21

Trasladamos las cosas de las chicas a nuestra habitación, pero después de lo que ha pasado, nadie se vuelve a dormir. Thomas y Carmel se sientan juntos en la cama de él, acurrucados y sin decir mucho. Jestine se mete en mi cama, y yo paso las últimas horas hasta el amanecer junto a la ventana, sentado en una silla y contemplando la mancha negra del lago.

—Fue un lanzamiento magnífico —me dice Jestine en cierto momento, tratando tal vez de hacer las paces; dejo escapar una especie de sonido afirmativo gutural, sin estar dispuesto todavía a dirigirle la palabra. Tengo la sensación de que se habría quedado dormida de nuevo, pero también de que la culpabilidad no se lo permite, viendo lo sobresaltada que está Carmel. Tan pronto como hay suficiente luz, empezamos a prepararnos.

—Ya está pagado —dice Jestine, empujando el pijama dentro de la mochila—. Supongo que podríamos dejar las llaves sin más en el bar y marcharnos.

—¿Estás segura de que llegaremos esta noche adonde está la Orden? —pregunta Carmel, contemplando por la ventana la extensión de bruma y árboles. Ahí fuera hay absoluta oscuridad y nada más, y da la sensación de que pudiera durar para siempre.

—Ese es el plan —responde Jestine; y nos cargamos las mochilas a la espalda.

Bajamos las escaleras, haciendo el menor ruido posible. Aunque supongo que no es necesario, teniendo en cuenta el alboroto que armamos a las tres de la madrugada. Supuse que se encenderían todas las luces y que la mesonera abriría de golpe la puerta con un bate de béisbol en la mano. Solo que en este país no juegan al béisbol. Entonces tal vez habría aparecido con un palo de críquet, o una rama larga, no sé.

Al final de la escalera, me vuelvo y extiendo la mano para que me pasen los dos juegos de llaves. Los dejaré cerca de la caja registradora.

—Espero que anoche no se rompiera nada.

La voz es tan inesperada que Thomas resbala los últimos escalones y Carmel y Jestine tienen que sujetarle. Es la propietaria de la posada, una mujer corpulenta con el pelo gris oscuro y una camisa de cambray. Está detrás de la barra del bar, mirándonos fijamente mientras seca vasos con un paño blanco.

Me acerco al bar y le alargo las llaves.

—No —respondo—. No se rompió nada. Siento si la despertamos. Nuestra amiga tuvo una pesadilla y los demás reaccionamos de manera exagerada.

—Que reaccionasteis de manera exagerada —repite ella, alzando una ceja. Cuando coge las llaves, lo hace bruscamente, prácticamente arrebatándomelas de la mano. Su voz es un gruñido grave y áspero; tiene un fuerte acento, y el palillo que sobresale por una de las comisuras de su boca no facilita nada el poder entenderla—. Debería cobraros otra noche de alojamiento —añade—. Por los esfuerzos adicionales que vamos a tener que hacer a partir de ahora.

—¿Esfuerzos adicionales? —pregunto yo.

—Todas las posadas escocesas necesitan un fantasma —responde ella, soltando un vaso y empezando con otro—. Una historia para los turistas. Unas cuantas pisadas recorriendo los pasillos vacíos por la noche —levanta los ojos hacia mí—. Supongo que a partir de ahora tendré que encontrar alguna manera de hacerlo yo misma.

—Lo siento —me disculpo sinceramente. Me rechinan los dientes de las ganas que tengo de volverme y fulminar con la mirada a Jestine, aunque no serviría de nada. Ella solo me devolvería un parpadeo inocente, sin reconocer su error. No me gusta la idea de tener que seguirla por terreno desconocido. Especialmente porque es lo suficientemente inteligente para obligarme a romper mis propias reglas.

***

—¿Qué demonios ha querido decir? —pregunta Thomas una vez que estamos fuera—. ¿Cómo lo ha sabido la posadera?

Nadie responde. No tengo ni idea. Este lugar es extraño. La gente te traspasa con una sola mirada, y tienen afinidad con la magia, como si todos fueran primos segundos lejanos de Merlín. La dueña de la posada era una mujer corriente, pero al hablar con ella daba la sensación de que estuvieras conversando con un hobbit. Ahora, en el exterior, incluso el frío en el aire resulta extraño, y las oscuras siluetas de los árboles parecen demasiado oscuras. Pero no tenemos otra opción que seguir a Jestine, y ella nos guía hacia una carretera mal pavimentada, donde llenamos las cantimploras en una fuente antes de continuar por un sendero de grava y guijarros a través del bosque.

Una vez que estamos en marcha y que el sol se alza en el cielo, resultando visible por fin a través de las copas de los árboles, las cosas parecen mejorar. No es una caminata dura, simplemente un sendero bien cuidado y unas cuantas colinas. Nos cruzamos con pequeños grupos de gente que regresan hacia el lago y más allá. Todos parecen animados, curtidos y normales, y van equipados con material de senderismo y gorras color caqui. Algunos pájaros y pequeños mamíferos se escabullen entre el sotobosque y las ramas, y Jestine señala algunos de los más vistosos. Cuando nos detenemos para almorzar fruta y barritas de cereales, incluso Carmel ha recuperado su color normal.

—Hay que seguir unas cuantas horas más por este camino y luego salirse de él y atravesar el bosque.

—¿Qué quieres decir? —le pregunto.

—Tenemos que andar por el sendero durante medio día y luego deberíamos ver la señal —contesta Jestine.

—¿Qué señal?

Se encoge de hombros, y los demás intercambiamos una mirada. Carmel pregunta si se refiere a la Orden, pero yo sé que no es eso. Jestine no sabe cuál es la señal.

—Dijiste que habías estado aquí antes —le reprocho, y sus ojos se agrandan con inocencia—. Que conocías el camino.

—Yo no dije eso. He estado en la Orden antes, pero no sé exactamente cómo llegar, y desde luego no a pie —da un mordisco a una barrita de cereales. El crujido suena como huesos rompiéndose.

Hago memoria. De hecho, no lo dijo. Gideon aseguró que ella conocía el camino. Pero probablemente se refería a que se lo habían explicado, no a que lo hubiera hecho.

—¿Cómo puedes haber estado en la Orden y no saber dónde se encuentra? ¿No te has criado prácticamente allí? —le pregunto.

—Yo me crié con mis padres —responde ella, arqueando las cejas—. He estado en el complejo de vez en cuando. Pero siempre que he ido, ha sido con los ojos tapados.

Thomas y yo intercambiamos una mirada, simplemente para confirmar lo absurdo de la cuestión.

—Es la tradición —exclama Jestine al captar nuestra mirada—. No todos hemos roto con ella, ¿sabes? —no tengo que preguntar a qué se está refiriendo.

—En la posada la cagaste, Jestine.

—¿De verdad? Estaba muerta y el áthame la envió al otro lado —se encoge de hombros—. Es muy simple, en realidad.

—No es simple —replico yo—. Ese fantasma probablemente no hubiera hecho daño a ningún vivo en toda su vida después de la muerte.

—¿Y qué? No pertenece a este mundo. Está muerto. Y no me mires así, como si me hubieran lavado el cerebro. Tu moral no es la única que existe. Solo porque sea la tuya no quiere decir que sea la correcta.

—Pero ¿no te preguntas dónde podrían acabar? —pregunta Thomas, tratando de mantener la conversación dentro de unos límites razonables. Porque yo estoy a punto de hacerle un gesto con el dedo corazón a Jestine.

—El áthame los envía donde tienen que estar —responde ella.

—¿Quién te ha dicho eso? ¿La Orden?

Jestine y yo nos miramos fijamente. Voy a conseguir que sea ella la que aparte los ojos primero. Aunque se me queden los globos oculares completamente secos.

—Esperad un segundo —interviene Carmel—. Volviendo a lo importante, ¿estáis diciendo que nadie sabe adónde vamos? —mira a su alrededor; nuestros rostros inexpresivos sirven de confirmación—. ¿Y se supone que vamos a dejar este sendero bien trazado para atravesar un bosque sin señalizar?

—Hay una marca —dice Jestine con tranquilidad.

—¿El qué, una bandera o algo así? A menos que haya una hilera de ellas a través de los árboles, no me quedaré tranquila —dirige los ojos hacia mí—. Tú miraste por la ventana esta mañana. Hay kilómetros de árboles. Y ni siquiera tenemos una brújula. Hay gente que muere así.

Tiene razón. Hay gente que muere así. Con más frecuencia de lo que nos gusta plantearnos. Pero Gideon sabe que vamos de camino. Si no aparecemos según lo previsto, enviará a alguien a buscarnos. Y además, mi intuición me dice que no podemos perdernos. Al mirar a Jestine, tengo la sensación de que ella piensa lo mismo. ¿Pero, cómo se lo explico a Carmel?

—Thomas, ¿has estado alguna vez en los Boy Scouts? —le pregunto, y él me mira con los ojos entrecerrados. Por supuesto que no—. Escuchad, si queréis, podéis regresar por el camino hasta la posada.

Thomas se pone tenso al escuchar mi sugerencia, pero Carmel se cruza los brazos sobre el pecho.

—Yo no voy a ninguna parte —replica con obstinación—. Solo pensé que merecía la pena mencionar que estamos haciendo una estupidez y que probablemente vayamos a morir.

—Lo apunto —respondo yo, y Jestine sonríe. Su sonrisa me tranquiliza. No me guarda rencor; puedes discrepar con ella sin convertirte en su enemigo. Desde que la conozco, he querido estrangularla la mitad del tiempo, pero eso me gusta.

—Deberíamos ponernos en marcha sin tardar —comenta Jestine—. Así no nos quedaremos sin luz.

***

Después de otra hora y quién sabe cuántos kilómetros más, Jestine empieza a caminar más despacio. De vez en cuando, se detiene y mira hacia el bosque en todas direcciones. Cree que hemos caminado lo suficiente. Ahora se está poniendo nerviosa porque la señal no aparece. Cuando se para en la cresta de una pequeña colina, nos quitamos las mochilas y nos sentamos mientras ella otea el horizonte. A pesar de llevar un buen calzado y de estar en relativamente buena forma, nos sentimos cansados. Carmel se está frotando la corva de las rodillas mientras Thomas se restriega un hombro. Ambos están ligeramente pálidos, y sudorosos.

—Allí está —dice Jestine con un tono que implica que estaba segura de que la encontraría. Se vuelve hacia nosotros, triunfante, con un brillo travieso en los ojos. La veo al final del camino, en los árboles que bordean el sendero: es una cinta negra atada alrededor de un tronco, a unos cuatro metros del suelo.

—Hay que salirse del camino allí —nos explica—. Y en el extremo opuesto está la Orden. Gideon me dijo que serían solo dos horas a través del bosque. Solo unos cuantos kilómetros más.

—Podemos hacerlo —les digo a Thomas y Carmel; ellos se levantan, miran la cinta y tratan de calmar su desasosiego.

—Al menos, el suelo del bosque estará más mullido —dice Thomas.

Jestine sonríe.

—Así es. Vamos.