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El áthame está descansando en su jarra de sal, enterrado hasta el mango en cristales blancos. El sol de la mañana que entra por la ventana golpea el vidrio de la jarra y se refleja en todas direcciones con un color dorado brillante, casi como un halo. Mi padre y yo solíamos sentarnos para mirar el cuchillo, hundido en esta misma jarra, después de que la luz de la luna lo hubiera purificado. Él lo llamaba Excálibur. Yo, de ninguna manera.

A mi espalda, mi madre está friendo huevos. Sobre la encimera hay apiladas unas cuantas de sus velas mágicas más recientes. Son de tres colores distintos, cada uno con su propio aroma. Verde para la prosperidad, rojo para la pasión y blanco para la claridad. Junto a ellas, tres pequeños montones de papel de pergamino con tres conjuros diferentes para envolverlos alrededor de las velas y atarlos con un cordel.

—¿Con o sin tostadas? —me pregunta ella.

—Con tostadas —respondo yo—. ¿Queda mermelada de bayas de Saskatoon?

Mi madre saca la mermelada e introduce cuatro rebanadas de pan en la tostadora. Cuando están hechas, las unto con mantequilla y mermelada y las llevo a la mesa, donde ella ya ha colocado los platos con los huevos.

—Trae el zumo, ¿quieres? —me dice, y mientras tengo medio cuerpo dentro del frigorífico, añade—: Entonces, ¿vas a contarme cómo fue todo el sábado por la noche?

Me incorporo y lleno dos vasos con zumo de naranja.

—Aún no lo he decidido.

El trayecto de regreso desde Grand Marais lo hicimos casi en silencio. Cuando llegamos a casa, era domingo por la mañana, y yo me quedé inmediatamente dormido; recuperé la consciencia únicamente para ver por cable una de las películas de Matrix, antes de volver a perderla y dormir toda la noche. Fue el mejor plan de evasión que se me haya ocurrido jamás.

—Bueno —dice mi madre alegremente—, pues decídete y hazlo. Tienes que estar en el instituto en media hora.

Me siento a la mesa y suelto el zumo. Mantengo los ojos fijos en los huevos, que me devuelven la mirada con sus pupilas de yemas amarillas. Los pincho con el tenedor. ¿Qué se supone que debo decir? ¿Cómo voy a explicárselo de manera coherente, si aún no he logrado entenderlo yo? Era la risa de Anna. Surgió clara como el agua, inconfundible, de la negra garganta del granjero. Pero eso es imposible. Anna se ha marchado, aunque yo no pueda olvidarla. De modo que mi mente ha empezado a imaginar cosas. Eso es lo que me dice la luz del día. Lo que me diría cualquier persona en su sano juicio.

—La cagué —digo hacia mi plato—. No estuve lo bastante atento.

—Pero acabaste con él, ¿no?

—Pero después de que empujara a Thomas por una ventana y estuviera a punto de convertir a Carmel en un pincho moruno —de repente no tengo apetito. Ni siquiera la mermelada de bayas de Saskatoon parece tentadora—. No deberían seguir acompañándome. Nunca debería habérselo permitido.

Mi madre suspira.

—No fue cuestión de «permitírselo», Cas. No creo que pudieras habérselo impedido —su voz suena cariñosa, totalmente carente de objetividad. Se preocupa por ellos, por supuesto que sí, pero también le alegra enormemente que ya no me aventure por ahí solo.

—Se sintieron atraídos por la novedad —exclamo. De manera inesperada, la ira asciende a la superficie; mis dientes la retienen—. Pero esto es real, y puede matarlos, y cuando se den cuenta de ello, ¿qué crees que pasará?

El rostro de mi madre permanece tranquilo, sin mostrar ninguna emoción excepto un ligero fruncimiento en las cejas. Pincha con el tenedor un trozo de huevo y lo mastica, despacio. Luego dice:

—Creo que no los valoras lo suficiente.

Tal vez no. Pero no les reprocharía que salieran pitando después de lo que sucedió el sábado. Tampoco les habría echado en cara que me hubieran dejado de lado después de que Mike, Will y Chase acabaran muertos. En ocasiones, siento deseos de haber podido hacerlo.

—Tengo que irme al instituto —digo, retirando la silla de la mesa y dejando el desayuno intacto. El áthame ha quedado purificado y está listo para salir de la sal, pero paso de largo. Tal vez por primera vez en mi vida, no quiero llevarlo encima.

***

Lo primero que veo al doblar la esquina hacia mi taquilla es a Thomas bostezando.

Está apoyado sobre ella, con los libros bajo el brazo y una camiseta gris que está a punto de rasgarse en algunos puntos. Su pelo señala en direcciones totalmente opuestas. Me provoca una sonrisa. Tanto poder contenido en un cuerpo que parece haber nacido en una cesta de la ropa sucia. Cuando ve que me acerco, me saluda con la mano y una gran sonrisa inunda su cara. Luego bosteza de nuevo.

—Lo siento —se disculpa—. Me está costando recuperarme de lo del sábado.

—Una fiesta épica, ¿no, Thomas? —una voz sarcástica ríe con disimulo a nuestras espaldas, y al volverme, veo un grupo de personas, a la mayoría de las cuales no conozco. El comentario lo ha hecho Christy no sé qué y pienso, a quién le importa, excepto porque Thomas tiene la boca cerrada con fuerza y permanece fijo en la hilera de taquillas, como si deseara fundirse con ellas.

Miro a Christy con indiferencia.

—Continúa hablando así y conseguiré que acabes muerta.

Ella parpadea, tratando de decidir si lo he dicho en serio o no, lo que me arranca una sonrisa de superioridad. Estas habladurías son ridículas. El grupo pasa de largo, en silencio, y después añado:

—Olvídalos. Si hubieran estado allí, se habrían meado encima.

—Seguro —contesta Thomas, y se yergue—. Oye, siento lo del sábado. Fui un imbécil al asomarme por la puerta de aquel modo. Gracias por salvarme el pellejo.

Durante un instante, siento un nudo en la garganta que sabe a gratitud y sorpresa. Luego se deshace.

—No me lo agradezcas —le digo. Recuerda primero quién te llevó allí—. No fue nada del otro mundo.

—Claro —se encoge de hombros. Este semestre Thomas y yo vamos juntos a clase de Física a primera hora. Con su ayuda, estoy sacando notable. A mí, toda esa mierda sobre puntos de apoyo y masa, tiempo, velocidad me suena a chino, pero para Thomas es coser y cantar. Debe de ser el brujo que lleva dentro; posee un evidente conocimiento de las fuerzas y su funcionamiento. De camino al aula, pasamos junto a Cait Hecht, que intenta apartar la mirada tanto como puede. Me pregunto si empezará también a chismorrear sobre mí. Supongo que si lo hiciera, la entendería.

Solo veo de pasada a Carmel hasta la quinta hora, cuando compartimos clase de estudio. A pesar de ser el tercer miembro de nuestro extraño trío de cazafantasmas, su estatus de abeja reina ha permanecido intacto. Su agenda social está tan repleta como siempre. Forma parte del consejo de estudiantes y de unos cuantos aburridos comités de recaudación de fondos. Ver cómo se mueve entre ambos mundos resulta interesante. Se integra en uno tan fácilmente como en el otro.

Cuando llego a clase de estudio, tomo mi asiento habitual frente a Carmel. Thomas no ha llegado todavía. Me doy cuenta inmediatamente de que ella no es tan indulgente como él. Apenas aparta los ojos de su cuaderno cuando me siento.

—Necesitas un corte de pelo.

—Me gusta un poco largo.

—Pero es que tengo la sensación de que se te mete en los ojos —añade, mirándome directamente—. Te impide ver bien las cosas.

Nos sostenemos brevemente la mirada, y decido que estar a punto de quedar clavada como una mariposa en una vitrina de cristal merece al menos una disculpa.

—Siento lo del sábado. Fui un estúpido y me distraje. Lo sé. Es peligroso…

—Corta el rollo —exclama Carmel, estallando un globo de chicle—. ¿Qué te preocupa? Dudaste en el granero. Podías haber acabado con él en el pajar. Estaba a un paso, con la barriga al aire como si nos la estuviera sirviendo en bandeja.

Trago saliva. Por supuesto que se dio cuenta. A Carmel no se le escapa nada. Abro la boca, pero no sale ninguna palabra de ella. Carmel alarga la mano y roza mi brazo.

—El cuchillo ya no es malo —me asegura con suavidad—. Morfran lo dijo. Tu amigo Gideon lo dijo. Pero si tienes dudas, tal vez deberías tomarte un descanso. Alguien va a acabar herido.

Thomas se desliza junto a Carmel y nos mira a uno y a otro.

—¿Qué pasa? —pregunta—. Tenéis cara de que se hubiera muerto alguien —Dios, Thomas, esa frase es muy peligrosa.

—Nada —respondo yo—. A Carmel le preocupa la razón por la que vacilé el sábado.

—¿Cómo?

—Vaciló —replica Carmel—. Podría haberlo matado en el pajar —se calla mientras dos chicas pasan a nuestro lado—. Pero no lo hizo, y yo acabé mirando el extremo equivocado de la horca.

—Pero estamos todos bien —Thomas sonríe—. Y rematamos el trabajo.

—No lo ha superado —añade Carmel—. Sigue preguntándose si el cuchillo es maligno.

Toda esta conversación sobre mí como si yo no estuviera delante me está poniendo de los nervios. Continúan así un minuto o más, con Thomas defendiéndome débilmente y Carmel afirmando que necesito al menos seis sesiones de terapia paranormal antes de regresar al trabajo.

—¿Os importaría que os pusieran un pequeño castigo? —pregunto de repente. Cuando ladeo la cabeza hacia la puerta y me levanto, ellos se ponen también en pie. El monitor de la clase de estudio nos grita algo sobre dónde creemos que vamos, o qué estamos haciendo, pero no nos detenemos. Carmel simplemente responde:

—Eh, ¡he olvidado mis tarjetas de notas!

Mientras franqueamos la puerta.

***

Hemos aparcado en un área de descanso junto a la carretera 61, y estamos sentados en el Audi plateado de Carmel. Yo me encuentro en la parte trasera, y ellos se han girado en los asientos para poder mirarme. Esperan con paciencia, lo que empeora la situación. Un pequeño empujón no vendría mal.

—Tienes razón en que vacilé —digo por fin—. Y en que todavía me hago preguntas sobre el cuchillo. Pero eso no fue lo que sucedió el sábado. Las preguntas no me distraen de mi trabajo.

—¿Entonces qué? —pregunta Carmel.

Qué fue. Ni siquiera yo lo sé. En el instante en que escuché su risa, Anna apareció roja en el fondo de mis ojos, y la vi en todas sus manifestaciones: como la inteligente y pálida muchacha vestida de blanco, y como la diosa con venas negras y vestida de sangre. Estaba lo bastante cerca para tocarla. Pero la adrenalina ya no fluye por mi sangre, y a mi alrededor hay luz del sol. Así que tal vez no fuera nada. Simplemente una alucinación. Pero los he traído hasta aquí para contárselo, así que debería decirles algo.

—Si os dijera que no puedo olvidar a Anna —empiezo, bajando los ojos hacia las alfombrillas negras del Audi—, que necesito saber que está en paz, ¿lo entenderíais?

—Sí, por supuesto —asegura Thomas. Carmel aparta la mirada.

—No estoy preparado para rendirme, Carmel.

Se coloca un rubio mechón detrás de la oreja y aparta la mirada con culpabilidad.

—Lo sé. Pero llevas meses buscando respuestas. Todos nosotros.

Sonrío con pesar.

—¿Y qué? ¿Te has cansado ya?

—Por supuesto que no —responde bruscamente—. Anna me gustaba. Y aunque no hubiera sido así, nos salvó la vida. Pero lo que hizo, el sacrificarse…, eso fue por ti, Cas. Y su intención era que siguieras vivo. No que deambularas por ahí medio muerto, aferrándote a ella.

No tengo nada que añadir. Sus palabras me hunden, rápidamente y hasta el fondo. En estos últimos meses, el no saber lo que le ha sucedido a Anna ha estado a punto de volverme loco. He imaginado todos los infiernos posibles, las peores de las suertes. Sería sencillo afirmar que esa es la razón por la que me resulta tan difícil olvidarla. Y sería cierto. Aunque no es toda la verdad. La cuestión es que Anna ya no está aquí. Estaba muerta cuando la conocí, y mi intención era devolverla bajo tierra, pero no quería que se marchara. Tal vez la manera en que se desvaneció fuera supuestamente la conclusión de todo. Está más muerta que muerta y tendría que sentirme contento; en vez de eso, estoy tan cabreado que no puedo ver con claridad. No tengo la sensación de que se marchara. Sino de que me la arrebataron.

Pasado un minuto, sacudo la cabeza y las palabras brotan de mi boca, estudiadas y tranquilas.

—Lo sé. Escuchad, tal vez deberíamos tranquilizarnos una temporada. Quiero decir que tenéis razón. No es seguro, y siento mucho lo que sucedió el sábado. De verdad.

Me piden que no me preocupe. Thomas asegura que no fue nada y Carmel bromea sobre el hecho de acabar arponeada. Reaccionan como lo harían unos buenos amigos, y de repente me siento como un verdadero cretino. Necesito aclarar mi mente. Tengo que acostumbrarme a la idea de que nunca volveré a ver a Anna, antes de que alguien acabe realmente herido.