18

Anna y yo estamos sentados alrededor de una mesa redonda de madera, contemplando un campo de hierba larga y verde, jamás rozada por las cuchillas de ningún cortacésped.

Los capullos blancos y amarillos de la maleza y las flores silvestres se balancean ligeramente con una brisa que no siento, repartidos en manchas irregulares. Estamos en un porche, tal vez es el porche de su antigua casa victoriana.

—Me encanta el sol —comenta ella, e indudablemente resulta hermoso con su blancura brillante e intensa que baña la hierba y la convierte en navajas plateadas. Pero no proporciona calor. No tengo ninguna sensación en el cuerpo, tampoco noto la silla o el banco sobre el que debo de estar sentado, y si girara la cabeza para mirar más allá del rostro de Anna, no encontraría nada. A nuestras espaldas no hay ninguna casa. Es solo la impresión de una casa, en mi mente. Todo está en mi mente.

—Es tan extraño —continúa, y por fin la veo. Mi perspectiva cambia y ahí está, con el rostro oculto tras las sombras. Su pelo oscuro permanece quieto sobre sus hombros, excepto unos cuantos mechones sueltos junto a su garganta que se ondulan con la brisa. Alargo la mano sobre la mesa, seguro de que no se estirará lo suficiente, o de que la jodida mesa perderá sus dimensiones espaciales, pero mi palma sube hasta su hombro y noto su pelo negro y frío entre los dedos. Al tocarla, siento un intenso alivio. Está a salvo. Ilesa. Con el sol en las mejillas.

—Anna.

—Mira —exclama ella, y sonríe. Ahora hay árboles bordeando el claro. Entre los troncos se distingue la silueta de un ciervo. Es una forma oscura que surge y se oculta, recordándome a cuando se borra un dibujo a carboncillo. Luego desaparece y Anna se encuentra junto a mí. Está demasiado cerca para estar al otro lado de la mesa. Tiene todo el cuerpo apoyado sobre mi costado.

—¿Es esto lo que se suponía que nos estaba esperando? —le pregunto.

—Esto es lo que tenemos —responde ella.

Bajo los ojos hacia su mano y le retiro un escarabajo que le está subiendo por ella. Aterriza de espaldas, retuerce las patas. Rodeo a Anna con los brazos.

Le beso el hombro, la curva del cuello. Sobre las tablas del piso, el escarabajo se ha convertido en un cascarón vacío que se va descomponiendo. Seis patas articuladas descansan sueltas junto a él. Sobre mi mejilla, la piel de Anna resulta agradablemente fresca. Me gustaría quedarme aquí para siempre.

Para siempre —susurra Anna—. Pero ¿qué habrá que hacer?

—¿Cómo?

—¿Qué nos pedirán ellos? —repite.

—¿Ellos? —pregunto, y la vuelvo entre mis brazos. Tiene la carne dura y las articulaciones, sueltas y colgando. Cuando cae al suelo, tabletea y me doy cuenta de que era solo una marioneta de madera con un vestido de papel gris. El rostro está sin tallar, vacío, a excepción de una palabra grabada a fuego en negro intenso.

ORDEN.

***

Me despierto con el cuerpo medio colgando de la cama y la mano de Thomas en el hombro.

—¿Estás bien, tío?

—Ha sido una pesadilla —murmuro—. Algo inquietante.

—¿Inquietante? —Thomas coge el borde de mi manta—. No sabía que se pudiera sudar tanto. Voy a traerte un vaso de agua.

Me siento y enciendo la lámpara de la mesilla.

—No, estoy bien.

Pero no es cierto y, por la expresión de su rostro, parece que resulta evidente.

Siento como si fuera a vomitar, o a gritar, o ambas cosas a la vez.

—¿Era sobre Anna?

—Últimamente, siempre es sobre Anna —Thomas permanece callado, y yo bajo los ojos al suelo. Ha sido solo un sueño. Una pesadilla como las que he tenido toda mi vida. No significa nada. No puede significar nada. Anna no sabe lo de la Orden; no sabe nada de nada. Lo único que ve y siente es dolor. Al pensar que está allí, atrapada con el hechicero obeah, con su perdición, me entran ganas de golpear algo hasta quedarme sin huesos en las manos. Sufrió una maldición durante décadas y de algún modo logró seguir siendo ella misma, pero esto la destrozará. ¿Y si cuando llegue allí no sabe quién soy, o quién es ella? ¿Y si ha dejado de ser humana?

¿Qué habrá que hacer? ¿Un intercambio? Lo haría. Yo, yo…

—Oye —dice Thomas de repente—. Eso no va a pasar. La sacaremos. Lo prometo —alarga las manos y me sacude—. Deja de pensar esa mierda —me ofrece una especie de sonrisa—. Y no pienses tan alto. Me da dolor de cabeza.

Le miro. En la mitad izquierda de la cabeza, tiene el pelo liso. En la mitad derecha, de punta. Parece salido de una película de Sabretooth. Pero habla totalmente en serio cuando me promete que lo conseguiremos. Está asustado, tanto que está a punto de mearse en los pantalones. Aunque Thomas siempre está asustado. Lo importante es que se trata de un tipo de miedo que no le atenaza. No le impide cumplir su cometido. Lo cual no quiere decir que no sea valiente.

—Tú eres el único que me ha apoyado realmente en esto —le digo—. ¿Por qué?

Se encoge de hombros.

—No puedo hablar por los demás, pero… Anna es tu chica —se vuelve a encoger de hombros—. Te preocupas por ella, ¿sabes? Es alguien importante. Oye —se restriega la mano por la cara y por el pelo de punta—, si se tratara… si se tratara de Carmel, yo querría hacer lo mismo. Y esperaría que tú me ayudaras.

—Siento lo de Carmel —le digo, y él agita la mano como restándole importancia.

—Supongo que no lo vi venir. Tengo la sensación de que debería habérmelo imaginado. De que tendría que haberme dado cuenta de que ella realmente no… —su voz se va apagando, y sonríe con tristeza. Podría decirle que no ha tenido nada que ver con él. Que Carmel le quiere. Pero eso no facilitaría las cosas, y tal vez no me creyera—. Bueno, pues por eso te estoy ayudando —concluye, y se yergue—. ¿Qué pasa? ¿Creías que era únicamente por ti? ¿Que me vuelves tan emotivo?

Me río. Los restos de la pesadilla se están desvaneciendo de mi mente. Sin embargo, la cara de madera y las letras grabadas a fuego van a merodear por ella largo tiempo.

***

Tengo la sensación de que lo único que hace Jestine en esta casa es preparar el desayuno. El olor a huevos con mantequilla impregna toda la planta baja, y cuando vuelvo la esquina hacia la cocina hay una variada selección de platos sobre la mesa: un cuenco con gachas de avena, huevos cocinados de dos formas (revueltos y fritos por ambos lados), salchichas y beicon, un cestillo con fruta, un pequeño montón de tostadas y todas las jaleas que Gideon tiene en existencia (incluida una de verduras que ellos llaman Marmite. Asquerosa).

—¿Es que Gideon y tú tenéis un bed and breakfast clandestino? —le pregunto, y ella hace una mueca.

—Como si dejara a muchos extraños franquear su puerta. No, es solo que me gusta cocinar, y quiero que esté bien alimentado. Pero no te sientes todavía —me advierte, señalándome el pecho con una espátula—. Está en el estudio preparándose para marcharse. Tal vez deberías desearle suerte.

—¿Por qué? ¿Está en peligro?

Los ojos de Jestine no me dan ninguna pista, y ella ni se inmuta. Mi mente me dice que no debería caerme bien. Pero de todas maneras me gusta.

—Vale —me rindo un segundo después.

El estudio permanece en silencio, pero cuando la puerta se desliza él está ahí, detrás de su escritorio, abriendo suavemente un cajón y recorriendo con los dedos los contenidos de su interior. Me dedica una única mirada, sin interrumpir el deliberado y concentrado movimiento de sus manos.

—Vosotros partiréis mañana —dice Gideon—. Yo me marcho hoy.

—¿Adónde vas?

—A reunirme con la Orden, por supuesto —responde lacónicamente. Pero eso ya lo sabía yo. Me refería a qué lugar, es decir, a qué punto en el mapa. Aunque probablemente, él también supiera a lo que me refería.

Gideon abre otro cajón y saca los áthames falsos de su caja de terciopelo rojo. Introduce cada uno en una funda de cuero y luego en una bolsa de seda, que anuda y guarda en su maleta abierta. Ni siquiera me había fijado en ella, apoyada sobre la silla.

Un extraño alivio me está relajando músculos que llevaban atenazados semanas. Meses. Es el alivio de tener una oportunidad, de vislumbrar incluso un diminuto atisbo de luz al fondo del túnel.

—Jestine ha preparado el desayuno —le digo—. Tienes tiempo de comer antes de irte, ¿verdad?

—No especialmente —le tiemblan las manos mientras coloca unas cuantas camisas dobladas en la parte alta de la maleta.

—Bueno… —no sé qué decir. Ese temblor me pone nervioso. Refleja su edad, y la manera en que se inclina sobre la silla mientras coloca sus cosas tampoco ayuda; parece que tuviera la espalda encorvada.

—Se lo prometí a tu padre —susurra—. Pero habrías seguido insistiendo. No te das por vencido. Lo has heredado de él. De hecho, de tu padre y de tu madre.

Empiezo a sonreír, aunque Gideon no pretendía que fuera un cumplido.

—¿Por qué no vamos juntos? —le pregunto, y él me escruta bajo su ceño fruncido. Tú empezaste esto, dice esa mirada. Pero no voy a venirme abajo, ni a mostrarme inquieto. No permitiré que descubra que estoy nervioso por el asunto en el que voy a meterme—. ¿Cómo llegamos hasta allí? ¿Está lejos? —una vez pronunciadas, las preguntas suenan ridículas. Como si esperara montarme en el metro y recorrer cuatro estaciones para llegar al umbral de una antigua orden druídica. Aunque bien pensado, por qué no. Estamos en el siglo XXI. Llegar y encontrarse con un grupo de tipos viejos con túnicas marrones resultaría igualmente extraño.

—Jestine os llevará —contesta Gideon—. Ella conoce el camino.

Las preguntas rondan por mi mente y se deslizan a toda velocidad hacia la fantasía y la conjetura. Imagino el posible aspecto de los miembros de la Orden. A Anna, mientras trato de agarrarla a través de una puerta abierta entre dimensiones. Se interpone la cara de madera de la marioneta, con las letras negras talladas apareciendo ante mis ojos como la escena más terrorífica de una película de terror.

—Teseo.

Levanto la mirada. Gideon tiene ahora la espalda recta, y la maleta está cerrada.

—Yo nunca habría optado por esto —se exculpa—. Pero en el momento en que viniste, me ataste las manos.

—Es una prueba, ¿verdad? —le pregunto, y Gideon baja los ojos—. ¿Cómo es de dura? ¿Qué nos espera mientras tú te quedas en el vagón de un tren privado, o en el asiento trasero de un Rolls, dando instrucciones al conductor? —parece que le da lo mismo. De hecho, se pone a dar cuerda a su reloj de bolsillo—. ¿Ni siquiera estás preocupado por Jestine?

Gideon coge la maleta.

—Jestine —exclama con reticencia mientras pasa a mi lado—. Jestine sabe cuidarse sola.

—No es tu sobrina, ¿verdad? —pregunto bajito. Gideon se detiene justo antes de abrir la puerta corredera—. Entonces, ¿quién es? ¿Quién es en realidad?

—¿Es que todavía no lo has adivinado? —me pregunta—. Es la chica a la que ellos han entrenado para sustituirte.

***

—Esta salchicha está increíble —dice Thomas con la boca llena.

—Embutido —le corrige Jestine—. Nosotros lo llamamos embutido.

—¿Y por qué demonios lo llamáis así? —pregunta Thomas con expresión asqueada, aunque se traga el resto.

—No lo sé —se ríe Jestine—. Porque sí.

Apenas los estoy escuchando. Me meto cosas en la boca mecánicamente, tratando de no mirar a Jestine. La manera en que sonríe, su risa fácil, cómo ha logrado ganarse a Thomas a pesar de sus sospechas, todo eso se yuxtapone a las palabras de Gideon. Quiero decir que es… agradable. No nos ha ocultado nada, no nos ha mentido. Ni siquiera ha actuado como si valiera la pena molestarse en mentirnos. Y parece preocuparse por Gideon, aunque resulta obvio que es leal a la Orden.

—Estoy hasta arriba —exclama Thomas—. Voy a darme una ducha —se aparta de la mesa y vacila con expresión avergonzada—. Pero primero te ayudaré a recoger.

Jestine se ríe.

—Vete —le anima, y aparta la mano de Thomas de su plato—. Cas y yo podemos fregar los cacharros.

Después de cerciorarse de que lo dice en serio, se encoge de hombros al tiempo que me mira y sube las escaleras dando brincos.

—No parece muy preocupado por nada de esto —observa Jestine mientras recoge los platos y los lleva al fregadero. Y tiene razón. No lo está—. ¿Thomas es siempre tan… temerario? ¿Cuánto tiempo lleva contigo?

¿Temerario? Nunca había considerado a Thomas un temerario.

—Un tiempo —respondo—. Tal vez se esté acostumbrando.

—¿Te has acostumbrado tú?

Suspiro y me levanto para colocar las mermeladas y las jaleas de nuevo en la nevera.

—No. En realidad, no llegas a acostumbrarte.

—¿Cómo es? Me refiero a si estás siempre asustado —me da la espalda mientras me hace preguntas. Mi sustituta me está sonsacando información. Como si fuera a aconsejarla o a entrenarla antes de que pasen mis últimas dos semanas. Me mira por encima del hombro, expectante.

Respiro hondo.

—No. No es exactamente estar asustado. Te mantiene alerta. Supongo que es un poco como limpiar la escena del crimen. Solo que interactivo.

Jestine se ríe entre dientes. Se ha recogido el pelo hacia atrás para alejarlo del fregadero, y le cuelga a lo largo de la espalda como una larga cuerda de un dorado rojizo. Me recuerda el aspecto que tenía la noche que llegamos aquí, cuando saltó sobre nosotros. Tal vez tenga que acabar con esta chica.

—¿A qué viene esa sonrisa? —me pregunta.

—A nada —respondo—. ¿Es que no sabes ya cosas de los fantasmas? La Orden debe de habértelas enseñado.

—Supongo que he visto una buena cantidad de ellos. Estoy lista para defenderme, si me atacan —enjuaga una taza de café y la coloca en el escurreplatos—. Pero no como tú —sus manos se sumergen de nuevo en el agua jabonosa, y lanza un grito.

—¿Qué pasa?

—Me he cortado en un dedo —murmura, y lo levanta. Tiene un corte entre el primer nudillo y el segundo, y la sangre de color rojo brillante se mezcla con el agua, chorreando por su palma—. El plato de la mantequilla se ha desportillado. No es nada; el agua hace que parezca más.

Lo sé, pero aun así cojo un trapo y se lo envuelvo alrededor del dedo, presionándolo. Siento su pulso a través de la delgada tela mientras el corte palpita.

—¿Dónde están las tiritas?

—No es para tanto —me asegura—. Dejará de sangrar en un minuto. Aunque tal vez deberías acabar tú con los platos —sonríe—. No quiero que me escueza.

—Claro —respondo, y le devuelvo la sonrisa. Inclina la cabeza para rozar el corte con los labios y soplarlo, y me llega su perfume. Estoy todavía medio sujetando su mano.

De repente, suena el timbre de manera estridente; me aparto bruscamente y estoy a punto de arrancarle el paño. No sé por qué, pero durante un segundo, mi cerebro ha creído que podría ser Anna, y que aporrearía la puerta hasta echarla abajo con los puños cubiertos de venas negras, dispuesta a pillarme con los pantalones bajados. Pero solo estábamos fregando los cacharros. Y mis pantalones están firmemente sujetos.

Jestine sale a abrir la puerta y yo meto las manos en el agua jabonosa, tratando de pescar con cuidado el plato de la mantequilla roto. No me interesa en absoluto quién haya llamado. Lo único que importa es que no sea Anna, y aunque lo fuera, soy completamente inocente, y únicamente estoy restregando la sartén de los huevos. Pero Jestine empieza a elevar el tono de su voz, y le responde una chica. En la nuca se me erizan pelos que nunca imaginé que tuviera. Me estiro hacia atrás para echar un vistazo desde la esquina, justo a tiempo de ver a Carmel irrumpiendo en el recibidor.