23

Es como tener una pesadilla y caerse de la cama. Nos derrumbamos al salir del bosque de los Suicidas, demacrados, ensangrentados y casi de rodillas. Y terminamos sobre medio palmo de blanda hierba, entornando los ojos ante la cálida luz del sol, y contemplando unos rostros relajados y condescendientemente tranquilizadores.

El áthame sigue en mi mano; vuelvo la mirada hacia los árboles, esperando encontrar una hilera de pálidos rostros entre los troncos, mirándonos como prisioneros desde el interior de sus celdas. Pero solo hay árboles, y hojas, y musgo. En el instante en que traspasamos su límite, se retiraron para regresar al lugar donde estaban colgados o apilados en montones.

—Parece que tenía razón, señor Palmer —dice alguien—. Lo ha conseguido.

Echo un vistazo hacia el coche. El hombre que está hablando es ligeramente más bajo y joven que Gideon. No podría determinar cuánto más joven exactamente. Tiene el pelo rubio y salpicado de gris, por lo que, de algún modo, la lacia maraña acaba pareciendo plateada. Lleva una camisa negra abotonada hasta arriba y pantalones oscuros. Al menos no viste una túnica marrón, ni balancea un incensario.

—No os preocupéis —nos tranquiliza, mientras avanza hacia nosotros—. No cruzarán a la pradera.

Su tono despreocupado me irrita, y Carmel me agarra el brazo justo cuando estoy a punto de decirle a ese payaso dónde puede meterse su pradera.

—Sigue sangrando —dice ella. Bajo los ojos hacia Thomas. Respira con normalidad y la sangre que sale entre los dedos con los que Carmel le presiona la herida fluye de manera lenta, no a chorros como si saliera de una arteria. Creo que gran parte de su agotamiento se debe a ese hechizo tan potente que ha lanzado en el bosque, más que al mordisco del cadáver, pero ni en un millón de años le diría eso a Carmel justo ahora. Está dispuesta a lanzar fuego por la boca.

Junto a nosotros, el hombre ha colocado las manos sobre los hombros de Jestine, y la mira con cariño.

—Lo has hecho bien —le dice, y ella inclina levemente la cabeza—. No tienes ni un solo rasguño.

—Este chico necesita un médico —siseo, y como don Gilipollas no me responde, Jestine se lo repite.

—Sigue sangrando. ¿Está el doctor Clements aquí?

—Sí —responde él, pero no parece tener mucha prisa. Al sonreír, me recuerda la manera en que una serpiente agranda la boca antes de comerse un ratón—. No os preocupéis. El complejo no está lejos. Nos ocuparemos de vuestro amigo brujo. Y de ti —sus ojos se dirigen hacia mis dedos destrozados, y juraría que las comisuras de sus labios se agitan nerviosas.

—Me llamo Colin Burke —tiene el descaro de alargar la mano hacia mí. Carmel se la aparta de un golpe, dejándole un rastro rojo en la palma.

—No me importa tu nombre —le sisea—. Y tampoco quién eres. Pero como no le consigas ayuda, incendiaré vuestro jodido complejo.

A por él, Carmel. Burke no parece demasiado preocupado, pero Gideon abre por fin la boca y le pide a Carmel que deje a Thomas en sus manos. Le ayuda a ponerse en pie y le sujeta de camino al coche, evitando mis ojos mientras lo hace.

—Pon algo sobre el asiento —dice Burke, y estoy así de cerca de dejarle inconsciente. Pero Thomas necesita ayuda, así que me callo y me dirijo al coche.

***

El trayecto es breve, por una carretera en parte pavimentada y en parte de tierra que discurre entre los árboles del extremo opuesto de la pradera, aunque el tipo que conduce definitivamente no se apresura. No ha dicho nada a nadie, así que podría pensar que es simplemente un conductor, si no fuera porque aquí nadie parece ser «simplemente» nada. Echo una ojeada a Jestine. Ha sacado un trapo de su mochila para que Carmel presione el cuello de Thomas. La preocupación arruga su frente.

Coronamos una pequeña colina y empezamos a reducir la velocidad. Enclavada en un pequeño y verde valle está lo que debe de ser la Orden. Parece uno de esos complejos turísticos elegantes y exclusivos de Aspen: unos cuantos edificios rojos de madera con paneles solares y paredes enteras con ventanales de cristal ahumado. Tiene que valer millones, pero aun así resulta menos llamativo que una fortaleza de piedra grisácea o un monasterio. Thomas debe de haber notado mi asombro porque se esfuerza por levantarse del regazo de Carmel para mirar por la ventana. La hemorragia casi se ha detenido. No le pasará nada, siempre que los incisivos del muerto no le provoquen una infección.

—Bienvenidos —nos dice un tipo al abrir la puerta del coche cuando este se detiene junto al edificio principal. Es joven y va arreglado con un traje negro, como recién salido de la revista GQ. El conductor y él podrían ser gemelos. Resulta desconcertante, da la sensación de que fueran androides. Apuesto a que el cocinero también se parece a ellos.

—Robert, por favor, avisa al doctor Clements —dice Burke—. Dile que tiene que dar unas cuantas puntadas —Robert se marcha en busca del médico y Burke se vuelve hacia mí—. Son los miembros más jóvenes —me explica—. Conocen la Orden mediante la observación, y prestan algunos servicios.

—Tiene sentido —afirmo yo, y me encojo de hombros. También resulta completamente repulsivo, aunque creo que Burke lo sabe.

Mientras miro a mi alrededor, siento como si me hubieran lanzado un cubo de agua fría. No sé qué esperaba, pero no era esto. Pensé… Supongo que pensé que me encontraría con más Gideons. Ancianos con jerséis cómodos, protestando en torno a mí como abuelos. En vez de eso me topo con Burke, y una instantánea aversión recíproca surge entre los dos como electricidad estática. Por otro lado, Gideon sigue sin mirarme. Está avergonzado, y con razón. Hemos salido todos de una pieza, pero podría no haber sido así.

—Ah, el doctor Clements —ahí llega lo que había esperado. Un hombre con barba y pelo gris, un jersey color burdeos y pantalones caquis. Se dirige sin más hacia Thomas y levanta con cuidado el trapo manchado de sangre, dejando a la vista un corte desigual en forma de media luna. Mi estómago da un vuelco cuando se deslizan ante mis ojos recuerdos sobre Will y Chase, e imágenes inventadas sobre mi padre. Malditas heridas de mordiscos.

—Es necesario limpiar y dar unos puntos —dice él—. Con una cura de hierbas debería cerrarse bien, sin dejar apenas cicatriz —coloca de nuevo el trapo sobre la herida y Thomas lo sujeta—. Doctor Marvin Clements —se presenta, y le da la mano. Cuando aprieta la mía, le da la vuelta y examina mis dedos—. Ahí también se podrían dar unos puntos.

—No es nada —le aseguro.

—Lávatela al menos —me recomienda—. Es podredumbre —se vuelve y agarra a Thomas por el brazo para conducirle adentro. Yo entro también, y Carmel justo detrás. Jestine se queda con Burke, algo que no me sorprende.

***

Después de que curen a Thomas y me restrieguen la mano con tintura de yodo, nos conducen hasta una serie de habitaciones distribuidas en torno a una zona común. Me ducho con nerviosismo y me vuelvo a vendar la mano. No me fío ni un pelo de este sitio, y dejar a Thomas y Carmel solos aunque sea únicamente veinte minutos me pone tenso.

La habitación que me han asignado es grande y tiene una pequeña chimenea y una gran cama con sábanas de aspecto caro. Me recuerda a un pabellón de caza que vi una vez en una película. Lo único que le falta son las cabezas disecadas en las paredes.

—Creo que si en este lugar hubiera cabezas disecadas, serían humanas —bromea Thomas. Carmel y él entran agarrados de la mano.

—Es cierto —hago una mueca. Hay cristaleras en las paredes y claraboyas en el arco del techo. Tiene que haber un millón de ventanas por todo el complejo, aunque no por eso parece amplio, o bien iluminado, sino bajo vigilancia.

Gideon llama con los nudillos en la puerta abierta, y Thomas se vuelve demasiado deprisa; hace un gesto de dolor y aprieta la mano sobre el vendaje recién colocado.

—Lo siento, muchacho —se disculpa Gideon, y le da unos golpecitos en el hombro—. El doctor Clements prepara una excelente cataplasma de beleño. El dolor habrá desaparecido en una hora —inclina la cabeza hacia Carmel, esperando una presentación.

—Gideon, Carmel. Carmel, Gideon —digo yo.

—Así que tú eres Gideon —dice ella con los ojos entrecerrados—. ¿Era demasiado problema coger el coche y esperar el transbordador en el lago como demonios se llamara? —aparta la mirada disgustada, sin esperar respuesta.

—No puedo creer que nos enviaras allí —le recrimino, y él me mira a los ojos sin acobardarse. Está serio, y tal vez arrepentido, aunque ya no parece avergonzado, si es que se sintió así alguna vez.

—Te lo advertí —responde él—. Decídete, Teseo. O eres un niño, o no.

A la mierda él y sus opiniones.

—Nunca tuve la intención de que vinieras aquí. Quería cumplir la promesa que les hice a tus padres, y mantenerte alejado del peligro. Pero eres hijo de tu padre. Siempre te expones. Dispuesto por completo a perderlo todo.

Su voz es afectuosa, rozando lo sentimental. Y tiene razón. Esto fue decisión mía. Todo lo ha sido, hasta empezar a utilizar el áthame cuando tenía catorce años.

—Colin quiere verte —añade, y reposa una mano sobre el hombro de Thomas para indicar que debo ir solo. Probablemente colocaría la otra sobre el hombro de Carmel, si no temiera que le diera un mordisco. En cualquier caso, no los dejará solos. Así que supongo que no debo preocuparme, por ahora.

***

Una mujer me conduce a través de pasillos y escaleras hasta donde me espera Burke. Es la primera mujer que he visto, y resulta una especie de alivio saber que hay mujeres, aunque esta sea ligeramente escalofriante. Tiene unos cincuenta años y lleva una elegante media melena de color rubio ceniza. Al reunirnos fuera de la habitación que me han asignado, sonrió e inclinó la cabeza con la cortesía desafectada y ensayada de una gran dama de la sociedad. Vamos dejando atrás habitaciones con anchas puertas dobles abiertas, cada una con una chimenea encendida. En una de ellas, a la izquierda, veo un grupo de gente sentada en círculo. Cuando pasamos, todos giran la cabeza para mirarnos. Y me refiero a que todos lo hacen. Juntos, como sincronizados.

—Eh, ¿qué están haciendo? —pregunto.

—Rezan —me sonríe. Me gustaría preguntarle que a qué, pero me asusta que responda que al áthame. Es fuerte pensar que Jestine fuera criada por estas personas. Son todos espeluznantes. Incluso el doctor Clements, cuando me lavó y me vendó la mano, miró mi sangre como si se tratara del Santo Grial. Probablemente quemará las gasas en un brasero con salvia o algo así.

—Ya hemos llegado —anuncia mi escolta. Luego permanece allí, junto a la puerta, aunque hago gestos para insinuarle que puede marcharse. Fanáticos.

Cuando entro en la habitación, Colin Burke está de pie junto a otra chimenea más. Tiene los dedos unidos por las yemas en ese gesto tan falso, y las llamas parpadean con luz rojo-anaranjada en sus mejillas. De repente, pienso en Fausto.

—Así que tú eres Teseo Lowood —me dice, y sonríe.

—Así que tú eres Colin Burke —respondo yo. Luego me encojo de hombros—. La verdad es que nunca había oído hablar de ti.

—Bueno —se aparta del fuego para colocarse junto a una alta silla de cuero—, algunas personas guardan sus secretos mejor que otras.

Oh. Así son las cosas.

Me coloco el pulgar y el índice en la barbilla, pensativo.

—Me suena ese apellido. Burke. Un asesino en serie inglés, ¿no? —levanto la palma de la mano—. ¿Alguna relación contigo?

Tras esa sonrisa apacible, está rechinando los dientes. Estupendo. Aunque por el fondo de mi mente ronda la idea de que no debería enemistarme con este tipo, de que he venido aquí para pedirle ayuda. Luego, otra parte de mi cerebro me asegura que nada de lo que yo haga le convertiría en otra cosa que no sea un enemigo.

Burke extiende las manos y sonríe. Resulta un gesto desconcertantemente encantador. Cálido, y en un tris de ser genuino.

—Estamos muy complacidos de tenerte aquí, Teseo Casio Lowood —me dice—. Deseábamos tu regreso desde hacía mucho tiempo —sonríe de nuevo, con más calidez incluso—. El guerrero vuelve a casa.

Cuántos falsos cumplidos. Pero no bastan para hacerme olvidar que es un cretino. Aunque, ciertamente, un cretino con carisma.

—¿Complacidos? —le pregunto—. Entonces no debéis de saber por qué estoy aquí.

Burke baja la mirada, casi con tristeza, y sus ojos titilan, tan grises como su pelo.

—Has tenido un duro día de viaje. Podemos hablar de eso más tarde. Durante la cena, quizás. He organizado un banquete de bienvenida, para que los otros miembros tengan oportunidad de conocerte. Todos tienen curiosidad.

—Escucha —exclamo—, eso… eso es realmente amable de tu parte y todo eso. Pero no tengo tiempo…

—Sé por qué has venido —responde bruscamente—. Sigue mi consejo. Ven a la cena. Y permite que los demás traten de convencerte de no morir.

Tengo un montón de comentarios sarcásticos en la punta de la lengua.

Pero logro contenerlos.

—Lo que tú digas —sonrío—. Tú eres el anfitrión.

***

De camino al comedor junto a Thomas, Carmel y Gideon, voy recorriendo las paredes con la mirada. Realmente hay cabezas en ellas, de alce, oso y un tipo de cabra. Me recuerdan la broma que hizo Gideon en Londres, lo de los ojos moviéndose en los cuadros de mi casa.

—¿Por qué hacemos esto? —pregunta Carmel, mirando fijamente una cabeza de cabra—. No me fío de este sitio. Y todos estos animales masacrados están a punto de convertirme en vegetariana.

El comentario arranca una sonrisa a Gideon.

—Hacemos esto para que Colin pueda interpretar el papel de líder razonable. Él quiere matarte, Teseo —su manera relajada de decirlo me irrita—. Quiere matarte y reclamar el áthame para Jestine. Para luego fundirlo y forjarlo de nuevo con su sangre. En su opinión, así quedará purificado.

—Entonces, ¿no deberíamos huir? —pregunta Carmel—. ¿Y por qué le organiza una cena?

—No todo el mundo en la Orden está convencido. Respetan las antiguas costumbres, y eso incluye el linaje original del guerrero. Te apoyarán, si juras conservar la tradición.

—¿Y si no lo hago?

Gideon permanece callado. Hemos llegado al comedor, que en realidad no es mucho mayor que las otras estancias. En él hay, por supuesto, una chimenea, y una lámpara de araña que lanza destellos desde el alto techo, reflejando las llamas amarillas. Hay al menos una docena de personas sentadas a la mesa, atendidos por otros cuantos miembros jóvenes con aspecto de androide. No veo a Jestine por ninguna parte. Probablemente esté escondida y vigilada, como un tesoro. Cuando entramos, todo el mundo se pone en pie. Burke se encuentra entre ellos y consigue que parezca que él preside la mesa, aunque sea redonda.

El hombre más próximo a mí alarga la mano y sonríe. Le saludo y él se presenta como Ian Hindley. Tiene el pelo castaño y ralo, y bigote. Su sonrisa parece sincera, y me pregunto si será un simpatizante. Mientras avanzo, estrechando manos y escuchando nombres, soy incapaz de distinguir a los que quieren verme muerto ahora de los que lo querrán más tarde.

Me sientan junto a Burke, y la comida llega casi inmediatamente. Medallones de carne con algún tipo de salsa de zarzamora. De repente, me encuentro sumergido en una distendida charla. Alguien incluso me pregunta por el instituto. Pensé que me sentiría demasiado tenso para comer, pero cuando bajo los ojos, mi plato está vacío.

Su conversación es tan amable, tan agradable, que no percibo en qué momento se desvía hacia la tradición. El tema se desliza lenta y fácilmente hacia mis oídos. Sus palabras sobre los valores del áthame y el propósito de su creación zumban como abejas. Resulta interesante. Es otra perspectiva. Parece razonable. Si juro atenerme a ello, me apoyarán. Si juro atenerme a ello, Anna se queda en el infierno.

Mis ojos empiezan a vagar por la mesa, por sus sonrisas y caras amables, pasando por alto sus vestimentas siniestramente iguales. Gideon charla afablemente con ellos. Thomas también, e incluso Carmel, con los ojos ligeramente vidriosos. A mi derecha está sentado Burke, que no ha apartado el peso de su mirada de mi perfil.

—Ellos creen que me han convencido —le digo, volviéndome hacia él—. Pero tú sabes que no, ¿verdad?

De repente, la mesa queda sumida en el silencio. Como si realmente no hubieran estado enfrascados en sus propias conversaciones.

Burke mira a su alrededor con un pesar bastante bien fingido.

—Confiaba en que conocer a la Orden, y escuchar lo que se espera de ti, te alejaría de cometer tal error —dice él.

—No lo hagas —exclama una voz femenina, y al mirar al otro lado de la mesa veo a la mujer de pelo color ceniza que me acompañó antes, cuyo nombre sé ahora que es Mary Ann Cotton—. No te deshonres a ti mismo, ni al Biodag Dubh.

Oh, Mary Ann. El Beedak Doo y yo estamos bien.

—Os habéis montado una buena secta aquí, Burke —comento.

—Somos una orden sagrada —me corrige.

—No. Sois una secta. Muy británica y elitista y gruñona, pero aun así una secta —me vuelvo hacia los demás y saco el áthame del bolsillo, fuera de su funda, y les permito que contemplen el brillo del fuego reflejado en su hoja—. Esto es mío —exclamo por encima de sus repulsivos suspiros—. Fue de mi padre, y de su padre antes que de él. ¿Queréis recuperarlo? Quiero una puerta hacia el otro lado para liberar a alguien que no pertenece a ese lugar.

El silencio es tan profundo que escucho cómo Gideon y Thomas se suben las gafas. Entonces Burke dice:

—No podemos tomar el áthame sin más —y cuando el doctor Clements protesta, haciendo una última súplica en favor del antiguo linaje, alza la mano y acalla sus palabras—. El Biodag Dubh servirá por siempre a tu sangre. Hasta que esa sangre quede extinguida.

Por el rabillo del ojo, veo que Carmel aferra su silla con la mano, siempre dispuesta a aporrear algo.

—Esta no es manera —protesta Gideon—. No se puede asesinar al guerrero sin más.

—Usted no tiene derecho a hablar, señor Palmer —exclama uno de los miembros con el pelo negro y muy corto. Es el más joven, y probablemente el último en incorporarse—. No forma parte de la Orden desde hace décadas.

—En cualquier caso —continúa Gideon—, no me diréis que ninguno de vosotros piensa lo mismo. El linaje ha existido durante miles de años. ¿Y vais a hacerlo desaparecer simplemente porque Colin lo diga?

Se produce un efecto dominó de personas mirando a un lado y a otro, Thomas, Carmel y yo incluidos.

—Tiene razón —afirma el doctor Clements—. Nuestro deseo no importa.

—Entonces, ¿qué sugerís? —pregunta Burke—. ¿Que abramos esa puerta y permitamos que una muerta asesina regrese al mundo? ¿Creéis que eso se corresponde con el deseo del áthame?

—Dejemos que el áthame elija —propone Clements de repente, como si le hubiera golpeado la inspiración. Mira en torno a la mesa—. Abramos la puerta y dejemos que Jestine le acompañe. Que vayan los dos. El guerrero que regrese será el digno portador del Biodag Dubh.

—¿Y si ninguno regresa? —pregunta alguien—. ¡Nos quedaremos sin el áthame!

—¿Y si regresa con la chica muerta? —pregunta alguien más—. Ella no puede quedarse aquí. No podemos permitirlo.

Thomas, Carmel y yo nos miramos. La oposición procede de los partidarios más acérrimos de Burke, pero el resto de la mesa parece apoyar al doctor Clements. Burke parece dispuesto a masticar vidrio, pero un instante después, su rostro despliega la sonrisa cálida y ligeramente cohibida de un hombre que reconoce su error.

—Entonces, eso será lo que se haga —anuncia—. Si Teseo Casio está dispuesto a pagar el precio.

Allá vamos.

—¿Cuánto me va a costar?

—¿A costar? —Burke sonríe—. Mucho. Pero llegaremos a ese asunto en un momento —por increíble que parezca, pide el café—. Cuando se forjó el áthame, sus creadores sabían cómo abrir una puerta hacia el otro lado. Pero esos conjuros se perdieron hace siglos. Hace decenas de siglos. Ahora la única manera de abrir la puerta descansa en tu mano —continúa, y bajo los ojos hacia el cuchillo—. La puerta solo puede abrirse mediante el Biodag Dubh. Ya ves, has tenido la llave todo el tiempo. Simplemente no sabías cómo girarla en el candado.

Me estoy cansando de que hablen del cuchillo como si no fuera un cuchillo. Como si se tratara de una puerta, o de una llave o de un par de zapatillas rojas.

—Simplemente dime lo que me va a costar —repito.

—El precio —dice él, y sonríe—. El precio es la sangre que te da la vida, goteando de tu vientre.

En algún lugar a mi alrededor, Thomas y Carmel dejan escapar un grito ahogado. Burke parece apesadumbrado, pero no me lo creo ni por un instante.

—Si insistes —continúa—, podemos realizar el ritual mañana por la noche.