15

Thomas lleva bien el vuelo hasta Toronto, pero se pasa la primera hora y media del trayecto a Londres aferrado a una bolsa para el mareo. En realidad no vomita, pero está claramente verdoso. Aunque después de tomarse un par de refrescos de jengibre, se tranquiliza y se siente lo suficientemente a gusto como para intentar leer el libro de Joe Hill que se ha traído.

—Las palabras no dejan de moverse —murmura después de un minuto, y cierra el libro. Mira por la ventana (le dejé sentarse en el asiento de ventanilla) hacia la absoluta oscuridad.

—Deberíamos intentar dormir un poco —le digo—, para que no vayamos a rastras cuando aterricemos.

—Pero en Londres serán la diez de la noche. ¿No deberíamos mantenernos despiertos para dormir allí?

—No. A saber cuánto tiempo pasa antes de que tengamos la oportunidad de meternos en una cama. Descansa mientras puedas.

—Ese es el problema —refunfuña, y le da un puñetazo a la incómoda almohada del avión. Pobre chaval. Debe de tener un millón de cosas en la cabeza, y el miedo a volar no será de las más importantes. No he reunido el valor suficiente para preguntarle si ha hablado con Carmel, y él no lo ha mencionado. Tampoco me ha preguntado mucho sobre qué demonios hacemos viajando a Londres, algo muy impropio de Thomas. Tal vez este viaje le sirve de adecuada huida. Aunque es completamente consciente del peligro. El prolongado apretón de manos que intercambió con Morfran en el aeropuerto lo dejó claro.

Se acurruca todo lo que puede en la estrecha butaca. Thomas es educado hasta el extremo, y no ha reclinado el asiento hacia atrás. Cuando se despierte va a tener el cuello como una galleta pisoteada, si es que logra dormir algo. Yo cierro los ojos e intento ponerme cómodo. Es casi imposible. No puedo dejar de pensar en el áthame, enterrado en el fondo de mi equipaje en la bodega del avión, o eso espero. Tampoco puedo dejar de pensar en Anna, ni en el sonido de su voz pidiéndome que la saque del infierno. Estamos volando a 800 kilómetros por hora, pero no es en absoluto velocidad suficiente.

***

Cuando aterrizamos en Heathrow, he entrado oficialmente en el modo zombi. El sueño ha sido fugaz: media hora aquí, quince minutos allá, y en todo momento con un calambre en el cuello. A Thomas no le ha ido mucho mejor. Tenemos los ojos rojos y escocidos, y el ambiente en el avión era tan seco que nuestros cuerpos están a punto de desconcharse y deshacerse en un par de montones de arena de Thomas y Cas. Todo parece irreal: colores demasiado brillantes y un suelo sin la suficiente solidez bajo mis pies. A las diez y media de la noche la terminal está tranquila, y eso al menos facilita las cosas. No tenemos que enfrentarnos a un torrente de personas.

Aun así, nuestros cerebros reaccionan con lentitud, y después de recoger el equipaje (lo que fue una tarea angustiosa, esperando alrededor de la cinta transportadora sobre los metatarsos de mis pies, con la paranoia de que el áthame no subiera al vuelo de conexión en Toronto, o que alguien lo cogiera antes que yo), empezamos a pulular, inseguros de adónde dirigirnos a continuación.

—Pensé que ya habías estado aquí —comenta Thomas malhumorado.

—Sí, cuando tenía cuatro años —respondo igual de malhumorado.

—Deberíamos coger un taxi. Tenemos su dirección, ¿no?

Recorro la terminal con la mirada, leyendo los carteles que cuelgan sobre nuestras cabezas. Tenía pensado comprar unos abonos de transporte y coger el metro. Ahora parece complicado. Pero no quiero comenzar este viaje transigiendo, así que arrastro la maleta por la terminal, siguiendo las flechas en dirección a los trenes.

***

—No ha sido tan difícil, ¿no? —le digo a Thomas media hora después, mientras nos sentamos, agotados, en un vagón del metro. Él responde alzando una ceja, y yo sonrío. Después de otro cambio de línea solo ligeramente desconcertante, nos bajamos en la estación Highbury and Islington y subimos renqueando hacia la calle.

—¿Nada familiar todavía? —pregunta Thomas, contemplando la calle con farolas que iluminan la acera y los escaparates de las tiendas. Me resulta vagamente familiar, aunque sospecho que todo Londres me provocaría esa misma sensación. Respiro hondo. El aire está despejado y frío. En una segunda inhalación me llega un tufillo a basura. Eso también me es familiar, aunque probablemente porque no se diferencia en nada de cualquier otra gran ciudad.

—Tranquilízate, tío —le digo—. Llegaremos —ladeo la maleta y abro la cremallera. En cuanto guardo el áthame en el bolsillo trasero, mi sangre circula con mayor fluidez. Siento como si tomara de nuevo aliento, pero será mejor que no me entretenga; Thomas parece lo bastante cansado como para matarme, destriparme y utilizarme como hamaca.

Afortunadamente, busqué en los planos de Google la dirección de Gideon desde esta estación, y su casa no está a más de un kilómetro y medio.

—Vamos —le animo, y él gruñe. Caminamos deprisa, con las maletas bamboleándose sobre el pavimento irregular, y pasamos junto a restaurantes indios con carteles de neón y pubs con puertas de madera. Cuatro manzanas más abajo, me desvío a la derecha donde creo que es mejor. Las carreteras no están bien señalizadas, o tal vez lo estén pero la oscuridad me impide ver los carteles. En las calles laterales, la luz de las farolas es más tenue, y la zona no se parece en nada al barrio de Gideon. A un lado hay alambradas de tela metálica, y al otro, un muro alto de ladrillos. Latas de cerveza y basura abarrotan las alcantarillas, y da la sensación de que todo esté húmedo. Tal vez las cosas siempre fueran así, y yo era tan joven que no las recuerdo. O quizás sea en lo que se han convertido desde entonces.

—Está bien, para —resopla Thomas. Se detiene y se apoya sobre la maleta.

—¿Qué pasa?

—Estás perdido.

—No estoy perdido.

—No me vengas con tonterías —se da unos golpecitos con el dedo índice en la sien—. Le estás dando vueltas y vueltas, aquí dentro.

Su rostro engreído me hace gracia, así que pienso con fuerza, Esta mierda de leer la mente es jodidamente irritante, y sonríe.

—De cualquier modo, sigues perdido.

—Me he desviado, solo eso —le aseguro. Pero tiene razón. Tendremos que buscar un teléfono, o preguntar en un pub. El último por el que pasamos parecía acogedor; las puertas estaban abiertas y una luz amarilla iluminó nuestros rostros. En su interior, la gente estaba riendo. Vuelvo a mirar hacia el lugar por donde hemos venido y veo que una sombra se mueve.

—¿Qué es eso? —pregunta Thomas.

—Nada —respondo mientras parpadeo—. Es solo que tenemos los ojos cansados —pero mis pies no me llevarán de nuevo en esa dirección—. Vamos a seguir adelante.

—Vale —responde Thomas, y mira por encima de su hombro.

Caminamos en silencio y mantengo los oídos atentos a los ruidos que surgen a nuestras espaldas, descartando los chirridos de las ruedas de las maletas. No hay nada ahí detrás. Es el cansancio, jugando una mala pasada a mis ojos, y a mis nervios. Solo que no me lo creo. El ruido de mis pasos parece pesado y demasiado alto, como si algo estuviera utilizando su sonido para esconderse. Thomas ha acelerado el ritmo para caminar a mi lado, en vez de a mi estela. Su radar se ha activado también, aunque podría estar influenciado por mí. No podríamos encontrarnos en un sitio peor que esta calle secundaria oscura y desierta, flanqueada por callejones entre los edificios y espacios negros entre los coches aparcados. Ojalá no nos hubiéramos parado a hablar, ojalá algo rompiera el espeluznante silencio que amplifica cada sonido. El silencio está pudiendo más que nosotros. No nos sigue nada. No hay nada ahí detrás.

Thomas camina más deprisa. El pánico le está atenazando, y de poder elegir entre luchar o escapar sé hacia qué opción se inclinaría. Pero escapar, ¿adónde? No tenemos ni idea de hacia dónde vamos. ¿Cuánto avanzaríamos? ¿Y cuánto de esto es producto de la falta de sueño y una imaginación hiperactiva?

A tres metros, la acera desaparece bajo una larga sombra. Nos quedaremos a oscuras al menos durante seis metros. Me detengo y miro a mi espalda, escudriñando los huecos tras los coches aparcados, atento a cualquier movimiento. No veo nada.

—No te equivocas —susurra Thomas—. Hay algo ahí detrás. Creo que nos ha estado siguiendo desde que salimos de la estación.

—Tal vez sea solo un carterista —murmuro. Mi cuerpo se tensa como un muelle al escuchar un movimiento delante de nosotros, en la sombra. Thomas lo oye también y se aprieta contra mí. De algún modo nos ha adelantado. O tal vez haya más de uno. Saco el áthame de mi bolsillo trasero, sin funda, y dejo que la luz de la farola se refleje en la hoja. Resulta estúpido, pero tal vez los asuste. Con lo agotado que estoy, no tengo bastante energía para enfrentarme a más de un gato callejero, y no digamos a otra cosa.

—¿Qué hacemos? —murmura Thomas. ¿Por qué me lo pregunta? Lo único que sé es que no podemos quedarnos bajo la farola hasta que amanezca. No hay otra opción que continuar adelante, hacia la sombra.

Estoy apoyado sobre una rodilla y al principio creo que se trata de Thomas, hasta que grita: «¡Cuidado!», unos tres segundos tarde. Mis nudillos se deslizan sobre el cemento y me pongo de nuevo en pie. Mis ojos agotados parpadean en la oscuridad mientras deslizo el áthame de nuevo hacia el bolsillo. Lo que quiera que me haya golpeado no estaba muerto, y el cuchillo no puede utilizarse con los vivos. Un objeto redondo vuela en mi dirección; me agacho y repiquetea contra el edificio que hay detrás de mí.

—¿Qué es? —pregunta Thomas, y entonces le empujan hacia atrás, o eso creo. La calle está muy oscura y hay poco espacio. Thomas cae de nuevo dentro de la luz de la farola, rebota sobre un coche aparcado junto al bordillo y se tambalea hasta golpear los ladrillos del muro como si estuviera en una máquina de pinball. Mis ojos se van adaptando y perciben una figura que gira y descarga un pie con fuerza sobre mi pecho. Caigo de culo en el pavimento. Arremete de nuevo y levanto el brazo para defenderme, pero lo único que consigo es un burdo empujón. Resulta desorientador cómo se mueve, con ataques rápidos y lentos. Me hace perder el equilibrio.

Vamos. Es solo el cansancio; no es ninguna droga. Céntrate y recupérate. Cuando ataca de nuevo, me agacho, bloqueo su envestida y descargo un golpe sobre su cabeza que le aleja dando vueltas.

—Fuera de aquí —grito, y esquivo por los pelos un intento de barrido con la pierna. Durante un segundo pienso que retrocederá sin más y echará a correr. Pero se pone en pie y crece treinta centímetros. Unas palabras golpean mis oídos, pronunciadas en un idioma que me parece gaélico, y el aire a mi alrededor se vuelve denso.

Es una maldición. Ignoro su intención, pero la presión que siento en los oídos es diez veces mayor que la del avión.

—Thomas, ¿qué está haciendo? —grito. Ha sido un error. No debería haber dejado escapar el aire. Tengo los pulmones demasiado oprimidos para coger una nueva bocanada. El cántico se apodera de todo. Me arden los ojos. No puedo respirar. Soy incapaz de soltar aire, o de tomarlo. Todo se ha quedado paralizado. La acera presiona mis rodillas. Me he caído.

Mi mente llama a gritos a Thomas, le pide ayuda, pero ya le escucho, susurrando un cántico para contrarrestar el otro. El del atacante está lleno de lirismo y sonidos oclusivos; el de Thomas es profundo y repleto de melodía. Thomas canta cada vez más alto, superando con su voz la otra hasta que esta vacila y jadea. Mis pulmones quedan libres. La repentina ráfaga de aire que entra en mi garganta y la sangre que sube a mi cerebro me provocan temblores.

Thomas no se detiene, aunque la figura que nos ha atacado se ha encogido. Agita un brazo en un débil intento de defensa, y el aire que arrastra hacia sus pulmones produce un sonido agudo y tenue.

—¡Para!

Alargo la mano y Thomas interrumpe el cántico. No he sido yo quien ha gritado.

—¡Para, para! —exclama la figura, y agita una mano para que nos alejemos—. Habéis ganado, ¿vale? Habéis ganado.

—¿Ganado el qué? —ladro—. ¿Qué estabas intentando hacer?

La figura se aleja lentamente, bajando por la acera. Entre los jadeos, escuchamos lo que parecen retazos de risa. La figura regresa a la luz de la farola, agarrándose el pecho, y se quita la capucha de la sudadera.

—Es una chica —espeta Thomas, y le pego un codazo. Pero tiene razón. Es una chica, de pie frente a nosotros con una gorra a cuadros escoceses y un aspecto bastante inocente. Incluso sonríe.

—No es esta calle —nos dice. Su acento suena como el de Gideon, pero más vago y menos escrupuloso—. Si estáis buscando a Gideon Palmer, será mejor que me sigáis.