—Thomas, ¿estás en casa?
Llamo varias veces con los nudillos, pero la puerta se abre cuando la empujo. Al meter la cabeza dentro de la casa, no veo nada desordenado. Morfran y Thomas mantienen todo bastante limpio para ser un par de solteros. La única crítica que se les podría hacer es que siempre se les mueren las plantas. Silbo a Stella, aunque no me sorprende que no acuda. El coche de Morfran no está y ella siempre le acompaña a la tienda. Cierro la puerta tras de mí y entro, atravesando la cocina. De la puerta cerrada de la habitación de Thomas sale una música amortiguada. Golpeo suavemente con los nudillos y luego giro el pomo.
—¿Thomas?
—Hola, Cas.
La escena no es la que esperaba. Está levantado, vestido y activo, deambulando entre el abarrotado escritorio y la cama, más abarrotada aún. Hay libros abiertos por todas partes y hojas sueltas desparramadas alrededor. También tiene el portátil encendido, colocado entre unos tres ceniceros repletos. Vaya asco. Entre sus dedos hay un cigarrillo encendido y el humo le sigue en una lánguida estela que se va elevando.
—Te he estado llamando —le digo, entrando en la habitación.
—Apagué el teléfono —responde, y le da una calada al cigarrillo. Le tiemblan las manos y no me mira en ningún momento. Simplemente continúa pasando hojas. Este es el aspecto que presenta Thomas cuando está sumergido en una investigación que le absorbe y durante la que no para de fumar. ¿Hace cuánto que no come? ¿O duerme?
—Deberías tranquilizarte con eso —señalo el cigarrillo, y él lo mira como si hubiera olvidado que estaba ahí, antes de apagarlo en un cenicero ya lleno. El gesto parece hacerle reaccionar un poco, así que se detiene y se rasca la cabeza como alguien que despierta de un sueño.
—Supongo que he estado fumando mucho —comenta, y se lame los labios. Cuando traga, su rostro muestra expresión de asco y empuja el cenicero—. ¡Aj! Tal vez ahora lo deje por fin.
—Tal vez.
—¿A qué has venido?
Le lanzo una mirada incrédula.
—¿A ver cómo estabas? —respondo—. Han pasado cuatro días. Pensé que vendría y, como poco, te encontraría con el pelo teñido de negro y escuchando a Staind.
Thomas sonríe.
—Bueno, la situación ha sido delicada durante varios días.
—¿Quieres hablar de ello?
Su no es tan brusco que casi doy un paso atrás. Pero luego se encoge de hombros y sacude la cabeza.
—Lo siento. Iba a llamarte hoy. De verdad. He estado hundido hasta los ojos en papeles tratando de conseguir algo útil. Pero no he tenido mucha suerte.
Estoy a punto de decirle que no tiene por qué hacer esto en un momento así, pero por la manera nerviosa de rascarse la cabeza está prácticamente rogándome que no lo haga. La distracción es buena, es lo que dice ese gesto. La distracción es necesaria. Así que saco de mi bolsillo la fotografía de un joven Gideon con toga.
—Supongo que yo he tenido un poco —respondo. Thomas la coge y la examina—. Es Gideon —añado, porque probablemente no le reconozca. Solo ha visto una o dos fotografías de Gideon ya de bastante mayor.
—Los cuchillos —comenta Thomas—. Parecen todos exactamente iguales que el tuyo.
—Por lo que sé, uno de ellos es el mío. Creo que estamos viendo a los que crearon el áthame. Es lo que me dicen las tripas.
—¿Tú crees? ¿Dónde la has conseguido?
—Alguien me la envió desde la dirección de Gideon.
Thomas echa un nuevo vistazo a la fotografía. Entonces, descubre algo que eleva sus cejas unos cinco centímetros.
—¿Qué pasa? —pregunto mientras empieza a rebuscar en la cama, revolviendo pilas de papeles y libros.
—No sé si será algo —responde—. Es solo que creo haber visto esto en algún sitio —repasa un montón de fotocopias, manchándose los dedos de tinta negra—. ¡Aquí está! —saca un taco de papeles grapados y va doblando las páginas hacia atrás hasta que sus ojos se iluminan—. Mira estas túnicas —me dice, enseñándome la hoja—. El nudo celta en el extremo del cinturón de cuerda y en el cuello. Es el mismo que el de la fotografía.
Lo que estoy mirando es una fotocopia de otra fotocopia, pero tiene razón. Las túnicas son iguales. Y no creo que puedan comprarse en una feria renacentista. Están hechas a medida. Y las utiliza únicamente un grupo específico y selecto de gente que al parecer se hace llamar la Orden del Biodag Dubh.
—¿Dónde has conseguido esto? —le pregunto.
—Uno de los viejos amigos de mi abuelo tiene una biblioteca impresionante sobre ocultismo. Ha estado copiándome todo lo que tiene y enviándomelo por fax. Esto lo ha recopilado de una antigua edición de la revista Fortean Times —me arrebata los papeles y comienza a leer, pronunciando el gaélico fonéticamente, lo que es más que probable que sea incorrecto—. La Orden del Biodag Dubh. La Orden de la Daga Negra. Supuestamente era un grupo que controlaba algo a lo que ellos llamaban «el arma oculta» —hace una pausa y escruta mi mochila, donde descansa el áthame—. Se desconoce qué arma era exactamente, aunque se cree que los miembros de la orden la forjaron ellos mismos en torno al momento de su fundación, que se estima entre el tercer siglo y el primero antes de Cristo. También se desconoce el poder exacto del arma; sin embargo, varios documentos aluden al uso de una daga negra para matar a los monstruos de los lagos, similares al actual Nessie —hace una mueca y deja los ojos en blanco—. No se sabe si la daga negra y el arma oculta son el mismo artefacto —hojea las demás páginas, buscando el resto del artículo, pero no encuentra nada.
—Es lo más vago que he oído jamás.
—Es bastante malo. Normalmente son mucho mejores. Debió de escribirlo un colaborador chapucero —baja el fax de la cama—. Pero tienes que admitir que, si quitas la parte del monstruo del lago Ness, hay una sombra de algo ahí. Las referencias a un arma desconocida, una daga oculta tal vez, y las dos fotografías que coinciden… quiero decir que, bueno, son puntos que hay que unir.
La Orden del Biodag Dubh. ¿Existe realmente? ¿Son ellos los que crearon el áthame? ¿Y por qué estas cosas tienen que llamarse siempre la Orden de Algo?
—De todas maneras, ¿cuánto sabes de Gideon Palmer? —pregunta Thomas.
—Es amigo de mi padre. Es como un abuelo para mí —respondo, y me encojo de hombros. No me gusta el tono de voz de Thomas. Transmite demasiada desconfianza, y después de ver la foto, ya desconfío yo bastante de todo el mundo—. Oye, no anticipemos conclusiones. Esta fotografía podría ser de cualquier cosa. Gideon ha estado relacionado con el ocultismo desde que era un niño.
—Pero ese es tu áthame, ¿no? —pregunta Thomas, revisando de nuevo la fotografía para asegurarse de que no se ha equivocado.
—No lo sé. Es difícil de decir —respondo, aunque no es así.
—Eso no es lo que piensas en realidad —replica él, irrumpiendo en mi mente—. Solo estás tratando de convencerte de ello.
Tal vez sí. Tal vez la implicación de Gideon en todo este asunto sea lo único que preferiría no saber.
—Oye —le digo—. Eso da igual. Podemos preguntárselo a él en persona —Thomas alza los ojos—. Mi madre va a comprar dos billetes de avión a Londres. ¿Quieres venir?
—¿Para enfrentarnos a una antigua orden druídica secreta que obviamente quiere que sepas que existe? —Thomas resopla. Sus ojos vagan hasta el paquete de cigarrillos, pero un segundo después opta por restregarse la cara bruscamente con la mano. Cuando veo de nuevo sus ojos, aparecen cansados, como si la máscara de distracción se estuviera desvaneciendo y no le importara mucho una cosa u otra—. ¿Por qué no? —responde—. Estoy seguro de que podemos pillarlos.
***
—No sé por qué no quieres que le avise de que vas —protesta mi madre mientras mete otro par de calcetines en mi maleta. Ya está hasta los topes, pero ella continúa añadiendo cosas. Me costó diez minutos convencerla de que sacara los paquetes de romero para que el tufo no alertara a los perros de seguridad.
—Quiero que sea una sorpresa —es cierto. Quiero llevarle la delantera, porque desde que vi esa fotografía siento que él ha estado actuando con ventaja. Le confiaría mi vida a Gideon. Siempre lo he hecho, igual que mi padre. Nunca haría nada que me perjudicara, ni me implicaría en nada peligroso. Lo sé. ¿O es que me estoy dejando llevar por la estupidez?
—Una sorpresa —dice mi madre de ese modo en que las madres repiten las cosas únicamente para tener la última palabra. Está preocupada. Se le ha formado una arruga entre las cejas, y las comidas de estos últimos días han sido formidables. Me ha estado preparando todos mis platos favoritos, como si fuera mi última oportunidad de comerlos. Sus manos exprimen la vida a mis calcetines, y suspira antes de cerrar la maleta y correr la cremallera.
Nuestro vuelo sale en cuatro horas. Tenemos que hacer escala en Toronto, y deberíamos aterrizar en Heathrow a las diez de la noche, hora de Londres. Thomas no ha parado de mandarme mensajes de texto en la última hora y media, preguntándome qué debería llevar, como si yo lo supiera. No he estado en Londres, ni he visto a Gideon, desde que tenía cuatro años. Toda aquella experiencia es un mero recuerdo vago y difuso.
—Oh —dice mi madre de repente—. Casi lo olvido —abre de nuevo la cremallera de la maleta y me mira, alargando la mano con actitud expectante.
—¿Qué?
Ella sonríe.
—Teseo Casio, no puedes volar con eso en el bolsillo.
—Cierto —respondo, y llevo la mano hacia el áthame. Parece un olvido estúpido, algo que mi mente estuviera haciendo a propósito. La idea de llevar el cuchillo en el equipaje facturado, arriesgándome a perderlo, me provoca más que un ligero mareo—. ¿Estás segura de que no puedes lanzarle ningún conjuro? —le pregunto, bromeando solo a medias—. ¿Como hacerlo invisible a los detectores de metales?
—Ojalá —responde ella. Se lo paso y contemplo con los dientes apretados cómo lo hunde, justo en el centro, y lo cubre con ropa—. Gideon te mantendrá a salvo —susurra, y luego de nuevo—: Gideon te mantendrá a salvo —como un cántico. Las dudas revolotean a su alrededor como insectos, pero mantiene los brazos quietos y apretados a ambos lados del cuerpo. Pienso que la he ligado a este asunto tan fuerte como si la hubiera atado con una cuerda, debido a mi tozudez, a mi negativa a dejar marchar a Anna.
—Mamá —le digo, y luego me quedo en silencio.
—¿Qué pasa, Casio?
Regresaré, es lo que iba a decirle. Pero esto no es un juego, y no debería hacerle una promesa así.