24

La sangre que me da la vida, goteando de mi vientre. Debería haber contestado: «Oh, ¿solo eso?». No tenía que haberle permitido ver el escalofrío de miedo que me recorrió. Le produjo demasiada satisfacción saber que estaba asustado, y que no me volvería atrás. Porque no lo haré. Aunque Thomas y Carmel me estén mirando con los ojos desencajados.

—Vamos —les digo—. Desde el principio sabía que podría acabar así. Sabía que si quería salvarla, tal vez tuviera que caminar por la delgada línea entre respirar y no respirar. Todos lo sabíamos.

—Es distinto cuando se trata solo de una posibilidad —responde Carmel.

—Sigue siendo únicamente una posibilidad. Ten fe —noto la boca seca. ¿A quién estoy tratando de convencer? Prácticamente me van a destripar mañana para abrir esa puerta. Hacia el infierno. Y una vez que sangre para abrirla, van a empujarnos a Jestine y a mí a través de ella.

—Ten fe —repite Carmel, y le da un codazo a Thomas para que diga algo, pero no lo hará. Él me ha apoyado en esto. Todo el tiempo.

—Tal vez no sea una idea tan estupenda —susurra.

—Thomas.

—Oye, no te he contado todo lo que me dijo mi abuelo —añade—. No te apoyan. Sus amigos, los hechiceros vudú, no están pendientes de ti —mira a Carmel—. Están pendientes de nosotros.

Suelto una especie de resoplido de enfado y decepción por la nariz y la garganta, pero es fingido. No me pilla por sorpresa. Desde el principio, dejaron bien clara su postura respecto a traer de vuelta a Anna.

—Creen que está fuera de su jurisdicción —continúa Thomas—. Que es un asunto de la Orden.

—No tienes que darme explicaciones —le tranquilizo. Además, eso es solo una excusa. Nadie, excepto nosotros, quiere que Anna esté en el mundo. Cuando la saque del infierno, aparecerá en una estancia repleta de gente deseosa de enviarla de nuevo allí. Será mejor que se prepare para luchar. La imagino explotando en la habitación como una nube negra, y levantando a Colin Burke por la nuca como si fuera un cachorro.

—Podemos encontrar otra manera de ayudar a Anna —insiste Carmel—. No me obligues a llamar a tu madre.

Sonrío a medias. Mi madre. Antes de partir hacia Londres me hizo prometer que recordaría que soy su hijo. Y lo soy. Soy el hijo que ella educó para luchar, y para hacer lo correcto. Anna está atrapada en la cámara de tortura del hechicero obeah. Y eso no puede quedar así.

—¿Podéis ir a buscar a Gideon, chicos? —les pregunto—. Quiero que… ¿Haríais algo por mí?

Por la expresión de sus rostros, esperan todavía que cambie de idea, pero asienten con la cabeza.

—Quiero que estéis allí, durante el ritual. Que participéis en él —como alguien a mi favor. Tal vez como meros testigos.

Se dirigen de nuevo hacia el salón, y Carmel me repite una vez más que lo piense; que puedo elegir. Aunque no se trata de una verdadera elección. Se marchan, y yo me doy la vuelta para deambular por los pasillos de este campamento de verano druídico infestado de chimeneas y dedicado al lavado de cerebros. Al volver una esquina hacia un largo pasillo rojo, resuena la voz de Jestine.

—Oye, Cas, espera —se acerca corriendo. Tiene el rostro inexpresivo y serio. Sin su sonrisilla confiada, no parece la misma—. Me han contado lo que has propuesto —dice, ligeramente sonrojada—. Lo que has decidido.

—Lo que ellos han decidido —la corrijo. Me mira sin alterarse, esperando, aunque no sé el qué. Mañana por la noche ella y yo vamos a desaparecer por completo del mapa, vamos a ir al otro lado, y se supone que solo uno de nosotros regresará—. Sabes lo que eso significa, ¿verdad?

—No creo que signifique lo que tú piensas que significa —replica ella.

—Por Dios —exclamo, dándole la espalda—. No tengo tiempo para adivinanzas. Y tú tampoco.

—No sé por qué te enfadas conmigo —me reprocha. Recupera la sonrisilla y la actitud de superioridad—. No hace ni cuatro horas le salvé la vida a tu mejor amigo. Si no hubiera sido por mí, ese cadáver le habría seccionado la carótida sin darte tiempo ni a pestañear.

—Thomas me advirtió que no debía confiar en ti. Pero no creí que supusieras ningún peligro. Y sigo sin creerlo.

Ella reacciona enfadándose, como esperaba. Aunque sepa que es una mentira.

—Yo no elegí nada de esto, ¿vale? Y tú deberías saber lo que eso significa.

Se muestra inquieta mientras camina. A pesar de su discurso firme, debe de estar aterrorizada. El pelo le cae sobre los hombros en mechones húmedos y ondulados. Debe de haberse duchado. Cuando lo tiene mojado, adquiere un tono dorado oscuro. El rojo se difumina, desaparece.

—Deja de mirarme así —suelta de golpe—. Como si fuera a intentar matarte mañana.

—¿Y no lo vas a hacer? —pregunto—. Pensé que se trataba de eso.

Entrecierra los ojos.

—¿Te pone nervioso? ¿Te preguntas quién ganará? —aprieta la mandíbula con fuerza y por un instante me parece estar mirando a una persona realmente loca. Pero entonces sacude la cabeza, y su expresión de frustración se asemeja mucho a la de Carmel—. ¿No has pensado que tal vez tenga un plan?

—Nunca pensé que no lo tuvieras —respondo. Pero lo que ella llama un plan para mí es un fin oscuro—. ¿No has pensado que tal vez sea un pelín injusto? Estaré sangrando por la barriga.

—Ja —resopla Jestine—. ¿Crees que vas a ser el único? La sangre es un billete para un solo pasajero.

Me paro.

—Por Dios, Jestine. Niégate.

Sonríe y se encoge de hombros, como si la apuñalaran como un cerdo un jueves sí y otro no.

—Si tú vas, yo también.

Permanecemos en silencio. Ellos pretenden que uno de los dos regrese con el áthame. Pero ¿y si ninguno lo trae de vuelta? Parte de mí se pregunta si no sería mejor dejar el áthame allí para siempre, y que se queden sin él; sin una manera de abrir la puerta y sin un propósito. Tal vez entonces desaparecerían y apartarían sus garras de Jestine. Pero mientras pienso eso, otra parte de mí sisea que el áthame es mío, y resuena en mis oídos esa estúpida rima sobre el lazo de sangre, y que si la Orden ha clavado sus garras en Jestine, el áthame las ha clavado en mí.

Sin decir una palabra, empezamos a avanzar juntos por el largo pasillo. Me siento tan recluido y enfadado con este lugar; me gustaría abrir a patadas las puertas cerradas e irrumpir en un círculo de oración, tal vez hacer malabarismos con el áthame y un par de velas solo para ver las expresiones horrorizadas de sus rostros y escuchar sus gritos de «¡Sacrilegio!».

—Esto te va a sonar raro —dice Jestine—, pero ¿puedo pasar con vosotros esta noche? No voy a dormir mucho y —mira a su alrededor con expresión culpable— este lugar está empezando a darme escalofríos.

***

Cuando aparezco con Jestine, Thomas y Carmel se sorprenden, pero no muestran hostilidad. Probablemente los dos se sientan bastante agradecidos de que Thomas conserve la carótida intacta. Gideon está con ellos en la zona común, sentado en un sillón de orejas. Había estado contemplando el fuego hasta que entramos, y ahora que estamos aquí no parece realmente concentrado. La luz de la hoguera ahonda las arrugas de su rostro. Por primera vez desde que estoy con él, aparenta la edad que tiene.

—¿Le habéis comentado a la Orden lo de asistir al ritual? —les pregunto.

—Sí —responde Carmel—. Se asegurarán de que estemos preparados. Pero no sé qué voy a hacer yo. He estado un poco ocupada para recibir clases extra de brujería.

—Independientemente de que seas bruja o no, tienes sangre en las venas —dice Gideon—. Cuando la Orden cree esa puerta mañana, surgirá el hechizo más fuerte que se haya intentado en quizás los últimos cincuenta años. Y cada uno de nosotros tendrá que aportar algo, no solo Teseo y Jestine.

—Vas a entrar —me dice Thomas, un tanto aturdido—. Supongo que no se me había pasado por la cabeza. Pensé que simplemente la sacaríamos. Que tú permanecerías aquí. Que los dos estaríamos allí.

Sonrío.

—Quita esa expresión de culpabilidad de la cara. Un cadáver ha tratado de devorarte. Ya has hecho bastante.

Aunque no sirve de nada, puedo verlo en el fondo de sus ojos. Sigue tratando de pensar en algo más.

Todos me miran. Tienen miedo, aunque no pánico. Ni tampoco dudas. Parte de mí desea darles un pescozón, llamarles ciegos seguidores y yonquis de la adrenalina. Pero no es así. Ni uno de ellos estaría aquí si no fuera por mí, y no sé si eso está bien o mal. Lo único que sé es que me siento agradecido. Resulta casi imposible pensar que hace menos de un año podría haber estado solo.

***

Gideon dijo que sería bueno que durmiéramos un poco, pero ninguno de nosotros le hizo realmente caso. Ni siquiera él. Ha pasado gran parte de la noche en el mismo sillón de orejas, dormitando inquieto, a ratos, despertándose de golpe cada vez que el fuego crepitaba demasiado alto. El resto nos tumbamos donde pudimos sin salir de la estancia, en uno de los sofás, o acurrucados en una silla. La noche ha transcurrido en silencio, concentrados todos en nuestros propios pensamientos. Creo que me dormí alrededor de las tres o las cuatro de la madrugada. Cuando me desperté unas cuantas horas después parecía que no había transcurrido nada de tiempo, excepto porque el fuego estaba apagado y blanquecino, y una vaga luz se colaba a través de la hilera de ventanas próximas al techo.

—Deberíamos comer algo —sugiere Jestine—. Más tarde estaré demasiado nerviosa, y no me gustaría que me dejaran sin una gota de sangre con el estómago vacío —se estira, y las vértebras de su cuello crujen con una prolongada serie de chasquidos—. No era una silla cómoda. Bueno, ¿queréis que encontremos la cocina?

—Puede que el cocinero no esté allí tan temprano —dice Gideon.

—¿El cocinero? —exclama Carmel—. Me importa una mierda el cocinero. Voy a buscar lo más caro que haya en esa cocina, a dar un mordisco y a tirar el resto al suelo. Y luego voy a romper unos cuantos platos.

—Carmel —empieza a decir Thomas. Se calla cuando ella fija sus ojos en él, y sé que le está leyendo la mente—. Al menos, no malgastes la comida —murmura por fin, y sonríe.

—Adelantaos vosotros tres —dice Gideon, tomándome del brazo—. Os alcanzaremos en un instante.

Asienten con la cabeza y se dirigen hacia la puerta. Cuando giran hacia el pasillo, escucho a Carmel murmurar lo mucho que odia este lugar, y que espera que Anna consiga de algún modo que implosione como la casa victoriana. Me arranca una sonrisa. Luego, Gideon se aclara la garganta.

—¿Qué sucede? —le pregunto.

—Se trata de las cosas que Colin no te contó. Cosas que podrías no haber considerado —se encoge de hombros—. Tal vez sean simplemente corazonadas inútiles de viejo.

—Papá siempre confió en tus corazonadas —le digo—. Parecía que siempre le ayudabas.

—Hasta que no pude —añade. Supongo que no debería sorprenderme que aún cargue con eso, aunque lo que sucedió no fuera culpa suya. Sentirá lo mismo por mí, si no consigo regresar. Tal vez igual que Thomas y Carmel, y tampoco habrá sido culpa suya.

—Es sobre Anna —dice de repente—. Algo sobre lo que he estado reflexionando.

—¿De qué se trata? —le pregunto, pero no responde—. Vamos, Gideon. Tú fuiste quien me mantuvo alejado de esto.

Respira hondo y se frota la frente con los dedos. Está tratando de decidir cómo, o por dónde, empezar. Va a decirme de nuevo que no debería hacerlo, que Anna está donde debe estar, y yo voy a repetirle que lo haré, y que debería dejar de meterse en mis asuntos.

—No creo que Anna se encuentre en el lugar adecuado —dice—. O al menos, no exactamente.

—¿A qué te refieres, exactamente? ¿Crees que le corresponde estar al otro lado, sea en el infierno o no?

Gideon sacude la cabeza con gesto de frustración.

—Lo único que sabemos sobre el otro lado es que no sabemos nada. Escucha. Anna abrió una puerta hacia el más allá y arrastró al hechicero obeah. ¿Hacia dónde? Tú dijiste que parecía como si estuvieran los dos atrapados allí. ¿Y si estás en lo cierto? ¿Y si están enganchados, como un corcho al cuello de una botella?

—Y qué si fuera así —susurro, aunque conozco la respuesta.

—Entonces, tal vez deberías considerar cuál será tu elección —responde Gideon—. Si existe alguna manera de separarlos, ¿la traerás de vuelta o la dejarás marchar?

Marchar. ¿Adónde? ¿A otro lugar oscuro? ¿Tal vez a uno peor? No hay respuestas fiables. Nadie lo sabe. Es como el remate de una mala película de terror. ¿Qué ha pasado con el tipo con un gancho por mano? Nadie lo sabe.

—¿Crees que merece estar donde está? —le pregunto—. Y te estoy preguntando a ti. No a un libro, ni a una filosofía, ni a la Orden.

—Ignoro qué es lo que determina esas cosas —responde—. Si hay un poder superior que juzga, o es simplemente la culpabilidad atrapada dentro del espíritu la que actúa. Nosotros no llegamos a decidir.

Por Dios, Gideon. Eso no es lo que te he preguntado. Estoy a punto de decirle que esperaba una repuesta mejor cuando añade:

—Pero, por lo que tú me has contado, esa chica ha soportado su ración de tormento. Así que, si me encomendaran juzgarla, no podría condenarla a más.

—Gracias, Gideon —respondo, y se muerde la lengua sobre lo demás. Ninguno de nosotros sabe lo que sucederá esta noche. Se percibe una extraña sensación de irrealidad, espolvoreada con negación, como si nunca fuera a ocurrir, como si estuviera muy lejos, cuando el tiempo que resta puede contarse en horas. ¿Cómo es posible que en ese breve intervalo de tiempo pueda verla otra vez? Podré tocarla. Podré sacarla de la oscuridad.

O enviarla hacia la luz.

Calla. No compliques las cosas.

Caminamos el uno junto al otro hasta la cocina. Carmel se ha mantenido fiel a su promesa y ha roto al menos un plato. Le hago un gesto con la cabeza y se ruboriza. Sabe que es algo insignificante, y que para la Orden no supondría ninguna diferencia aunque rompiera doce vajillas completas. Pero esta gente la hace sentir indefensa.

Cuando nos ponemos a comer, resulta sorprendente la cantidad que logramos engullir. Gideon improvisa una salsa holandesa y combina unos impresionantes huevos Benedicto con una abundante guarnición de salchichas. Jestine asa seis de las granadas más grandes y rojas que jamás haya visto, con miel y azúcar.

—Deberíamos mantener tantos ojos como podamos pendientes de la Orden —dice Thomas entre mordisco y mordisco—. No me fío de ellos ni un pelo. Carmel y yo podemos vigilar mientras ayudamos a preparar el ritual.

—No te olvides tampoco de llamar a tu abuelo —sugiere Gideon, y Thomas levanta los ojos, sorprendido.

—¿Conoces a mi abuelo?

—Solo por su buena reputación —contesta Gideon.

—Él ya lo sabe —dice Thomas, bajando la mirada—. Mantendrá a toda la red vudú a la espera. Estarán cubriéndonos las espaldas desde su lado del mundo.

Toda la red vudú. Mastico lentamente. Habría sido agradable tener a Morfran de mi parte. Habría sido como guardar un huracán bajo la manga.

***

En atención a la rebelión de Carmel, dejamos la cocina hecha un completo desastre. Después de arreglarnos, Gideon acompañó a Thomas y Carmel a reunirse con los miembros de la Orden. Jestine y yo decidimos recorrer los alrededores, para fisgonear y quizás por matar el tiempo.

—No tardarán en venir a por el uno o a por el otro —le digo mientras caminamos junto a la hilera de árboles, escuchando el leve borboteo del arroyo cercano.

—¿Para qué? —pregunta Jestine.

—Bueno, para hablarnos del ritual —respondo, y ella sacude la cabeza.

—No esperes demasiado, Cas. Tú eres simplemente el instrumento, ¿recuerdas? —arranca un palito de una rama baja y me da un golpe con ella en el pecho.

—¿Entonces van a enviarnos a ciegas y a esperar que seamos lo bastante buenos para lograrlo sin información? —me encojo de hombros—. Eso es o una estupidez, o realmente halagador.

Jestine sonríe y se detiene.

—¿Tienes miedo?

—¿De ti? —pregunto, y ella hace una mueca.

La adrenalina fluye por nuestros cuerpos y hay una ligera tensión en nuestros músculos. Cuando ella balancea la ramita hacia mi cabeza, la veo venir a un kilómetro de distancia y la bloqueo con la punta del pie. Su respuesta es un golpe definido con el codo en mi cabeza y una carcajada, pero sus movimientos son precisos. Tiene práctica y se mueve con fluidez; está bien entrenada. Contraataca con respuestas que no había visto antes, y cuando me pega en el estómago hago un gesto de dolor, aunque esté conteniendo los puñetazos. Aun así, devuelvo y bloqueo más golpes de los que me alcanzan. El áthame sigue en mi bolsillo. Esto no es ni la mitad de lo que puedo hacer. Aunque sin él, estamos casi igualados. Cuando nos detenemos, nuestro pulso se ha acelerado y la ráfaga de adrenalina ha desaparecido. Estupendo. Es un fastidio cuando no puedes dirigirla hacia ningún lado, como cuando despiertas de una pesadilla.

—No te supone ningún problema pegar a las chicas —dice ella.

—Y a ti no te supone ningún problema pegar a los chicos —respondo—. Pero esto no es real. Esta noche lo será. Como me dejes al otro lado, puedo darme por muerto.

Ella asiente con la cabeza.

—A la Orden del Biodag Dubh le fue encomendada una labor. Tú la perviertes trayendo de vuelta a una muerta asesina.

—Ya no es una asesina. En realidad, nunca lo fue. Le echaron una maldición —¿por qué es tan difícil comprenderlo? Pero ¿qué esperaba? No se pueden cambiar las creencias de una persona en solo un par de días—. De todas maneras, ¿qué sabes de todo esto? Y me refiero a saber realmente. ¿Qué has visto? ¿Nada? ¿O es que simplemente te tragas lo que te cuentan?

Me mira fijamente, con resentimiento, como si estuviera siendo injusto. Pero probablemente vaya a intentar matarme, y matarme justificadamente, así que, que se joda.

—Sé muchas cosas —sonríe—. Tal vez creas que soy una zángana estúpida, pero aprendo. Escucho. Investigo. Mucho más que tú. ¿Sabes siquiera cómo funciona el áthame?

—Lo clavo y los muertos desaparecen.

Jestine se ríe y murmura algo en voz baja. Creo pillar la expresión «cabeza hueca». Con énfasis en «hueca».

—El áthame y el otro lado están unidos —me explica—. El cuchillo procede de allí. Así es como funciona.

—Quieres decir que viene del infierno —exclamo. En mi bolsillo, el áthame se agita, como si le pitaran los oídos.

—Infierno. Abadón. Acheron. Hades. El otro lado. Esos son simplemente nombres que la gente da al lugar donde van las cosas muertas —Jestine sacude la cabeza. Sus hombros se desploman con un repentino cansancio—. No tenemos mucho tiempo —continúa—. Y sigues mirándome como si te fuera a robar el dinero del almuerzo. No quiero que mueras, Cas. Nunca lo he querido. Simplemente no comprendo qué te empuja a hacer lo que haces.

Tal vez sea la pequeña refriega que acabamos de tener, pero se me contagia su fatiga. Ojalá no estuviera implicada en esto. A pesar de todo, me cae bien. Pero sé lo que dicen sobre desear un imposible. Jestine se acerca a mí y sus dedos recorren el perfil de mi mandíbula. Se los aparto, pero con suavidad.

—Háblame de ella, al menos —me pide.

—¿Qué quieres saber? —le pregunto, y aparto la mirada hacia los árboles.

—Lo que sea —se encoge de hombros—. ¿Qué la ha convertido en algo tan especial? ¿Qué te ha hecho a ti tan especial para que se haya sumido en el olvido por ti?

—No lo sé —respondo. ¿Por qué he dicho eso? Sí que lo sé. Lo supe en el instante en que escuché el nombre de Anna, y la primera vez que me habló. Lo supe cuando salí de su casa con las tripas aún en su sitio. Era admiración, y entendimiento. Nunca había sentido algo así, ni ella tampoco.

—Bueno, pues dime qué aspecto tenía —insiste Jestine—. Si vamos a desangrarnos para encontrarla, me gustaría saber a quién estoy buscando.

Meto la mano en el bolsillo para coger la cartera y saco la fotografía de Anna del periódico, de cuando estaba viva. Se la paso a Jestine.

—Es bonita —comenta después de unos instantes. Bonita. Es lo que dice todo el mundo. Lo dijo mi madre, y también Carmel. Pero en sus bocas, sonó como un lamento, como si hubiera sido una pena que tal belleza se perdiera. Al decirlo Jestine, ha parecido desdeñoso, como si fuera la única palabra agradable que se le había ocurrido. O tal vez me esté poniendo a la defensiva. Me da igual, así que alargo la mano para reclamar la fotografía y la devuelvo a la cartera.

—No le hace justicia —le aseguro—. Es feroz. Y más fuerte que cualquiera de nosotros.

Jestine se encoge de hombros, con un gesto de «lo que tú digas». Los pelos de la nuca se me erizan unos cuantos centímetros. Da igual. En unas horas, verá a Anna con sus propios ojos. La verá vestida de sangre, con el pelo flotando como si estuviera suspendido en el agua y los ojos negros y brillantes. Y cuando lo haga, será incapaz de recuperar el aliento.