11

Antes que nada, me doy cuenta de que Carmel me está abofeteando. Luego aparece el auténtico dolor. Podría tener la cabeza partida en tres o cuatro partes; me duele horriblemente. Noto sangre por toda la boca, en la lengua. Sabe igual que los peniques antiguos, y siento en el cuerpo un entumecimiento y una ligera palpitación que me indican que acabo de volar por los aires y caer de golpe. Mi mundo se reduce a dolor y una tenue luz amarilla. Escucho voces familiares. Carmel y Thomas.

—¿Qué ha pasado? —pregunto—. ¿Dónde está Anna? —unos cuantos parpadeos dispersan la niebla de mis ojos. La luz del foco de camping brilla amarillenta. Carmel está arrodillada a mi lado con manchas de tierra en la cara y un hilillo de sangre goteando de su nariz. Thomas se encuentra junto a ella. Parece aturdido, da la impresión de que le hubieran vapuleado y está absolutamente empapado en sudor, pero no sangra.

—No sabía qué más hacer —gime Carmel—. Ibas a pasar al otro lado. No me respondías. No creo siquiera que me oyeras.

—No te oía —respondo y me alzo sobre los codos, con cuidado de no agitar demasiado la cabeza—. El hechizo era potente. El humo y el tambor… Thomas, ¿estás bien? —él asiente con la cabeza y hace un leve gesto de que no pasa nada—. ¿Intenté pasar al otro lado? ¿Es eso lo que provocó la explosión?

—No —contesta Carmel—. Agarré el áthame y prendí la sangre, como Thomas me pidió. No pensé que sería tan… No me imaginé que estallaría como un maldito bloque de goma 2. Apenas acerqué la llama.

—Yo tampoco lo sabía —murmura Thomas—. No debería haberte pedido que lo hicieras —aprieta su mano sobre la mejilla de Carmel y ella le permite mantenerla ahí un instante antes de retirársela.

—Pensé que ibas a pasar al otro lado —repite ella. Algo presiona la palma de mi mano: el áthame. Thomas y Carmel me cogen cada uno por un brazo y me ayudan a ponerme en pie—. No sabía qué más hacer.

—Hiciste lo correcto —la tranquiliza Thomas—. Si lo hubiera intentado, probablemente habría acabado vuelto del revés. Era solo una ventana. No una puerta. Ni un acceso.

Recorro con la mirada el solar donde solía alzarse la casa victoriana de Anna. La tierra que estaba dentro del círculo aparece más oscura que el resto, y hay ondas dibujadas por el viento, como dunas en un desierto. El lugar donde he aterrizado se encuentra a unos tres metros de donde estaba sentado.

—¿Hay una puerta? —pregunto en voz alta—. ¿Hay un acceso?

Thomas me mira de repente. Ha estado deambulando con piernas temblorosas por lo que quedaba del círculo, recogiendo sus instrumentos dispersos: el tambor, el palillo, el áthame ornamental.

—¿De qué estás hablando? —preguntan ambos.

Noto el cerebro como unos huevos revueltos, y mi espalda debe de estar tan amoratada como el trampolín de un hipopótamo, pero recuerdo todo lo que ha sucedido. Recuerdo las palabras de Anna, y su aspecto.

—Estoy hablando de una puerta —repito—, suficientemente grande para franquearla. Estoy hablando de abrir un acceso para traer a Anna de vuelta —durante unos minutos escucho cómo balbucean y me aseguran que es imposible. Dicen cosas como: «Eso no era de lo que iba el ritual». Me aseguran que voy a conseguir que me maten. Tal vez tengan razón. Probablemente la tengan. Pero eso no importa.

—Escuchadme —digo con cautela mientras sacudo el polvo de mis vaqueros y devuelvo el áthame a su funda—. Anna no puede quedarse allí.

—Cas —empieza a decir Carmel—, no puede ser. Es una locura.

—La has visto, ¿verdad? —le pregunto, e intercambian una mirada culpable.

—Cas, sabías que podría ser así. Ella… —Carmel traga saliva—. Ella mató a un montón de gente.

Cuando me vuelvo hacia ella, Thomas se interpone entre los dos.

—Pero nos salvó —dice.

—Lo sé —murmura Carmel.

—Él también está allí. El hechicero obeah. El bastardo que asesinó a mi padre. Y no voy a permitirle que esté toda la eternidad alimentándose de ella —aprieto el mango del áthame con tal fuerza que me crujen los nudillos—. Voy a franquear esa puerta. Y a hundirle este cuchillo en la garganta hasta que se asfixie con él.

Cuando digo esto, Carmel y Thomas cogen aire. Los miro, magullados y arañados como un par de zapatos viejos. Son valientes; han demostrado más valentía de la que les reconocí o tenía derecho a esperar.

—Si tengo que hacerlo solo, lo comprenderé. Pero voy a sacarla de ahí.

Cuando estoy a medio camino del coche, empieza la discusión. Escucho «misión suicida» y «nefasta búsqueda como colofón», ambas frases en voz de Carmel. Luego estoy demasiado lejos en el camino de acceso para escuchar lo que dicen.

***

Es cierto lo que se dice de que las respuestas solo te conducen a más preguntas. Siempre habrá más cosas que descubrir, más cosas que aprender, más cosas que hacer. Ahora sé que Anna se encuentra en el infierno. Así que tengo que encontrar una manera de sacarla de ahí. Sentado en la mesa de la cocina, pinchando con el tenedor una de las tortillas de champiñones de mi madre, me siento como embutido dentro de un cañón. Hay tanto por hacer. ¿Por qué demonios estoy aquí picoteando una tortilla con queso?

—¿Quieres tostadas?

—En realidad, no.

—¿Qué te pasa? —mi madre se sienta envuelta en su albornoz algo desgastado. Anoche añadí unas cuantas canas más a su pelo al regresar con la cabeza amoratada. Permaneció en vela mientras yo dormía, y me despertó de una sacudida cada hora y media para asegurarse de que no sufría una conmoción y me moría. Anoche no hizo preguntas. Supongo que el alivio de verme vivo fue suficiente. Y quizás parte de ella prefiera no saber nada.

—El tambor funcionó —respondo bajito—. Vi a Anna. Está en el infierno.

Sus ojos se iluminan y se apagan en el intervalo de un parpadeo.

—¿El infierno? —pregunta—. ¿Te refieres a fuego y azufre? ¿A un tipo pequeñito y rojo con tridente y cola puntiaguda?

—¿Te parece divertido?

—Por supuesto que no —responde—. Es que nunca pensé que existiera de verdad —y ella también se queda sin palabras.

—Que conste que no vi ninguna cola puntiaguda. Pero está en el infierno. O en algún lugar parecido. Supongo que no importa si es el infierno o no.

Mi madre suspira.

—Imagino que varias décadas de asesinatos necesitan mucha expiación. No me parece justo, pero… no podemos hacer nada, cariño.

Expiación. Esa palabra llena mi mirada con tanto odio que podría lanzar rayos por los ojos.

—En mi opinión —exclamo—, ha sido todo una gran cagada.

—Cas.

—Y voy a sacarla de ahí.

Mi madre baja los ojos hacia el plato.

—Sabes que no es posible. Que no puedes hacerlo.

—Yo creo que sí. Mis amigos y yo simplemente abrimos una ventana entre este plano y el infierno, y apostaría lo que fuera a que podemos abrir una puerta.

Se produce un largo y tenso silencio.

—Es imposible y probablemente baste con intentarlo para que acabes muerto.

Trato de recordar que es mi madre y que su tarea es hablarme de lo imposible, así que asiento con la cabeza. Pero adivina mi intención y se altera. De un tirón me amenaza con arrancar mi culo de Thunder Bay, para alejarme de Thomas y sus brujerías. Incluso me asegura que cogerá el áthame y se lo enviará a Gideon.

—¿Es que no escuchas? Cuando Gideon y yo te decimos algo, ¿lo escuchas? —sus labios se aprietan formando una línea delgada y tensa—. Detesto lo que le sucedió a Anna. No es justo. Podría ser el peor caso de injusticia del que haya oído hablar. Pero no vas intentar eso, Cas. No, en absoluto.

—Claro que lo haré —gruño—. Y no se trata solo de ella. Sino de él. El bastardo que asesinó a papá. Está también allí. Así que voy a ir tras él y a matarle de nuevo. Voy a matarle mil veces —mi madre empieza a llorar, y yo estoy peligrosamente cerca de hacerlo también—. Tú no la has visto, mamá —tiene que entenderlo. No puedo sentarme a la mesa y tratar de comerme unos huevos cuando sé que ella está atrapada allí. Debería dedicarme únicamente a una cosa y no tengo ni idea de por dónde empezar.

La quiero, estoy a punto de decir. ¿Qué harías tú si se tratara de papá? Me siento totalmente vacío. Mi madre se está secando las lágrimas de las mejillas y sé que está pensando en el coste, en cuánto nos ha costado todo esto. Yo ya no pienso en ello. Lo siento mucho, pero no puedo. Ni siquiera por ella. No cuando tengo trabajo que hacer.

Mi tenedor repiquetea al dejarlo sobre el plato. Se acabó el desayuno. Y el instituto también. Solo quedan cuatro días de clase, y la mayoría dedicados a espectáculos de animadoras. Hice mi último examen el jueves pasado, y lo aprobé con un notable alto. No es que me vayan a expulsar.

***

Los labradores negros probablemente no deberían comer galletas de mantequilla de cacahuete. Tal vez tampoco deberían beber leche. Pero seguramente les gustan ambas cosas. Stella tiene la cabeza sobre mi regazo, y ha apoyado gran parte del cuerpo sobre los cojines color borgoña del sofá en el que estoy sentado. Sus ojos de cría de foca se dirigen de mi cara a mi vaso de leche, así que lo ladeo para permitir que su gran lengua rosada se ponga a trabajar. Cuando ha terminado, me da un lametón de agradecimiento en la palma de la mano.

—De nada —respondo yo, y la rasco. De todas maneras, no me apetecía comer. He venido a la tienda justo después de mi desayuno frustrado para ver a Morfran. Al parecer, Thomas y él estuvieron despiertos gran parte de la noche hablando del ritual porque tiene una expresión taciturna y compasiva detrás de sus gafas, e instantáneamente me ha empujado a este sofá y me ha servido un aperitivo. ¿Por qué la gente sigue tratando de alimentarme?

—Toma, bebe esto —dice Morfran, surgiendo de quién sabe dónde. Me coloca delante de la cara una taza con alguna extraña mezcla de hierbas, y retrocedo.

—¿Qué es esto?

—Una poción reconstituyente con raíz de angélica. Mezclada con un poquito de cardo. Después de lo que ese obeah le hizo a tu hígado el otoño pasado, tienes que cuidártelo.

Miro la taza con desconfianza. Está caliente y huele como si la hubiera hecho con agua estancada.

—¿Es segura?

—Mientras no estés embarazado —resopla—. He llamado a Thomas. Viene de camino. Se fue al instituto esta mañana pensando que estarías allí. Vaya un telépata, ¿eh? —dejamos escapar una especie de sonrisa e imitando la voz de Thomas, decimos al unísono—: Solo funciona algunas veces.

Doy un sorbo a la poción, vacilante. Sabe peor de lo que huele, es amarga y por alguna razón casi salada.

—Está asquerosa.

—Bueno, se suponía que la leche te protegería el estómago y que las galletas habrían disfrazado el sabor. Pero se lo diste todo al perro, idiota —le da una palmadita a Stella en los cuartos traseros y ella se aleja pesadamente del sofá—. Escucha, muchacho —dice Morfran; yo dejo de sorber al escuchar su tono serio—. Thomas me contó lo que vas a intentar hacer. Creo que no necesito recordarte que probablemente consigas que te maten.

Bajo la mirada hacia el líquido marrón verdoso. Por mi lengua se desliza un comentario jocoso, algo sobre cómo sus pociones me matarán primero, sin embargo trago con fuerza para contenerlo.

—Ni tampoco voy a decirte que no tienes elección —suspira—. Noto una energía fluyendo de ti en ondas como nunca antes había conocido. Y no procede únicamente de esa mochila —indica bruscamente con el dedo hacia mi bolsa, colocada a mi lado en el sofá. Luego se sienta en el brazo de la silla que hay enfrente, y desliza la mano por su barba. Lo que quiera que necesite decirme no le resulta sencillo—. Thomas va a ayudarte en esto —continúa—. No podría detenerle aunque lo intentara.

—No permitiré que le suceda nada, Morfran.

—Esa es una promesa que no puedes hacer —exclama con voz severa—. ¿Crees que te enfrentas únicamente a las fuerzas del otro lado? ¿A ese sombrío tipo con rastas que quiere terminar de digerirte de dentro afuera? Deberías tener esa suerte.

Doy un trago a la poción. Se está refiriendo de nuevo a la tormenta. A lo que siente que se aproxima hacia mí, o que me arrastra, o que me pone la zancadilla, o lo que demonios quisiera decir con esa manera de hablar vaga e incomprensible que tiene.

—Pero no vas a pedirme que me detenga —le digo.

—Ignoro si puede detenerse. Creo que tal vez tengas que pasar por ello. Quizás salgas por el otro lado. Tal vez con aspecto de egagrópila de búho —se frota la barba; ha perdido el hilo—. Oye. No quiero que te suceda nada a ti tampoco. Pero como mi nieto resulte herido, o algo peor… —me mira a los ojos—. Me habrás convertido en tu enemigo. ¿Entiendes?

A lo largo de estos meses, Morfran ha llegado a ser una especie de abuelo también para mí. Tenerle por enemigo es lo último que deseo.

—Entiendo.

Me agarra, lanzando su mano como una serpiente y sujetando la mía con rapidez. Un cuarto de segundo antes de que una ráfaga de energía desboque mi pulso bajo la piel, siento su anillo: un pequeño aro con calaveras talladas. Nunca se lo había visto puesto, pero sé lo que es, y lo que significa. Quiere decir que no solo me habría enemistado con Morfran, sino con el propio vudú.

—Asegúrate de que así sea —dice, y me suelta. No sé qué ha sido lo que me ha recorrido el cuerpo, pero tengo sudor en la frente. E incluso en las palmas de las manos.

La puerta de la tienda tintinea y Stella sale trotando para saludar a Thomas, rascando el suelo con las uñas. Cuando él entra, la tensión se disipa y Morfran y yo respiramos hondo. Espero que en estos momentos Thomas no tenga en funcionamiento lo de la telepatía, y que tampoco esté especialmente observador, o si no, va a preguntarnos por qué parecemos tan incómodos y cohibidos.

—¿No viene Carmel hoy? —le pregunto.

—Se ha quedado en casa con dolor de cabeza —responde—. ¿Cómo te sientes?

—Como si me hubieran lanzado tres metros por el aire y hubiera aterrizado sobre quemaduras de segundo grado. ¿Y tú?

—Grogui, y débil como un fideo cocido. Además, creo que podría haber olvidado una letra del alfabeto. Si no hubiera pedido permiso para marcharme, la señorita Snyder me habría mandado a casa de todas maneras. Dijo que estaba pálido. Pensó que podría tener mononucleosis —sonríe. Yo le devuelvo la sonrisa y nos sentamos en silencio. El ambiente es extraño y hay mucha tensión, pero también resulta agradable. Resulta agradable entretenerse un rato aquí, contener la impaciencia y no apresurarse a dejar atrás este instante. Porque cualquier cosa que digamos a continuación va a catapultarnos hacia algo peligroso, y no creo que ninguno de nosotros sepa realmente hacia dónde podría conducir.

—Entonces, vas a intentarlo de verdad —dice Thomas. Ojalá su voz no sonara tan dubitativa, tan escéptica. Puede que la misión esté abocada al fracaso, pero no existe razón alguna para pintarla de ese modo desde el principio.

—Supongo que sí.

Sonríe con la boca ladeada.

—¿Quieres un poco de ayuda?

Thomas. Es mi mejor amigo, pero en ocasiones consigue que suene como si todavía fuera un acompañante indeseado. Por supuesto que quiero su ayuda. Más que eso: la necesito.

—No tienes que hacerlo —le digo.

—Pero lo haré —responde—. ¿Tienes idea de por dónde empezar?

Me paso la mano por el pelo.

—En realidad, no. Solo siento la necesidad de moverme, como si hubiera un reloj haciendo tictac en alguna parte y apenas pudiera oírlo.

Thomas se encoge de hombros.

—Tal vez lo haya. En sentido figurado. Cuanto más tiempo permanezca Anna donde está, más difícil podría resultarle pasar a otro lado. Podría quedarse atascada. Por supuesto, es solo una conjetura.

Una conjetura. Para ser sincero, las suposiciones prematuras sobre los peores escenarios no son lo que necesito justo ahora.

—Esperemos que no sea un reloj de verdad —digo yo—. Ya lleva mucho tiempo allí, Thomas. Un segundo es demasiado, después de lo que hizo por nosotros.

Sus rasgos se contraen al pensar en lo que Anna hizo a los fugitivos de su sótano —todos los jóvenes que acabaron en el lugar equivocado y los vagabundos atrapados en su red—. Algunas personas juzgarían el destino de Anna como un castigo adecuado. Tal vez muchas. Pero yo no. Anna tenía las manos atadas por la maldición que le lanzaron cuando la asesinaron. Cada una de sus víctimas murió a consecuencia de esa maldición, no a manos de la muchacha. Es lo que yo pienso. Aunque soy absolutamente consciente de que ninguna de las personas a las que despedazó diría lo mismo.

—No podemos precipitarlo, Cas —me advierte Thomas, y yo coincido con él. Sin embargo, tampoco podemos seguir esperando.