12

Morfran le escribe una nota a Thomas para librarle de los últimos días de instituto, explicando que ha caído enfermo con un caso grave de mononucleosis. Cada instante que hemos pasado despiertos lo hemos dedicado a leer libros atentamente —antiguos volúmenes mohosos que han sido traducidos de volúmenes más antiguos y mohosos—. Me sentí agradecido de tener algo que hacer, de sentir que avanzábamos. Pero después de tres días durmiendo poquísimo y comiendo a base de bocadillos y pizzas congeladas, nuestros esfuerzos no han producido prácticamente ningún fruto. Cada libro es un callejón sin salida que regresa una y otra vez a los contactos con el más allá, pero sin mencionar jamás la posibilidad de pasar al otro lado, y mucho menos la de traer algo de vuelta. He llamado a cada contacto que podría ofrecerme información, pero no he conseguido nada.

Estamos sentados en la mesa de la cocina de Thomas y Morfran, rodeados por más libros inservibles, mientras Morfran añade patatas a un guiso de carne que tiene al fuego. Al otro lado de las ventanas, los pájaros revolotean de árbol en árbol, y unas cuantas ardillas grandes están luchando por hacerse con el control del comedero de los pájaros. No he visto a Anna desde la noche que contactamos con ella. No sé por qué. Me convenzo a mí mismo de que teme por mí, que se arrepiente de haberme pedido que vaya a buscarla, y que se está manteniendo alejada a propósito. Es una ilusión agradable. Tal vez incluso sea cierta.

—¿Has sabido algo de Carmel últimamente? —pregunto a Thomas.

—Sí. Dice que no nos estamos perdiendo mucho en el instituto. Que principalmente están asistiendo a espectáculos de animadoras, uno detrás de otro, y a círculos de amistad.

Resoplo. Recuerdo haber pensado que seguramente sería así. Thomas no parece preocupado, pero me pregunto por qué no me habrá llamado Carmel. No deberíamos haberla dejado sola tantos días. El ritual seguramente la afectó.

—¿Por qué no se ha pasado por aquí? —le pregunto.

—Ya sabes lo que piensa de esto —responde Thomas sin alzar la vista del libro que está leyendo. Doy unos golpecitos con el bolígrafo sobre la página abierta frente a mí. Aquí no hay nada de utilidad.

—Morfran —digo—. Cuéntame algo sobre los zombis. Dime cómo levantan a los muertos los hechiceros vudú y los obeah.

Un ligero movimiento capta mi atención: Thomas está agitando la mano sobre su garganta, haciéndome el gesto de que corte.

—¿Qué pasa? —pregunto—. Ellos resucitan a los muertos, ¿no? Eso es cruzar al otro lado, según creo. Tiene que haber algo que podamos utilizar.

Morfran coloca la cuchara de golpe sobre la encimera. Se vuelve hacia mí con expresión irritada.

—Para ser un asesino de fantasmas profesional, preguntas un montón de tonterías.

—¿Cómo?

Thomas me da un codazo.

—Morfran se ofende cuando la gente asegura que el vudú puede resucitar a los muertos. Es una especie de estereotipo, ¿sabes?

—Es una completa basura hollywoodiense —refunfuña Morfran—. Esos «zombis» no eran más que pobres infelices a los que sedaban, enterraban y luego desenterraban. Después deambulaban arrastrando los pies porque los habían drogado con veneno de pez globo, que les había ablandado los sesos.

Entorno los ojos.

—¿Así que nunca ha habido ningún zombi de verdad? ¿Ni siquiera uno? Pues es por lo que el vudú tiene fama.

No debería haber añadido esto último. Los ojos de Morfran se agrandan momentáneamente, y su mandíbula se tensa.

—Ningún verdadero hechicero vudú ha intentado jamás levantar a un zombi. Es imposible devolver la vida a algo una vez que la ha perdido —regresa a su guiso. Supongo que es el final de la cuestión.

—No estamos consiguiendo nada —mascullo—. No creo que estas personas supieran de verdad lo que era el otro lado. Tengo la sensación de que se refieren simplemente a contactar con fantasmas que siguen atrapados aquí, en este plano.

—¿Por qué no llamas a Gideon? —propone Thomas—. Él es quien más sabe del áthame, ¿no? Y según Carmel, el áthame vibraba increíblemente la noche del ritual. Por eso creyó que estabas intentando cruzar al otro lado. Pensó que podrías.

—He tratado de hablar con Gideon una docena de veces. Le pasa algo. No me devuelve las llamadas.

—¿Está bien?

—Creo que sí. Siento que sí. Y si no, alguien se habría enterado y me habría avisado.

La habitación se queda en silencio. Incluso Morfran remueve el guiso más lentamente mientras finge no escuchar. A ambos les gustaría saber más cosas del cuchillo. En su fuero interno, Morfran lo está deseando, estoy seguro de ello. Pero Gideon me lo ha contado todo. Me ha cantado ese estúpido acertijo: La sangre de tus ancestros forjó este áthame. Hombres poderosos con sangre de guerrero para enviar a los espíritus bajo tierra… Y el resto ha quedado perdido en el tiempo. Recito la adivinanza en alto, distraídamente.

—Tía Riika dijo algo también sobre el cuchillo —susurra Thomas con la mirada perdida, pero dirigiendo los ojos hacia el áthame guardado en mi mochila. Empieza a sonreír—. Dios, somos idiotas. ¿El cuchillo es la puerta? ¿Se balancea a un lado y a otro? Es exactamente como dijo Riika. En realidad, nunca se ha cerrado —su voz adquiere intensidad, sus ojos se agrandan tras sus gafas—. ¡Por eso durante el ritual del tambor no hubo únicamente viento y voces como se suponía que pasaría! Por eso pudimos abrir una ventana hacia el infierno de Anna. Probablemente por eso Anna fue capaz de comunicarse contigo desde el otro lado en un primer momento. El corte que recibió del áthame y que no la envió al más allá. Tiene el pie en la proverbial puerta.

—Espera —le interrumpo. El áthame es una hoja de acero y un mango de oscura madera engrasada. No es algo que pueda abrirse para cruzar a través de él. A menos que… Me está empezando a doler la cabeza. No soy bueno con esta mierda metafísica. Un cuchillo es un cuchillo, pero no es una puerta además de eso—. ¿Estás diciendo que puedo utilizar el cuchillo para cortar una puerta?

—Estoy diciendo que el cuchillo es la puerta.

Me acaba de matar con eso.

—¿De qué estás hablando? No puedo caminar a través del cuchillo. No podemos traer a Anna de regreso a través del cuchillo.

—Cas, estás pensando en cuerpos sólidos —me explica Thomas mientras sonríe a Morfran, que debo decir que parece jodidamente impresionado con su nieto—. Recuerda lo que dijo Riika. No sé por qué no lo pillé antes. No pienses en el cuchillo. Piensa en lo que hay detrás del cuchillo, en lo que es el áthame en esencia. En realidad, no se trata en absoluto de un cuchillo. Sino de una puerta disfrazada de cuchillo.

—Estoy flipando.

—Simplemente tenemos que encontrar a las personas que puedan decirnos cómo usarlo de verdad —continúa Thomas sin mirarme ya, fijo ahora en Morfran—. Tenemos que descubrir cómo abrirlo de par en par.

***

Ahora que llevo en la mochila una puerta entera, la siento pesada. El entusiasmo de Thomas es suficiente para elevarle del suelo, aunque a mí no me ha quedado claro lo que pretende hacer. Quiere abrir el cuchillo. Asegura que ¿al otro lado del áthame se encuentra el infierno de Anna? No. El cuchillo es el cuchillo. Encaja en mi mano. Y al otro lado del cuchillo está… el otro lado del cuchillo. Pero esa intuición es lo único que tenemos para continuar, y cada vez que le pregunto por la viabilidad del asunto, me sonríe como si él fuera Yoda y yo, un tarado que no siente la Fuerza.

—Vamos a necesitar a Gideon, eso seguro. Tenemos que saber más sobre la procedencia del áthame y cómo se utilizaba en el pasado.

—Claro —respondo yo. Thomas está conduciendo un pelín deprisa y sin prestar demasiada atención. Cuando frena en la señal de stop antes del instituto, lo hace de manera brusca y salgo disparado hacia delante, hasta casi pegar con el salpicadero.

—Carmel sigue sin contestar —murmura—. Espero que no tengamos que entrar a buscarla.

Es poco probable. Cuando llegamos a lo alto de la colina, parece como si la mayoría del instituto estuviera reunida alrededor del patio interior y en el aparcamiento. Pues claro. Es el último día de clase. Ni siquiera me había dado cuenta.

Thomas no tarda mucho en localizar a Carmel; su pelo rubio brilla unos tonos más intenso que el de cualquier otra persona. Está en medio de una multitud, riendo, con la mochila en el suelo y apoyada sobre la parte baja de su pierna. Cuando escucha el característico petardeo del Tempo, sus ojos se dirigen rápidamente hacia nosotros y su rostro se tensa. Luego recupera la sonrisa como si nunca la hubiera perdido.

—Tal vez deberíamos esperar y llamarla luego —sugiero, sin saber por qué. A pesar de su estatus de abeja reina, Carmel es sobre todo nuestra amiga. O al menos solía serlo.

—¿Para qué? —pregunta Thomas—. Querrá saber lo que hemos descubierto —permanezco en silencio mientras él estaciona en doble fila en el primer hueco que encuentra. Tal vez tenga razón. Después de todo, ella siempre ha querido enterarse de las cosas con antelación.

Cuando bajamos del coche, Carmel nos está dando la espalda. Está en un círculo de gente, pero de algún modo consigue parecer su centro. Todo el mundo tiene el cuerpo ligeramente orientado hacia el suyo, incluso cuando ella no es la que habla. Aquí pasa algo raro, de repente me entran ganas de agarrar a Thomas por el hombro y darle la vuelta. Nosotros no encajamos aquí, es lo que me grita mi instinto, pero no sé por qué. Ya había visto antes a las personas que rodean a Carmel. Es gente con la que he hablado de pasada y siempre se han mostrado suficientemente amables. Natalie y Katie forman parte del grupo. Igual que Sarah Sullivan y Heidi Trico. Los tíos son los restos del ejército troyano: Jordan Driscoll, Nate Bergstrom y Derek Pimms. Saben que nos estamos acercando, pero ninguno nos saluda. Y sus sonrisas parecen como congeladas. Se muestran triunfantes. Igual que unos gatos que se hubieran tragado una bandada de canarios.

—Carmel —exclama Thomas, y da los últimos pasos hasta ella trotando.

—Hola, Thomas —responde ella, y sonríe. A mí no me dirige ni una palabra, y ninguno de los demás me presta atención tampoco. Todos tienen su mirada de depredador clavada en Thomas, pero él no se da cuenta de nada.

—Hola —dice él, y cuando Carmel no contesta, sino que se queda ahí parada, mirándole con expectación, Thomas empieza a titubear—. Eh, no has respondido al teléfono.

—Sí, es que he estado por ahí —dice ella, encogiéndose de hombros.

—Pensé que tenías mononucleosis o algo así —interviene Derek con sonrisa de superioridad—. Aunque no me imagino cómo has podido cogerla.

Thomas se encoge unos centímetros. Me gustaría decir algo, pero es Carmel quien debería tomar la palabra. Estos son sus amigos, y en un día normal habrían tenido la sensatez de no hacer ningún comentario fuera de lugar sobre Thomas. En un día normal, Carmel les habría pateado el culo por mirarle de manera rara.

—Bueno, eh, ¿podemos hablar contigo un minuto? —Thomas tiene las manos hundidas en los bolsillos; no podría parecer más incómodo, aunque empezara a dar puntapiés contra el suelo. Y Carmel sigue ahí, como ausente.

—Claro —responde ella con otra media sonrisa—. Te llamaré, luego.

Thomas no sabe qué hacer. En la punta de la lengua tiene preguntarle que qué pasa, que de qué va esto, y lo único que puedo hacer es mantener la boca cerrada, contenerme para no pedirle que se calle, que no les siga la corriente. No merecen la satisfacción de ver esa expresión en su rostro.

—O tal vez mañana —añade Derek, acercándose a Carmel. La está mirando de una manera que me revuelve el estómago—. Esta noche vamos a salir, ¿verdad? —la toca, le rodea la cintura con el brazo, y Thomas se queda pálido.

—Tal vez te llame mañana —dice Carmel. No se aparta del abrazo de Derek y su rostro apenas se inmuta mientras el de Thomas se derrumba.

—Vamos —digo por fin, y agarro a Thomas por el hombro. En el instante en que le rozo, se vuelve y se dirige hacia el coche, medio corriendo, humillado y destrozado de tal modo que prefiero no pensarlo.

—Esto ha sido una verdadera canallada, Carmel —le espeto, y ella cruza los brazos sobre su pecho. Por un instante, da la sensación de que fuera a llorar. Pero al final, únicamente baja los ojos al suelo.

***

El silencio es absoluto en el trayecto del instituto a mi casa. No se me ocurre nada que decirle y me siento inútil. Mi falta de experiencia en cuestiones de amistad resulta evidente. Thomas parece tan frágil como una hoja seca. Otra persona sabría qué contarle, alguna anécdota o una historia. Otra persona sabría qué hacer, aparte de permanecer sentado en el asiento del copiloto y sentirse incómodo.

Ignoro si Thomas y Carmel estaban saliendo realmente. Así que podría librarse del título de mentirosa por un tecnicismo. Pero solo es eso. Un tecnicismo. Porque ella y yo y todo el mundo sabemos que Thomas está enamorado de Carmel. Y durante los últimos seis meses, ha fingido bastante bien que ella también estaba enamorada de él.

—Oye, eh, necesito estar solo un tiempo, ¿vale, Cas? —habla sin mirarme—. No voy a lanzarme con el coche por las cataratas ni nada por el estilo —añade, y trata de sonreír—. Únicamente necesito estar solo.

—Thomas —cuando pongo la mano sobre su hombro, él levanta el brazo y me la aparta con suavidad. Lo pillo—. Vale, tío —le digo, y abro la puerta—. Solo pega un grito si necesitas cualquier cosa —salgo del coche.

Debería decirle algo más, hacer algo mejor. Pero lo único que se me ocurre es mantener los ojos fijos al frente y no mirar atrás.