10

No se ve ninguna luz a través de la ventanilla del coche de Carmel, excepto la de las estrellas y el pálido resplandor de la ciudad a nuestra espalda. Thomas esperó a que hubiera luna nueva. Nos aseguró que era el mejor momento para la canalización. También dijo que ayudaría que estuviéramos cerca del lugar donde Anna cruzó al otro lado, así que nos dirigimos hacia los restos de su antigua casa victoriana. Encaja. Tiene sentido. Pero con solo pensarlo se me reseca la boca; Thomas va a explicarnos todo una vez que lleguemos allí, porque en la tienda apenas podía sentarme tranquilo y escuchar.

—¿Estás seguro de que puedes hacerlo, Cas? —pregunta Carmel, mirándome a través del espejo retrovisor.

—Tengo que hacerlo —respondo, y ella asiente con la cabeza.

Cuando Carmel decidió hacer el ritual con nosotros, me sorprendió. Desde aquel día en el pasillo, cuando vi el desapego merodeando por sus ojos, no he sido capaz de mirarla del mismo modo. Aunque tal vez me equivocara. Tal vez estuviera alucinando. Es lo que provocan tres horas de sueño repletas de imágenes de tu novia quitándose la vida.

—Quizás no funcione en absoluto, ¿lo sabes? —dice Thomas.

—Oye, no pasa nada. Lo estás intentando, ¿no? Es todo lo que podemos hacer —mis palabras y mi voz suenan sensatas. Juiciosas. Pero es porque no tengo nada de lo que preocuparme. Va a funcionar. Thomas está tenso como la cuerda de un violín, y no es necesario un diapasón para sentir las ráfagas de energía que fluyen de su cuerpo. Como dijo la tía Riika, es lo bastante brujo.

—Chicos —dice Thomas—. Cuando esto acabe, ¿podemos ir a comer una hamburguesa o algo?

—¿Estás pensando en comida ahora? —pregunta Carmel.

—Oye, tú no te has pasado los últimos tres días ayunando, tomando vahos de ruda y bebiendo solo las asquerosas pociones de purificación de crisantemo que hace Morfran —Carmel y yo intercambiamos una sonrisa a través del espejo—. No es sencillo convertirse en un recipiente. Me estoy muriendo de hambre.

Le doy una palmadita en el hombro.

—Tío, cuando esto acabe, te voy a comprar todo el jodido menú.

El coche se queda en silencio cuando nos desviamos hacia la carretera de Anna. Parte de mí espera doblar la esquina y toparse con la casa, aún en pie, aún pudriéndose sobre sus cimientos desmoronados. En vez de eso, hay un espacio vacío. Los faros del coche de Carmel iluminan el camino de acceso, el cual conduce a ninguna parte.

Después de que la casa implosionara, aparecieron los trabajadores del ayuntamiento y retiraron los escombros en un esfuerzo por determinar la causa del estallido. Nunca la encontraron, aunque como es habitual, no la buscaron realmente. Husmearon por el sótano, se encogieron de hombros y lo rellenaron con tierra. Ahora todo lo que había quedado está completamente tapado. El lugar donde se alzaba la casa parece un solar, un espacio de tierra apelmazada y cubierto de malas hierbas. Si hubieran mirado con más atención, o excavado más, podrían haber encontrado los cadáveres de las víctimas de Anna. Pero los muertos y lo desconocido seguían susurrándoles que debían alejarse suavemente y olvidarlo.

—Explícame otra vez lo que vamos a hacer —dice Carmel. Su voz es firme, pero tiene los dedos aferrados al volante como si fuera a arrancarlo.

—Debería ser relativamente sencillo —responde Thomas mientras rebusca en el bolso con bandolera, asegurándose de que se ha acordado de todo—. O, si no sencillo, al menos relativamente simple. Por lo que me contó Morfran, las brujas finlandesas utilizaban el tambor con bastante frecuencia, para controlar el mundo de los espíritus y hablar con los muertos.

—Parece justo lo que necesitamos —añado yo.

—Sí. El truco está en ser selectivo. A las brujas no les importaba demasiado con quién contactaban. Siempre y cuando consiguieran hablar con alguien, se figuraban que eran sabias. Pero nosotros queremos a Anna. Y ahí es donde entráis en juego tú y la casa.

Bueno, esto se está alargando demasiado. Abro la puerta y salgo. El aire es suave, hay solo una ligera brisa. Cuando mis zapatos hacen crujir la grava, el sonido me provoca una ráfaga de nostalgia, una sacudida que me devuelve seis meses atrás, cuando la casa victoriana seguía en pie y yo venía por la noche a hablar con la chica muerta que la habitaba. Recuerdos cálidos y borrosos. Carmel me pasa el foco de camping del maletero. Le ilumina el rostro.

—Oye —le digo—. No tienes por qué hacerlo. Thomas y yo podemos arreglarnos solos.

Por un segundo, parece aliviada. Pero luego los característicos ojos entornados de Carmel recuperan su lugar.

—No me vengas con esa mierda. Morfran puede prohibirme que vaya a sus meriendas con muertos si quiere, pero tú no. Estoy aquí para descubrir lo que le sucedió a Anna. Se lo debemos, todos nosotros.

Cuando pasa a mi lado, me da un golpecito con el hombro para levantarme el ánimo; yo sonrío, aunque las quemaduras todavía me duelen. Después de que esto haya acabado, voy a hablar con ella; vamos a hablar todos. Necesitamos descubrir qué está pasando por su cabeza y aclararlo.

Thomas va por delante de nosotros. Ha sacado su linterna y está iluminando de manera estroboscópica el solar. Menos mal que los vecinos más cercanos se encuentran a kilómetro y medio de distancia y separados por un denso bosque. Probablemente pensarían que había aterrizado un ovni. Cuando Thomas llega al lugar donde antes se alzaba la casa, no vacila, y se dirige al trote hacia el centro. Sé lo que está buscando: el lugar donde Malvina abrió un hueco entre mundos. Y por el que Anna atravesó.

—Vamos —dice después de un minuto, y nos hace señas con la mano. Carmel se acerca, avanzando con cuidado. Yo respiro hondo. No será igual que si mis pies franquearan el umbral. Esto es lo que quería, lo que he estado esperando desde que Anna desapareció. Las respuestas se encuentran a menos de cincuenta metros.

—¿Cas? —pregunta Carmel.

—Justo detrás de ti —respondo, y en un instante surcan mi mente todos los tópicos que haya podido escuchar sobre que la ignorancia es ciega o que es mejor permanecer en la oscuridad. Pienso que tal vez no debería haber deseado que esto se convirtiera en realidad. Me gustaría que las respuestas que obtenga esta noche me digan que no se trataba de Anna, que Riika estaba equivocada y que Anna está en paz. Ojalá que lo que quiera que me está acechando sea algo distinto, algo maligno con lo que pueda luchar. Es egoísta querer que Anna regrese. Dondequiera que se encuentre tiene que estar mejor que maldecida y atrapada. Pero no puedo evitarlo.

Solo unos segundos más y mis pies se descongelan. Me transportan a través de la tierra que el ayuntamiento utilizó para rellenar el sótano, y no siento nada. Ninguna descarga cósmica; ni siquiera un escalofrío por la espalda. No queda nada de Anna ni de su maldición. Probablemente se desvaneciera todo en el mismo instante en que la casa implosionó. Mamá, Morfran y Thomas deben de haberlo comprobado diez veces, colocándose en las esquinas del terreno y lanzando runas.

En el centro del solar de tierra, Thomas está dibujando un amplio círculo en el suelo con la punta de un áthame. No el mío, sino uno de Morfran —uno largo y de aspecto teatral con el mango labrado y una joya en el extremo—. La mayoría de la gente afirmaría que es mucho más bonito que el mío, y más valioso. Pero es mera apariencia. Thomas puede utilizarlo para dibujar un círculo mágico, pero es su poder de mago lo que crea la protección. Si Thomas no lo empuñara, lo mejor sería utilizar ese áthame para cortar un buen filete.

Carmel está de pie en el centro del círculo, sujetando una vara de incienso encendida y susurrando el conjuro de protección que Thomas le ha enseñado. Él también lo está recitando, pero dos tiempos después que ella de modo que suena como una canción en la que las voces se persiguen. Dejo el foco de camping en el suelo, dentro del círculo pero junto al borde. El cántico termina y Thomas nos indica con la cabeza que nos sentemos.

La tierra está fría, pero al menos se encuentra seca. Thomas se arrodilla y coloca el tambor lapón en el suelo, delante de él. También ha traído un palillo. Parece un palillo normal con una enorme nube de azúcar blanca en un extremo. Hay poca luz y apenas se ven los dibujos pintados sobre la tensa piel del tambor. Cuando lo llevaba encima en el trayecto de vuelta desde la casa de Riika, vi que estaba cubierto de figuras esquemáticas, rojizas y descoloridas que parecían una representación primitiva de una escena de caza.

—Parece muy antiguo —comenta Carmel—. ¿De qué crees que estará hecho? —sonríe con picardía—. ¿Tal vez de piel de dinosaurio?

Me río, pero Thomas se aclara la garganta.

—El ritual es bastante sencillo —nos explica—, pero también potente. No deberíamos entrar en él con un estado de ánimo demasiado relajado —está limpiando la tierra de su áthame, frotándolo con alcohol, y sé por qué se está tomando la molestia. Tenía razón cuando aseguró que necesitaríamos sangre. Y pretende utilizar su áthame para conseguirla de mí—. Aunque, ya que tienes curiosidad, Morfran sospecha que este tambor está hecho de piel humana.

Carmel lanza un grito ahogado.

—No de la víctima de un asesinato ni nada parecido —continúa—, sino probablemente del último chamán de la tribu. Por supuesto no lo sabe a ciencia cierta, pero me contó que los mejores estaban a menudo hechos de eso, y Riika no perdía el tiempo con productos de mala calidad. Probablemente era un legado de su propia familia.

Thomas habla distraídamente, sin darse cuenta de la manera en que Carmel traga saliva, sin poder alejar la mirada del tambor. Sé lo que está pensando. Con ese nuevo dato, su aspecto es completamente distinto al que tenía solo unos segundos atrás. Podría ser incluso una caja torácica humana, reseca y colocada delante de nosotros.

—¿Qué va a suceder exactamente cuándo hagamos el ritual? —pregunta Carmel.

—No lo sé —responde Thomas—. Si sale bien, escucharemos la voz de Anna. Algunos textos incluyen vagas referencias a la aparición de niebla, o humo. Y podría levantarse viento. Lo único de lo que estoy seguro es que yo estaré en trance cuando ocurra. Puede que sepa lo que está sucediendo, o no. Y si algo va mal, no serviré de mucho para detenerlo.

Incluso a la débil luz del foco de camping, veo que el color desaparece casi por completo de las mejillas de Carmel.

—Eso es realmente estupendo. ¿Qué se supone que debemos hacer si ocurre algo?

—No os dejéis llevar por el pánico —Thomas sonríe con expresión nerviosa. Le alarga a Carmel algo que brilla. Cuando ella abre la mano, encuentra el Zippo de Thomas—. Esto es algo complicado de explicar. El tambor es como una herramienta, para encontrar el camino hacia el otro lado. Morfran dice que se trata sobre todo de encontrar el ritmo adecuado, como sintonizar la frecuencia correcta en la radio. Una vez que lo encuentre, la puerta tiene que canalizarse a través de la sangre. La sangre del que busca. La de Cas. Tú le cortarás para que gotee sobre su áthame, que colocaremos en el centro del círculo.

—¿A qué te refieres con que yo le cortaré? —pregunta Carmel.

—Bueno, él no puede hacerlo por sí mismo y yo estaré en trance —responde Thomas como si fuera obvio.

—Puedes hacerlo —animo a Carmel—. Piensa simplemente en lo que te avergoncé en aquella cita. Estarás deseando apuñalarme.

No parece tranquilizarse, pero cuando Thomas le acerca su áthame, ella lo coge.

—¿Cuándo? —pregunta Carmel.

Thomas responde con una sonrisa ladeada:

—Espero que reconozcas el momento.

Su mueca me desconcierta un poco. Es el primer indicio de «nuestro» Thomas que vemos desde que llegamos aquí. Normalmente, cuando hay que realizar un hechizo, es pura eficiencia, y de repente se me ocurre que en realidad no tiene ni idea de lo que está haciendo.

—¿Es peligroso? Para ti, me refiero —le pregunto.

Thomas se encoge de hombros y sacude una mano.

—No te preocupes por eso. Necesitamos respuestas, ¿no? Antes de que te vuelvas completamente majareta. Así que vamos a empezar. Carmel —la mira—, si algo va mal, tienes que quemar la sangre del áthame de Cas. Simplemente cógelo y acerca la llama a la hoja. ¿Vale?

—¿Por qué tengo que ser yo? ¿Por qué no puede hacerlo Cas?

—Por la misma razón por la que tienes que cortarle tú. Porque técnicamente estás fuera del ritual. Una vez que esto empiece, no sé lo que va a sucederle a Cas, o a mí.

Carmel está tiritando, a pesar de que no haga mucho frío. Tiene algunas dudas en la punta de la lengua, así que antes de que pueda decir nada, cojo el áthame de mi bolsillo trasero, lo saco de su funda y lo coloco en el suelo.

—Es un punto de referencia, como dijo Riika —nos explica Thomas—. Esperemos que Anna pueda seguirlo hasta nosotros —rebusca en el bolso con bandolera, saca un puñado de varas de incienso y se las tiende a Carmel para que las encienda y las sople antes de clavarlas en la tierra suelta alrededor de él. Cuento siete. El humo aromático asciende en suaves espirales grisáceas. Thomas respira hondo.

—Una cosa más —añade, tomando el palillo—. No abandonéis el círculo hasta que todo haya acabado —pone esa expresión de «vamos allá» y me gustaría decirle que tenga cuidado, pero siento el rostro totalmente paralizado. Incluso parpadear supone un reto.

Hace un giro con la muñeca y empieza a golpear el tambor; el sonido es bajo e intenso. Tiene una calidad pesada y con eco, y aunque estoy casi seguro de que Thomas carece de experiencia tocando el tambor, cada golpe parece planificado. Como si siguiera una partitura. Incluso cuando cambia el ritmo y la duración del golpeteo. El tiempo pasa. No sé cuánto. Tal vez treinta segundos, tal vez diez minutos. El sonido del tambor confunde mis sentidos. El aire parece cargarse con el humo del incienso y noto una sensación de mareo alrededor de mi cabeza. Miro a Carmel. Parpadea deprisa y tiene unas cuantas gotas de sudor en la frente, pero por lo demás parece atenta.

Thomas respira de manera lenta y superficial. Suena como si formara parte del ritmo. Los golpes se detienen y vuelven a estallar. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Luego comienzan de nuevo, más rápidos esta vez y menos intensos. El humo del incienso oscila adelante y atrás. Está sucediendo. Thomas está encontrando el camino.

—Carmel —susurro, y alargo la mano por encima de mi áthame, que descansa en el suelo. Ella me agarra la muñeca y acerca el cuchillo de Thomas a mi palma.

—Cas —dice, y sacude la cabeza.

—Vamos, no pasa nada —insisto; Carmel traga con dificultad y luego se muerde el labio. El filo del cuchillo roza la carne de mi palma, primero como una leve presión y luego una breve punzada caliente. La sangre gotea sobre mi áthame, manchando la hoja. Casi chisporrotea. O tal vez no lo haga. Algo le está sucediendo al aire; se mueve a nuestro alrededor como una serpiente y por encima del sonido del tambor escucho el aullido del viento en mis oídos, solo que no hay viento. Nada arrastra el humo del incienso. Se arremolina incesantemente hacia arriba.

—¿Se supone que debe suceder esto? —pregunta Carmel.

—No te preocupes. No pasa nada —respondo yo, pero no tengo ni idea. Lo que quiera que esté sucediendo, funciona pero sin funcionar. Ocurre, pero demasiado despacio. Todo lo que está dentro del círculo parece algo tratando de salir de una jaula. El aire se vuelve denso, se congestiona, y me gustaría que hubiera luna para que la oscuridad no resultara tan espeluznante. Deberíamos haber dejado el foco de camping encendido.

Continúa goteando sangre de mi mano sobre el áthame. No sé cuánta habré perdido. No puede ser mucha, pero mi cerebro no funciona bien. Apenas veo a través de todo el humo, sin embargo no recuerdo cuándo ha aparecido, ni cómo ha podido salir tal cantidad de siete varas de incienso. Carmel dice algo pero no la oigo, aunque creo que está gritando. Parece como si el áthame palpitara. Verlo cubierto con mi sangre resulta extraño, como una imagen combada. Mi sangre en la hoja. Mi sangre dentro del cuchillo. El tambor suena y la respiración de Thomas retumba en el aire… o tal vez sea mi propia respiración y los latidos de mi corazón, aporreándome los oídos.

Unas intensas náuseas ascienden por mi garganta. Tengo que hacer algo antes de que se apoderen de mí, o antes de que Carmel acabe presa del pánico y abandone el círculo. Mi mano se dirige bruscamente hacia el tambor y presiona la tensa piel. No sé por qué. Un simple y extraño impulso. Mi mano deja tras de sí una marca roja y húmeda. Durante un instante resalta, brillante y tribal. Luego desaparece bajo la superficie del tambor, como si nunca hubiera estado allí.

—Thomas, tío, no sé cuánto tiempo más voy a poder seguir haciendo esto —susurro. Apenas puedo distinguir el brillo de sus gafas a través del humo. No me oye.

Un grito femenino corta el aire, desgarrador y brutal. Y no ha sido Carmel. Un grito como un cuchillo de carnicero para los oídos, y antes incluso de ver los primeros mechones ondulantes de pelo negro sé que Thomas lo ha logrado. Ha encontrado el ritmo de Anna.

Cuando todo esto empezó, traté de no pensar en lo que podría suceder, para evitar decepciones. Ahora resulta que fue innecesario, pues jamás podría haber imaginado lo que tengo frente a mí.

Anna irrumpe dentro del círculo, como si el tambor de Thomas la hubiera arrastrado desde otra dimensión. Atraviesa el aire como una bomba sónica y golpea una superficie invisible a un metro del suelo. No es la silenciosa niña vestida de blanco a la que Thomas ha llamado, sino la diosa con venas negras, monstruosa y hermosa, empapada en sangre. Su pelo negro se agita a su espalda en una nube, y mi cabeza empieza a dar vueltas. Está justo delante de mí, salpicada de rojo, y durante un segundo soy incapaz de recordar por qué, o qué se suponía que tenía que decir. La sangre gotea de su vestido, pero no alcanza la tierra en ningún momento, porque ella no está donde se encuentra el suelo. Simplemente estamos mirando a través de una ventana abierta.

—Anna —susurro. Durante un instante, enseña los dientes y sus ojos color negro petróleo se agrandan. Pero en vez de responder, sacude la cabeza y los cierra con fuerza. Sus puños golpean una superficie invisible.

—Anna —más alto esta vez.

—No estás aquí —contesta ella, bajando la mirada; el alivio fluye por mi pecho, dejando mis entrañas en carne viva y gelatinosas. Me oye. Es algo.

—Tú tampoco estás aquí —digo yo. Su imagen. Su dimensión. No las había olvidado, pero verla de nuevo me deslumbra. Está en cuclillas, a la defensiva como un gato bufando.

—Eres solo fruto de mi imaginación —argumenta ella. Sus palabras suenan como las mías, igual que las mías. Miro a Thomas que mantiene el ritmo en el tambor, respirando de manera acompasada. Un oscuro círculo de sudor se ha extendido alrededor del cuello de su camiseta, y hay chorros surcando su cara por el esfuerzo. Tal vez no dispongamos de mucho tiempo.

—Es lo mismo que yo pensé la primera vez que apareciste en mi casa —le digo—. Lo que intenté decirme a mí mismo cuando te metiste dentro de aquel horno o te tiraste por la ventana.

Una prudente esperanza agita el rostro de Anna, o eso creo. Resulta difícil de decir, de interpretar las emociones a través de las venas negras.

—¿Eras realmente tú? —le pregunto.

—Yo no me tiré —murmura sin dirigirse a nadie en particular—. Me tiraron. Hacia abajo, sobre las piedras. Me arrastraron. Me arrastraron dentro para que ardiera —se estremece, tal vez por el recuerdo, igual que yo. Pero tengo que encauzar la conversación.

—La chica a la que estamos viendo ahora, ¿eres tú? —no hay tiempo, pero no sé qué decir. Parece tan confusa. ¿Era realmente ella? ¿Estaba pidiéndome ayuda?

—¿Me ves? —pregunta ella, y antes de que pueda responder, la diosa oscura se desvanece. Las venas negras desaparecen de su piel pálida, y el pelo se sosiega y se torna castaño, colgando lacio sobre sus hombros. Cuando se arrodilla, su vestido blanco se arruga en torno a sus piernas. Está cubierto de manchas negras. Sus manos revolotean sobre su regazo y sus ojos, sus ojos oscuros y fieros, se muestran inseguros. Se mueven a un lado y a otro—. No te veo. Está oscuro —el remordimiento convierte sus palabras en sonidos vacilantes y callados. No sé qué decir. Tiene costras recientes en los nudillos, y sus brazos están llenos de moratones. Unas delgadas cicatrices surcan sus hombros. No puede ser—. ¿Por qué no puedo verte?

—No lo sé —respondo rápidamente. El humo asciende, arremolinándose entre nosotros, y siento alivio al apartar la mirada, al parpadear. Noto sensación de ahogo en la parte posterior de la garganta—. Esto es solo una ventana que Thomas ha logrado abrir —le explico. Algo va mal. Dondequiera que esté, no es el lugar al que se suponía que debía ir. Las cicatrices en los brazos. Los moratones—. ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde te has hecho esas heridas?

Baja la mirada hacia su cuerpo, aparentemente sorprendida, como si se acabara de dar cuenta de que están ahí.

—Sabía que estabas a salvo —dice suavemente—. Después de que cruzáramos al otro lado. Lo sabía —sonríe, pero no transmite ningún sentimiento real. No tenemos tiempo para esto.

Trago saliva.

—¿Dónde estás?

Su pelo cae sobre sus mejillas y tiene la mirada perdida. Ni siquiera sé si cree realmente que estemos teniendo esta conversación.

—En el infierno —susurra como si fuera obvio—. Estoy en el infierno.

No. No, ese no es el lugar al que pertenece. No era donde se suponía que iría. Se suponía que debería estar en paz. Se suponía…, no sigo porque ¿qué demonios sé yo? No son decisiones mías. Es simplemente lo que yo deseaba, y lo que traté de creer.

—Me estás pidiendo ayuda, ¿verdad? ¿Por eso me mostraste esas cosas?

Sacude la cabeza.

—No. No pensé que pudieras verlo. No pensé que fuera real. Simplemente te imaginé. Resultaba más sencillo si veía tu rostro —sacude de nuevo la cabeza—. Lo siento. No quiero que lo veas.

Tiene un corte abultado y con costra en la curva del hombro. No tiene buen aspecto. No sé quién o qué decide, pero voy a empezar a hacerlo yo. Esto no puede seguir así.

—Anna, escucha. Voy a traerte de vuelta aquí. Voy a encontrar la manera de traerte a casa. ¿Entiendes?

Gira la cabeza bruscamente hacia la derecha, y permanece quieta y tensa como un animal de presa escondiéndose de un lobo. Instintivamente, me quedo en silencio y contemplo lo rápido que sube y baja su caja torácica. Tras unos largos segundos, se relaja.

—Deberías marcharte —dice ella—. Me va a encontrar. Te va a oír.

—¿Quién? —le pregunto—. ¿Quién va a encontrarte?

—Siempre lo consigue —continúa como si no me hubiera escuchado—. Y entonces abrasa. Y corta. Y mata. Aquí no puedo enfrentarme a él. No puedo ganar —están empezando a aparecer mechones de pelo negro entre su melena castaña. Hay un tono de despedida en su voz. Está pendiente de un hilo.

—Tú puedes enfrentarte a cualquiera —susurro yo.

—Este es su mundo. Son sus reglas —ahora habla sin dirigirse a nadie en concreto, de nuevo en cuclillas. La sangre comienza a filtrarse a través de la tela blanca. Su pelo se crispa y se vuelve negro.

¿Qué demonios estaba pensando al hacer esto? Es un millón de veces peor verla frente a mí y aun así a un mundo de distancia. Cierro los puños para evitar alargar las manos hacia ella. La energía que concentra el humo que hay entre nosotros acumula cien mil voltios. En realidad, Anna no está lo bastante cerca para tocarla. Es solo magia. Una ilusión convertida de algún modo en realidad por un tambor de piel humana, por mi sangre deslizándose sobre el áthame. En algún lugar a mi derecha, Carmel dice algo, pero no la oigo y resulta imposible ver a través del humo.

El suelo se sacude bajo el cuerpo de Anna. Se sujeta con ambas manos y se encoge de miedo cuando algo, en algún lugar no muy lejano, brama. Es un sonido cruel, que el eco devuelve desde un millón de paredes. El sudor me produce un hormigueo al deslizarse por mi espada y mis piernas se mueven solas; el temor de Anna me empuja a incorporarme un poco.

—Anna, dime cómo encontrarte. ¿Lo sabes?

Se tapa los oídos con las manos y agita la cabeza con violencia atrás y adelante. La ventana que nos separa se está estrechando, o ensanchando, no podría decir el qué; un olor nauseabundo a podrido y rocas húmedas flota hasta mi nariz. La ventana no puede cerrarse. Voy a destrozarla, a abrirla por completo. Da igual que me abrase. No me importa. Cuando ella se sacrificó por nosotros, cuando arrastró al hechicero a las profundidades…

Y de repente, sé quién está allí con ella.

—Es él, ¿verdad? —grito—. Es el hechicero obeah. ¡¿Estás atrapada con él?! —ella sacude la cabeza bruscamente, sin convicción—. ¡Anna, no mientas! —me callo. Da igual lo que ella diga. Lo sé. Algo en mi pecho se retuerce como una serpiente. Sus cicatrices. La manera en que se acuclilla como un perro apaleado. Le está rompiendo los huesos. Asesino. Asesino.

Me arden los ojos. El humo es denso; lo noto rozándome las mejillas. En algún lugar el tambor sigue sonando, más y más fuerte, pero ignoro si el sonido procede de la izquierda, o de la derecha, o de detrás. Me he levantado sin darme cuenta.

—Voy a por ti —grito por encima del tambor—. Y voy a por él. Dime cómo. ¡Dime cómo llegar allí! —Anna se encoge—. Hay humo, y viento, y gritos, y resulta imposible distinguir de qué lado procede todo. —Bajo la voz— Anna. ¿Qué quieres que haga?

Durante un instante, tengo la sensación de que me contestará con evasivas. Respira de manera profunda y temblorosa y con cada exhalación reprime sus palabras. Pero entonces me mira, directamente, a los ojos, y olvido todo lo que dijo antes. Me ve. Sé que es así.

—Casio —susurra—. Sácame de aquí.