La chica se da la vuelta y se aleja de inmediato. Sin más, como si hace dos minutos no nos hubiera tendido una emboscada en la calle y hubiera tratado de matarme. Pretende que la sigamos, imagina que lo haremos, si es que queremos llegar a casa de Gideon antes de que nuestras piernas no resistan más. Y la seguimos, pero con reservas. Por su manera de comportarse, y también por el ataque, podría decirse que tiene agallas, o como poco que es una descarada. ¿No es esa la palabra que utilizaría Gideon?
—Os habéis pasado solo dos calles —nos dice—. Pero en esta zona, dos calles pueden suponer una gran diferencia —su mano señala hacia la derecha y nos desviamos juntos—. Por aquí están las casas de verdad.
Mantengo la mirada fija en su espalda. Bajo la gorra de cuadros escoceses, aparece una apretada trenza de pelo rubio. Hay confianza en sus pasos y en su manera de no prestarnos atención alguna, aunque estemos detrás de ella. En la acera, bajo la luz de la farola, no se ha disculpado. Tampoco parecía lo más mínimamente avergonzada. Ni por atacarnos, ni por perder.
—¿Quién eres? —le pregunto.
—Gideon me envió a buscaros a la estación —no es exactamente una respuesta. Una a medias. Bueno, algo.
—Mi madre le contó que veníamos.
Se encoge de hombros.
—Tal vez sí. Tal vez no. Hubiera dado lo mismo. Gideon lo habría sabido. Tiene maneras de enterarse de todo. ¿No crees?
—¿Por qué nos atacaste? —pregunta Thomas. Pronuncia las palabras con los dientes apretados. Sigue acribillándome con la mirada. No cree que debamos confiar en ella. Y no confío en ella. Solamente la estoy siguiendo porque estamos perdidos.
Se ríe; con una risa cantarina e infantil, pero sin ser aguda.
—No tenía intención de hacerlo. Pero entonces alardeaste con ese cuchillo, a lo Cocodrilo Dundee. No pude resistirme a armar un poco de follón —gira ligeramente el cuerpo y nos lanza una sonrisilla de granuja—. Quería ver de lo que estaba hecho el asesino de fantasmas.
Parece absurdo, pero parte de mí desea explicarse, decir que estaba confuso por el desfase horario y que había dormido solo una hora. Aunque no debería tratar de impresionarla. No lo hago. Es su sonrisa engreída lo que me empuja a pensar eso.
La calle en la que nos encontramos ahora me resulta más familiar que las otras. Estamos pasando junto a casas con cercas de ladrillo y verjas de hierro de poca altura, setos bien podados alrededor y bonitos coches aparcados en el camino de acceso. Una luz blanca y amarilla se escabulle entre las cortinas corridas, y en torno a los cimientos hay parterres de flores, cuyos pétalos aún no se han cerrado para la noche.
—Hemos llegado —anuncia, deteniéndose tan de repente que casi tropiezo con ella. La curva de su mejilla me indica que lo ha hecho a propósito. Esta chica está acabando rápidamente con mi paciencia. Pero cuando me sonríe, tengo que contener mi propia sonrisa. Quita el pestillo de la verja y la mantiene abierta con un exagerado gesto de bienvenida. Me detengo un segundo, lo suficiente para darme cuenta de que la casa de Gideon apenas ha cambiado, o tal vez nada. Entonces la chica trota hasta la fachada para llegar a la puerta. La abre y la franquea sin llamar.
Nos apretujamos en el recibidor de Gideon, montando tal alboroto que dejaríamos en evidencia a los búfalos de agua; golpeamos las maletas contra las paredes y hacemos chirriar los zapatos sobre el suelo de madera. Frente a nosotros, al otro lado de un estrecho pasillo, está la cocina. Vislumbro una tetera en el fuego, expulsando vapor. Gideon nos ha estado esperando. Su voz me llega antes de que vea su rostro.
—¿Por fin los encontrarse, querida? Estaba a punto de llamar a Heathrow para preguntar por el vuelo.
—Se desviaron un poco —responde la chica—. Pero están de una pieza.
No gracias a ti, pienso, pero entonces aparece Gideon por el rincón y al verlo en carne y hueso por primera vez en unos diez años, me quedo paralizado.
—Teseo Casio Lowood.
—Gideon.
—No deberías haber venido.
Trago saliva. Su avanzada edad no ha restado gravedad a su voz, ni rigidez a su espalda.
—¿Cómo supiste que estaba en camino? —le pregunto.
—De la misma manera que sé todo —responde él—. Tengo espías por todas partes. ¿Es que no has visto cómo se mueven los ojos en los cuadros de tu casa?
No sé si sonreír o no. Era una broma, aunque no ha sonado como tal. Hace más de diez años que no he estado aquí, y tengo la sensación de que me fueran a echar.
—Eh, yo soy Thomas Sabin —interviene Thomas. Bien pensado. Gideon solo es capaz de permanecer unos segundos de pie en la cocina antes de que sus modales británicos le dominen. Se acerca para darle la mano.
—Ese de ahí es peligroso —dice la chica desde la cocina, donde permanece con los brazos cruzados sobre el pecho. Ahora que hay más luz veo que es aproximadamente de nuestra edad, o algo más joven. Tiene los ojos vivaces y de color verde oscuro—. Pensé que iba a reventarme el corazón. Creo que dijiste que no se relacionaba con hechiceros de magia negra.
—No soy un hechicero de magia negra, ni nada parecido —replica Thomas. Se ruboriza, aunque al menos no arrastra los pies.
Finalmente, Gideon me mira de nuevo, y no puedo evitar bajar los ojos de golpe al suelo. Tras lo que parecen horas y un suspiro cansado, me da un abrazo. Los años no han disminuido tampoco su fuerza. Aunque resulta extraño el ser lo bastante alto para que mi cabeza sobresalga por encima de su hombro, en vez de quedar aplastada contra su estómago. Me produce tristeza, pero no sé por qué. Tal vez porque haya pasado tanto tiempo.
Cuando se aparta, la expresión dura de su mandíbula no puede tapar el cariño que transmiten sus ojos. Aunque lo intenta.
—No has cambiado nada —me dice—. Solo has crecido un poco. Tendrás que perdonar a Jessy —se gira ligeramente y hace un gesto a la chica para que se acerque—. Tiene la costumbre de sacar los puños primero —cuando Gideon le tiende el brazo, ella se entrega suavemente al abrazo—. Como imagino que habrá sido lo suficientemente grosera para no hacerlo ella misma, la presentaré yo. Teseo, esta es Jestine Rearden. Mi sobrina.
Lo único que se me ocurre decir es:
—No sabía que tuvieras una sobrina.
—No hemos tenido mucha relación —Jestine se encoge de hombros—. Hasta hace poco —Gideon la sonríe, aunque con una sonrisa que parece un picahielos. Es un gesto sincero pero al mismo tiempo no lo es, y por mi mente surca la idea de que esta tal Jestine no es en absoluto la sobrina de Gideon, sino su novia o algo así. Pero eso no me parece bien. De hecho, me entran unas ligeras ganas de vomitar.
—Danos un minuto, ¿quieres, cariño? Estoy seguro de que Thomas y Teseo necesitan descansar un poco.
Jestine asiente con la cabeza y sonríe sin mostrar los dientes. Sus ojos se detienen en mí, joviales e inquisitivos. ¿Qué está mirando? Todo el mundo tiene este aspecto tan cutre después de un vuelo internacional. Cuando se marcha sin despedirse, Thomas suelta bien alto a su estela: «Buenas noches», y deja los ojos en blanco. Independientemente de quién sea ella, ha logrado entrar a formar parte de su lista negra.
Después de que Thomas y yo dediquemos unos minutos a llamar a Morfran y a mi madre para asegurarles que hemos llegado a salvo, Gideon nos conduce escaleras arriba, hacia la habitación de invitados donde me alojé cuando era un niño y mi madre, mi padre y yo compartimos un verano con él.
—¿Esto es todo? —le digo—. ¿No vas a preguntarme por qué estoy aquí?
—Sé por qué has venido —responde Gideon enigmáticamente—. Podéis dormir en la habitación de invitados. Y por la mañana, os marcharéis a casa.
***
—Maldito comité de bienvenida —gruñe Thomas después de que hayamos acarreado las maletas hasta la habitación del segundo piso, y tengo que reprimir una sonrisa. Cuando está disgustado, habla exactamente igual que Morfran—. No sabía que tuviera una sobrina.
—Yo tampoco —respondo.
—Vaya un torbellino —Thomas ha colocado su maleta a los pies de la mejor cama. Curiosamente, la habitación parece preparada para nosotros, con dos camas en vez de una de matrimonio como cabría esperar en cualquier habitación de invitados. Entonces, Gideon sabía que veníamos. Thomas retira el edredón hacia abajo y se sienta, empujando cada zapato con los dedos del pie contrario para sacárselo.
—Aparte de eso, ¿qué fue lo que me hizo? —le pregunto.
—Algún tipo de maldición. No lo sé. No era algo muy habitual.
—¿Me hubiera matado?
Quiere responder que sí, pero Thomas es sincero incluso cuando está de mal humor.
—No, siempre que hubiera parado una vez que te hubieras desmayado —dice por fin—. Aunque, quién sabe si habría parado.
Lo habría hecho. Había algo en la manera en que saltó sobre nosotros, en cómo lanzaba los puñetazos; era simple práctica, una mera prueba. Lo percibí en el tono de su voz y en la forma en que se rindió. Le divirtió haber perdido.
—Conseguiremos nuestras respuestas por la mañana —le aseguro, retirando mi edredón.
—No me gusta esto. No me siento seguro en esta casa. Voy a ser incapaz de dormir. Tal vez deberíamos hacerlo por turnos.
—Thomas, nadie va a hacernos daño aquí —le tranquilizo mientras me quito los zapatos y me meto en la cama—. Además, estoy seguro de que podrías detenerla si lo intentara. Por cierto, ¿dónde aprendiste ese hechizo?
Se encoge de hombros sobre la almohada.
—Morfran me ha enseñado mi ración de magia negra —cierra la boca en una línea apretada—. Pero no me gusta utilizarla. Me fastidia y me siento falso —me lanza una mirada acusadora—. Sin embargo a ella no parecía suponerle ningún problema.
—Hablemos de eso por la mañana, Thomas —le pido. Él gruñe un poco más, pero a pesar de lo que ha dicho sobre no sentirse seguro, empieza a roncar treinta segundos después de que las luces se hayan apagado. En silencio, deslizo el áthame bajo mi almohada y trato de imitarle.
***
A la mañana siguiente, cuando bajo al primer piso, Jestine está en la cocina. Está de espaldas a mí mientras friega los cacharros y no se vuelve, aunque siente que estoy ahí. Hoy no lleva la gorra puesta, y alrededor de medio metro de pelo dorado oscuro cae sobre su espalda. Unas mechas rojizas lo salpican como cintas.
—¿Te preparo algo para desayunar? —me pregunta.
—No, gracias —respondo. Hay cruasanes en un cestillo sobre la mesa. Cojo uno y corto un extremo.
—¿Quieres mantequilla? —me pregunta, y se vuelve. Tiene un enorme y oscuro moratón en el mentón. Se lo hice yo. Recuerdo cómo fue, cómo ella se encogió. Cuando ocurrió, ignoraba quién era. Ahora el moratón me mira fijamente como una acusación. Pero ¿por qué tengo que sentirme mal? Ella me atacó, y obtuvo lo que se merecía.
Se acerca al armario y saca un platillo y un cuchillo de untar, luego coloca un recipiente con mantequilla sobre la mesa y se zambulle en la nevera en busca de la mermelada.
—Siento lo de la cara —me disculpo, y hago un gesto vago hacia el moratón.
Ella sonríe.
—No es cierto. Igual que yo tampoco siento haberte dejado sin aire en los pulmones. Tenía que ponerte a prueba. Y francamente, no me impresionaste demasiado.
—Estaba aturdido por el desfase horario.
—Excusas, excusas —se apoya sobre la encimera y desliza un dedo por una de las presillas de sus vaqueros—. He oído hablar de ti desde que tenía edad suficiente para escuchar. Teseo Casio, el gran cazador de fantasmas. Teseo Casio, el que empuña el arma. Y cuando te conozco, te pateo el culo en un callejón —sonríe—. Pero supongo que si hubiera estado muerta, habría sido otra historia.
—¿Quién te ha hablado de mí? —le pregunto.
—La Orden del Biodag Dubh —responde, con un destello verde en los ojos—. Por supuesto, de los actuales miembros, Gideon es el que sabe los mejores relatos.
Corta un trozo de cruasán y se lo mete en la boca, masticándolo en un carrillo como una ardilla. La Orden del Biodag Dubh. Hasta hace unos días jamás había oído hablar de ella. Ahora aparece de nuevo, y esta vez pronunciada correctamente. Me resulta difícil evitar el temblor en la voz.
—¿La orden del qué? —pregunto, alcanzando la mantequilla—. ¿Del Beedak Dube?
Ella sonríe con superioridad.
—¿Te estás burlando de mi acento?
—Un poco.
—Ah. ¿O te estás haciendo el tonto?
—Un poco también —desvelar demasiado sería un error. Sobre todo porque lo que estaría desvelando es que no sé prácticamente nada.
Jestine se vuelve hacia el fregadero y sumerge las manos en el agua, terminando con los últimos platos.
—Gideon ha salido a por algunas cosas para el almuerzo. Quería regresar antes de que os despertarais —vacía el fregadero y se seca las manos en un paño—. Oye, siento si asusté a tu amigo. Para ser sincera, no creí que fuera capaz de vencerte —se encoge de hombros—. Es como dice Gideon. Siempre voy con los puños por delante.
Asiento con la cabeza, pero Thomas va a necesitar una disculpa mejor que esa.
—¿Quién te enseñó a hacer magia? —le pregunto—. ¿La Orden?
—Sí. Y mis padres.
—¿Y quién te enseñó a pelear?
Alza la barbilla y responde:
—No necesité que me enseñaran mucho. Algunas personas simplemente tienen facilidad para ello, ¿no es así?
Esta chica provoca un nudo de inquietud en mi interior que tira en sentidos opuestos. Hacia un lado, me dice que es la sobrina de Gideon, y que puedo confiar en ella solo por eso. Hacia el otro, me asegura que, sea su sobrina o no, Gideon no podría controlarla. Nadie podría. Tiene intenciones ocultas escritas por todo el cuerpo.
Thomas está deambulando por el segundo piso. Escuchamos el crujido de sus pisadas y el tumulto del agua cuando abre la ducha. Resulta extraño estar aquí. Es casi como una experiencia extrasensorial, o como soñar despierto. La mayoría de las cosas siguen igual que como las recordaba, hasta la disposición de los muebles. Pero otras han cambiado por completo. La presencia de Jestine, por ejemplo. Se mueve por la cocina, limpiando, pasando un trapo por los cacharros. Parece estar en su casa; como si fuera familia de Gideon. No sé por qué, pero esa sensación de pertenencia me hace añorar a mi padre como no lo había hecho en años.
La puerta se abre, y unos segundos después Gideon entra con andar pesado en la cocina. Jestine coge la bolsa de la compra y empieza a vaciarla.
—Teseo —dice Gideon, volviéndose—. ¿Cómo has dormido?
—Estupendamente —respondo con una educada mentira. A pesar del desfase horario y del absoluto agotamiento, había demasiada inquietud en el ambiente. Permanecí despierto hasta que el tiempo dejó de existir, escuchando el suave ronquido de Thomas. Cuando llegó el sueño, fue ligero y cargado de amenazas.
Gideon me examina. Aún parece joven. Quiero decir que tiene aspecto mayor, pero no mucho más viejo que hace diez años, y en mi opinión eso es joven. Lleva las mangas de su camisa gris enrolladas hasta el codo, sobre unos pantalones color caqui. Es un estilo algo desenfadado, como de Indiana Jones jubilado. Me siento arrepentido de haber estado a punto de acusarle de pertenecer a una sociedad secreta, y de ser un mentiroso y un traicionero.
—Supongo que deberíamos hablar —comenta, y me indica con un gesto que salgamos de la cocina.
Cuando llegamos al estudio, cierra las puertas a nuestras espaldas; respiro hondo. Dicen que los olores son lo que se recuerda con mayor intensidad. Lo creo. El cerebro nunca olvida un olor característico, y el aroma de los libros antiguos y encuadernados en cuero que llenan esta habitación es absolutamente característico. Echo un vistazo a las estanterías, empotradas en las paredes y abarrotadas no solo con libros de ocultismo, sino también con copias de los clásicos: entre los montones destacan Alicia en el país de las maravillas, Historia de dos ciudades y Anna Karenina. La antigua escalera deslizante sigue también ahí, descansando en el rincón, esperando a que alguien se suba a ella. O a que la use, supongo.
Me vuelvo con una gran sonrisa en el rostro, sintiéndome como si tuviera cuatro años, pero la sensación se desvanece rápidamente cuando veo cuánto se han resbalado las gafas de Gideon sobre su nariz. Esta va a ser una de esas conversaciones en las que se dicen cosas que nunca se olvidan, y me sorprende descubrir que no quiero tenerla aún. Sería bonito revivir momentos, escuchar antiguas historias de Gideon sobre mi padre, y salir juntos por ahí. Sería bonito.
—Sabías que iba a venir —empiezo—. ¿Intuyes por qué?
—Imagino que gran parte del mundo paranormal sabe por qué estás aquí. Tu investigación ha sido tan sutil como una estampida de elefantes —hace una pausa y se coloca las gafas—. Pero eso no responde a tu pregunta. Podría decirse que sé lo que andas buscando. Aunque no exactamente por qué has venido.
—Para pedirte ayuda.
Gideon deja escapar una sonrisa.
—¿Qué tipo de ayuda crees que podría prestarte?
—El tipo de ayuda que nos permita a Thomas y a mí abrir una puerta hacia el otro lado.
Parpadea dirigiendo los ojos hacia el pasillo.
—Ya te dije, Teseo —responde con cuidado—, que eso no es posible. Que tienes que olvidarte de la muchacha.
—No puedo olvidarme de ella. Aquel corte que Anna recibió después del primer ritual en su casa, de algún modo la ha unido al áthame. Se está abriendo camino hasta aquí. Solo dime cómo sacarla para que todo vuelva a la normalidad —o al menos a la normalidad de antes.
—¿Estás escuchando lo que te digo? —me espeta—. ¿Qué te hace pensar que sé cómo hacer tal cosa?
—No creo que tú lo sepas —respondo. Me llevo la mano al bolsillo trasero y saco la fotografía en la que aparecen él y el resto de la Orden. Incluso viéndola en mi mano, parece mentira que haya estado implicado en algo como esto todo el tiempo y nunca nos hablara de ello—. Pero ellos sí.
Gideon mira la fotografía. No trata de cogerla, ni de hacer nada. Esperaba algo distinto. Indignación, o al menos que lo negara todo. En vez de eso, respira hondo y se quita las gafas para frotarse el puente de la nariz entre los dedos pulgar e índice.
—¿Quiénes son? —pregunto cuando me harto de su silencio.
—Miembros de la Orden del Biodag Dubh —responde pesaroso.
—Los creadores del áthame —añado.
Gideon se vuelve a poner las gafas y avanza con paso cansino para sentarse tras su escritorio.
—Sí —responde—. Los creadores del áthame.
Justo lo que pensaba. Aun así, me cuesta creerlo.
—¿Por qué no me lo contaste? —le reprocho—. ¿Todos estos años?
—Tu padre me lo prohibió. Se desvinculó de la Orden antes de que tú nacieras. Cuando desarrolló sus propios valores. Cuando empezó a decidir a qué fantasmas matar y a cuáles no —la voz de Gideon se altera momentáneamente. Luego se calma de nuevo y parece derrotado—. La Orden del Biodag Dubh piensa que el áthame tiene un propósito puro. No se trata de un instrumento para ser blandido según el deseo de alguien más. A sus ojos, tú y tu padre lo habéis pervertido.
¿Que mi padre lo pervirtió? Eso es jodidamente ridículo. El áthame y su propósito han guiado toda mi vida. A mi padre le costó la suya. Así que, para variar, el maldito cuchillo podría servir a mi propósito. Me lo debe. Nos lo debe.
—Sé lo que está pasando por tu cabeza, Teseo. Quizás no tan bien como tu amigo telépata que está en el piso de arriba, pero lo sé. Mis palabras no te están persuadiendo. No te está llegando ninguna de ellas. La Orden creó el áthame para enviar a los muertos al otro lado. Ahora tú quieres utilizarlo para traer de vuelta a una muchacha muerta. Incluso si hubiera una manera de conseguirlo, preferirían destruir el cuchillo antes que dejar que sucediera.
—Tengo que hacerlo. No puedo dejarla allí sufriendo, sin intentarlo —trago saliva y aprieto los dientes—. La quiero.
—Está muerta.
—Para mí, eso no significa lo mismo que para otras personas.
Su rostro se inunda de un vacío que me preocupa. Parece alguien enfrentándose a un pelotón de fusilamiento.
—La última vez que estuviste aquí eras tan pequeño —recuerda—. Lo único que te preocupaba era si tu madre te dejaría o no tomar dos raciones de tarta de manzana —sus ojos se dirigen hacia la escalera deslizante del rincón. Me está imaginando en ella, riendo mientras él la empujaba por las estanterías.
—Gideon. Ya no soy un niño. Trátame como hubieras tratado a mi padre —pero no son las palabras adecuadas, y entorna los ojos como si le hubiera golpeado en la cara.
—Ahora no puedo hacerlo —se disculpa, hablando para él y para mí. Agita una mano restándole importancia al asunto y se hunde en el sillón, encorvando los hombros de tal manera que parte de mí desea dejarle descansar. Sin embargo, el grito de Anna jamás abandona mis oídos.
—No tengo tiempo para esto —exclamo, pero él cierra los ojos—. Me está esperando.
—Está en el infierno, Teseo. El tiempo no tiene ningún significado para ella, sea mucho o poco. El dolor y el miedo son constantes, y descubrirás que los minutos o las horas que le evites resultan irrelevantes.
—Gideon…
—Déjame descansar —suplica—. Mis palabras carecen de importancia. ¿No lo entiendes? Yo no te envié esa fotografía. Fue la Orden. Quieren que estés aquí.