La casa está tristemente silenciosa. Es lo que noto cuando entro. No hay nada dentro de ella excepto yo, ni vivo ni muerto, y de algún modo eso no hace que parezca segura, aparte de insustancial. Los ruidos que produce, el susurro y el chasquido de la puerta al cerrarse y los crujidos de los tablones, suenan huecos y vulgares. O tal vez solo lo parezcan porque me siento como si estuviera suspendido en medio de un choque de trenes. Todo se ha derrumbado a mi alrededor y no parece existir solución alguna. La relación de Thomas y Carmel se está desmoronando. A Anna la están rompiendo a pedazos. Y yo no puedo hacer nada para solucionarlo.
No le he dirigido más de cinco palabras a mi madre desde nuestra última discusión sobre seguirle la pista a Anna hasta el infierno, así que cuando paso junto a la ventana de la cocina y la veo en el patio trasero, sentada con las piernas cruzadas frente al cerezo de Virginia embarrado, estoy a punto de pegar un salto. Lleva puesto un sencillo vestido de verano y hay unas cuantas velas blancas encendidas a su alrededor, tres que yo vea. Un humo, tal vez de incienso, asciende por encima de su cabeza y desaparece. No reconozco ese hechizo, así que salgo por la puerta trasera. Últimamente, la finalidad de los hechizos de mi madre es en su mayoría comercial. Solo en circunstancias especiales dedica tiempo a preparar algo personal. Como esté tratando de amarrarme a la casa, o de obligarme a no hacerme daño, juro que me largo de aquí.
Permanece callada mientras me acerco, ni siquiera se vuelve cuando mi sombra cae sobre ella. Una fotografía de Anna descansa contra la base del árbol. Es la que arranqué del periódico este otoño. Siempre la llevo conmigo.
—¿Dónde la conseguiste? —le pregunto.
—La cogí de tu cartera esta mañana, antes de que te marcharas con Thomas —responde. Su voz suena triste y serena, aún teñida por el hechizo que estaba haciendo. Mis manos caen fláccidas a ambos lados de mi cuerpo. Estaba dispuesto a arrebatarle la fotografía, pero mis brazos pierden su voluntad.
—¿Qué haces?
—Rezo —contesta simplemente; me agacho junto a ella en la hierba. Las llamas en las mechas de las velas son tan pequeñas y están tan inmóviles que podrían ser sólidas. El humo que vi ascendiendo por encima de la cabeza de mi madre procedía de un trozo de ámbar, que arde suavemente con un tono azulado y verdoso.
—¿Funcionará? —le pregunto—. ¿Lo sentirá ella?
—No lo sé —responde—. Tal vez. Probablemente no, pero espero que sí. Está tan lejos. Más allá del límite.
Permanezco en silencio. Anna está lo bastante cerca de mí, unida con suficiente fuerza a mí como para encontrar el camino de regreso.
—Tenemos una pista —le digo—. El áthame. Tal vez podamos utilizarlo.
—¿Usarlo cómo? —su voz suena entrecortada; preferiría no saberlo aún.
—Tal vez pueda abrir una puerta. O el áthame es la puerta. Quizás seamos capaces de abrirlo —sacudo la cabeza—. Thomas lo explica mejor. Bueno, en realidad, no.
Mi madre suspira, bajando los ojos hacia la fotografía de Anna. En ella se ve a una muchacha de dieciséis años con el pelo castaño oscuro, una blusa blanca, y una sonrisa apenas visible.
—Sé por qué tienes que hacer esto —dice mamá por fin—. Pero no puedo convencerme de querer que lo hagas. ¿Lo entiendes?
Asiento con la cabeza. Es lo máximo que voy a obtener, y en realidad, más de lo que debería pedir. Respira hondo y sopla todas las velas al mismo tiempo y sin girar la cabeza, un gesto que me hace sonreír. Es un viejo truco de bruja que hacía todo el tiempo cuando yo era un niño. Luego apaga el ámbar y alcanza la fotografía de Anna. Me la acerca. Mientras la devuelvo a mi cartera, mi madre saca un delgado sobre blanco que tenía bajo la rodilla.
—Te ha llegado esto en el correo de hoy —me dice—. De Gideon.
—¿De Gideon? —pregunto distraídamente, y cojo el sobre. Es un poco extraño. Normalmente cuando nos envía algo, es un enorme paquete con libros y las galletas de avena cubiertas de chocolate que le gustan a mi madre. Pero al rasgarlo y volcar el contenido en mi palma, lo único que cae es una antigua fotografía borrosa.
A mi alrededor, escucho el chasquido de la cera mientras mi madre recoge las velas del suelo. Me dice algo, alguna pregunta vaga mientras rodea el árbol, embadurnando la roca con la ceniza del ámbar. En realidad, no la estoy escuchando. Lo único que puedo hacer es contemplar la fotografía que tengo en la mano.
En ella aparece una figura con toga y capucha, de pie frente a un altar. Tras esta hay otras figuras, vestidas con togas rojas similares. Es una fotografía de Gideon, realizando un ritual con mi áthame en la mano. Pero esa no es la parte que paraliza mi cerebro, sino el hecho de que las demás figuras de la fotografía parecen estar sujetando mi áthame también. Hay al menos cinco cuchillos idénticos en la imagen.
—¿Qué es esto? —pregunto a mi madre, y se lo muestro.
—Es Gideon —responde distraída, y entonces se queda parada al ver los áthames.
—Sé que es Gideon —replico—. Pero ¿quiénes son ellos? ¿Y qué demonios es esto? —señalo los cuchillos. Quiero creer que se trata de cuchillos ficticios. Imitaciones. Pero ¿por qué? ¿Y si no lo fueran? ¿Hay otros por ahí haciendo lo mismo que yo? ¿Cómo es posible que no me haya enterado? Esos son mis primeros pensamientos. Lo siguiente que se me pasa por la cabeza es que estoy mirando a las personas que crearon el áthame. Pero eso no puede ser. Según mi padre, y según Gideon también, el áthame podría ser literalmente más antiguo que el mundo.
Mi madre sigue contemplando la fotografía.
—¿Puedes explicarlo? —le pregunto, aunque resulta obvio que no—. ¿Por qué me enviaría Gideon esto? ¿Sin ninguna explicación?
Ella se inclina y recoge el sobre roto.
—No creo que lo haya mandado él —responde ella—. Es su dirección, pero no su caligrafía.
—¿Cuándo hablaste con él por última vez? —le pregunto, pensando de nuevo en si le habrá sucedido algo.
—Ayer mismo. Está bien. No mencionó nada de esto —mi madre mira hacia la casa—. Le llamaré para pedirle una explicación.
—No —exclamo de repente—. No lo hagas —me aclaro la garganta, preguntándome cómo explicarle lo que surca mi mente, pero cuando ella suspira, me doy cuenta de que ya sabe lo que estoy pensando—. Creo que debería ir allí.
Hay una breve pausa.
—¿Quieres hacer la maleta y marcharte a Londres sin más? —pestañea. No ha sido el no categórico que esperaba. De hecho, percibo más curiosidad en los ojos de mi madre de la que había visto en ellos tal vez jamás. Ha sido la fotografía. Ella también lo ha sentido. Quienquiera que la haya enviado, la mandó como un señuelo, y nos está atrayendo a los dos—. Me voy contigo —exclama—. Reservaré los billetes por la mañana.
—No, mamá —coloco la mano sobre su brazo y rezo para conseguir que lo comprenda. No puede acompañarme. Porque alguien, o algo, quiere que yo vaya allí. Se trata de ese conjuro del que Morfran ha estado hablando, esa tormenta que empuja y arrastra; por fin estoy percibiendo su aroma. Esta fotografía no es en absoluto una fotografía, sino una enorme miga de pan. Y si la sigo, me conducirá hasta Anna. Lo siento en las entrañas—. Escucha —añado—, yo iré a ver a Gideon. Me explicará esto y me mantendrá alejado de los problemas. Sabes que lo hará.
Echa un vistazo a la fotografía con la duda parpadeando en sus rasgos. No está preparada para dejar que una imagen cambie su concepción sobre un hombre al que conocemos desde siempre. A decir verdad, yo tampoco. Gideon me lo explicará todo cuando llegue allí.
—Quienesquiera que sean los de la fotografía —dice ella—, ¿crees que tienen información sobre el áthame? ¿Sobre su procedencia?
—Sí —respondo. Y creo que Gideon también. Creo que la ha tenido todo el tiempo.
—¿Y crees que sabrán cómo abrirlo, como dijo Thomas?
—Sí —afirmo. Y más que eso. Todo parece estar relacionado. Mamá baja los ojos hacia el árbol, hacia la mancha negra de ceniza que ha quedado de la plegaria.
—Quiero que hagas algo por mí, Cas —me pide con voz distante—. Sé que quieres salvarla. Y que piensas que debes hacerlo. Pero cuando llegue el momento, si el precio es demasiado alto, quiero que recuerdes que eres mi hijo. ¿Me lo prometes?
Trato de sonreír.
—¿Qué te hace pensar que habrá un precio?
—Siempre lo hay. Ahora, ¿me lo prometes?
—Te lo prometo.
Sacude la cabeza y se limpia la hierba y la tierra del vestido, logrando diluir la gravedad del instante anterior.
—Llévate a Thomas y a Carmel contigo —me dice—. Yo puedo echar una mano con los billetes.
—Puede que haya un problema con eso —comento, y le cuento lo que ha sucedido. Por un momento, tengo la sensación de que va a hacer alguna sugerencia (algo que debería hacer o cómo reunirlos de nuevo), pero luego sacude la cabeza.
—Lo siento, Cas —dice, y me da unos golpecitos en el brazo como si fuera yo el que hubiera roto.
***
Ha pasado un día y medio y no he recibido ni siquiera un mensaje de texto de Thomas. Miro el teléfono cada cinco minutos como una colegiala enamorada, preguntándome si debería llamarle, o si será mejor dejarle solo. Tal vez Carmel y él hayan conseguido aclararlo todo. Si ese fuera el caso, no me gustaría interrumpirlos. Aun así, me va a reventar la cabeza como no le cuente pronto lo de la fotografía. Y lo del viaje a Londres. Tal vez no quiera venir.
Mi madre y yo estamos en la cocina, manteniéndonos ocupados. Se ha tomado el día libre del trabajo de bruja y ha decidido experimentar con un nuevo guiso. Una mezcla de pollo y legumbres que no me emociona demasiado, pero parece alegremente distraída e intrépida embutida en su delantal con un gallo pintado, así que yo cumpliré mi parte y me mostraré lo bastante intrépido como para probarlo cuando salga del horno. Hasta ahora, hemos evitado hablar de nada relacionado con Anna, o el áthame, o el infierno, o Gideon. De hecho, resulta tranquilizador tener otras cosas sobre las que conversar.
De repente, alguien llama a la puerta y pego un respingo en la silla. Pero no es Thomas. De pie en nuestra entrada está Carmel. Tiene expresión de culpabilidad y parece algo perdida, pero su ropa aún combina y su pelo sigue perfecto. Por el contrario, en otro lugar de Thunder Bay, Thomas estará hecho un verdadero desastre.
—Hola —nos saluda. Mi madre y yo nos miramos. No conseguimos reaccionar con naturalidad; simplemente nos quedamos como petrificados, yo medio sentado en la silla y mi madre medio inclinada sobre la cocina, con las agarraderas del horno en las manos.
—¿Puedo hablar contigo? —me pregunta Carmel.
—¿Has hablado con Thomas?
Ella aparta la mirada.
—Tal vez sería mejor que hablaras primero con él —le reprocho.
Su actitud me obliga a rendirme. Jamás había visto a Carmel Jones con aspecto de encontrarse fuera de lugar. Está inquieta, tratando de decidir si se queda o se marcha, con una mano en el pomo de la puerta y la otra aferrada a la correa de su bolso con tal fuerza que va a partirla. Mi madre hace un gesto con la cabeza, que va de la puerta en dirección a mi habitación, y me empuja con la mirada. Suspiro.
—Puedes quedarte a comer, Carmel —dice mi madre.
Ella le regala una sonrisa temblorosa.
—Gracias señora Lowood. ¿Qué está preparando?
—No lo sé. Me lo he inventado.
—Bajaremos en unos minutos, mamá —digo yo, y rozo a Carmel al pasar junto a ella de camino a las escaleras. Las preguntas invaden mi mente mientras nos dirigimos hacia la habitación. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Qué quiere? ¿Por qué no está arreglando las cosas con Thomas?
—¿Cómo fue tu gran cita con Derek? —le pregunto mientras cierro la puerta.
Se encoge de hombros.
—Bien.
—¿Entonces no mereció la pena romperle el corazón a Thomas? —le espeto. No sé por qué me siento tan traicionado. Parte de mí pensó que la cita con Derek era simplemente una tapadera y que en realidad no iría. Me fastidia y estoy deseando que suelte lo que ha venido a decirme, que me pregunte si seguiremos siendo amigos, para contestarle que no, y que se largue de mi casa.
—Derek no es tan malo —asegura ella, increíblemente—. Pero él no es la razón. De nada.
Cuando estoy a punto de lanzar mi siguiente insulto, cierro la boca. Carmel me mira sin alterarse, y el arrepentimiento de su rostro no es solo por lo de Thomas. No ha venido aquí a explicarse. Ni a preguntarme si vamos a seguir siendo amigos. Ha venido a decirme que nunca lo fuimos.
—Mi madre tenía razón —murmuro. Me estoy desmoronando.
—¿Cómo?
—Nada. ¿Qué está pasando, Carmel?
Oscila una cadera. Tenía algo planeado, un gran discurso, pero ahora que está aquí le está fallando. Las expresiones «yo nunca» y «es solo que» brotan de sus labios, así que me apoyo contra la cómoda. Se van a producir unos cuantos comienzos fallidos antes de que lo logre. A su favor tengo que decir que no hace mohínes, ni trata de dirigirme con sus preguntas para que yo le facilite las cosas. Carmel es siempre más dura de lo que pienso que va a ser, razón por la no tiene sentido lo que está sucediendo. Por fin, me mira directamente a los ojos.
—No hay ninguna manera de decir esto para que no suene egoísta —empieza—. Es egoísta. Y lo acepto.
—Vale —respondo yo.
—Me sigue alegrando haberte conocido, y a Thomas. Y aparte de los asesinatos —contrae el rostro—, no me arrepiento de nada de lo que ha sucedido.
Permanezco en silencio, a la espera del pero. Está al caer.
—Pero, supongo que el balance es que no quiero continuar haciéndolo. Tengo una vida repleta de planes y objetivos y cosas que no encajan bien con la muerte y los muertos. Pensé que podría hacer las dos cosas. Que podría disfrutar de ambas. Pero no puedo. Así que voy a elegir el otro camino —mantiene la barbilla alzada, dispuesta a luchar, esperando a que yo la ataque. Lo curioso es que no me apetece hacerlo. Carmel no está atada a esto como yo, o incluso como Thomas. Nadie la educó para ser bruja, ni forjó su sangre con acero quién sabe cuántos cientos de años atrás. Ella puede elegir. Y a pesar de mi amistad con Thomas, no puedo enfadarme por ello—. Supongo que he elegido un momento bastante inoportuno —continúa—. Con todo lo que está sucediendo con Anna.
—No pasa nada —respondo yo—. Y no es egoísta. Quiero decir que sí lo es, pero… está bien. Lo que no estuvo tan bien fue lanzar a Derek a la cara de Thomas de ese modo.
Sacude la cabeza con expresión culpable.
—Fue lo único que se me ocurrió para alejarle.
—Fue frío, Carmel. El chaval te quiere. Lo sabes, ¿no? Si hablaras con él…
—¿Desistiría? —Carmel sonríe—. Nunca le pediría tal cosa.
—¿Por qué no?
—Porque yo también le quiero —se muerde el labio, se mueve inquieta. Tiene los brazos cruzados sobre el pecho hasta el punto de abrazarse a sí misma. Independientemente de lo que pareciera el último día de instituto, la decisión que tomó Carmel no fue sencilla. Aún sigue dándole vueltas. Lo noto. Quiere preguntar si está cometiendo un error, si se arrepentirá, pero le asusta lo que pueda contestarle.
—Le cuidarás, ¿verdad? —me pregunta.
—Estaré aquí si me necesita. Le guardaré las espaldas.
Carmel sonríe.
—Mejor cuídale por todas partes. A veces es verdaderamente torpe —se le descompone un poco el rostro y se limpia rápidamente la mejilla, apartando tal vez una lágrima—. Voy a echarle de menos, Cas. No tienes ni idea de cuánto.
Sus palabras me dan pie a acercarme a ella y darle el abrazo más extraño que jamás haya recibido. Pero lo acepta, y reposa lo que parece todo su peso sobre mi hombro.
—Nosotros también vamos a echarte de menos, Carmel —le digo.