillo en mi bolsillo trasero. Quieren que lo saque. Quieren verlo y lanzar sus exclamaciones una vez más. Pues olvidadlo, cabrones. Voy a atravesar esa puerta, a encontrar a mi chica y a regresar. Luego veremos qué tenéis que decir.

Me han empezado a temblar las manos; me las sujeto con fuerza. A nuestras espaldas, se escucha el eco de unas pisadas en la escalera. Jestine baja conducida por Hardy y Wright, aunque conducida no es la palabra adecuada. Escoltada es mejor. Para la Orden, este espectáculo está dedicado por completo a ella.

También le han permitido ir sin la túnica roja. O tal vez se negara a llevarla. Al mirarla, noto todavía esa punzada persistente en el estómago que me asegura que no es mi enemiga, y resulta difícil no confiar en esa sensación después de tanta insistencia, aunque parezca una locura. Jestine entra en el círculo y su escolta se retira escaleras arriba. El círculo de túnicas se cierra tras ella, dejándonos solos en el centro. Saluda a la Orden y luego me mira, tratando de sonreír con superioridad, pero titubea. Va vestida con una camiseta de tirantes blanca y unos pantalones negros de cintura baja. No lleva ningún talismán a la vista, ni medallones, ni joyas. Pero noto un tufillo a romero. La han ungido como protección. Alrededor de la pierna lleva una correa que parece contener un cuchillo, y tiene otra similar amarrada al otro muslo. En algún lugar, Lara Croft quiere que le devuelvan su atuendo.

—¿Es imposible que te hagamos cambiar de opinión? —pregunta Burke sin un atisbo de sinceridad.

—Continuemos con esto sin más —mascullo. Él sonríe sin mostrar los dientes. Algunas personas solo logran poner caras deshonestas.

—El círculo ha quedado trazado —dice suavemente—. La puerta está despejada. Solo resta abrirla por completo. Pero primero, debes elegir tu ancla.

—¿Mi ancla?

—La persona que te servirá de conexión con este plano. Sin ella, serías incapaz de regresar. Debéis elegir los dos.

Mi mente se dirige a Gideon. Entonces, miro a la izquierda.

—Thomas —digo.

Sus ojos se agrandan. Creo que está tratando de mostrarse alagado, pero solo consigue dar la impresión de que tiene acidez de estómago.

—Colin Burke —dice Jestine a mi lado. No me sorprendo.

Thomas traga saliva y da un paso adelante. Saca el áthame falso del cinturón y rodea la hoja con el puño. Cuando arrastra el filo por su palma, consigue no estremecerse, ni siquiera cuando la sangre fluye y gotea por el extremo del puño. Limpia el áthame sobre la túnica, lo desliza de nuevo bajo el cinturón, y hunde el pulgar en la sangre acumulada en su palma. La noto caliente cuando dibuja una pequeña media luna en mi frente, justo encima de la ceja. Hago una inclinación de cabeza, y él retrocede. A su lado, Carmel tiene los ojos muy abiertos. Ambos pensaban que elegiría a Gideon. Yo también, hasta que abrí la boca.

Me vuelvo; Burke y Jestine repiten el ritual. La sangre de él aparece brillante y color carmesí sobre la piel de ella. Cuando Jestine se gira hacia mí, tengo que reprimir el deseo de limpiársela. Traga saliva, y sus ojos se ponen brillantes. La adrenalina se libera en nuestra sangre, volviendo el mundo más definido, más claro, más inmediato. No es igual que cuando empuño el áthame, pero casi. A una señal de Burke, el resto de la Orden saca sus cuchillos. Carmel va solo un poco por detrás de ellos cuando arrastran las hojas sobre sus palmas; sus ojos se entrecierran ante el leve escozor. Luego todos, incluidos Thomas y Burke, giran las manos, dejando que la sangre gotee sobre el suelo, salpicando el mosaico de baldosas asimétricas color amarillo pálido. Cuando las gotitas golpean el suelo, las llamas de las velas se reavivan y una energía parecida a las ondas de un intenso calor se despliega hacia el centro y reverbera hacia fuera. La siento bajo mis pies, transformando el suelo. De qué manera, es difícil de explicar. Es como si la superficie bajo nuestros pies perdiera consistencia. Como si estuviera estrechándose, o despojándose de una dimensión. Estamos de pie sobre un suelo que ya no es un suelo.

—Ha llegado el momento, Cas —dice Jestine.

—El momento —repito yo.

—Ellos han cumplido su parte, allanando el camino. Pero no pueden abrir la puerta. Eso tienes que hacerlo tú.

La magia me atraviesa la cabeza como un jodido torrente. Al mirar alrededor del círculo, apenas distingo a Carmel y Gideon de los demás. Bajo las capuchas, sus rasgos quedan desdibujados. Entonces veo a Thomas, tan claramente como si estuviera lanzando destellos, y mi estómago se descuelga unos centímetros. Se me mueve el brazo; no me doy cuenta de que estoy alcanzando el áthame hasta que lo tengo en la mano, hasta que bajo los ojos y veo las llamas de las velas parpadeando anaranjadas en su hoja.

—Yo primero —me dice Jestine. Está justo delante de mí. El áthame apunta hacia su estómago.

—No —retrocedo, pero me agarra por el hombro. No sabía que la intención de la Orden fuera esta. Creí que lo haría Burke. Que sería un corte superficial en el brazo. No sé lo que creí. No pensé en nada; no quise hacerlo. Retrocedo otro paso.

—Si tú vas, yo voy —dice Jestine con los dientes apretados. Y antes de que pueda reaccionar, me agarra la mano en la que tengo sujeto el áthame y lo hunde profundamente en su costado. Veo la hoja clavarse como una pesadilla, lenta pero fácilmente, como si estuviera deslizándose por el agua. Cuando sale, brilla con un rojo translúcido.

—¡Jestine! —grito. La palabra muere estrepitosa en mis oídos. Las paredes no devuelven ningún eco. Su cuerpo se dobla, y Jestine cae de rodillas. Se aprieta el costado; a través de sus dedos solo fluye una pequeñísima cantidad de sangre, pero sé que es mucho más grave.

La sangre que te da la vida.

Mientras la contemplo, pierde una dimensión, pierde consistencia, como el aire que nos rodea y el suelo bajo nuestros pies. Se ha marchado, ha cruzado. Lo que queda está vacío, no es más que un indicador de posición.

Bajo los ojos hacia ella, hipnotizado, y giro el áthame hacia dentro. Cuando penetra en mi piel, el mundo gira. Siento como si arrastraran mi mente a través de un agujerito. Aprieto los dientes y clavo más el cuchillo, pensando en Jestine, pensando en Anna. Mis rodillas golpean el suelo y todo queda oscuro.