—Es un bosque virgen —nos explica Jestine, después de que el paisaje cambie gradualmente de pradera y pinos a árboles de hoja caduca y troncos caídos cubiertos de musgo.
—Es precioso —dice Carmel, y tiene razón. Los árboles se elevan enormes sobre nuestras cabezas, y nuestros pies susurran sobre la cobertura de pequeños helechos y musgo. Todo lo que aparece ante nuestros ojos es verde o gris. Cuando se atisba algo de tierra, surge negra como el carbón. La luz se filtra a través de las hojas, rebota, se refleja sobre las suaves superficies, pintándolo todo de nitidez y claridad. Los únicos sonidos los producimos nosotros, ofensivos intrusos que se abren paso con sus rechinantes mochilas de lona y sus torpes pies.
—Mirad —exclama Thomas—. Un cartel.
Miro hacia arriba. Hay un letrero negro de madera clavado a uno de los troncos. Escrita con pintura blanca se lee la frase: El mundo tiene muchos sitios hermosos.
—Qué raro —dice Thomas, y nos encogemos de hombros.
—Suena modesto. Como si supieran que su bosque es hermoso, pero no el más hermoso —comenta Carmel. Jestine sonríe al escucharla, pero mientras pasamos junto al cartel, algo empieza a palpitar en el fondo de mi mente. Por mi cabeza revolotean ideas inconexas, imágenes inventadas de cosas que nunca he visto en realidad, como fotografías en un libro.
—Conozco este lugar —murmuro justamente cuando Thomas señala algo y dice—: Hay otro.
Esta vez el letrero reza: Ten en cuenta el amor de tu familia.
—Es un poco extraño —dice Carmel.
—No te parecería extraño, si supieras dónde estamos —respondo yo, y los tres me miran con expresión tensa. No sé en qué estaría pensando Gideon al enviarnos aquí. Cuando le vea en la Orden, tal vez le retuerza el pescuezo. Respiro hondo y presto atención a los sonidos; un absoluto montón de nada golpea mis oídos. Ni trinos de pájaros, ni carreras de patas de ardilla. Ni siquiera el sonido del viento. La densidad de la arboleda ahoga la brisa. Bajo la capa de aire limpio, mi nariz apenas lo detecta, mezclado con el olor a marga y vegetación en descomposición. Este sitio está impregnado de muerte. Es un lugar del que solo he oído hablar a charlatanes como Daisy Bristol, un lugar que ha quedado relegado a las historias de fuego de campamento.
Es el bosque de los Suicidas. Estoy atravesando el jodido bosque de los Suicidas con dos brujos y un cuchillo que lanza destellos a los muertos como un maldito faro.
—¿El bosque de los Suicidas? —chilla Thomas—. ¿Qué quieres decir con el «bosque de los suicidas»? —lo que, por supuesto, desencadena un estallido de preguntas igualmente alarmadas por parte de Carmel, e incluso unas cuantas de Jestine.
—Quiero decir exactamente lo que parece —respondo, mirando con actitud sombría el inútil cartel pintado que apenas sirve para cambiar la decisión de nadie—. Aquí es donde viene la gente a morir. O, más exactamente, donde viene a suicidarse. Llegan de todas partes. Para inyectarse una sobredosis, o cortarse las venas o ahorcarse.
—Eso es terrible —dice Carmel. Se rodea con los brazos y se acerca a Thomas, que también se desliza hacia ella, con un tono de piel tan verdoso como el musgo—. ¿Estás seguro?
—Bastante.
—Bueno, pues es horrible. ¿Y lo único que tienen son esos miserables carteles? Debería haber… patrullas de vigilancia o… ayuda, o algo.
—Imagino que habrá patrullas —dice Jestine—. Solo que se dedicarán principalmente a retirar los cadáveres, no a evitar los suicidios.
—¿Que quieres decir con que te imaginas? —le pregunto—. No me digas que no sabías dónde nos estábamos metiendo. Si yo estaba en el otro lado del mundo y lo conocía, tú tenías que saberlo también, lo tienes en el jardín trasero.
—Por supuesto que había oído hablar de él —dice ella—. A las chicas de la escuela y en otras situaciones similares. Nunca pensé que existiera de verdad. Era como la historia de la niñera que contesta al teléfono y las llamadas se las han hecho desde dentro de la casa. O como el hombre del saco.
Thomas sacude la cabeza, pero no hay ninguna razón para no creerla. El bosque de los Suicidas no es algo a lo que la policía quiera que se dé publicidad. Eso provocaría que más gente viniera a suicidarse.
—No quiero atravesarlo —anuncia Carmel—. Es solo que… no me parece bien. Vamos a rodearlo.
—No hay forma de rodearlo —asegura Jestine. Pero, por supuesto, tiene que haberla. El bosque de los Suicidas no puede estar rodeado por un espacio vacío—. Tenemos que atravesarlo. Si no, podríamos perdernos, y tenías razón cuando dijiste que había kilómetros y kilómetros de bosque donde morir. No me gustaría terminar como un cadáver más en el bosque.
Estas palabras enfrentan a Thomas y Carmel con la cruda realidad, y sus ojos parpadean hacia el suelo y los árboles que los rodean. Mi voto es el decisivo. Si propongo tratar de buscar un camino alternativo, Jestine vendrá con nosotros. Tal vez debería. Pero no lo haré. Porque ese fantasma de la posada no era la prueba que la Orden había planeado. Esto sí. Y hemos conseguido llegar hasta aquí.
—Simplemente permaneced juntos —les digo, y la esperanza se desvanece del rostro de Carmel—. Probablemente no sea nada peor que unos cuantos cuerpos muertos. Manteneos alerta.
Cambiamos la formación: yo me pongo al frente y Jestine al final, con Thomas y Carmel entre medias. Al pasar junto al segundo cartel, no puedo evitar sentir que nos estamos metiendo en un agujero negro. Pero es una sensación a la que tal vez debería acostumbrarme.
***
Pasan diez tensos minutos antes de que entreveamos algo. Carmel lanza un grito ahogado, pero es solo un montón de huesos desperdigados, una caja torácica y gran parte de un brazo, cubiertos de musgo.
—No pasa nada —susurra Thomas mientras yo vigilo para asegurarme de que no se recompone.
—Sí pasa —contesta Carmel también en un susurro—. Y mucho. No sé por qué, pero es así.
Tiene razón. El bosque ha quedado despojado de su belleza. Aquí no hay nada, excepto tristeza y silencio. Parece imposible que alguien quiera pasar sus últimos momentos en este lugar, y me pregunto si el bosque los atraerá con falsas brisas y luz del sol, vistiendo una máscara de paz, mientras el maldito entramado de raíces y ramas colgantes los acecha como una araña.
—Lo habremos atravesado dentro de poco —asegura Jestine—. No puede quedar más de kilómetro y medio. Manteneos en dirección noreste.
—Jestine tiene razón —digo yo, pasando sobre un tronco caído—. Media hora más y habremos salido —otro cadáver aparece de repente en mi visión periférica, algo más fresco, aún con ropa y de una pieza. Está colgando sobre el tronco de un árbol. Solo veo su costado; mantengo los ojos dirigidos hacia delante al tiempo que permanezco atento a cualquier movimiento, por si el cuello roto se girara bruscamente en nuestra dirección. Nada. Pasamos a su lado y es solo un cuerpo más. Solo un alma perdida.
La marcha continúa y tratamos de caminar en silencio, aunque tenemos ganas de echar a correr. Hay cuerpos por todo el bosque, algunos en montones y otros desperdigados en pedazos. Alguien con traje y corbata yace bocabajo sobre un tronco caído y permanece quieto, con la mandíbula abierta en un bostezo y las cuencas de los ojos negras. Me gustaría alargar la mano hacia atrás y tomar la de Carmel. Deberíamos encontrar una manera de aferrarnos los unos a los otros.
—Explícame de nuevo por qué estás pasando por todo esto —dice Jestine a mi espalda—. Gideon me contó algo y luego Thomas me contó un poco más. Pero repítemelo. ¿Por qué todo este lío, por una chica muerta?
—Esa chica muerta nos salvó la vida —respondo.
—Eso había oído. Pero una cosa así solo conlleva encenderle una vela y hacerle una seña con la cabeza de vez en cuando. No cruzar un océano y atravesar el bosque de los muertos solo para encontrar un modo de llegar al otro lado y traerla de regreso. Lo hizo a propósito, ¿no?
Echo un vistazo a mi alrededor. No hay cuerpos a la vista, de momento.
—No como estos —respondo—. Hizo lo que tenía que hacer. Y acabó en un lugar que no le corresponde.
—Dondequiera que esté, es lo que se merecía —asegura Jestine—. Lo sabes, ¿no? Sabes que donde se encuentra no es lo que la mayoría de la gente tiene en mente como el cielo o el infierno. Es simplemente fuera. Fuera de todo. Fuera de las normas, y la lógica, y las leyes. Nada es bueno ni malo. Correcto o incorrecto.
Camino más deprisa, aunque siento las piernas tan firmes como fideos cocidos.
—¿Cómo lo sabes? —le pregunto—, y ella se ríe entrecortadamente.
—No lo sé. Es únicamente lo que me han enseñado; lo que me han contado.
Miro por encima del hombro hacia Thomas, que se encoge de hombros.
—Cada doctrina tiene su propia teoría —dice él—. Tal vez sean todas ciertas. Tal vez, ninguna. Lo que sea, yo no soy un filósofo.
—Bueno, ¿qué diría Morfran?
—Que somos unos idiotas por atravesar el bosque de los Suicidas. ¿Vamos todavía en la dirección correcta?
—Sí —respondo yo, aunque nada más preguntármelo, dejo de estar seguro. Aquí la luz es rara, y no puedo orientarme por el sol. Tengo la sensación de que hemos estado avanzando en línea recta, pero una línea puede curvarse hasta encontrarse consigo misma si caminas lo suficiente. Y nosotros llevamos mucho tiempo caminando.
—Así que —empieza de nuevo Jestine después de unos cuantos minutos de tenso silencio—, ¿erais todos amigos de esa chica muerta?
—Sí —responde Carmel. Su tono es cortante. Le gustaría que Jestine se callara. No porque se sienta ofendida, sino porque preferiría que toda nuestra atención se centrara en los árboles y los cadáveres. Aunque hasta ahora, solo se trata de cadáveres. Metros y metros cuadrados de cuerpos en descomposición. Resulta inquietante, pero no peligroso.
—¿Y tal vez más que amigos?
—¿Tienes algún problema con ese asunto, Jestine? —pregunta Carmel.
—No —responde ella—. En realidad, no. Solo me intriga por qué lo hace. Incluso si no muere en el intento, y de algún modo logra sacarla… no es que Cas y ella vayan a sentar la cabeza y a formar una familia.
—¿Podemos permanecer en silencio y atravesar el bosque de la muerte? —les espeto, manteniendo la mirada al frente. ¿Para qué estamos hablando de eso cuando hay gente colgando de las ramas como malditos adornos en un árbol de Navidad? Concentrarse en el momento actual parece más importante que hablar elocuentemente sobre teorías.
Jestine no cierra la boca. Continúa parloteando, pero sin dirigirse a mí. Habla con Thomas, en voz baja, de cosas triviales sobre Morfran y la magia. Tal vez lo haga para demostrar que no soy su jefe. Aunque me da la impresión de que es para enmascarar su creciente nerviosismo. Porque llevamos caminando demasiado tiempo y no parece haber ninguna salida. Aun así, nuestras piernas continúan moviéndose hacia adelante, y el pensamiento común es que no puede quedar mucho. Tal vez si lo pensamos con suficiente fuerza, se convierta en realidad.
Hemos recorrido seguramente otro medio kilómetro antes de que Carmel susurre por fin:
—No vamos bien. Deberíamos haber llegado ya.
Ojalá no lo hubiera dicho. En mi frente brilla un ligero sudor provocado por el pánico. Durante al menos los últimos cinco minutos, he estado pensando lo mismo. Hemos ido demasiado lejos. O Jestine se equivocó al decirnos la distancia, o el bosque de los Suicidas está agrandando sus dimensiones. El pulso en mi garganta me dice que es lo último, que nos hemos internado en él y no nos deja salir. Después de todo, tal vez nadie intente suicidarse aquí. Simplemente lo hacen después de que el bosque los vuelva locos.
—Para —exclama Carmel, y me agarra la espalda de la camiseta—. Estamos andando en círculo.
—No estamos andando en círculo —replico yo—. Tal vez estemos completamente perdidos, pero estoy seguro de que he ido caminando en línea recta, y la última vez que me medí las piernas, tenía las dos iguales.
—Mira —dice ella, y lanza el brazo por encima de mi hombro, señalando hacia los árboles. A nuestra izquierda, hay un cadáver colgando contra un tronco, ahorcado con una cuerda negra de nailon. Lleva un chaleco de tela ruda y una camiseta marrón hecha jirones. Le falta un pie.
—A ese lo hemos visto antes. Es el mismo. Lo recuerdo. Estamos avanzando en círculo. No sé cómo, pero es así.
—Mierda —tiene razón. Yo también me acuerdo de ese. Pero no tengo ni idea de cómo hemos podido volver sobre nuestros pasos.
—No es posible —asegura Thomas—. Lo habríamos notado, si hubiéramos girado tanto.
—No voy a ir otra vez por ahí —Carmel sacude la cabeza. Tiene los ojos desencajados, rodeados de blanco—. Tenemos que intentarlo por otro lado. En otra dirección.
—Solo hay un camino para llegar a la Orden —interrumpe Jestine, y Carmel se vuelve hacia ella.
—¡Tal vez no vayamos hacia la Orden! —baja la voz—. Tal vez la intención era que nunca llegáramos.
—No te dejes llevar por el pánico —es lo único que se me ocurre decir. Es lo único importante. No comprendo cómo es posible que la arboleda se esté expandiendo. Ni cómo me he desviado tanto del camino que he terminado volviendo al principio. Pero sé que si a cualquiera de nosotros le entra ahora el pánico, todo habrá acabado. El que sucumba primero desatará el terror en los demás, como un disparo, y echaremos todos a correr. Nos perderemos y tal vez acabemos separados antes de darnos cuenta siquiera de lo que estamos haciendo.
—Oh, mierda.
—¿Qué pasa? —pregunto, mirando a Thomas. Tiene los ojos grandes como huevos tras sus gafas. Está mirando a lo lejos, por encima de mi hombro.
Me vuelvo. El cadáver sigue ahí, colgado del árbol, con la mandíbula inferior medio caída y la piel hecha jirones. Mis ojos escudriñan el entorno y nada se mueve. El cadáver está simplemente colgado. Solo que —parpadeo un segundo— parece más grande. Pero no es que sea más grande, es que está más cerca.
—Se ha movido —susurra Carmel, y se aferra a mi manga—. Antes no estaba ahí. Sino allí —señala con el dedo—. Estaba más lejos; estoy segura.
—Tal vez no —dice Jestine—. Tal vez sean tus ojos que te están jugando una mala pasada —por supuesto. Es una explicación razonable, y una que no me quita las ganas de mearme encima y echar a correr dando gritos. Llevamos demasiado tiempo en este bosque, eso es todo. Estamos empezando a tergiversar la realidad.
Algo se mueve detrás de nosotros, arrastrándose entre las hojas y partiendo ramitas. Nos giramos de manera instintiva; es el primer ruido que llega de los árboles desde que nos internamos en ellos. Lo que lo haya producido no está lo bastante cerca para verlo. Parece como si esos cuantos helechos pegados a ese gran fresno estuvieran balanceándose, aunque no puedo asegurar que sea así, o si es mi cabeza la que lo está imaginando.
—¡Daos la vuelta!
El grito de Thomas me eriza el cuero cabelludo mientras me giro. El cuerpo se ha vuelto a mover. Se ha acercado al menos tres árboles, y esta vez está colgando hacia nosotros. Sus ojos empañados y en descomposición nos miran casi con interés. A nuestras espaldas, los árboles vuelven a susurrar, pero no me vuelvo para mirar. Sé lo que sucederá. La próxima vez que me dé la vuelta, esos ojos blanquecinos podrían estar a unos centímetros de mi cara.
—Formad un círculo —les digo, manteniendo la voz tan calmada como puedo.
Nuestro tiempo es limitado. Ahora hay movimiento entre los árboles y alrededor, y no se detiene. Todos los cadáveres junto a los que pasamos antes están de camino. Han debido de estar acechándonos todo el tiempo, y me desagrada pensar en sus cabezas girándose para observarnos a nuestro paso.
—Mantened los ojos abiertos —les insisto cuando siento sus hombros apretados contra los míos—. Avanzaremos tan deprisa como podamos, pero tened cuidado. No tropecéis. —A mi espalda, a la izquierda, noto que Carmel se agacha y oigo cómo recoge del suelo lo que debe de ser un palo grueso—. La buena noticia es que no hemos estado caminando en círculo. Así que estaremos fuera de aquí dentro de poco.
—Una noticia jodidamente buena —suelta Carmel con sarcasmo, y a pesar de todo esbozo una sonrisa. Cuando está asustada, se cabrea un montón.
Nos ponemos en marcha, moviéndonos como uno solo, vacilantes al principio, y luego más rápido. Pero no tanto como para dar la sensación de que tenemos prisa. Nada les gustaría más a esas cosas que perseguirnos.
—Hay otro —nos informa Thomas, pero yo mantengo los ojos fijos en el tipo de los ojos nublados—. Mierda, y otro.
—Y dos más por mi lado —añade Jestine—. Todo sucede demasiado rápido para mantenerlos controlados. Aparecen sin más, por el rabillo del ojo.
A medida que avanzamos, llega un momento en el que tengo que mirar hacia delante, apartando la vista de Johnny Ojos Lechosos. Espero que alguien le mantenga a raya, aunque cuando veo otros tres cadáveres, dos colgando en los árboles delante de nosotros y uno apoyado contra un tronco lejano, sé que no tenemos suficientes ojos.
—Esto no va a funcionar —dice Jestine.
—¿Cuánto falta para el límite del bosque? —pregunta Carmel—. ¿Podríamos correr?
—Acabarían con nosotros, uno tras otro. No me gustaría darles la espalda —responde Thomas.
Pero volverles la espalda es inevitable. La cuestión es cómo hacerlo. ¿Trato de abrir camino? ¿O vamos todos juntos? El trío de muertos que hay delante de nosotros fija las negras cuencas de sus ojos en mí. Sus rostros inexpresivos parecen un desafío. Nunca había visto cadáveres con un aspecto tan impaciente, como perros esperando a ser liberados de sus correas.
Carmel lanza un grito; suena un fuerte golpe del palo que está blandiendo y un esqueleto cae al suelo junto a nosotros. El círculo se rompe cuando ella retrocede. Lo golpea de nuevo, descargando el trozo de madera sobre su espina dorsal y partiéndosela. No me doy cuenta de nuestro error hasta que veo el cadáver que hay detrás de Thomas y siento una blanda mano muerta alrededor de mi garganta. Hemos bajado la guardia todos. Todos nos hemos girado.
Retuerzo los dedos que intentan partirme la tráquea y levanto el codo a ciegas para bloquear su avance. El áthame está en mi mano en un instante; la hoja penetra en el cadáver que hay a mi espalda y suena como si se hiciera añicos. Cuando atravieso el esqueleto que Carmel ha derribado, se licua y la tierra lo absorbe.
Dos fuera de combate, veinticinco por abatir. Al mirar entre los árboles, veo cuerpos por todas partes. Da la impresión de que no se mueven, no se apresuran; simplemente están ahí y cada vez que apartamos la mirada, se acercan. Carmel no deja de gemir y gruñir, balanceando el palo contra todo lo que se aproxima. Escucho a Jestine y a Thomas, dos cánticos en diferentes lenguas, pero no tengo ni idea de lo que están haciendo. Mi cuchillo atraviesa el agujero negro de un ojo y el cadáver se desintegra en una nube de lo que parece tierra granulada.
—Hay demasiados —grita Carmel. Acabar con ellos es un objetivo imposible.
—¡Corred! —grito, pero Jestine y Thomas no se mueven. La voz de Thomas repiquetea en mis oídos. El dialecto me recuerda a Morfran, al hechicero obeah. Es puro vudú. Tres metros por delante de él, un cuerpo medio descompuesto y tirado sobre una rama baja, se desploma de repente. Un instante después, no queda nada excepto un montón de gusanos retorciéndose.
—No está mal, Thomas —le digo, y cuando me mira por encima del hombro, aparece otro cadáver frente a él, demasiado deprisa para que pueda verlo. Hunde los dientes en el cuello de Thomas, que lanza un alarido.
Jestine brama algo en gaélico y hace un barrido con los brazos sobre su pecho; el cadáver suelta a Thomas, cae y empieza a retorcerse.
—¡Corred! —grita ella, y esta vez lo hacemos, abriéndonos paso entre las hojas caídas y los helechos.
Permanezco al frente tanto tiempo como puedo, rebanando todo lo que se interpone en nuestro camino. A mi izquierda, Carmel está dejando salir su princesa guerrera interior, usando el palo con una mano con un resultado bastante bueno. Con la otra, agarra a Thomas. La sangre oscurece por completo la mitad superior de su camiseta. Necesita ayuda. No puede seguir corriendo. Pero ahí delante hay una luz distinta y una abertura entre los árboles. Estamos casi fuera.
—¡Cas! ¡Cuidado!
Vuelvo la cabeza al escuchar la advertencia de Jestine, justo a tiempo de ver los ojos nublados justo donde temía encontrarlos, a cinco centímetros de mi cara. Caigo debajo de él.
Su peso es inesperado. Es como si me estuvieran apisonando. Y a pesar de su fuerza, tiene los brazos chiclosos y blandos; mi nariz está demasiado cerca de su cuello. Puedo escuchar sus dientes rechinando en mi oreja, y veo la piel alrededor del nudo de la cuerda, hinchada y negra como un neumático demasiado inflado. Al caer rodando al suelo, he sujetado el áthame en mal ángulo. No puedo clavárselo en el estómago y apenas soy capaz de mantenerlo inclinado lejos del mío. Cuando le aparto la cabeza con la otra mano, él se revuelve y me muerde los dedos. Sus dientes musgosos se hunden hasta el hueso y, en un acto reflejo, cierro la mano en torno a su mandíbula. Mis dedos aprietan algo blando y granulado. Su lengua putrefacta.
—¡Seguid corriendo! —grita Jestine, y entonces su pie golpea la caja torácica del cadáver.
No sale despedido, pero en ese instante, puedo recolocar el cuchillo. Cuando vuelve a lanzarse sobre mí, la hoja se desliza justo por debajo de su esternón, y se desvanece formando una nube de la cosa con peor olor que me haya encontrado jamás.
—¿Estás bien? —me pregunta Jestine. Asiento con la cabeza mientras ella tira de mí para ponerme en pie, pero después de palpar esa lengua y de oler ese putrefacto gas de ciénaga, tal vez vomite. Nos tambaleamos y echamos a correr. Los árboles dejan paso a un día despejado y una pradera verde, donde Carmel está arrodillada junto a un Thomas desplomado. En el extremo opuesto del claro, se encuentra Gideon con otros dos, delante de un coche largo y negro.