Desde el punto de vista de la lógica, lo más insensato que podía yo hacer tras la derrota de las armas alemanas y austríacas era volver a Austria, aquella Austria que ya sólo brillaba con luz crepuscular en el mapa de Europa, como una sombra difusa, gris y exánime de la antigua monarquía imperial. Los checos, los polacos, los italianos y los eslovenos le habían arrebatado las tierras; lo que quedaba era un tronco mutilado que sangraba por todas las arterias. De los seis o siete millones de hombres obligados a llamarse «austríacos alemanes», sólo en la ciudad ya se apiñaban dos, muertos de hambre y de frío; las fábricas que habían enriquecido al país se hallaban ahora en territorio extranjero y los ferrocarriles se habían convertido en lastimeros muñones; se había robado el oro del Banco Nacional y a éste se le había cargado el gigantesco peso de los préstamos de guerra. Las fronteras estaban todavía sin definir, porque la Conferencia de Paz justo acababa de empezar y aún no se habían fijado los compromisos; no había harina ni pan ni carbón ni petróleo; una revolución parecía inevitable o, si no, sólo se vislumbraba una solución catastrófica. Según todas las previsiones humanas, aquel país creado artificialmente por los Estados vencedores no podía existir como país independiente ni (todos los partidos, el socialista, el clerical y el nacional, lo pregonaban a coro) tampoco quería serlo. Que yo sepa, por primera vez en la historia se dio el caso paradójico de que un país se viera obligado a aceptar una independencia que rechazaba con encono. Austria quería volver a unirse a los Estados vecinos de antes o a Alemania, con la que tenía vínculos de sangre, pero por nada del mundo deseaba llevar una vida de pordiosero con el cuerpo mutilado. Los Estados vecinos, en cambio, no querían una alianza económica con aquella Austria, en parte porque la consideraban demasiado pobre y, en parte también, porque temían que volviesen los Habsburgos; por otro lado, los aliados habían prohibido su anexión a Alemania para no fortalecer a la Alemania vencida. Se decretó, pues, que debía existir la República Austro alemana. A un país que no quería existir se le ordenaba (caso único en la historia): «¡Tienes que existir!».
Ni yo mismo puedo explicarme ahora qué fue lo que me impulsó a volver voluntariamente a un país que pasaba por la peor época de su historia. Pero los hombres de la preguerra nos habíamos criado, a pesar de todo y de todos, con un sentido del deber muy fuerte; creíamos que más que nunca formábamos parte de una patria y una familia que sufrían momentos de extrema necesidad. Me parecía una cobardía rehuir cómodamente la tragedia que se estaba preparando allí y —precisamente como autor de Jeremías— sentía la responsabilidad de ayudar con la palabra a superar la derrota. Inútil durante la guerra, ahora, tras la derrota, me parecía que había encontrado el lugar que me correspondía, tanto más cuanto que, con mi oposición a la prolongación de la guerra, había adquirido un cierto ascendente moral, sobre todo entre los jóvenes. Y aun cuando nada pudiera hacer, por lo menos me quedaba la satisfacción de compartir el sufrimiento general que se preveía.
En aquellos momentos un viaje a Austria requería preparativos como si de una expedición al Ártico se tratara. Era preciso equiparse con vestidos gruesos y ropa interior de lana, porque se sabía que al otro lado de la frontera no había carbón y el invierno estaba a las puertas. La gente se hacía poner suelas en los zapatos, porque allí sólo las había de madera. Llevaba consigo provisiones y chocolate, tanto como Suiza permitía, para no pasar hambre hasta que le concedieran la primera tarjeta de racionamiento. Aseguraba el equipaje al precio más alto, porque la mayoría de furgones eran saqueados y cada zapato, cada prenda de vestido era insustituible; sólo cuando, diez años más tarde, viajé a Rusia, tuve que hacer unos preparativos semejantes. Por unos instantes permanecí todavía indeciso en la estación fronteriza de Buchs, a la que había llegado tan feliz hacía menos de un año, y me preguntaba si no debía volverme atrás en el último minuto. Me daba cuenta de que era la decisión de mi vida, pero finalmente tomé el camino más duro y difícil: volví a subir al tren.
A mi llegada hacía un año a la estación fronteriza de Buchs, había vivido un momento emocionante. Ahora, a la vuelta, me aguardaba otro no menos inolvidable en la estación austríaca de Feldkirch. Ya en el mismo instante de apearme del tren noté una extraña agitación entre los aduaneros y los policías. No nos prestaron demasiada atención y despacharon la revisión de equipajes de un modo absolutamente indolente: estaba muy claro que esperaban algo más importante. A la postre sonó la campana anunciando la llegada de un tren procedente del lado austríaco. Los policías formaron, los aduaneros salieron en tropel de las casetas y sus mujeres, seguramente informadas de antemano, se congregaron en el andén; entre los presentes me llamó especialmente la atención una señora mayor, vestida de negro, con sus dos hijitas, probablemente una aristócrata, a juzgar por su porte y su ropa. Visiblemente emocionada, no cesaba de enjugarse los ojos con un pañuelo.
Lenta, casi diría majestuosamente, el tren entró en la estación; un tren especial: no eran los habituales vagones de pasajeros, viejos, deslustrados y descoloridos por la lluvia, sino unos vagones negros y anchos, un tren salón. La locomotora se detuvo. Una agitación perceptible recorrió las filas de los que esperaban, y yo todavía no sabía el porqué. Entonces reconocí, de pie tras el cristal de la ventana, al emperador Carlos, el último emperador de Austria, y a su esposa, la emperatriz Zita, vestida de negro. Me estremecí: ¡el último emperador de Austria, el heredero de la dinastía de los Habsburgos que había gobernado el país durante setecientos años abandonaba su imperio! Pese a haberse negado a abdicar, la República le había consentido (o, mejor dicho, le había impuesto) una salida con todos los honores. Ahora aquel hombre alto y serio miraba por la ventana y contemplaba por última vez las montañas, las casas y las gentes de su país. Viví un momento histórico, momento, además, doblemente conmovedor para alguien que se había criado en la tradición del imperio, que la primera canción que había aprendido en la escuela era la «Canción del emperador» y que después, en el servicio militar, había jurado «obediencia en tierra, mar y aire» a aquel hombre vestido de paisano y con ademán grave y pensativo. Innumerables veces había visto al viejo emperador en la magnificencia de las grandes solemnidades, ahora ya legendaria; lo había visto en la escalinata de Schönbrunn, rodeado de su familia y de los flamantes uniformes de los generales, recibiendo el homenaje de los ochenta mil escolares de Viena que, formados en la espaciosa explanada verde del palacio, cantaban a coro con sus enternecedoras vocecitas el «Dios guarde al emperador» de Haydn. Lo había visto en el baile de palacio, en las representaciones del Théâtre Paré, con su lustroso uniforme, y también en Ischl, saliendo de cacería con el verde sombrero estirio; lo había visto, con la cabeza devotamente agachada, dirigiéndose a la iglesia de San Esteban en la procesión del Corpus, y lo había visto aquel día nublado y lluvioso de invierno junto al túmulo cuando, en plena guerra, enterraron al anciano en la cripta de los Capuchinos. «El emperador»: esta palabra había sido para nosotros la quintaesencia del poder y de la riqueza, el símbolo de la perpetuidad de Austria, y habíamos aprendido de pequeños a pronunciar estas cuatro sílabas con respeto. Y ahora veía a su heredero, el último emperador de Austria, expulsado de su país. La gloriosa sucesión de Habsburgos que, siglo tras siglo, se había pasado de mano en mano la corona y el globo imperiales, tocaba a su fin en aquel momento. Todos los que nos rodeaban percibían historia, historia universal, en aquella trágica escena. Los gendarmes, los policías y los soldados parecían perplejos y, un poco avergonzados, desviaban la mirada, porque no sabían si todavía les estaba permitido rendirle los honores de costumbre; las mujeres no se atrevían a levantar la vista; nadie hablaba y así, de repente, se pudieron oír los últimos sollozos de la anciana vestida de luto que había venido, quién sabe de dónde, para ver una vez más a «su» emperador. Finalmente el revisor dio la señal. Todos nos sobresaltamos sin querer. Fue un segundo inapelable. La locomotora arrancó con un fuerte tirón, como si también ella tuviera que esforzarse, y el tren se alejó lentamente. Los aduaneros lo siguieron con una mirada llena de respeto. Luego volvieron a sus oficinas con una cierta perplejidad, como la que se observa en los entierros. En aquel instante llegaba realmente a su fin una monarquía casi milenaria. Yo sabía que regresaba a otra Austria, a otro mundo.
Tan pronto como el tren hubo desaparecido en la lejanía, nos mandaron bajar de los relucientes y limpios vagones suizos y subir a los austríacos. Y sólo bastaba con poner el pie en ellos para adivinar lo que le había ocurrido a este país. Los revisores que señalaban los asientos a los pasajeros se arrastraban de un lado para otro, delgados, hambrientos y desarrapados; los uniformes, rotos y gastados, colgaban holgados de sus hundidos hombros. Las correas para subir y bajar las ventanillas habían sido cortadas, porque cualquier trozo de cuero tenía un gran valor. Bayonetas y cuchillos depredadores habían causado estragos también en los asientos; trozos enteros del acolchado habían sido salvajemente arrancados por algún desaprensivo que querría remendarse los zapatos y sacaba el cuero de donde lo encontraba. Asimismo, alguien había robado los ceniceros para aprovechar el poquito de níquel y cobre que contenían. El viento de finales de otoño empujaba dentro de los vagones, por las ventanas destrozadas, el humo y el hollín del miserable lignito con que funcionaban las locomotoras; ennegrecían el suelo y las paredes, pero al menos su mal olor mitigaba el penetrante hedor de yodoformo que recordaba al gran número de enfermos y heridos que aquellos esqueléticos vagones habían transportado durante la guerra. Sin embargo, el hecho de que el tren avanzara ya era un milagro, aunque fuera largo y lento; cada vez que las ruedas, mal engrasadas, chirriaban con menor estridencia, temíamos que a la locomotora, agotada por el trabajo, le faltara el aliento. Para un trayecto que normalmente se cubría en una hora, hacían falta cuatro o cinco y, al anochecer, la oscuridad en el interior del tren era absoluta. Las bombillas estaban rotas o habían sido robadas; si alguien buscaba algo, tenía que andar a tientas con cerillas, y si no pasábamos frío era porque, desde el principio, nos habíamos sentado siete u ocho bien juntos y apretados. Pero ya en la primera estación subió más gente y se metió en los vagones como pudo, cansada de tantas horas de espera. Los pasillos estaban abarrotados, incluso en los estribos se acurrucaban algunas personas, expuestas al frío de la noche casi invernal y, además, todo el mundo apretaba contra su cuerpo el equipaje y un paquete de víveres; nadie se atrevía a soltar nada de la mano en medio de la oscuridad, ni siquiera por un minuto. Me daba cuenta de que había salido de un mundo de paz para volver a los horrores de la guerra que ya creía acabados.
Antes de llegar a Innsbruck la locomotora de repente empezó a jadear y, a pesar de todos los resoplidos y silbidos, no pudo superar una pequeña cuesta. Nerviosos, los empleados del ferrocarril corrían de un lado para otro con sus humeantes linternas en medio de las tinieblas. Pasó una hora antes de que llegara resollando una máquina de repuesto y luego necesitamos diecisiete horas, en lugar de siete, para llegar a Salzburgo. No había un solo mozo de cuerda en toda la estación; finalmente, unos cuantos soldados desarrapados se ofrecieron bondadosamente a llevarnos el equipaje hasta un coche, pero el caballo era tan viejo y estaba tan mal alimentado, que más bien parecía estar sostenido por la lanza que enganchado a ella para tirar del carruaje. No me sentí con ánimos de exigir más esfuerzos a aquella fantasmal bestia cargando el equipaje en el coche, de modo que lo dejé en la consigna de la estación, no sin cierto temor, me excuso decir, de no volverlo a ver jamás.
Durante la guerra me había comprado una casa en Salzburgo, porque el distanciamiento de mis amigos de antes, a causa de nuestras opiniones encontradas respecto a la guerra, había despertado en mí el deseo de no volver a vivir en grandes ciudades y en medio de mucha gente; más adelante, también mi trabajo se benefició en todos los aspectos de aquella vida retirada. Salzburgo me parecía la más ideal de todas las pequeñas ciudades de Austria, no sólo por sus paisajes, sino también por su situación geográfica, ya que, situada en el límite de Austria, a dos horas y media en tren de Munich, a cinco de Viena, diez de Zúrich y Venecia y veinte de París, era un verdadero punto de partida hacia Europa. Es verdad que todavía no era la ciudad de encuentro de los «prominentes» (de lo contrario no la hubiera escogido como lugar de trabajo) ni famosa por sus festivales (y que en verano adoptaba un aire esnob), sino una pequeña ciudad antigua, amodorrada y romántica, situada en la última falda de los Alpes, los cuales, con sus montes y colinas, pasaban en suave transición a la llanura alemana. La pequeña colina poblada de bosques donde yo vivía era como la última oleada de esa impresionante cordillera que allí se detenía; inaccesible a los automóviles y alcanzable sólo por un vía crucis de trescientos años y más de cien escalones, ofrecía desde la terraza, como compensación para tal esfuerzo, una vista magnífica de los tejados y frontispicios de la ciudad de las mil torres. Al fondo, el panorama se ensanchaba por encima de la gloriosa cadena de los Alpes (también, huelga decirlo, hasta el Salzberg, en el municipio de Berchtesgaden, donde pronto iba a vivir, justo frente a mi casa, un hombre entonces completamente desconocido, llamado Adolf Hitler). La casa resultó tan romántica como incómoda. Pabellón de caza de un arzobispo del siglo XVII y adosada al sólido muro de la fortaleza, había sido ampliada a finales del siglo XVIII con una habitación a la derecha y otra a la izquierda; un espléndido papel pintado y un bolo de color con el que había jugado el emperador Francisco en el largo corredor de la casa durante una visita a Salzburgo, además de algunos viejos pergaminos que contenían distintos derechos feudales, eran los vestigios visibles de su, a pesar de todo, espléndido pasado.
El hecho de que aquel pabellón (su larga fachada le daba un aire fastuoso, aunque sólo tenía nueve habitaciones, porque le faltaba profundidad) fuera una curiosidad antigua, más adelante habría de cautivar a nuestros invitados; pero en aquel momento su origen histórico resultó una fatalidad: encontramos nuestro hogar en un estado casi inhabitable. La lluvia entraba alegremente en las habitaciones, tras cada nevada los pasillos quedaban inundados y era imposible reparar el tejado como era debido, pues los carpinteros no tenían madera para los cabrios ni los hojalateros plomo para las tuberías; a duras penas tapamos las goteras más grandes con cartón alquitranado, pero cuando volvía a nevar no había más remedio que subirse al tejado y quitar la nieve a golpe de pala antes de que fuera demasiado tarde. El teléfono se rebelaba, porque el hilo conductor era de hierro y no de cobre; como nadie suministraba nada, teníamos que cargar nosotros mismos colina arriba hasta la bagatela más insignificante. Pero lo peor de todo era el frío, porque no había carbón en muchas leguas a la redonda y la leña del jardín, que era demasiado verde, silbaba como una serpiente en vez de calentar y crepitaba y chisporroteaba en vez de arder. Para salir del paso utilizábamos turba que, cuando menos, daba una apariencia de calor, pero durante tres meses escribí casi todos mis trabajos metido en la cama y con unos dedos entumecidos por el frío que volvía a meter debajo de la colcha después de terminar cada página. Pero fue preciso defender incluso a aquel inhóspito caserón, porque a la escasez general de alimentos y calefacción se añadió en aquel año catastrófico la falta de viviendas. Durante cuatro años en Austria no se había construido nada, muchas casas se caían y ahora, de golpe y porrazo, volvía como un torrente la infinita multitud de soldados licenciados y de prisioneros de guerra, todos sin casa, de modo que, forzosamente, en cada habitación disponible se debía alojar a una familia. Vinieron comisiones cuatro veces, pero hacía tiempo que habíamos cedido ya dos habitaciones, y el frío y el ambiente inhóspito de nuestra casa, que al principio habíamos encontrado tan hostiles, ahora resultaron útiles: nadie quería subir los cien escalones para después morirse de frío.
Cada visita a la ciudad era una experiencia angustiosa; por primera vez vi los amarillentos y peligrosos ojos del hambre. El pan negro se desmigajaba y sabía a resina y cola, el café era un extracto de cebada tostada; la cerveza, agua amarilla; el chocolate, arena teñida y las patatas estaban heladas; la mayoría de la gente criaba conejos para no olvidar del todo el sabor de la carne; en nuestro jardín un muchacho cazaba ardillas con escopeta para las comidas de los domingos, y los perros y gatos bien alimentados pocas veces regresaban de sus paseos. Los tejidos que se ponían a la venta eran en realidad papel preparado, sucedáneo de otro sucedáneo; los hombres iban vestidos casi exclusivamente con uniformes viejos, incluso rusos, sacados de un almacén o un hospital y dentro de los cuales ya habían muerto unas cuantas personas; no eran raros los pantalones hechos de sacos viejos. Se le encogía a uno el corazón al andar por la calle, donde los escaparates parecían saqueados, la argamasa se caía desmigajada como tiña de las casas en ruinas y la gente, visiblemente desnutrida, se arrastraba a duras penas hacia su lugar de trabajo. La alimentación era mejor en la llanura; con el bajón general de la moral, ningún campesino pensaba en vender la mantequilla, los huevos y la leche a los «precios máximos» fijados por la ley. Guardaban escondido en el granero todo cuanto podían y esperaban la visita de compradores con mejores ofertas. Pronto apareció una nueva profesión: la de los «acaparadores». Hombres sin trabajo cogían una o dos mochilas e iban de un campesino a otro, iban incluso en tren a lugares especialmente productivos, para conseguir víveres ilegales y venderlos luego en la ciudad a un precio cuatro o cinco veces más elevado. Al principio los campesinos estaban la mar de contentos con la gran cantidad de billetes de banco que les llovían en casa a cambio de los huevos y la mantequilla que ellos, a su vez, también «acaparaban». Pero, en cuanto iban a la ciudad con sus carteras repletas para comprar mercancías, descubrían con irritación que, mientras ellos sólo habían pedido cinco veces más por sus víveres, el precio de la guadaña, el martillo y la olla que querían comprar se había multiplicado por veinte o cincuenta. A partir de aquel momento aceptaban sólo objetos industriales, intercambiaban mercancía por mercancía, valor real por valor real; después de que, con sus trincheras, la humanidad hubo retrocedido felizmente a la edad de las cavernas, también perdió la milenaria convención del dinero y volvió al primitivo trueque. Un grotesco comercio se extendió por todo el país. Los habitantes de las ciudades acarreaban hasta las casas de campo todo aquello de que podían privarse: jarrones de porcelana china y alfombras, sables y escopetas, aparatos fotográficos y libros, lámparas y adornos; y así, por ejemplo, si alguien entraba en una casa de campo de Salzburgo, podía encontrar allí, con gran sorpresa, un buda indio que lo miraba fijamente o una librería rococó con libros franceses encuadernados en cuero, de los que los nuevos propietarios presumían con mucho orgullo. «¡Piel auténtica! ¡Francia!», afirmaban ufanos. Cosas de valor, nada de dinero: he aquí la consigna. Muchos tuvieron que desprenderse del anillo de boda y de la correa que les sujetaba los pantalones alrededor del cuerpo sólo para poder alimentar a ese cuerpo.
Finalmente tuvieron que intervenir las autoridades para acabar con aquel tráfico ilícito que, en la práctica, beneficiaba sólo a los acaudalados; se dispusieron cordones de policías de una provincia a otra para confiscar las mercancías a los «acaparadores» que iban en bicicleta o en tren y repartirlas entre los departamentos municipales de abastos. Los acaparadores respondieron organizando transportes nocturnos a la manera del Oeste americano o sobornando a los inspectores, que también tenían en casa a hijos hambrientos; a veces se producían verdaderas batallas con los revólveres y cuchillos que aquellos chicos, tras cuatro años en el frente, sabían manejar perfectamente, como también sabían esconderse en las huidas de acuerdo con las reglas de la estrategia militar. De semana en semana el caos iba creciendo y la población estaba cada vez más irritada, porque de día en día se volvía más palpable la depreciación de la moneda. Los Estados vecinos habían sustituido los viejos billetes de banco austrohúngaros por los suyos y más o menos habían pasado a la minúscula Austria la carga principal del cambio con su vieja «corona». La primera señal de desconfianza por parte de los ciudadanos fue la desaparición de las monedas, porque una pieza de cobre o de níquel representaba en el fondo un «capital efectivo» frente al simple papel impreso. El Estado, ciertamente, impulsó el máximo rendimiento de la Casa de la Moneda a fin de producir el máximo posible de dinero artificial según la receta de Mefistófeles, pero ya no pudo dar alcance a la inflación; y así, cada ciudad, pueblo o villa empezó a imprimir su propia «moneda provisional», que era rechazada ya en el pueblo vecino y que, más adelante, cuando se tuvo conocimiento real de su falta de valor, la mayoría de la gente simplemente tiró a la basura. Tengo la impresión de que a un economista que quisiera describir plásticamente todas estas fases, la inflación primero en Austria y después en Alemania, no le costaría mucho superar el suspense y el interés de cualquier novela, pues el caos adquiría formas cada vez más fantásticas. Pronto ya nadie sabía cuánto costaba algo. Los precios se disparaban caprichosamente; una caja de cerillas costaba en la tienda que había subido los precios a tiempo veinte veces más que en otra, cuyo honrado dueño vendía ingenuamente sus artículos todavía al precio del día anterior; en recompensa a su probidad veía la tienda vaciada en menos de una hora, porque uno se lo decía a otro y todo el mundo corría a comprar lo que estaba a la venta, tanto si lo necesitaba como si no. Incluso un pez de colores o un telescopio viejo eran «capital efectivo» y todo el mundo quería un valor real en lugar de papel. El caso más grotesco se dio en la desproporción de los alquileres, pues el gobierno, para proteger a los inquilinos (que eran la gran mayoría de la población) y en perjuicio de los propietarios, había prohibido su subida; en definitiva, pues, toda Austria tuvo casa más o menos gratuita durante cinco o diez años (porque luego también se prohibió la rescisión de los contratos). Con semejante caos, la situación se hacía de semana en semana cada vez más absurda e inmoral. Aquel que había ahorrado durante cuarenta años y además había invertido patrióticamente el dinero en préstamos de guerra, se convertía en pordiosero. Quien tenía deudas, se veía libre de ellas. Quien se atenía correctamente a la distribución de víveres, moría de hambre; sólo quien la infringía con toda la cara comía hasta la saciedad. Quien sabía sobornar se abría paso; quien especulaba sacaba provecho. Quien vendía de acuerdo con el precio de compra salía perjudicado; quien calculaba con prudencia era estafado. No había medida ni valor en aquel desbarajuste de un dinero que se fundía y evaporaba; no había otra virtud que la de ser hábil y flexible, no tener escrúpulos y saltar encima del caballo al galope en vez de dejarse pisar por él.
A todo ello se añadió el hecho de que, mientras los austríacos, en medio de la caída de los valores, perdían el sentido de la medida, muchos extranjeros se habían dado cuenta de que en Austria se podía pescar en río revuelto. Durante la inflación (que duró tres años y a un ritmo cada vez más acelerado) lo único que conservó un valor estable dentro del país fue la moneda extranjera. Como las coronas austríacas se fundían entre los dedos como gelatina, todo el mundo quería francos suizos o dólares norteamericanos y una multitud de extranjeros aprovechó la coyuntura para pegar un mordisco al cadáver todavía palpitante de la corona austríaca. «Descubrieron» Austria, y el país vivió una fatal temporada de «turismo» extranjero. Los hoteles de Viena estaban llenos a rebosar de esos buitres; lo compraban todo, desde cepillos de dientes hasta fincas rústicas, vaciaban las colecciones de particulares y las tiendas de anticuarios antes de que sus propietarios, acosados por el aprieto en que se hallaban, se dieran cuenta de que los estafaban y les robaban. Insignificantes porteros de hotel suizos y estenotipistas holandeses vivían en los principescos apartamentos de los hoteles del Ring. Por increíble que parezca, puedo confirmar como testigo que el famoso hotel de lujo «L’Europe» de Salzburgo fue alquilado durante mucho tiempo por obreros ingleses sin trabajo que, gracias al sustancioso subsidio de paro inglés, llevaban una vida más barata aquí que en los barrios bajos de su país. Todo lo que no estaba clavado o remachado desaparecía; la noticia de que en Austria se podía vivir y comprar barato no tardó en propagarse y no cesaban de llegar nuevos clientes de Suecia y Francia; en las calles del centro de Viena se oía hablar más italiano, francés, turco y rumano que alemán. Incluso Alemania, donde al principio la inflación siguió un ritmo mucho más lento (aunque después superó la nuestra un millón de veces), aprovechó su marco en contra de la corona que se derretía poco a poco. Salzburgo, como ciudad fronteriza, me brindó una ocasión óptima para observar aquellas incursiones diarias. A centenares y miles llegaban los bávaros de los pueblos y ciudades vecinos e inundaban la pequeña ciudad austríaca. Aquí se hacían tallar los vestidos y reparar los automóviles, iban a la farmacia y al médico; grandes empresas de Munich enviaban cartas y telegramas al extranjero desde Austria para beneficiarse de las diferencias de franqueo. A la larga, por iniciativa del gobierno alemán, se estableció una vigilancia de fronteras para evitar que se compraran los artículos de primera necesidad en Salzburgo, más barata, en lugar de hacerlo en los comercios locales, ya que, después de todo, un marco costaba setenta coronas, y en la aduana se confiscaban sin miramientos los artículos procedentes de Austria. Pero había un producto que no se podía confiscar: la cerveza que cada uno llevaba en el cuerpo. Los bávaros, grandes bebedores de cerveza, consultaban cada día la lista de las cotizaciones y calculaban si, debido a la depreciación de la corona, podían beber en Salzburgo cinco, seis o diez litros de cerveza por el mismo precio que debían pagar por uno en casa. Era imposible imaginar una tentación más espléndida y así, de las vecinas poblaciones de Freilassing y Reichenhall partían grupos de hombres con mujeres e hijos para permitirse el lujo de ingerir tanta cerveza como su barriga pudiera contener. Cada noche la estación ofrecía un pandemónium de grupos de gente bebida que berreaba, eructaba y vomitaba; los que iban demasiado bebidos —y eran muchos— tenían que ser transportados a los vagones en las carretillas que normalmente se utilizaban para el equipaje, antes de que el tren, desbordante de gritos y cantos báquicos, los devolviera a su país. Naturalmente los alegres bávaros no sospechaban que les esperaba una terrible revancha, pues cuando la corona se estabilizó y, en cambio, el marco cayó en picado hasta alcanzar una inflación de proporciones astronómicas, fueron los austríacos los que, desde la misma estación, pasaron al otro lado para emborracharse a bajo precio, y se repitió el mismo espectáculo, pero en dirección contraria. Aquella guerra de la cerveza en medio de las dos inflaciones forma parte de mis recuerdos más singulares, puesto que muestra en miniatura y de un modo plástico, grotesco, aunque quizá también de la forma más meridiana posible, el carácter demencial de aquellos años.
Lo más curioso de todo es que hoy no recuerdo, por más que lo intente, cómo administrábamos la casa durante aquellos días ni de dónde sacaba la gente, en Austria, los miles y miles de coronas, y después en Alemania los millones de marcos, que hacían falta diariamente sólo para vivir. Y sin embargo, lo misterioso del caso es que la gente los tenía. La gente se acostumbró, se adaptó al caos. Lógicamente, un forastero que no hubiera vivido aquella época —cuando en Austria un huevo costaba tanto como antes un automóvil de lujo o después, en Alemania, cuatro mil millones de marcos (tanto como, más o menos, antes el precio de todas las casas del Gran Berlín)— se habría imaginado que las mujeres iban desgreñadas como locas por la calle, que las tiendas estaban desiertas porque nadie podía ya comprar nada y que, sobre todo, los teatros y los locales de diversión estaban completamente vacíos. Lo asombroso del caso, sin embargo, es que era todo lo contrario. La voluntad de seguir viviendo resultó más fuerte que la inestabilidad del dinero. En medio del caos financiero la vida diaria seguía su curso casi inalterado. En el ámbito personal sí se produjeron cambios: los ricos se volvieron pobres, porque el dinero se les derretía en los bancos o en los fondos públicos, y los especuladores se hicieron ricos. Pero la rueda continuaba girando al mismo ritmo, indiferente al destino de los individuos; nada se detenía: el panadero cocía el pan, el zapatero remendaba zapatos, el escritor escribía libros, el campesino cultivaba la tierra, los trenes circulaban con regularidad, el periódico estaba todos los días a la misma hora delante de la puerta y precisamente los locales de diversión, los bares y los teatros estaban llenos a rebosar. Y todo porque, gracias al inesperado hecho de que la cosa antaño más estable, el dinero, perdiera valor cada día, la gente empezó a apreciar cada vez más los auténticos valores de la vida: el trabajo, el amor, la amistad, el arte y la naturaleza, y porque todo el pueblo vivía con más intensidad e interés que nunca en medio de la calamidad; chicos y chicas salían de excursión a la montaña y regresaban bronceados, en las salas de baile había música hasta muy avanzada la noche, por doquier se abrían nuevas fábricas y negocios; ni yo mismo creo haber vivido y trabajado nunca más intensamente que durante aquellos años. Lo que antes nos parecía importante, ahora lo era todavía más; nunca en Austria habíamos amado tanto el arte como en aquellos años de caos, porque, traicionados por el dinero, nos dábamos cuenta de que sólo lo eterno que llevamos dentro es lo realmente estable.
Por ejemplo, nunca olvidaré una función de ópera de aquellos días de extrema miseria. Uno andaba a tientas por la calle medio oscura, porque el alumbrado había sido restringido por falta de carbón, pagaba su entrada de gallinero con un fajo de billetes que antes habrían bastado para el abono anual de un palco de lujo, se sentaba en su localidad con el abrigo puesto porque en la sala no había calefacción y se apretujaba contra sus vecinos para entrar en calor. ¡Y cuán triste y gris era aquella sala que antaño había resplandecido con uniformes y preciosos vestidos de noche! Nadie sabía si la semana siguiente volvería a haber ópera si el dinero seguía devaluándose y los envíos de carbón fallaban aunque fuera una sola semana; todo parecía doblemente desesperado en aquella casa de lujo y exuberancia imperial. Los músicos convertidos también en grises sombras, estaban sentados ante sus atriles con sus viejos y gastados fracs, extenuados y consumidos por tantas privaciones, y también nosotros parecíamos fantasmas en aquella casa que se había vuelto fantasmagórica. Pero entonces el director levantó la batuta, se alzó el telón y todo fue espléndido como nunca. Todos los cantantes, todos los músicos, dieron lo mejor de sí mismos, porque sabían que podía ser la última vez que actuaban en aquella sala tan querida. Y nosotros escuchábamos atentos y receptivos como nunca, porque podía ser la última vez. Así vivimos todos, miles, centenares de miles; todo el mundo hizo un esfuerzo supremo en aquellas semanas, meses y años, a un paso de la ruina. Nunca había sentido en un pueblo y en mí mismo una voluntad tan firme de vivir como entonces, cuando estaba en juego lo más importante: la existencia, la supervivencia.
Sin embargo, y a pesar de todo, me vería en un compromiso si tuviera que explicar a alguien cómo subsistió aquella Austria saqueada, pobre e infausta. A su izquierda, en Baviera, se había instaurado la República Comunista de los Sóviets y, a su derecha, Hungría se había convertido en bolchevique con Béla Kun; ni siquiera hoy alcanzo a comprender cómo fue que la Revolución no se extendió a Austria. En verdad, no fue por falta de detonantes. Por las calles vagaban los soldados licenciados, famélicos y andrajosos, contemplando indignados el insolente lujo de los que se habían beneficiado de la guerra y la inflación; en los cuarteles, un batallón de la «guardia roja» se encontraba en estado de alerta, listo para disparar, y no existía ninguna otra fuerza organizada. Doscientos hombres decididos habrían podido apoderarse de Viena y de toda Austria. Pero no ocurrió nada serio. Tan sólo una vez un grupo indisciplinado intentó dar un golpe de Estado, el cual fue aplastado sin esfuerzo por cuatro o cinco docenas de policías armados. Y así el milagro se hizo realidad: aquel país aislado de sus fuentes de energía, de sus fábricas, minas de carbón y campos petrolíferos, aquel país saqueado, con una moneda depreciada que se precipitaba pendiente abajo como un alud, se mantuvo en pie firme, gracias quizás a su flaqueza (porque la gente estaba demasiado débil, demasiado hambrienta para seguir luchando por algo), pero quizá también gracias a su fuerza más oculta, típicamente austríaca: su innato talante conciliador. Y es que los dos partidos mayoritarios, el socialdemócrata y el cristiano-social, a pesar de sus profundas diferencias, se unieron en aquella hora dificilísima para formar un gobierno de coalición. Se hicieron concesiones mutuas para evitar una catástrofe que habría arrastrado a toda Europa. Poco a poco la situación comenzó a normalizarse y consolidarse y, con gran sorpresa por nuestra parte, ocurrió algo increíble: aquel Estado mutilado subsistió y más tarde incluso estuvo dispuesto a defender su independencia cuando Hitler fue a quitarle el alma a aquel pueblo sacrificado, fiel y valiente en la hora de las privaciones.
Pero la revuelta radical se evitó sólo externamente y en sentido político; internamente, en los primeros años de la posguerra se produjo una revolución colosal. Había sido destruido algo más que los ejércitos: la fe en la infalibilidad de las autoridades en que, con gran humildad, se había educado nuestra juventud. Ahora bien, los alemanes ¿deberían haber continuado admirando a su emperador, que había jurado luchar «hasta el último aliento de hombres y caballos» y acabó huyendo allende la frontera de noche y en medio de la niebla, o acaso debían admirar a sus generales, a sus políticos y a los poetas que no cesaban de hacer rimar guerra con victoria y muerte con miseria? Ahora, cuando se desvanecía el humo de la pólvora sobre el país, se tornaba espantosamente visible la desolación que había causado la guerra. ¿Cómo se podía tener aún por sagrada una moral que, durante cuatro años, permite el asesinato y el latrocinio bajo el nombre de heroísmo y requisa? ¿Cómo podía creer un pueblo en las promesas de un Estado que anula todas sus responsabilidades con el ciudadano porque le resultan incómodas? Y he aquí que los mismos hombres, la misma camarilla de ancianos, los llamados hombres con experiencia, habían superado la estulticia de la guerra con la chapucería de la paz que habían concertado. Hoy todo el mundo sabe —y unos pocos lo sabíamos ya entonces— que aquella paz había sido una posibilidad moral, quizá la mayor de la historia. Wilson la había reconocido. Con una gran visión, había trazado un plan para un entendimiento mundial auténtico y duradero. Pero los viejos generales, los viejos hombres de Estado y los viejos intereses destruyeron la gran idea, convirtiéndola en pedazos de papel sin valor. La gran promesa, la sagrada promesa hecha a millones de personas de que aquella guerra sería la última, lo único todavía capaz de arrancar las últimas fuerzas a soldados ya casi del todo desengañados, fue cínicamente sacrificada a los intereses de los fabricantes de municiones y a la pasión por el juego de los políticos que, triunfantes, supieron salvar su vieja y nefasta táctica de tratados secretos y negociaciones a puerta cerrada frente al sabio y humano reto de Wilson. Todos los que tenían los ojos abiertos y vigilantes vieron que los habían engañado. Habían engañado a las madres que habían sacrificado a sus hijos, a los soldados que regresaban convertidos en pordioseros, a todos aquellos que por patriotismo habían suscrito préstamos de guerra, a aquellos que habían hecho caso de una promesa del Estado, a todos los que habíamos soñado con un mundo nuevo y mejor y ahora veíamos que los jugadores de siempre, y otros nuevos, habían reiniciado el viejo juego en que las apuestas eran nuestra existencia, nuestra felicidad, nuestro tiempo y nuestros bienes. ¿Era de extrañar que toda una generación joven mirara con rencor y desprecio a sus padres, los cuales se habían dejado arrebatar primero la guerra y luego la paz, que lo habían hecho todo mal, que no habían previsto nada y se habían equivocado en todo? ¿No era comprensible que hubiera desaparecido en la nueva generación cualquier tipo de respeto? Toda una generación de jóvenes había dejado de creer en los padres, en los políticos y los maestros; leía con desconfianza cualquier decreto, cualquier proclama del Estado. La generación de la posguerra se emancipó de golpe, brutalmente, de todo cuanto había estado en vigor hasta entonces y volvió la espalda a cualquier tradición, decidida a tomar en sus manos su propio destino, a alejarse de todos los pasados y marchar con ímpetu hacia el futuro. Con ella había de empezar un mundo completamente nuevo, un orden completamente diferente en todos los ámbitos de la vida. Y, naturalmente, los comienzos fueron impetuosos, exagerados y hasta brutales. Todos y todo lo que no era de la misma edad era considerado como caduco. En vez de viajar con los padres, como antes, rapazuelos de once y doce años, en grupos organizados y sexualmente bien instruidos, cruzaban el país como «aves de paso» en dirección a Italia o al mar del Norte. En las escuelas, siguiendo el modelo ruso, se creaban sóviets escolares que controlaban a los maestros e invalidaban los planes de estudio porque los niños debían y querían aprender sólo aquello que les venía en gana. Por el simple gusto de rebelarse se rebelaban contra toda norma vigente, incluso contra los designios de la naturaleza, como la eterna polaridad de los sexos. Las muchachas se hacían cortar el pelo hasta el punto de que, con sus peinados a lo garçon, no se distinguían de los chicos; y los chicos, a su vez, se afeitaban la barba para parecer más femeninos; la homosexualidad y el lesbianismo se convirtieron en una gran moda no por instinto natural, sino como protesta contra las formas tradicionales de amor, legales y normales. Todas las formas de expresión de la existencia pugnaban por farolear de radicales y revolucionarias y, desde luego, también el arte. La nueva pintura dio por liquidada toda la obra de Rembrandt, Holbein y Velázquez e inició los experimentos cubistas y surrealistas más extravagantes. En todo se proscribió el elemento inteligible: la melodía en la música, el parecido en el retrato, la comprensibilidad en la lengua. Se suprimieron los artículos determinados, se invirtió la sintaxis, se escribía en el estilo cortado y desenvuelto de los telegramas, con interjecciones vehementes; además, se tiraba a la basura toda literatura que no fuera activista, es decir, que no contuviera teoría política. La música buscaba con tesón nuevas tonalidades y dividía los compases; la arquitectura volvía las casas del revés como un calcetín, de dentro a afuera; en el baile el vals desapareció en favor de figuras cubanas y negroides; la moda no cesaba de inventar nuevos absurdos y acentuaba el desnudo con insistencia; en el teatro se interpretaba Hamlet con frac y se ensayaba una dramaturgia explosiva. En todos los campos se inició una época de experimentos de lo más delirantes que quería dejar atrás, de un solo y arrojado salto, todo lo que se había hecho y producido antes; cuanto más joven era uno y menos había aprendido, más bienvenido era por su desvinculación de las tradiciones; por fin la gran venganza de la juventud se desahogaba triunfante contra el mundo de nuestros padres. Pero en medio de este caótico carnaval, ningún espectáculo me pareció tan tragicómico como el de muchos intelectuales de la generación anterior que, presas del pánico de quedar atrasados y ser considerados «inactuales», con desesperada rapidez se maquillaron de fogosidad artificial e intentaron, también ellos, seguir con paso renqueante y torpe los extravíos más notorios. Honrados y formales académicos de barba blanca repintaban sus «naturalezas muertas» de antes, ahora invendibles, con dados y cubos simbólicos, porque los directores jóvenes (en todas partes los buscaban jóvenes ahora, y cuanto más jóvenes mejor) retiraban todos los demás cuadros de las galerías por demasiado «clasicistas» y los llevaban al depósito. Escritores que durante décadas habían escrito en un alemán claro y cuidado ahora troceaban obedientemente las frases y se excedían en el «activismo»; flemáticos consejeros privados de Prusia daban lecciones sobre Karl Marx; antiguas bailarinas de la corte interpretaban, casi completamente desnudas y con «fingidas» contorsiones, la Appassionata de Beethoven y la Noche transfigurada de Schonberg. Por doquier la vejez corría azorada en pos de la última moda; de repente no había otra ambición que la de ser joven e inventar rápidamente una tendencia más actual que la de ayer, todavía actual, más radical todavía y nunca vista.
¡Qué época tan alocada, anárquica e inverosímil la de aquellos años en que, con la mengua del valor del dinero, todos los demás valores anduvieron de capa caída en Austria y en Alemania! Una época de delirante éxtasis y libertino fraude, una mezcla única de impaciencia y fanatismo. Todo lo extravagante e incontrolable vivió entonces una edad de oro: la teosofía, el ocultismo, el espiritismo, el sonambulismo, la antroposofía, la quiromancia, la grafología, las enseñanzas del yoga indio y el misticismo de Paracelso. Se vendía fácilmente todo lo que prometía emociones extremas más allá de las conocidas hasta entonces: toda forma de estupefacientes, la morfina, la cocaína y la heroína; los únicos temas aceptados en las obras de teatro eran el incesto y el parricidio y, en política, el comunismo y el fascismo; en cambio, estaba absolutamente proscrita cualquier forma de normalidad y moderación. Con todo, no quisiera haberme visto privado de esa época caótica, ni en mi vida ni en la evolución del arte. Avanzando orgiásticamente con el primer impulso, al igual que toda revolución espiritual, limpió el aire enrarecido y sofocante de lo tradicional, descargó las tensiones acumuladas a lo largo de muchos años y, a pesar de todo, sus osados experimentos dejaron iniciativas muy valiosas. Aun cuando sus exageraciones nos sorprendían, no nos creíamos autorizados para censurarlas y rechazarlas con arrogancia, porque en el fondo esa nueva juventud intentaba enmendar (aunque con demasiado ardor e impaciencia) lo que nuestra generación había descuidado por prudencia y distanciamiento. El instinto les decía que la posguerra tenía que ser diferente de la preguerra y, en el fondo, tenían razón. Todo eso de los nuevos tiempos, de un mundo mejor, ¿no lo habíamos querido también nosotros, los mayores, antes y durante la guerra? Y también después de la guerra, los mayores volvimos a demostrar nuestra ineptitud para oponer a tiempo una organización supranacional a la nueva y peligrosa politización del mundo. Es cierto que, todavía durante las negociaciones de paz, Henri Barbusse, cuya novela El fuego le valió un reconocimiento mundial, había intentado promover un acuerdo de todos los intelectuales europeos a favor de la reconciliación. Clarté debía llamarse ese grupo (de la gente de ideas claras) y debía reunir a los escritores y artistas de todas las naciones en el compromiso de oponerse en adelante a cualquier tipo de instigación de los pueblos. Barbusse nos había confiado, a mí y a René Schickele, la dirección del grupo alemán y, con ella, la parte más difícil de la misión, porque en Alemania aún ardía la indignación por el tratado de paz de Versalles. No eran muchas las esperanzas de ganar a alemanes de relieve para la causa de un supranacionalismo espiritual mientras la Renania, el Sarre y la cabeza de puente de Maguncia siguieran ocupadas por tropas extranjeras. Sin embargo, se habría podido crear una organización como la que más adelante Galsworthy hizo realidad con el PEN Club, si Barbusse no nos hubiese dejado en la estacada. Un viaje a Rusia y el inflamado entusiasmo con que lo recibieron las grandes masas lo convencieron fatalmente de que los Estados y las democracias burguesas eran incapaces de lograr una verdadera fraternidad entre los pueblos y de que tan sólo en el comunismo era posible la hermandad universal. Trató con disimulo de convertir Clarté en un instrumento de la lucha de clases, pero nosotros rechazamos una radicalización que por fuerza habría debilitado nuestras filas. Y así, aquel proyecto, en sí importante, también se malogró prematuramente. Habíamos vuelto a fracasar en la lucha por la libertad a causa de un exceso de amor por la libertad y la independencia propias.
Por lo tanto, sólo quedaba una posibilidad: que cada cual siguiera su propio camino en silencio y en solitario. Para los expresionistas y —si se me permite llamarlos así— los excesivistas, a mis treinta y seis años yo ya formaba parte de la generación de los mayores, porque me negaba a adaptarme a ellos de modo simiesco. Mis trabajos anteriores ya tampoco me gustaban a mí, no mandé reeditar ninguno de los libros de mi época «estética». Eso significaba volver a empezar y esperar a que retrocediera la impaciente oleada de tantos «ismos», y me ayudó muchísimo a resignarme a ello mi falta de ambición personal. Empecé la gran serie de los Constructores del mundo precisamente porque estaba convencido de que me ocuparía unos cuantos años; escribí narraciones cortas como Amok y Carta de una desconocida con absoluta calma y tranquilidad. El país y el mundo que me rodeaban volvieron poco a poco a la normalidad, de modo que tampoco yo podía tardar demasiado; habían pasado los tiempos en que me podía engañar a mí mismo diciéndome que todo cuanto emprendía sólo era provisional. Había alcanzado la mitad de la vida, la edad de las meras promesas se había acabado; ahora se trataba de ratificarlas y responder de mí mismo o desistir definitivamente.