La puerta se cierra suavemente tras de mí. Me sorprende, porque deseo correrla de golpe y que arme estruendo en su recorrido. Pero Gideon sigue en su estudio, pensando en silencio, o tal vez incluso dormitando, y el sonido de su voz en mi cabeza me dice que una pataleta así no servirá de nada.
—¿Cómo ha ido? —pregunta Thomas, sacando la cabeza de la cocina.
—Está echándose una siestecita —respondo—. ¿Qué te dice eso?
Al entrar en la cocina, encuentro a Thomas y a Jestine sentados juntos a la mesa, compartiendo una granada.
—Es mayor, Cas —dice ella—. Ya lo era la última vez que estuviste aquí. Dormitar no es nada fuera de lo común —coge una cucharada de fruta color púrpura y mastica cuidadosamente entre las semillas.
A mi derecha, Thomas muerde su granada y escupe las semillas en una taza.
—No hemos cruzado un océano para tener que estar esperando ni para montar en el London Eye —espeta. Al principio creo que lo dice pensando en mí, pero no. Tiene una expresión irritada y malhumorada; su pelo húmedo después de haberse duchado le da el aspecto de un gato casi ahogado.
—Oye —le digo—. No le arranques la cabeza a Jestine de un mordisco. No es culpa suya —Thomas arruga un labio, y Jestine sonríe.
—Lo que vosotros necesitáis es distraeros —sugiere ella, y se levanta de la mesa—. Vamos. Cuando volvamos, Gideon ya estará levantado.
***
Alguien debería explicarle a Jestine que las distracciones solo funcionan cuando no sabes que te están distrayendo. Y alguien debería explicárselo a Thomas también, porque parece ajeno a todo excepto a ella; están hablando animadamente de proyecciones astrales o algo así. No estoy realmente seguro. La conversación ha dado al menos seis vuelcos desde que salimos del metro en la estación de London Bridge, y no me he preocupado de seguir el hilo. Jestine se lo ha ganado charlando de brujería. El hecho de que sea una chica atractiva también ha ayudado. Quién sabe, tal vez le ayude a superar lo de Carmel.
—Vamos, Cas —Jestine alarga la mano hacia atrás y me arrastra por la camisa—. Ya casi estamos allí.
El «allí» al que se refiere es la Torre de Londres, la fortaleza con aspecto de castillo situada en la orilla norte del Támesis. Es un lugar turístico e histórico, y el escenario de numerosas torturas y ejecuciones, desde la de lady Jane Grey hasta la de Guy Fawkes. Al mirarla mientras atravesamos el puente de la Torre, me pregunto cuántos alaridos habrán rebotado contra sus muros de piedra. Cuánta sangre recuerda el suelo. Solían colocar las cabezas cortadas en picas y exponerlas en el puente hasta que caían al río. Bajo la mirada hacia el agua parduzca. En algún lugar ahí debajo podría haber huesos antiguos tratando todavía de salir del limo.
Jestine compra las entradas y entramos. Nos dice que no es necesario esperar a la visita guiada; ha estado aquí lo bastante a menudo como para recordar todas las partes interesantes. La seguimos mientras nos guía a través de los diferentes pisos, contándonos historias sobre los gordos cuervos negros que se bambolean por el césped. Thomas escucha, sonríe y hace algunas preguntas educadamente, pero la historia no le atrapa. Unos diez minutos después, le pillo contemplando melancólicamente, con expresión abatida, la larga melena rubia de Jestine. Le recuerda a Carmel, aunque no debería; la de Jestine está salpicada con mechas de color rojo intenso. En realidad, no se parece en nada a Carmel. Los ojos de Carmel son cálidos y marrones. Los de Jestine parecen cristal verde. La belleza de Carmel es clásica, mientras que Jestine es simplemente llamativa.
—Cas, ¿me estás escuchando? —sonríe, y yo me aclaro la garganta. Me había quedado con la mirada fija.
—En realidad, no.
—¿Habías estado aquí antes?
—Una vez. Ese verano que vine de visita, Gideon nos trajo a mi madre y a mí. No te sientas mal. Entonces me resultó bastante aburrido también —perdiendo el tiempo de este modo, mi mente regresa a Anna. En mi imaginación, está sufriendo, y yo sufro con ella. Invento lo peor, cada dolor que soy capaz de concebir, para torturarme. Es la única penitencia que puedo cumplir, hasta que la saque de allí.
Detrás de nosotros, uno de los beefeaters que guían las visitas encabeza un grupo de turistas y hace comentarios irónicos que arrancan risas afables de sus gargantas, utilizando las mismas bromas que dice una docena de veces al día. Jestine me mira en silencio. Después de unos segundos, nos conduce hacia adelante, en dirección a la Torre Blanca.
—¿No podíamos haber ido a algún sitio que tuviera menos escaleras? —pregunta Thomas después de recorrer el tercer piso. Está lleno de escudos, estatuas de caballos y caballeros con cota de malla y armadura. Los niños lanzan exclamaciones y señalan con los dedos. Sus padres, también. La torre vibra con las pisadas y las conversaciones. Hace calor debido a la temperatura de junio y al exceso de cuerpos, y el zumbido de las moscas resulta audible.
—¿Oís ese zumbido? —pregunta Thomas.
—Moscas —respondo yo, y él me mira.
—Sí, pero ¿qué moscas?
Miro a mi alrededor. El zumbido es lo suficientemente alto como para recordar el interior de un establo, pero no hay ninguna mosca. Y nadie más parece darse cuenta. Hay también un olor empalagoso y metálico. Lo reconocería en cualquier parte. Sangre antigua.
—Cas —dice Thomas en voz baja—. Vuélvete.
Cuando me giro, me encuentro frente a una vitrina con armas viejas. No las han limpiado ni pulido, y están cubiertas con sangre reseca y trozos de tejido. En el extremo de una larga maza con clavos, hay un trozo de cuero cabelludo y pelos colgando. La utilizaron para destrozarle la cabeza a alguien. El zumbido de las moscas fantasma empuja a Thomas a golpear el aire con la mano, aunque no sean reales. A nuestro alrededor, el resto de la muestra es igual. Una vitrina detrás de otra llena de reliquias de guerra salpicadas y manchadas de rojo. Bajo la armadura de uno de los caballeros, cuelga un trozo enrollado de intestino color rosa plástico. Mi mano se dirige hacia mi bolsillo, hacia el áthame, y siento que Jestine me toca la espalda.
—No vayas a sacar eso otra vez —me advierte.
—¿Qué está pasando aquí? —le pregunto—. No era así cuando nosotros vinimos.
—¿Las utilizaban de este modo? —quiere saber Thomas—. ¿Realmente pasó esto?
Jestine recorre con la mirada la truculenta muestra y se encoge de hombros.
—No lo sé. Es bastante probable. Aunque, tal vez no. Podría ser simplemente un espectáculo, la ira impotente de las docenas de cosas muertas que circulan por este lugar como una corriente. Son tantos que carecen de voces propias. Ya no tienen idea de quiénes son. Simplemente se manifiestan, de este modo.
—¿Recuerdas que pasara esto cuando estuviste aquí, Cas? —me pregunta Thomas. Yo niego con la cabeza.
—Creía que habrías sintonizado con ello al instante —dice Jestine—. Aunque, tal vez no te enseñaron cómo. La mayoría de la gente no puede verlo, por supuesto, pero la última vez que vine aquí, una niña pequeña entró y empezó a llorar. Nadie pudo hacerla callar. No decía qué la disgustaba, pero yo sabía qué era. Recorrió esta sala con su familia, llorando, mientras ellos intentaban que mirara al caballero destripado, como si fuera a ponerla contenta.
Thomas traga saliva.
—Qué inquietante.
—¿Cuándo lo viste tú por primera vez? —le pregunto.
—Mis padres me trajeron aquí cuando tenía ocho años.
—¿Lloraste?
—Nunca —responde ella, y alza la barbilla—. Pero luego, lo comprendí —ladea la cabeza hacia la puerta—. Bueno, ¿queréis conocer a la reina?
***
La reina se encuentra en la capilla. Está sentada en la primera fila, en silencio, apartada hacia la izquierda. Una oscura melena castaña cae sobre su espalda, y su cuerpo se mantiene erguido, sujeto dentro de un corpiño. Incluso desde atrás, a diez metros de distancia, resulta indudable que está muerta.
En estos momentos, la capilla se encuentra en el intervalo entre dos visitas; cuando entramos, una pareja joven estaba terminando de tomar una fotografía de la vidriera. Ahora estamos solos.
—No sé qué reina es —dice Jestine—. La mayoría asegura que se trata del fantasma de Ana Bolena, la segunda esposa de Enrique VIII. Pero podría ser lady Jane Grey. No habla. Y no se parece a ninguno de los retratos.
Es extraño. Delante de mí hay una mujer muerta igual a las docenas de mujeres muertas que he visto. Pero esta es una reina, y una famosa. Si es posible quedarse deslumbrado con los muertos, entonces supongo que eso es lo que me está sucediendo.
Jestine se desliza hacia la parte trasera de la capilla, cerca de la puerta.
—¿Responde si le hablas? —le pregunto. Probablemente, no. No es corpórea; si lo fuera, todo el mundo la vería, y la pareja que estaba tomando fotografías ignoraba que tuvieran compañía. Aunque, tal vez aparezca en algunas de las imágenes al revelarlas y les proporcione una buena historia que contar a sus amigos y vecinos.
—A mí no —contesta Jestine en un susurro, mientras la reina se gira, lentamente, para dirigir su mirada hacia mí. Se mueve de manera regia, o cuidadosa. Tal vez ambas. Está manteniendo en equilibrio sobre el cuello su cabeza seccionada. Por debajo del corte, solo se ve sangre, aunque hay algo más. Escucho el susurro de su vestido contra el banco. Ha dejado de ser solamente vapor.
Nunca he visto los retratos que ha mencionado Jestine, así que no puedo hablar de ningún parecido. Tiene un cuerpo muy pequeño y los labios delgados, y está pálida. Sus ojos son lo único hermoso, oscuros y limpios. Muestra una delicada dignidad, y una ligera conmoción. Es la reacción que tendría cualquier reina si de repente se encontrara frente a un muchacho con el pelo sobre los ojos y la ropa arrugada.
—¿Debería hacer una reverencia o algo así? —pregunto por la comisura de la boca.
—Deberías darte prisa, eso es lo que deberías hacer —replica Jestine, echando un vistazo a través de la puerta—. El próximo grupo de visita aparecerá por aquí en dos minutos.
Thomas y yo intercambiamos una mirada.
—¿Darme prisa para hacer qué? —le pregunto.
—Para enviarla al otro lado —susurra Jestine, y arquea las cejas—. Usa el áthame.
—¿Ha matado a gente? —pregunta Thomas—. ¿Ha hecho daño a alguien?
Lo dudo. Dudo siquiera que haya asustado a nadie. No me puedo imaginar que esta muchacha, esta reina en otro tiempo, haya supuesto jamás una amenaza para ninguna persona. Está seria, y extrañamente en paz. Resulta difícil de explicar, pero creo que encontraría la idea burda e inapropiada. Pensar en apuñalarla, o en «enviarla al otro lado», como al parecer lo llama Jestine, me sonroja.
—Salgamos de aquí —mascullo, y me dirijo hacia la puerta. Por el rabillo del ojo, atisbo a Thomas insinuando una extraña reverencia mientras me sigue. Vuelvo la vista atrás una vez más. La reina ya no está mirándonos. Mora en su iglesia sin preocuparse por los vivos, manteniendo en equilibrio la cabeza sobre su cuello anómalo.
—¿Me he perdido algo? —pregunta Jestine una vez que estamos de nuevo al aire libre. Los conduzco rápidamente hacia la salida. Gideon debe de haberse despertado ya, y yo estoy harto de este sitio—. Oye —exclama, agarrándome el brazo—. ¿Te he ofendido? ¿He hecho algo fuera de lugar?
—No —respondo. Inhalo profundamente y exhalo. Jestine es intrépida, y un poco agresiva. Pero trato de no olvidar el hábito por el que ya se disculpó antes: el de ir siempre con los puños por delante, sin pensar—. Es solo que… yo no «envío al otro lado» a ningún fantasma a menos que sea una amenaza para los vivos.
La expresión de su rostro es de auténtica sorpresa.
—Pero ese no es tu propósito.
—¿Cómo?
—Tú eres el instrumento. El que empuña el arma. Es la voluntad del arma lo que importa. No la tuya. Y el áthame no hace distinciones.
Estamos parados ante los escalones que hay junto a la puerta de salida, uno frente al otro. Sus palabras han sonado cargadas de convicción. De fe. Probablemente le hayan inculcado esa norma desde que tiene conciencia. Su forma de mirarme, directamente a los ojos, es un reto a decirle lo contrario. Aunque no fuera a cambiar su parecer.
—Bueno, yo soy el que lo empuña, como tú dices. Mi sangre está en su hoja. Así que ahora que soy yo el que lo utiliza, supongo que el áthame hace distinciones.
—Espera un segundo —interviene Thomas—. ¿Ella es miembro de la…?
—De la Orden del Bla Bla Bla. Sí, creo que sí.
Jestine alza la barbilla. No ha hecho nada para disimular el moratón del mentón. Ni ponerse maquillaje, ni nada. Aunque tampoco lo luce como una medalla.
—Por supuesto que lo soy —afirma con una sonrisa—. ¿Quién crees que te envió la fotografía?
Thomas se queda ligeramente boquiabierto.
—¿No te preocupó que a tu tío pudiera fastidiarle? —le pregunto. Jestine se encoge de hombros. Creo que se encoge de hombros incluso más que yo.
—La Orden creyó que había llegado el momento de que lo supieras —responde—. Pero no te enfades demasiado con Gideon. Lleva décadas sin ser un verdadero miembro.
Debió de desvincularse al mismo tiempo que mi padre.
—Si él ya no pertenece a la Orden, ¿qué vamos a hacer? —pregunta Thomas.
—Oh, yo no me preocuparía por eso —responde Jestine—. Os estábamos esperando.
***
De pie en su estudio, Gideon nos mira fijamente a los tres durante largo rato. Cuando sus ojos finalmente se detienen, lo hacen sobre Jestine.
—¿Qué les has contado? —le pregunta.
—Nada que no supieran ya —responde ella.
Siento que Thomas me lanza una mirada, pero no se la devuelvo. Solo haría que acrecentara la sensación de vértigo hitchcockiano que me ha estado subiendo lentamente por la garganta desde que abandonamos la Torre de Londres.
Tengo la impresión de que no tenemos nada que ver con este espectáculo. Todo el mundo parece saber más que yo, y ser el que menos información maneja está empezando a fastidiarme.
Gideon respira hondo.
—Este es el punto en el que es posible el retorno, Teseo —me dice, y baja la mirada hacia el escritorio. Como de costumbre, tiene razón. Lo noto. Lo he sentido desde que decidí venir aquí. Pero aquí estamos. Este es el último momento, el último segundo, en el que podría darme la vuelta; Thomas y yo regresaríamos a Thunder Bay y nada cambiaría. Permaneceríamos como hasta ahora, y Anna seguiría donde está.
Echo una ojeada a Jestine. Sus ojos están dirigidos hacia el suelo, pero tiene una curiosa expresión de astucia en el rostro. Como si tuviera claro que el punto de retorno quedó atrás hace varios países.
—Simplemente dime —respondo— ¿qué es exactamente la Orden de… la Daga Negra? —Jestine arruga la nariz al escuchar mi versión traducida, pero no estoy de humor para balbucear ni para pronunciar chapuceramente el gaélico.
—Son los descendientes de los que crearon el cuchillo —responde Gideon.
—Como yo —le digo.
—No —replica Jestine—. Tú eres el descendiente del guerrero al que lo vincularon.
—Estos son los descendientes de los que le otorgaron su poder. Magos. Solían llamarlos druidas y adivinos. Ahora no reciben ningún nombre en especial.
—Y tú eras uno de ellos —añado, pero él niega con la cabeza.
—Tradicionalmente, no. Me admitieron después de que entablara amistad con tu padre. Mi familia tiene relación con ellos, por supuesto. La mayoría de las familias antiguas la tiene; tras miles de años casi todo se diluye y se pervierte —Gideon sacude la cabeza, se queda abstraído. Suena como si estuvieran por todas partes, aunque a mí me ha costado diecisiete años encontrarlos.
Tengo la sensación de que me hubieran dado vueltas con los ojos tapados, para luego descubrírmelos y empujarme hacia la luz del día. Nunca me imaginé que fuera un forastero para este antiguo club. Pensé que yo era el club. Yo solo. Mi sangre. Mi cuchillo. Y ya.
—¿Qué pasa con los áthames de la fotografía, Gideon? ¿Son simples imitaciones? ¿O hay otros ahí fuera como el mío?
Gideon extiende una mano.
—¿Podrías dejármelo, Teseo? Solo un momento.
Thomas sacude la cabeza, pero no pasa nada. Siempre había sabido que Gideon tenía secretos. Debe de ocultar muchos más aparte de este. Pero eso no significa que no confíe en él.
Alargo la mano hacia mi bolsillo trasero, deslizo el áthame fuera de su funda con los dedos, y le doy la vuelta suavemente para colocar el mango en la palma de Gideon. Él lo recoge con solemnidad y se vuelve hacia una oscura estantería de roble. Abre y cierra cajones. Está manipulando algo a escondidas, pero aún vislumbro el destello del acero. Cuando se gira de nuevo hacia nosotros, lleva una bandeja en las manos y sobre ella, cuatro cuchillos, todos idénticos. Réplicas exactas de mi áthame.
—Los áthames tradicionales de la Orden —nos explica Gideon—. No valen un pimiento, como diríais vosotros, y… no. No son como el tuyo. No hay otros como el tuyo —Gideon le hace un gesto a Jestine, le indica con los dedos que se acerque. Cuando ella lo hace, su rostro muestra tal reverencia que estoy a punto de soltar una carcajada sarcástica. Aunque al mismo tiempo me siento un poco avergonzado. Parece tan… respetuosa. No sé si alguna vez habré mirado el áthame de esa manera.
Gideon deja la bandeja al borde de su escritorio y recoloca los cuchillos, mezclándolos como un trilero. Cuando Jestine se sitúa frente a la bandeja, él se yergue y le ordena que seleccione el de verdad.
Aunque mi áthame jamás ha sufrido ningún desperfecto, y no tiene mellas ni marcas que lo diferencien del resto, yo lo distingo inmediatamente. Es el tercero empezando por la izquierda. Lo siento con tal fuerza que es como si estuviera haciéndome señas. Jestine no tiene ni idea, pero sus ojos verdes brillan ante el desafío. Tras unas cuantas respiraciones profundas, extiende la mano sobre la bandeja y la mueve lentamente de un lado a otro. Mi pulso se acelera cuando vacila sobre uno que no es. No quiero que acierte. Es ruin, pero no quiero.
Jestine cierra los ojos. Gideon está conteniendo el aliento. Tras treinta segundos de tensión, sus ojos se abren de repente y sonríe, antes de bajar la mano hacia la bandeja y coger mi cuchillo.
—Bien hecho —dice Gideon, aunque no parece satisfecho. Jestine asiente con la cabeza y me devuelve el áthame. Lo deslizo dentro de su funda y mientras lo hago, intento no parecer un niño con un juguete roto.
—Todo esto está muy bien —digo yo—, pero ¿qué tiene que ver con nuestro asunto? Decidme, ¿la Orden sabe cómo pasar al otro lado, o no?
—Por supuesto que sabe —replica Jestine. Cualquiera que haya sido el truco de salón que ha utilizado para identificar mi cuchillo le ha iluminado el rostro—. Ya lo han hecho otras veces. Y lo harán de nuevo por ti, si estás dispuesto a pagar el precio.
—¿Qué precio? —preguntamos Thomas y yo al unísono, pero ellos mantienen los labios apretados, ignorando nuestra pregunta como si no hubiera sido formulada.
—Contactaré con ellos —dice Gideon, y cuando Jestine le mira, él lo repite con más firmeza. No ha dirigido sus ojos hacia mí en ningún momento y se ha mantenido concentrado en los cuchillos falsos, limpiándolos con un trapo suave como si fueran algo importante, antes de colocarlos de nuevo en sus cajones—. Descansa un poco, Teseo —me dice, insinuando por el tono que voy a necesitarlo.
Arriba, en la habitación de invitados, Thomas y yo nos sentamos en nuestras respectivas camas sin decir palabra. Thomas está inquieto por todo esto. No se lo reprocho. Pero no he llegado tan lejos para quedarme sin hacer nada. Anna sigue esperándome. Aún puedo escuchar su voz, y sus gritos.
—¿Qué crees que va a hacer la Orden? —me pregunta.
—Ayudarnos a abrir una puerta hacia el infierno, si tenemos suerte —respondo. Suerte. Ja, ja. Qué ironía.
—Jestine dijo que habría un precio. ¿Lo sabe seguro? ¿Tienes idea de qué será?
—En absoluto. Pero siempre hay un precio; tú lo sabes bien. ¿No es eso lo que tratáis de hacer siempre los brujos? ¿Dar y tomar, equilibrar las cosas, tres pollos por medio kilo de mantequilla?
—Yo nunca he dicho nada sobre intercambiar comida —protesta, pero en su voz distingo una sonrisa. Tal vez debería enviarle a casa mañana. Antes de que acabe herido, o se involucre en algo que después de esta noche parece solo asunto mío.
—¿Cas?
—¿Sí?
—No creo que debas confiar en Jestine.
—¿Por qué no? —le pregunto.
—Porque —responde bajito—, cuando estaba haciendo ahí abajo lo de los áthames en fila, estaba pensando en cuánto lo deseaba. En que era suyo.
Parpadeo. ¿Y qué?, es el exabrupto que me sale. Es un deseo inalcanzable. Una fantasía. El áthame es mío, y siempre lo será.
—¿Thomas?
—¿Sí?
—¿Podrías haber distinguido el áthame en esa bandeja?
—Nunca —responde—. Ni en un millón de años.