Era muy natural que después de la escuela primaria me enviasen a un gymnasium. Todas las familias acomodadas velaban celosamente, aunque sólo fuera por razones de apariencia social, por tener hijos «cultos»; les hacían estudiar francés e inglés, los familiarizaban con la música, les asignaban institutrices y, luego, preceptores particulares para que aprendieran buenos modales. Pero sólo la llamada formación «académica» que llevaba a la universidad les confería un valor cabal en aquellos tiempos de liberalismo «ilustrado». Por eso, toda «buena» familia aspiraba a que al menos uno de sus hijos llevase un título de doctor delante de su nombre. Ahora bien: aquel camino hacia la universidad resultaba bastante largo y no aparecía, ni mucho menos, sembrado de rosas. Era necesario pasar cinco años de escuela primaria y ocho de gymnasium, sentado en un banco de madera y a razón de cinco a seis horas diarias, y durante el tiempo libre, hacer los deberes y, sobre todo, dedicarse a satisfacer las exigencias de la «cultura general», fuera ya del marco de la escuela: francés, inglés, italiano, las lenguas «vivas» al tiempo que las clásicas, latín y griego; es decir, cinco lenguas en total, además de geometría y física y las demás asignaturas escolares. Resultaba más que demasiado y casi no dejaba espacio para el desarrollo del cuerpo, el deporte y los paseos, y menos todavía para el ocio y la diversión. Recuerdo vagamente que a los siete años nos obligaban a aprender de memoria y a cantar a coro una canción que hablaba de la «alegre y feliz infancia». Aún me suena en los oídos la melodía de aquella cancioncita simple e ingenua, pero en aquel entonces me costaba pronunciar su letra y, aún más, vocearla a coro con convicción. Porque, si he de ser sincero, toda mi época escolar no fue sino un aburrimiento constante y agotador que aumentaba de año en año debido a mi impaciencia por librarme de aquel fastidio rutinario. No recuerdo haberme sentido «alegre y feliz» en ningún momento de mis años escolares —monótonos, despiadados e insípidos— que nos amargaron a conciencia la época más libre y hermosa de la vida, hasta tal punto que, lo confieso, ni siquiera hoy logro evitar una cierta envidia cuando veo con cuánta felicidad, libertad e independencia pueden desenvolverse los niños de este siglo. Al observarlos, todavía se me antoja increíble que los niños de hoy hablen con sus maestros con toda la naturalidad del mundo y casi au pair, que corran a la escuela sin miedo y, no como nosotros, con una sensación constante de insuficiencia; que puedan hablar sin ambages, tanto en casa como en la escuela, de sus deseos e inclinaciones, propios de espíritus jóvenes y curiosos; son seres libres, independientes y naturales, todo lo contrario que nosotros, que, en cuanto pisábamos la casa odiada, teníamos que —como quien dice— recogernos sobre nosotros mismos para no topar de cabeza con el invisible yugo. Para nosotros, la escuela era una obligación, una monotonía tediosa, un lugar donde se tenía que asimilar, en dosis exactamente medidas, la «ciencia de todo cuanto no vale la pena saber», unas materias escolásticas o escolastizadas que para nosotros no tenían relación alguna con el mundo real ni con nuestros intereses personales. Era un aprendizaje apático e insulso, dirigido no hacia la vida sino al aprendizaje en sí, cosas que nos imponía la vieja pedagogía. Y el único momento realmente feliz y alegre que debo a la escuela fue el día en que sus puertas se cerraron a mi espalda para siempre.
No es que nuestras escuelas austríacas fueran intrínsecamente malas. Todo lo contrario: El «plan de estudios», como se llama ahora, era fruto de una experiencia secular, y si se hubiese llevado a la práctica de una manera atractiva y estimulante, habría podido constituir la base de una educación fructífera y bastante universal. Pero precisamente el hecho de que se ciñeran a pies juntillas a un plan tan estricto ya sufría esquematización, convertía nuestras horas lectivas en espantosamente áridas y muertas: el desalmado aparato de enseñanza no se ajustaba al individuo y, como una máquina automática, demostraba tan sólo, con calificaciones de «bien, aprobado y suspenso», hasta qué punto los alumnos habían correspondido a las «exigencias» del plan de estudios. Pero precisamente esa falta de sensibilidad humana, esa fría falta de personalidad y ese trato digno de un cuartel fueron los elementos que desencadenaron en nosotros una exasperación inconsciente. Estábamos obligados a aprendernos la lección y nos examinaban para comprobar lo que habíamos aprendido; en los ocho años, ningún maestro nos preguntó siquiera una vez qué queríamos aprender, y brilló completamente por su ausencia ese entusiasmo estimulante que todo joven anhela en secreto.
La aludida sobriedad ya se ponía de manifiesto en el mero aspecto exterior de la escuela, un típico edificio funcional, levantado de prisa y corriendo para ahorrar dinero y hecho sin idea alguna. Con sus paredes frías y mal encaladas, sus aulas de techo bajo, sin cuadros ni adornos que alegrasen la vista, sus excusados que perfumaban toda la casa, aquel cuartel escolar era como un mueble viejo de hotel que una infinidad de gente ya ha usado antes, y otra lo hará después, con la misma indiferencia o asco; ni siquiera hoy consigo desprenderme del tufo a cerrado y podrido que rezumaba aquella casa, igual al de todos los edificios oficiales austríacos, y que nosotros llamábamos olor «fiscal»; era un olor a habitaciones con demasiada calefacción, repletas e insuficientemente ventiladas que primero penetra en la ropa y luego en el alma. Nos sentábamos en parejas, igual que los galeotes, sobre unos bancos de madera bajos que se nos clavaban en la espina dorsal hasta causarnos dolores de huesos; en invierno, la luz azulada de las llamas de gas sin pantalla temblaba encima de nuestros libros, mientras que en verano se corrían las cortinas de las ventanas, no fuera a ser que alguna mirada, a lo mejor soñadora, se nos escapase hacia el pequeño cuadrado de cielo azul y disfrutase de él. Aquel siglo no había descubierto todavía que el cuerpo joven en edad de crecimiento necesita de aire y del ejercicio físico. Diez minutos de descanso en un pasillo frío y estrecho se consideraban más que suficientes para contrarrestar las cuatro o cinco horas en que permanecíamos encogidos e inmóviles; dos veces por semana nos llevaban al gimnasio, con suelo de tablones de madera, donde corríamos sin ton ni son de un lado para otro, levantando a nuestro paso nubarrones de polvo de un metro; trotábamos, además, a tientas, pues las ventanas estaban cerradas a cal y canto. Así se satisfacían las necesidades higiénicas y así cumplía el Estado su deber que se resume en mens sana in corpore sano. Aun al cabo de años, cada vez que pasaba por delante de aquella casa tétrica y desangelada, me invadía una sensación de alivio porque no tenía que volver a pisar la cárcel de nuestra infancia; y cuando, con motivo de la celebración de los festejos que conmemoraban el cincuenta aniversario de tan insigne institución, me invitaron, como miembro distinguido de la comunidad de los antiguos alumnos, a pronunciar un discurso solemne ante un público que contaba con un ministro y el alcalde, decliné cortésmente la invitación. No tenía nada que agradecer a aquella escuela, de modo que cualquier palabra que hubiese dicho en este sentido habría sido una pura mentira.
Nuestros maestros tampoco tenían la culpa del desolador ambiente que reinaba en aquella casa. No eran ni buenos ni malos, ni tiranos ni compañeros solícitos, sino unos pobres diablos que, esclavizados por el sistema y sometidos a un plan de estudios impuesto por las autoridades, estaban obligados a impartir su «lección» —igual que nosotros a aprenderla— y que, eso sí que se veía claro, se sentían tan felices como nosotros cuando, al mediodía, sonaba la campana que nos liberaba a todos. No nos querían ni nos odiaban, aunque tampoco había motivos para ninguno de estos sentimientos, pues no sabían nada de nosotros; aun al cabo de varios años, con excepción de unos pocos, seguían sin conocernos por el nombre: según el método pedagógico al uso en aquel entonces, lo único de lo que se tenían que preocupar era del número de errores que había cometido «el alumno» en el último ejercicio. Ellos se sentaban arriba, en la tarima, y nosotros, abajo; ellos estaban allí para preguntar y nosotros, para contestar; aparte de ésta, no existía entre los dos colectivos relación alguna. Y es que entre el maestro y el alumno, entre la tarima y los bancos, entre el Alto visible y el Bajo igual de visible se levantaba la invisible barrera de la «Autoridad» que impedía cualquier contacto. Que un maestro considerase al alumno como un individuo que exigía un trato específico, acorde con sus características personales, o que redactase, como se hace hoy en día, unos informes detallados sobre él, habría supuesto un trabajo muy superior a las atribuciones y capacidades de nuestros pedagogos; por otro lado, una conversación privada habría socavado su autoridad, pues con tal cosa habría colocado a los alumnos a su mismo nivel, que no en vano era «superior». A mi juicio, nada resulta más característico de la total falta de relación que, tanto en el terreno intelectual como en el anímico, existía entre nosotros y los maestros, como el hecho de que me he olvidado de los nombres y los rostros de todos ellos. Mi recuerdo guarda todavía, con una nitidez fotográfica, la imagen de la tarima y del diario de clase, al que siempre intentábamos echar una mirada con el rabillo del ojo porque en él constaban las notas; todavía veo aquel pequeño cuaderno rojo en que se inscribían nuestras calificaciones y el gastado lápiz negro que registraba las cifras; veo mis propios cuadernos, plagados de correcciones del maestro hechas con tinta roja, pero no veo ninguno de aquellos rostros a lo mejor porque siempre permanecimos ante ellos con los ojos bajos o cerrados.
Este sentimiento de insatisfacción hacia la escuela no era, en absoluto, una actitud personal; no recuerdo que ninguno de mis compañeros dejase de experimentar repugnancia al notar cómo aquel fastidio obstaculizaba, amargaba y reprimía nuestros mejores propósitos e intereses. Sin embargo, tardé mucho en tomar conciencia de que aquel método insensible y desalmado, y que se usaba para educarnos desde pequeños, a lo mejor no se debía imputar a la negligencia de las instancias estatales, sino que respondía a un propósito determinado, aunque, eso sí, celosamente mantenido en secreto. El mundo anterior —o superior— a nosotros, que organizaba todas sus ideas únicamente en torno al fetiche de la seguridad, no quería a los jóvenes, o, mejor dicho: siempre desconfiaba de ellos. Orgullosa de su «progreso» sistemático y su orden, la sociedad burguesa predicaba moderación y comodidad en todos los ámbitos de la vida como las únicas virtudes eficaces del hombre; había que evitar toda prisa en el camino hacia adelante. Austria era un Estado antiguo, gobernado por un emperador vetusto y administrado por ministros viejos, un Estado sin ambiciones que no tenía otra aspiración que la de conservarse intacto dentro del espacio europeo a fuerza de ir rechazando todo cambio radical; por eso mismo, a los jóvenes, que por instinto siempre desean cambios rápidos y radicales, se los consideraba como un elemento peligroso al que había que mantener bajo llave o, al menos, contener el mayor tiempo posible. De modo que no había ninguna razón para hacernos agradables los años de la escuela; cualquier forma de progreso nos la teníamos que ganar a fuerza de esperar y mostrar paciencia. A causa de ese invencible rechazo mutuo, la diferencia de edad adquiría un valor muy distinto al que tiene hoy en día. Un bachiller de dieciocho años era tratado como un niño, se le castigaba cuando lo sorprendían fumando, tenía que levantar obedientemente la mano cuando quería abandonar su banco para ir a satisfacer sus necesidades; pero incluso al hombre de treinta años se le trataba como a un ser que todavía no era capaz de levantar el vuelo, y, más aún, al de cuarenta no se le consideraba suficientemente maduro como para ocupar un cargo de responsabilidad. Una vez se dio un caso excepcional e inaudito: Gustav Mahler fue nombrado director de la Ópera de la Corte a los treinta y ocho años. Sin poder salir de su asombro, toda Viena resonó con comentarios llenos de pavor de que se hubiese confiado la primera institución artística del país a «un hombre tan joven» (todo el mundo se olvidó de que Mozart había concluido la obra de su vida a los treinta y seis años, y Schubert, a los treinta y uno). Esa desconfianza hacia los jóvenes, según la cual ninguno «era de fiar», se extendía a todos los estamentos. Mi padre jamás habría aceptado en su negocio a un joven, y el que tenía la desgracia de parecerlo más de la cuenta, tenía que vencer el recelo de todo el mundo. De esta manera se consumaba algo que hoy resulta casi increíble: la juventud constituía un obstáculo para cualquier carrera y tan sólo la vejez se convertía en una ventaja. Mientras que hoy, en esta época nuestra tan radicalmente transformada, los hombres de cuarenta años hacen lo posible para aparentar treinta y los de sesenta, cuarenta; mientras que hoy la juventud, la energía, el espíritu emprendedor y la confianza en uno mismo son cualidades que ayudan al individuo a abrirse camino hacia el ascenso, antes, en la época de la seguridad, todo aquel que quería prosperar tenía que disfrazarse lo mejor que pudiese para parecer mayor. Los periódicos recomendaban específicos que aceleraban el crecimiento de la barba, los médicos de veinticuatro o veinticinco años, que acababan de licenciarse, lucían barbas frondosas y se ponían gafas doradas, aunque su vista no lo necesitara en absoluto, y todo con el único propósito de causar en sus pacientes la impresión de «experiencia». La gente vestía levitas largas y caminaba con paso pausado, y, si era posible, adquiría un cierto embonpoint que encarnaba esa gravedad anhelada, y los ambiciosos se afanaban en anular, aunque sólo fuese exteriormente, su juventud, una edad sospechosa de poco sólida; ya en el sexto y séptimo año de escuela nos negábamos a llevar mochilas de colegiales, para que no se notara que aún éramos bachilleres, y en su lugar usábamos carteras. Todo lo que hoy nos parece un don envidiable —el frescor, el amor propio, la temeridad, la curiosidad y la alegría de vivir típica de la juventud— se consideraba sospechoso en aquella época, cuyo único afán e interés se centraba en lo «sólido».
Tan sólo desde este punto de vista tan singular se puede comprender el que el Estado haya explotado la escuela como un instrumento adecuado para su propósito de mantener su autoridad. En primer lugar, tenían que educarnos de tal manera que aprendiésemos a respetar lo establecido como algo perfecto e inamovible, infalible la opinión del maestro, indiscutible la palabra del padre, absolutas y eternamente válidas las instituciones del Estado. El segundo principio cardinal de aquella pedagogía, que también se aplicaba en el seno de la familia, establecía que los jóvenes no debían llevar una vida demasiado cómoda. Antes de poder beneficiarse de un derecho, debían tener asumido el principio del deber, sobre todo el de la obediencia total. Se nos inculcaba desde el primer momento que, como aún no habíamos hecho nada en la vida y, por lo tanto, no teníamos experiencia alguna, lejos de vernos en condiciones de pedir o exigir cosas, no podíamos sino estar agradecidos por lo que se nos concedía. En mi época, este estúpido método de intimidación se utilizaba desde la primera infancia. Criadas y madres necias asustaban a niños de edades tan tempranas como los tres y cuatro años diciéndoles que si no se portaban bien, llamarían al «guardia». Durante el bachillerato, cuando traíamos a casa malas calificaciones de alguna asignatura suplementaria, nos amenazaban diciéndonos que nos sacarían de la escuela y nos mandarían a aprender un oficio (la peor de las amenazas que el mundo burgués concebía: caer hasta llegar a engrosar las filas del proletariado); y cuando los jóvenes verdaderamente ansiosos de saber buscaban en los adultos las respuestas a los problemas palpitantes de la época, recibían un sermón que invariablemente desembocaba en el arrogante «tú aún no lo puedes comprender». Esta técnica se utilizaba en todas partes, desde la casa y la escuela hasta el Estado. Machacones, no se cansaban de repetirle al joven que no estaba «maduro» todavía, que no comprendía nada, que se tenía que limitar a escuchar y a obedecer, y que no podía tomar la palabra en las conversaciones y, menos aún, para contradecir. Por esta misma razón también en la escuela, el pobre diablo del maestro, que se sentaba en lo alto de la tarima, se veía obligado a desempeñar su papel de estatua inaccesible y a supeditar todos nuestros sentimientos y aspiraciones al plan de estudios. El que nos sintiésemos bien o mal en la escuela carecía de toda importancia. En concordancia con los tiempos, su verdadera misión consistía no tanto en hacernos avanzar como en frenarnos, no en formarnos interiormente sino en amoldarnos —con la resistencia mínima posible— a la estructura establecida, no en aumentar nuestras energías sino en disciplinarlas y nivelarlas.
Semejante presión psicológica, o más bien antipsicológica, sobre los jóvenes no podía surtir sino dos tipos de efecto: paralizador y estimulante. En los archivos de los psicoanalistas se puede comprobar cuántos «complejos de inferioridad» ha provocado aquel método de educación absurdo; a lo mejor no es una casualidad que dicho complejo fuese descubierto precisamente por hombres que también habían pasado por nuestras viejas escuelas austríacas. En mi caso, debo a aquella presión mi muy temprana pasión por la libertad —una pasión que la juventud de hoy en día desconoce y que difícilmente podrá vivir con la misma vehemencia— y el odio que siento por toda muestra de autoritarismo, por el «hablar desde arriba», que me ha acompañado a lo largo de toda mi vida. Durante años y años, esa aversión hacia todo lo apodíctico y dogmático no fue más que instintiva: ya había olvidado de dónde venía. Pero una vez, durante una gira de conferencias, cuando me habían reservado el aula magna de una universidad y descubrí de repente que debía hablar desde una tarima mientras que los oyentes se sentaban, formales y sin voto ni derecho de réplica, en los bancos de abajo, igual que nosotros en la escuela, se apoderó de mí un malestar repentino. Me acordé de cómo, a lo largo de todos mis años de colegial, había padecido esta oratoria ex cátedra, insolidaria, autoritaria y doctrinaria, y me estremecí de miedo, miedo de pensar que, al hablar desde una tarima, podía causar una impresión tan impersonal como la que nos causaban los maestros de antaño; debido a esa inhibición, aquella conferencia fue la peor de mi vida.
Hasta los catorce o quince años aún nos las arreglábamos bastante bien en la escuela. Nos burlábamos de los maestros y aprendíamos las lecciones con una fría curiosidad. Pero llegó un momento en que la escuela ya no conseguía más que molestarnos y asquearnos. A la chita callando se produjo un fenómeno muy curioso: unos muchachos, nosotros, que habíamos ingresado en el gymnasium a la edad de diez años ya lo superábamos intelectualmente en los primeros cuatro de los ocho cursos. La escuela nos había dejado claro que en ella no aprenderíamos nada esencial y que de muchas materias que nos interesaban sabíamos incluso más que nuestros pobres maestros, los cuales, desde su época de estudiantes, no habían vuelto a abrir un libro movidos por un interés propio. También había otra contradicción que se hacía cada vez más evidente: en los bancos, donde en realidad permanecíamos sentados tan sólo «con los pantalones y gracias», no oíamos nada nuevo ni nada que se nos antojase digno de saber, mientras que fuera palpitaba una ciudad llena de incentivos sugerentes, una ciudad con teatros, museos, librerías, universidad, música y que cada día proporcionaba nuevas sorpresas. De esta manera, nuestro afán de aprender, que estaba estancado, nuestra curiosidad intelectual, artística y de ocio, que en la escuela no encontraba alimento alguno, nos lanzó a una búsqueda apasionada de todo aquello que se producía muros afuera. Al principio fuimos tan sólo dos o tres los que descubrimos en nuestro fuero interno esos intereses artísticos, literarios y musicales, pero después fuimos una docena y, al final, casi todos.
Y es que el entusiasmo entre los jóvenes es un fenómeno contagioso. Dentro de un aula se transmite, del uno al otro, como el sarampión o la escarlatina, como entre los neófitos, que movidos por una ambición infantil y vanidosa, siempre intentan superarse en su saber cuánto antes, y a fuerza de azuzarse se estimulan mutuamente. Vistas así las cosas, por eso mismo resulta más o menos accidental el cariz que toma esta pasión; si en una clase hay un coleccionista de sellos, pronto saldrá una docena de locos semejantes; si hay tres que se entusiasman con las bailarinas, los demás también acabarán apostados, cada día y a pie firme, en la salida de artistas de la Ópera. Tres cursos después del nuestro, hubo una clase que vivía obsesionada por el fútbol, y la inmediatamente anterior estaba poseída por el socialismo y por Tolstói. Que por una casualidad yo cayera en una clase de fanáticos del arte, tal vez resultó decisivo para el rumbo que tomaría mi vida.
En realidad, ese entusiasmo por el teatro, la literatura y el arte era algo muy natural en Viena; los periódicos dedicaban espacios especiales a todos los acontecimientos culturales, dondequiera que fuese uno siempre oía hablar a los adultos de la Ópera o del Burgtheater, y en todas las papelerías se exponían retratos de los grandes actores; el deporte aún era considerado como una actividad de brutos de cuya práctica un bachiller más bien se debía avergonzar, y todavía no estaba inventado el cinematógrafo, con sus ideales para el consumo de masas. Además, tampoco de la casa paterna había que temer oposición alguna: el teatro y la literatura eran pasiones que entraban en el calificativo de «inocentes», todo lo contrario que los juegos de naipes o las amistades femeninas. Por último, mi padre, al igual que todos los padres vieneses, de joven también había sido un enamorado del teatro y había asistido a la representación de Lohengrin dirigida por Wagner, y lo había hecho con el mismo entusiasmo que nosotros demostrábamos en los estrenos de Richard Strauss y de Gerhart Hauptmann. Porque era muy natural que los bachilleres acudiésemos en masa a los estrenos: ¡qué vergüenza ante los compañeros más afortunados si al día siguiente no podía uno relatar hasta el último detalle! Si nuestros maestros no hubiesen sido tan indiferentes, les habría tenido que llamar la atención el hecho de que en las tardes de cada gran estreno (para el cual teníamos que hacer cola desde las tres, con tal de conseguir las únicas localidades accesibles a nuestro bolsillo) caían enfermos, como por arte de magia, dos tercios del alumnado. Si nos hubiesen prestado más atención, habrían descubierto que tras el forro de nuestra gramática latina se ocultaban poemas de Rilke y que usábamos los cuadernos de matemáticas para copiar las poesías más bellas que extraíamos de los libros prestados en las bibliotecas. Cada día encontrábamos nuevas técnicas para aprovechar las aburridas horas de clase en beneficio de nuestras lecturas; mientras el maestro pronunciaba su gastada conferencia sobre «La poesía ingenua y sentimental» de Schiller, nosotros leíamos bajo el pupitre a Nietzsche y a Strindberg, cuyos nombres el viejo ni siquiera había oído. Parecía poseernos una especie de fiebre de saber y conocer todo lo que se producía en el ámbito de las artes y de la ciencia; por las tardes nos mezclábamos con los estudiantes de la universidad con el fin de asistir a sus clases, íbamos a todas las exposiciones de arte, acudíamos a las aulas de anatomía para ver autopsias. Aguzado el olfato de nuestra nariz indiscreta, husmeábamos en todo. Nos colábamos en los ensayos de la Filarmónica, hurgábamos en las tiendas de los anticuarios, diariamente revisábamos las vitrinas de las librerías para enterarnos inmediatamente de cuáles eran las novedades desde la víspera. Y, sobre todo, leíamos, leíamos todo lo que nos caía en las manos. Sacábamos libros de todas las bibliotecas públicas y, unos a otros, nos dejábamos prestados los hallazgos que conseguíamos encontrar. Pero la mejor academia, el lugar donde mejor se informaba uno de todas las novedades, era el café.
Para comprenderlo, hay que saber que el café vienés es una institución muy especial, incomparable con ninguna otra a lo largo y ancho del mundo. Se trata, de hecho, de una especie de club democrático, abierto a todo aquel que quiera tomarse una taza de café a buen precio y donde, pagando esta pequeña contribución, cualquier cliente puede permanecer sentado durante horas, charlando, escribiendo, jugando a cartas; puede recibir ahí el correo y, sobre todo, consumir una cantidad ilimitada de periódicos y revistas. Un café vienés de categoría ponía a disposición del público todos los periódicos de Viena, y no sólo de Viena sino de todo el Imperio Alemán, además de los franceses, ingleses, italianos y americanos, así como todas las revistas literarias y artísticas importantes del mundo, tales como el Mercure de France, la Neue Rundschau, el Studio y el Burlington Magazine. De esta manera sabíamos de primera mano todo lo que ocurría en el mundo, nos enterábamos de todos los libros que aparecían, de todos los espectáculos, cualquiera que fuese el lugar donde se representaban, y comparábamos las críticas de todos los diarios; a lo mejor nada ha contribuido tanto a la desenvoltura intelectual y la orientación cosmopolita de Austria como el hecho de que en el café se podía informar uno de todos los acontecimientos del mundo al tiempo que comentarlos con su círculo de amigos. Pasábamos allí horas enteras cada día y no había nada que se nos escapase, pues gracias a la comunión de intereses, seguíamos de cerca el orbis pictus de los acontecimientos culturales no con dos sino con veinte o cuarenta ojos; lo que a uno se le pasaba por alto lo retenía otro, y como la arrogancia infantil y una ambición casi deportiva nos impulsaban constantemente a superarnos en el conocimiento de las últimas novedades —rabiosamente últimas—, vivíamos sumergidos, a decir verdad, en una especie de rivalidad de sensaciones. Cuando, por ejemplo, hablábamos de Nietzsche, aún proscrito en aquella época, de repente uno de nosotros prorrumpía con superioridad afectada: «Pero en la idea del egotismo Kierkegaard lo supera», y en seguida nos poníamos nerviosos. «¿Quién es ese Kierkegaard que X conoce y nosotros no?». Al día siguiente corríamos a la biblioteca para descubrir los libros del filósofo danés olvidado, pues ignorar algo extraño que otro conocía constituía para nosotros un descrédito; nuestra pasión consistía precisamente en descubrir antes que nadie lo más reciente, lo rabiosamente nuevo, lo más extravagante e inusual, aquello que nadie (y menos aún la crítica literaria oficial de nuestros dignos periódicos) había tratado de forma exhaustiva. Conocer todo aquello que aún no gozaba de reconocimiento general, de difícil acceso, extravagante, nuevo y radical, despertaba nuestro amor especial; por eso no había nada suficientemente escondido, por más peculiar que fuese, que nuestra ávida curiosidad colectiva no fuera capaz de sacar de su escondrijo. Stefan George o Rilke, por ejemplo, habían sido publicados, en nuestra época de bachilleres, en ediciones de doscientos o trescientos ejemplares en total, de los cuales a lo sumo tres o cuatro habían encontrado el camino de Viena; ningún librero tenía uno solo de ellos en su almacén y ninguno de los críticos oficiales había mencionado tan siquiera el nombre de Rilke. Pero nuestro grupo, por un milagro de la voluntad, conocía todos sus versos y estrofas. Muchachos imberbes y enclenques que cada día tenían que permanecer sentados en los bancos de la escuela formábamos, a la hora de la verdad, el mejor de los públicos que un joven poeta puede soñar: un público curioso, críticamente despierto y entusiasmado con entusiasmarse. Y es que nuestra capacidad de entusiasmo no tenía límite: durante las horas de clase, yendo o volviendo de la escuela, en el café, en el teatro, durante los paseos, nosotros, mozalbetes de bigote incipiente, no hacíamos más que hablar acerca de libros, cuadros, música y filosofía; quienquiera que actuara en público, fuese actor o director, el que había publicado un libro o escrito en un periódico, brillaba como una estrella en nuestro firmamento. Casi me llevo un buen susto cuando, años más tarde, leyendo la descripción que hace Balzac de su juventud, encontré la siguiente frase: Les gens célébres étaient pour moi comme des dieux qui ne parlaient pas, ne marchaient pas, ne mangeaient pas comme les autres hommes. Y es que es exactamente ésta la sensación que habíamos experimentado nosotros. Ver a Gustav Mahler por la calle era un acontecimiento que uno contaba al día siguiente a sus compañeros como un triunfo personal, y la vez que, siendo niño, fui presentado a Johannes Brahms y él me dio un golpecito amistoso en el hombro, pasé varios días trastornado por tan formidable suceso. Cierto que a mis doce años no tenía una idea exacta de lo que había hecho Brahms, pero su mera fama, su aura de creador, producía un efecto embriagador. Un estreno de Gerhart Hauptmann en el Burgtheater tenía turbada a toda nuestra clase durante semanas, mucho antes de que empezasen los ensayos; nos acercábamos a los actores y figurantes para ser los primeros en saber —¡antes que los demás!— el argumento y el reparto; para cortarnos el pelo, acudíamos al barbero del teatro (no me avergüenzo de relatar aquí también nuestros disparates), con el único fin de poder cazar al vuelo alguna noticia secreta sobre la Wolter o Sonnenthal, y éramos de lo más simpáticos con un alumno de clase inferior, sobornándolo con todo tipo de atenciones, sólo porque era sobrino del jefe técnico de iluminación de la Ópera y gracias a él a veces podíamos, durante los ensayos, escabullirnos hasta el escenario; el mero hecho de pisarlo nos producía un estremecimiento que superaba al de Dante cuando se elevó a los círculos sagrados del Paraíso. Tan poderosa era para nosotros la resplandeciente fuerza de la fama que nos imponía respeto aun después de que hubiera mermado; una pobre anciana nos parecía un ser sobrenatural porque era bisnieta de Franz Schubert, e incluso al ayudante de cámara de Josef Kainz lo acompañábamos con mirada respetuosa por la calle, porque tenía la suerte de poder hallarse personalmente cerca del más querido y genial de los actores.
Como es natural, hoy sé muy bien cuánto absurdo encerraba aquel entusiasmo sin distinciones, cuánta imitación mutua, simplona y ridícula; cuánto placer deportivo por el exceso, cuánta vanidad infantil de sentirse orgullosamente elevados al tratar con el arte por encima del ambiente banal de los padres y los maestros. Aun así, todavía hoy me sorprende la de cosas que sabíamos de niños gracias a esa exaltación de la pasión literaria y lo pronto que adquirimos la capacidad crítica gracias a ese afán irrefrenable por discutir y analizarlo todo. A mis dieciséis años no tan sólo conocía todas las poesías de Baudelaire y de Walt Whitman, sino que me sabía de memoria las más importantes, y creo que en ninguna época ulterior de mi vida había leído con tanta intensidad como en los años de gymnasium y de universidad. Huelga decir que nos resultaban familiares nombres que aún tenían que esperar una década para gozar de reconocimiento entre el público general; me quedaban grabadas en la memoria incluso las cosas más efímeras, por tanto ardor con que las había absorbido. En cierta ocasión conté a mi admirado Paul Valéry a cuánto tiempo se remontaba nuestro conocimiento literario: hacía ya treinta años que yo había leído, deleitándome, unos versos suyos. Valéry me obsequió con una sonrisa jovial: «No me mienta. Mis poemas no se publicaron hasta 1916.» Pero después se quedó de una pieza, cuando le describí con todo lujo de detalles el color y el formato de la pequeña revista literaria en que, en 1898, encontramos en Viena sus primeros versos. «Pero si ni siquiera en París la conocía más que un puñado de personas —dijo, atónito—. ¿Cómo pudo usted conseguirla en Viena?». «De la misma manera en que usted, siendo estudiante de bachillerato en su ciudad de provincias, consiguió las poesías de Mallarmé, tan poco conocidas de la literatura oficial», le pude contestar. Y él me dio la razón: «Los jóvenes descubren a sus poetas porque quieren descubrirlos». En efecto, olfateábamos los aires nuevos aun antes de que cruzasen la frontera, pues en todo momento vivíamos con el sentido del olfato aguzado. Encontrábamos lo nuevo porque lo queríamos, porque anhelábamos algo que no fuese sino nuestro y no del mundo de nuestros padres, del mundo que nos rodeaba. Los jóvenes, al igual que algunos animales, poseen un instinto exquisito para detectar la llegada de cambios atmosféricos; así, nuestra generación presintió, antes que nuestros maestros e universidades, que con el viejo siglo también se acababa algo en los conceptos del arte, que empezaba una revolución o, cuando menos, un cambio de valores. Los buenos y sólidos maestros de la época de nuestros padres (Gottfried Keller en la literatura, Ibsen en el teatro, Johannes Brahms en la música, Leibl en la pintura, Eduard von Hartmann en la filosofía) contenían, a nuestro entender, toda la prudencia y circunspección del mundo de la seguridad; a pesar de su maestría técnica e intelectual, ya no nos interesaban. Sentíamos instintivamente que su ritmo frío y bien temperado era extraño al de nuestra sangre inquieta y que tampoco podía marchar al paso del ritmo acelerado de la época. Precisamente por entonces vivía en Viena el espíritu más despierto de la generación alemana más joven, Hermann Bahr, que combatía, furibundo, como un espadachín del espíritu, a favor de todo lo naciente y venidero; gracias a él se inauguró en Viena la «Secesión», que, ante el terror de la vieja escuela, exhibió a los impresionistas y los puntillistas de París, al noruego Munch, al belga Rops y a todos los extremistas imaginables; con todo aquello se allanó el camino al advenimiento de sus desdeñados predecesores: Grünwald, El Greco y Goya. De golpe y porrazo todo el mundo aprendió una nueva manera de ver las cosas al tiempo que, en la música, descubría nuevos ritmos y timbres con Mússorgski, Debussy, Strauss y Schönberg; con Zola, Strindberg y Hauptmann, en la literatura irrumpió el realismo, la naturaleza demoníaca eslava con Dostoievski, una sublimación y un refinamiento del arte poético, desconocidos hasta entonces, con Verlaine, Rimbaud y Mallarmé. Nietzsche revolucionó la filosofía; en lugar de la sobrecargada construcción clasicista, una arquitectura más libre y atrevida proclamaba edificios funcionales sin ornamentación. De repente quedó destruido el viejo orden cómodo y plácido, se cuestionaron las normas de la obra «estéticamente bella» (Hanslick), vigentes e infalibles hasta entonces, y mientras los críticos oficiales de nuestros «sólidos» periódicos burgueses se horrorizaban ante unos experimentos a menudo temerarios e intentaban frenar la corriente imparable con anatemas de «decadente» o «anárquico», los jóvenes nos lanzábamos con entusiasmo al fragor de las aguas, allí donde las olas golpeaban con más furia. Teníamos la sensación de asistir al nacimiento de una nueva era, la nuestra, en que por fin se hacía justicia a la juventud. Y así, nuestra pasión, que escudriñaba y rebuscaba inquieta, de pronto cobró un sentido: los muchachos de los bancos escolares podíamos participar en aquellas batallas, rabiosas y a menudo encarnizadas, por el nuevo arte. Dondequiera que se llevase a cabo un experimento, como, por ejemplo, un estreno de Wedekind o un recital de la nueva lírica, ahí sin falta acudíamos nosotros con todas nuestras fuerzas, y no sólo anímicas, sino también las de nuestras manos; en una ocasión, en el estreno de una obra atonal de juventud de Arnold Schönberg, fui testigo de cómo, después de que un señor del público mostró su desaprobación con un sonoro silbido, mi amigo Buschbeck le propinó un bofetón no menos sonoro; en todas partes constituíamos la avanzadilla de choque y la vanguardia de todo tipo de arte nuevo, simplemente porque era nuevo, porque quería cambiar el mundo, porque lo hacía por nosotros, a quienes ahora tocaba el turno de vivir nuestra vida. Porque sentíamos que nostra res agitur.
Pero también había algo más que nos interesaba y fascinaba de ese arte nuevo, más allá de toda medida: el hecho de que, casi exclusivamente, era el arte de gente joven. En la generación de nuestros padres un poeta o un músico no llegaba a granjearse prestigio antes de haber sido «probado», de haberse adaptado al calmado y establecido gusto de la sociedad burguesa. Todos los hombres a los que nos habían enseñado a respetar se comportaban y actuaban de una manera respetable. Wilbrandt, Ebers, Felix Dahn, Paul Heyse, Lenbach, esos favoritos de su época desaparecidos tiempo ha, llevaban sus hermosas barbas entrecanas posadas sobre sus poéticas chaquetas de terciopelo. Se dejaban fotografiar en poses pensativas, siempre en una actitud «digna» y «poética», se comportaban como consejeros áulicos y excelentísimos señores y, como tales, lucían sus condecoraciones. A los jóvenes poetas, pintores y músicos, por el contrario, se los definía, en el mejor de los casos, como talentos «prometedores», pero de momento se dejaba en compás de espera cualquier signo de reconocimiento positivo de su obra; aquella época de prudencia no gustaba de otorgar su favor prematuramente, antes de que el agraciado hubiese acreditado unos resultados «sólidos», labor de años. Pero todos los nuevos poetas, músicos y pintores eran jóvenes; Gerhart Hauptmann, surgido inesperadamente del más absoluto de los anonimatos, a sus treinta años dominaba por completo la escena alemana; Stefan George y Rainer Maria Rilke, a los veintitrés (es decir, antes de que la ley austríaca le declarara a uno mayor de edad), ya gozaban de fama literaria y tenían seguidores fanáticos. En nuestra ciudad apareció de la noche a la mañana el grupo de la «Joven Viena», con Arthur Schintzler, Hermann Bahr, Richard Beer-Hofmann y Peter Altenberg, en cuyo seno la cultura específicamente austríaca halló por vez primera una expresión auténticamente europea, gracias al refinamiento de todos los medios artísticos. Pero había, por encima de todo, una figura que nos fascinaba, seducía, embriagaba y entusiasmaba, el portentoso y único fenómeno de Hugo von Hofmannsthal, en quien nuestra juventud vio realizadas no sólo sus aspiraciones más elevadas, sino también una perfección poética absoluta que se encarnaba en la persona de alguien que tenía casi su misma edad.
La figura del joven Hofmannsthal es y será recordada como uno de los grandes prodigios de la perfección precoz; a esta edad, exceptuando a Keats y a Rimbaud, no conozco en toda la literatura universal ningún otro ejemplo de tal infalibilidad en el dominio de la lengua, de semejante envergadura del ideal de la inspiración y de tal saturación de la sustancia poética hasta en la frase más accidental, como el de este genio grandioso, que ya a sus dieciséis y diecisiete años, con sus versos indelebles y una prosa insuperable hasta hoy, quedó inscrito en los anales eternos de la lengua alemana. Sus insospechados inicios y su simultánea perfección constituyen un fenómeno que difícilmente puede repetirse en una misma generación. Por eso las primeras personas que tuvieron conocimiento de su obra quedaron maravilladas ante aquella increíble aparición, casi como si se tratase de un hecho sobrenatural. Hermann Bahr me habló en muchas ocasiones de su atónito asombro el día en que había recibido un artículo para su revista, fechado en la propia Viena y firmado por un tal «Loris», nombre que desconocía (a los estudiantes de bachillerato les estaba prohibido firmar con su propio nombre); entre las colaboraciones que recibía desde todos los confines del mundo jamás se había encontrado con una que derramase, por así decir, con mano fácil tanta riqueza y que lo hiciese con una lengua tan noble y alada. ¿Quién era el tal «Loris»? ¿Quién era el desconocido?, se preguntaba. Un hombre mayor, seguro, que ha ido destilando en silencio sus conocimientos a lo largo de los años y en misteriosa clausura ha cultivado la esencia más sublime de la lengua hasta convertirla en una magia casi voluptuosa. ¡Y semejante sabio, un poeta de tan altas dotes, vivía en la misma ciudad y él jamás había tenido noticia de su existencia! Bahr escribió en seguida al desconocido, citándolo para una entrevista en un café: el famoso Café Griensteidl, el cuartel general de la literatura joven. De pronto se acercó a su mesa, con pasos livianos al tiempo que apresurados, un bachiller delgado, aún imberbe y vestido con pantalón corto, hizo una reverencia en señal de saludo y, con una voz aguda que aún no había mudado del todo, dijo en tono seco y decidido: «Hofmannsthal. Yo soy Loris». Aun al cabo de años, siempre que Bahr hablaba de su estupefacción, se notaba lo impresionado que estaba. En un primer momento se resistió a creerlo. ¡Un bachiller que poseyese tal dominio del arte, tal clarividencia, una visión tan profunda y un conocimiento tan impresionante de la vida antes de vivirla! Arthur Schnitzler me contó casi lo mismo. En aquella época todavía era médico, puesto que, de momento, sus primeros éxitos literarios no parecían poderle garantizar, ni mucho menos, medios de vida dignos, pero ya se le consideraba el líder de la «Joven Viena» y los más jóvenes acudían a él en busca de opiniones y consejos. En casa de unos conocidos accidentales conoció a un muchachito delgado, bachiller por más señas, cuya inteligencia ágil le llamó la atención, y cuando dicho estudiante le pidió el favor de poderle leer una pequeña pieza de teatro en verso, lo invitó gustoso a su piso de soltero, aunque, a decir verdad, sin hacerse demasiadas ilusiones: un opúsculo de estudiante, pensó, sentimental o pseudoclásico. Invitó a la velada a unos cuantos amigos; Hofmannsthal se presentó allí con su pantalón corto y, un poco nervioso y cohibido, empezó a leer. «Al cabo de unos minutos —me contó Schnitzler— de pronto nos vimos escuchándolo con el oído aguzado y, casi asustados, intercambiamos miradas de admiración. Versos tan perfectos, de tan impecable plasticidad, tan impregnados de música, no se los habíamos oído a ningún contemporáneo; creíamos que era imposible después de Goethe. Pero lo más prodigioso de aquella maestría inigualable (y que ningún otro alemán ha conseguido desde entonces) radicaba en un conocimiento del mundo que, tratándose de un muchacho que pasaba los días sentado en un banco de escuela, tan sólo podía venir de una intuición mágica». Cuando Hofmannsthal acabó, todos se quedaron mudos. «Tuve la impresión —me dijo Schnitzler— de haber conocido a un genio por primera vez en mi vida y nunca más, en ninguna otra ocasión, me he vuelto a sentir tan subyugado». Quien a los dieciséis años empezaba de esta manera (o, más que empezar, ya desde el mismo principio alcanzaba la perfección) tenía que llegar a convertirse en hermano de Goethe y de Shakespeare. Y, en efecto, la perfección parecía volverse cada vez más perfecta: después de aquella primera pieza en verso, Ayer, apareció el grandioso fragmento de la Muerte de Ticiano, en el cual el alemán alcanzaba cotas de sonoridad italiana; aparecieron nuevos poemas, cada uno de los cuales constituía todo un acontecimiento para nosotros y que yo todavía hoy, después de décadas, recuerdo enteramente de memoria, verso por verso; aparecieron dramas cortos y aquellos ensayos que, en un espacio maravillosamente económico, reducido a unas pocas páginas, contenían, mágicamente comprimidos, la riqueza del saber, un consumado conocimiento del arte y una amplia visión del mundo; todo cuanto escribió aquel bachiller y universitario era como el cristal iluminado desde dentro: oscuro al tiempo que incandescente. El verso, la prosa, en sus manos todo resultaba moldeable como la cera aromática del monte de Himeto; por un milagro irrepetible, cada poesía tenía su medida justa, nunca excesiva ni tampoco demasiado escuálida; se notaba que algo inconsciente e incomprensible lo debía de guiar secretamente por esos caminos hasta los parajes jamás pisados.
A duras penas consigo transmitir la fascinación que este fenómeno producía en nosotros, que habíamos sido educados para rastrear y percibir valores. Al fin y al cabo, ¿qué puede resultar más embriagador para una generación joven que saber que a su lado, en su propio seno, vive —de carne y hueso— un poeta puro, sublime, poeta que nadie concebía sino bajo las formas legendarias de un Hölderlin, un Keats y un Leopardi, inaccesible y ya convertido en un sueño y una visión? Por eso mismo guardo tan nítido el recuerdo del día en que por vez primera vi a Hofmannsthal en persona. Tenía yo entonces dieciséis años, y puesto que seguíamos paso a paso —dicho sea sin faltar a la verdad— todo lo que hacía ese mentor ideal nuestro, me impresionó sobremanera una breve noticia escondida en el periódico, que anunciaba una conferencia suya sobre Goethe en el «Club científico» (inconcebible para nosotros que un genio de tal catadura hablase en un marco tan modesto; en nuestra adoración estudiantil, hubiésemos dado por supuesto que la sala más grande de Viena se habría llenado a rebosar si un Hofmannsthal accedía a aparecer en público). Pero gracias a aquel suceso tuve la oportunidad de volver a darme cuenta de hasta qué punto nosotros, los insignificantes alumnos de bachillerato, aventajábamos al gran público y a la crítica oficial en nuestras valoraciones, en nuestro instinto para lo imperecedero, instinto que se demostró infalible, y no tan sólo en este caso; en la estrecha sala se había reunido un auditorio compuesto por diez o doce docenas de personas en total: no había hecho falta, por lo tanto, que, llevado por mi impaciencia, apareciese allí media hora antes con el fin de asegurarme un asiento. Esperamos un rato y, luego, un joven delgado en cuyo aspecto nada llamaba la atención pasó de pronto en medio de las filas en dirección a la tarima y se puso a hablar tan de repente y con tanto ímpetu que apenas me dio tiempo de observarlo a conciencia. Con su bigote suave, no acabado de formarse todavía, y su figura elástica, Hofmannsthal parecía aún más joven de lo que ya me había imaginado. Su rostro, de perfil marcado y de tez oscura: un tanto italiano, aparecía tenso a causa de los nervios, y aumentaba tal impresión la inquietud que se reflejaba en sus ojos aterciopelados, muy miopes; más que ponerse, se diría que se lanzó a hablar, como lo hace un nadador a las aguas que le son familiares, y cuanto más hablaba, más libres se volvían sus gestos y más afianzada aparecía su figura; en cuanto se hallaba en medio del elemento espiritual (lo subrayé más tarde en muchas conversaciones privadas), su embarazo inicial daba paso a una liviandad y una viveza extraordinarias, como suele suceder a los hombres inspirados. Tan sólo en las primeras frases me daba cuenta de que no tenía una voz bonita: tirando a estridente y a veces muy próxima a falsete; pero sus palabras no tardaban en elevarnos hasta tales alturas de libertad que ya no nos percatábamos del timbre de su voz y, a menudo, ni tan sólo de su cara. Hablaba sin manuscrito, sin apuntes, a lo mejor incluso sin una minuciosa preparación previa, y, sin embargo, cada una de sus frases tenía ese halo de perfección que nace con naturalidad del sentido mágico de la forma. Las antítesis más osadas se desplegaban ante el público, cegadoras, para acabar diluyéndose en formulaciones claras al tiempo que sorprendentes. A todos nos asaltó la subyugante impresión de que lo que nos ofrecía no eran más que migajas arrancadas casualmente de un acervo mucho más grande, de que él, tan alado como estaba y tan elevado a esferas superiores, podía seguir hablando durante horas enteras sin empobrecer el discurso ni rebajar su nivel. También en años posteriores, durante el curso de conversaciones privadas, seguí experimentando la fuerza mágica de ese «inventor del canto fluido y del diálogo ágil y chispeante», como lo definió, elogioso, Stefan George. Inquieto, distraído, sensible, expuesto a los cambios atmosféricos, a menudo gruñón y nervioso en el trato personal, no resultaba fácil acercársele. Sin embargo, en el momento en que algo atraía su interés, se convertía en una llamarada; en un solo vuelo, cual fulgurante cohete encendido, elevaba el debate hasta su propia esfera, un universo que no estaba sino a su alcance. Exceptuando acaso a Valéry, poeta de pensamiento cristalino y más mesurado, y al impetuoso Keyserling, nunca he vivido la experiencia de una conversación de tan alto vuelo intelectual como la suya. En aquellos momentos de auténtica inspiración, su memoria demoníacamente despierta lo tenía presente todo, se puede decir que de una manera casi física: los libros que había leído, los cuadros y los paisajes que había visto; una metáfora enlazaba con la siguiente con la misma naturalidad con que se enlazan las dos manos; las perspectivas se alzaban cual decorados inesperados que surgían de un horizonte que ya se creía cerrado… En aquella conferencia sentí por primera vez —volví a experimentar la misma sensación en conversaciones privadas ulteriores— ese flatus, el hálito vivificante y embelesador de lo inconmensurable, de lo que no se puede abarcar con la sola razón.
En cierto sentido, Hofmannsthal jamás superó ese milagro único en que se había convertido entre sus dieciséis y veinticuatro años. No es que admire menos muchas de sus obras posteriores, los espléndidos artículos, el fragmento de Andreas, ese tronco de la tal vez más bella novela en lengua alemana, y algunas partes de sus dramas; sin embargo, con esa complicidad suya tan estrecha con el teatro real y los intereses de su época, con esa conciencia suya tan clara y lo ambicioso de sus proyectos, perdió una parte de su excelencia intuitiva, de la inspiración pura de aquellas primeras poesías de adolescente y, con ello, también de la embriaguez y el éxtasis de nuestra juventud. Con el saber mágico propio de la edad joven, presentimos que tamaño milagro de nuestra juventud era único y que no se volvería a repetir en nuestra vida.
Balzac ha descrito de manera incomparable cómo el ejemplo de Napoleón había electrizado a toda una generación en Francia. El deslumbrante ascenso del pequeño teniente Bonaparte al trono imperial del mundo, para él significó no tan sólo el triunfo de una persona, sino también la victoria de la idea de la juventud. El hecho de que no fuera necesario haber nacido príncipe o noble para alcanzar el poder a temprana edad, de que se pudiera proceder de una familia modesta, cuando no pobre, y, sin embargo, llegar a ser general a los veinticuatro años, soberano de Francia a los treinta y, poco después, del mundo entero, ese éxito sin igual arrancó a centenares de personas de sus pequeños oficios y sus pequeñas ciudades de provincia: el teniente Bonaparte calentó la cabeza a toda una generación de jóvenes. Los impelió hacia una ambición más elevada; creó a los generales de su gran ejército al igual que a los héroes y los arribistas de la Comédie humaine. Siempre que un solo joven alcanza, tras el primer impulso, algo que hasta entonces parecía inalcanzable, sea en el campo que sea, con el mero éxito de su empresa alienta a toda la juventud que lo rodea o lo sigue. En este sentido, Hofmannsthal y Rilke significaron para nosotros, los jóvenes, para nuestras aún inmaduras energías, un impulso extraordinario. Aun sin esperar que ninguno de nosotros pudiese repetir el milagro de Hofmannsthal, nos fortalecía su mera existencia física, la cual —se puede decir así— demostraba óptica y fehacientemente que el poeta era posible también en nuestra época, en nuestra ciudad, en nuestro entorno. Al fin y al cabo, su padre, un director de banco, procedía del mismo estamento judío burgués que todos nosotros; el genio se había formado en una casa parecida a la nuestra, con iguales muebles y la misma moral de clase; había ido al mismo instituto estéril, había estudiado con los mismos manuales y se había sentado durante ocho años en los mismos bancos de madera, mostrando la misma impaciencia y la misma pasión por los valores del espíritu que nosotros; y he aquí que, mientras aún desgastaba los pantalones contra aquellos bancos y se veía obligado a patear el gimnasio de un lado a otro, ya había conseguido superar, con su salto al infinito, la estrechez del espacio de la ciudad y la familia. A través de Hofmannsthal quedó demostrado, en cierta manera ad oculos, que, en principio, era posible crear poesía, y poesía perfecta, también a nuestra edad, aun en la atmósfera carcelaria de un instituto austríaco. Incluso era posible (¡qué seducción tan inmensa para un espíritu adolescente!) verse publicado, elogiado y famoso, mientras en casa y en la escuela aún se nos consideraba como seres insignificantes, seres sin acabar.
Rilke, a su vez, significó para nosotros un estímulo de otra naturaleza, que completaba el de Hofmannsthal con un efecto sedante. Porque rivalizar con Hofmannsthal habría parecido blasfemo hasta al más osado de entre nosotros. Sabíamos que era un prodigio inimitable de perfección precoz que no se podía repetir, y cuando, a nuestros dieciséis años, comparábamos nuestros propios versos con los ya celebérrimos que él había escrito a la misma edad, nos moríamos de vergüenza; asimismo, nos sentíamos humillados en nuestro saber ante el vuelo de águila con el que él, todavía en el instituto, había recorrido el universo del espíritu. Rilke también había empezado a escribir y a publicar versos igual de pronto, a los diecisiete o dieciocho años, pero, a diferencia de Hofmannsthal, además en el sentido absoluto, sus poesías resultaban inmaduras, infantiles e ingenuas; sólo con indulgencia se podía hallar en ellas algunas huellas de un talento áureo. No fue sino más tarde, a sus veintidós y veintitrés años, cuando ese poeta extraordinario, al que nosotros amábamos con desmesura, empezó a moldear su personalidad, cosa que por sí sola ya era un consuelo para nosotros. De modo que no era imprescindible ser perfecto ya en el instituto, como Hofmannsthal; podíamos probar, ensayar, formarnos, progresar, como Rilke. No era necesario darnos por vencidos en seguida sólo porque de momento escribíamos cosas imperfectas, inmaduras e irresponsables, pues a lo mejor éramos capaces de repetir, ya no el milagro de Hofmannsthal, pero sí el ascenso más pausado y normal de Rilke.
Y es que era natural que todos hubiésemos empezado, desde hacía tiempo, a escribir versos, a componer música o a recitar; la actitud de pasividad apasionada es de por sí poco natural entre la juventud, de cuya manera de ser resulta más propio no sólo el recibir impresiones, sino también reaccionar a ellas de modo creativo. Amar el teatro para los jóvenes quiere decir, como mínimo, desear y hasta soñar con hacer personalmente cosas en o para el teatro. Admirar en éxtasis el talento en todas sus formas lleva ineludiblemente a la introspección, a ver si se puede descubrir una posibilidad o un vestigio de esa esencia tan selecta en el inexplorado cuerpo propio o en la propia alma, medio oscura todavía. Así, de acuerdo con la atmósfera que se respiraba en Viena y con los especiales condicionantes de la época, en nuestra clase el afán por la producción artística se había expandido casi como una epidemia. Todos y cada uno buscábamos en nuestro interior un talento e intentábamos desplegarlo. Cuatro o cinco de entre nosotros querían ser actores. Imitaban la dicción de los del Burgtheater, recitaban y declamaban sin parar, asistían a escondidas a clases de arte dramático y en las horas de recreo repartían entre sí los distintos papeles e improvisaban escenas enteras de los clásicos; los demás formábamos para ellos un público curioso, aunque a la vez muy crítico. Otros dos o tres eran músicos excelentemente preparados, pero aún no sabían si querían ser compositores, solistas o directores de orquesta; a ellos debo mi primer contacto con la nueva música, estrictamente vetada todavía en los conciertos oficiales de la Filarmónica, mientras que ellos, a su vez, acudían a nosotros en busca de textos para sus canciones y coros; otro muchacho, hijo de un pintor famoso entre la alta sociedad, nos llenaba de dibujos los cuadernos durante las horas de clase y retrataba a todos los futuros genios del curso. Pero la fiebre más extendida, con mucho, era la literaria. Gracias al estímulo mutuo de buscar la perfección lo más rápidamente posible y a la crítica recíproca de cada poema, el nivel que habíamos alcanzado a los dieciséis años era muy superior al de simples diletantes y en algunos casos se aproximaba a la obra de auténtico valor, cosa que quedó demostrada por el hecho de que nuestras creaciones fueran aceptadas, impresas y (he aquí la prueba más convincente) retribuidas, y no sólo por, pongamos por caso, oscuras gacetas de provincias, sino también por revistas de vanguardia de la nueva generación. El nombre de uno de mis compañeros, Ph. A., a quien yo adoraba como a un genio, se destacó en la magnífica revista de lujo Pan, al lado de Dehmel y de Rilke; otro, A. M., había logrado entrar, bajo el pseudónimo de «August Oehler», en la más inaccesible y ecléctica de todas las revistas alemanas, Blätter für die Kunst, que Stefan George reservaba exclusivamente para su círculo sagrado y cuyas puertas, controladas por siete cedazos, parecían imposibles de franquear. Un tercero, animado por Hofmannsthal, escribió un drama sobre Napoleón; un cuarto, una nueva teoría estética y sonetos de gran mérito; yo mismo fui admitido en la Gesellschaft, la revista de vanguardia de los Modernos, y en la Zukunft de Maximilian Harden, ese semanario que resultó tan decisivo para la historia política y cultural de la nueva Alemania. Mirando hoy hacia atrás, tengo que confesar con toda objetividad que la suma de nuestro saber, el refinamiento de nuestra técnica literaria y nuestro nivel artístico eran francamente sorprendentes en unos muchachos de diecisiete años, y sólo se pueden explicar a través del fulgurante ejemplo de la madurez tan fantástica como precoz que demostró Hofmannsthal, ejemplo que nos obligaba a un esfuerzo apasionado por hacer lo máximo con tal de salir airosos ante los otros, aunque no fuese más que a medias. Dominábamos todos los recursos, extravagancias y audacias de la lengua, poseíamos la técnica de todas las formas del verso, habíamos experimentado, en innumerables ensayos, con todos los estilos, desde el páthos de Píndaro hasta la simple dicción de la canción popular, indicábamos los unos a los otros, en el intercambio diario de nuestras experiencias creativas, hasta las incorrecciones más insignificantes y discutíamos cualquier detalle métrico. Mientras los buenos de nuestros profesores inocentemente nos seguían marcando con tinta roja las comas que faltaban en las redacciones escolares, nosotros nos dedicábamos a ejercer otro tipo de crítica y lo hacíamos aplicando una severidad, un conocimiento artístico y una meticulosidad que ni siquiera desplegaban al abordar las obras maestras clásicas los papas de la literatura oficial de los grandes diarios; de modo que en los últimos años de la escuela, también sacamos ventaja a esos críticos ya consagrados y famosos, y todo gracias a aquel fanatismo nuestro en cuanto al juicio técnico y la capacidad de expresión artística.
Esta descripción, realmente verídica, de nuestra precocidad literaria podría llevar a pensar que éramos una clase especial y prodigiosa. En absoluto. El mismo fenómeno de fanatismo y talento precoz se podía observar en aquel momento en una docena de escuelas vecinas de Viena, y en el mismo grado. No podía tratarse de una casualidad. En la ciudad reinaba una atmósfera especialmente propicia, condicionada por su humus artístico, por una época apolítica, por la constelación de nuevas orientaciones intelectuales y literarias que, apremiándose mutuamente, aparecieron en aquel momento a caballo entre dos siglos y que se combinaron químicamente en nosotros infundiéndonos la inmanente voluntad de crear, voluntad que, mirándolo bien, es propia, casi por naturaleza, de esta época de la vida. Al fin y al cabo, durante la pubertad, la poesía o al menos el impulso hacia ella invade a todo joven, aunque sólo sea como una oleada, si bien es cierto que tal inclinación traspasa pocas veces la frontera de la juventud. Ni uno solo de los cinco actores que se sentaban en los bancos de nuestra escuela subió más tarde a un escenario real; los poetas de Pan y de Blätter für die Kunst[1] se desinflaron tras aquel primer impulso sorprendente y se convirtieron en honorables abogados y funcionarios que hoy, a lo mejor, esbozan una sonrisa melancólica o irónica al recordar sus ambiciones de antaño. Yo soy el único de todos ellos en quien ha pervivido aquella pasión creadora y para quien dicha pasión se ha vuelto la esencia y el sentido de toda una vida. Pero ¡con qué agradecimiento recuerdo aún aquel compañerismo! ¡Cómo me ha ayudado! Aquellas discusiones enardecidas, aquella superación impetuosa, aquella admiración y crítica mutuas, cómo y cuán pronto me agudizaron la mano y el nervio, cómo me abrieron y ensancharon la visión del cosmos espiritual, cómo nos dio alas a todos para elevarnos por encima del desierto y la tristeza de nuestra escuela! «Oh, arte hechicero, cuántas horas grises». Cada vez que evoco esta canción de Schubert, nos veo, en un especie de visión plástica, sentados sobre nuestros miserables bancos escolares, con los hombros caídos y, después, camino de casa, con el rostro radiante y la mirada encendida, criticando y recitando poesía apasionadamente, olvidada toda atadura con el espacio y el tiempo, realmente «sumidos en un mundo mejor».
Tamaña monomanía del fanatismo por el arte, una sobrestimación de lo estético llevada hasta el absurdo, sólo se podía ejercer, naturalmente, a costa de los intereses normales propios de nuestra edad. Si hoy me pregunto cuándo encontrábamos el tiempo necesario para leer todos aquellos libros, abrumados como estábamos por la jornada escolar y las clases particulares, veo claro que fue en detrimento de las horas de sueño, luego, de nuestro vigor corporal. No ocurrió nunca que dejase la lectura antes de la una o las dos de la madrugada, aun cuando me tenía que levantar a las siete: un vicio, ese de leer una hora o dos por más tarde que se hiciera, que ya no he abandonado nunca más. Y así, no recuerdo haber ido a la escuela sino saliendo de casa deprisa y corriendo en el último minuto, sin haber dormido lo suficiente y sin haberme lavado como es debido, y masticando el bocadillo por el camino; así, no es extraño que, con toda nuestra intelectualidad, todos tuviésemos el aspecto demacrado y verde de la fruta inmadura y, además, bastante dejado en lo tocante a nuestra manera de vestir. Es que cada céntimo de nuestro dinero de bolsillo lo gastábamos en teatro, conciertos o libros; y, por otro lado, tampoco nos preocupaba mucho ni poco el gustar a las niñas, puesto que nuestra pretensión radicaba en impresionar en cosas muy superiores. Salir a pasear con muchachas nos parecía una pérdida de tiempo, pues, en nuestra arrogancia intelectual, a priori considerábamos al otro sexo intelectualmente inferior y no queríamos malgastar nuestras preciosas horas en conversaciones banales. Tampoco sería nada fácil hacer entender a un joven de hoy hasta qué punto ignorábamos, y hasta despreciábamos, todo lo relacionado con el deporte. Lo cierto es que, en el siglo pasado, aún no había llegado a nuestro continente la ola deportiva. Aún no había estadios donde cien mil personas bramasen de entusiasmo cuando un boxeador descargaba un puñetazo en la mandíbula del otro; los periódicos todavía no enviaban a sus reporteros para que, con fervor homérico, llenasen columnas y más columnas informando de un partido de hockey. En nuestra época, la lucha, los clubs de atletismo, los récords de pesos pesados todavía se consideraban como actividades de suburbio y formaban su público carniceros y ganapanes; como mucho, unas cuantas veces al año, las carreras de caballos, más nobles y aristocráticas, atraían al hipódromo a la llamada «buena sociedad», pero no así a nosotros, que considerábamos cualquier actividad física como una absoluta pérdida de tiempo. A los trece años, cuando me empezó a atacar aquella infección intelectual literaria, dejé el patinaje sobre hielo y usé en la compra de libros el dinero que me daban mis padres para las clases de baile; a los dieciocho aún no sabía nadar ni bailar ni jugar a tenis; incluso hoy no sé montar en bicicleta ni conducir un automóvil, y en materia deportiva cualquier niño de diez años me puede poner en ridículo. Ni siquiera ahora, en 1941, sé muy bien cuál es la diferencia entre béisbol y fútbol, entre hockey y polo, y las páginas de deportes de los periódicos, con su lenguaje criptográfico, se me antojan escritas en chino. Me he mantenido imperturbable ante todos los récords deportivos de velocidad o de habilidad, adoptando el punto de vista del Sha de Persia, quien, cuando lo querían animar a que asistiese a un derby, manifestó, con sabiduría oriental: «¿Para qué? Ya sé que un caballo puede correr más que otro. Me es del todo indiferente cuál». Tan despreciable como entrenar el cuerpo, nos parecía malgastar el tiempo en el juego; tan sólo el ajedrez, que exigía un esfuerzo mental, hallaba un poco de merced a nuestros ojos; y, cosa más absurda todavía, a pesar de que nos sentíamos poetas en ciernes o, en todo caso, en potencia, nos preocupaba muy poco la naturaleza. Durante mis primeros veinte años no vi casi nada de los maravillosos alrededores de Viena; los días de verano más bonitos y cálidos, cuando la ciudad quedaba desierta, tenían un encanto más singular todavía, porque, en nuestro café, conseguíamos los periódicos y las revistas más deprisa y en mayor abundancia. He necesitado años y años para reencontrar el equilibrio que perdí a causa de esa hipertensión y esa avidez infantiles y para compensar en parte el inevitable abandono físico del cuerpo. Pero, aun así, visto en su conjunto, no me arrepiento de aquel fanatismo, de esa manera de vivir sólo a través de los ojos y los nervios de mis tiempos de bachillerato. Me inoculó en la sangre un apasionamiento por todo lo intelectual que ya no querría perder nunca, y todo lo que he leído y aprendido desde entonces hasta ahora se asienta sobre los fundamentos que se endurecieron en aquellos años. Lo que uno ha descuidado en lo referente a sus músculos aún puede recuperarlo algún día, mientras que el impulso espiritual, la capacidad de captar del espíritu, tan sólo se adquiere en los decisivos años de formación y sólo aquel que ha aprendido a expandir su alma a los cuatro vientos a tiempo, es capaz más tarde de abarcar el mundo entero.
La verdadera experiencia de nuestros años de juventud consistió en que algo nuevo se fraguaba en el arte, algo que era más apasionante, problemático y tentador que aquello que había satisfecho a nuestros padres y a nuestro entorno. Sin embargo, fascinados como estábamos por aquel fragmento de vida, no caíamos en la cuenta de que los cambios que se producían en el ámbito de lo estético no eran sino vibraciones y síntomas de otros, de un alcance mucho mayor, que habían de conmocionar y, finalmente, destruir el mundo de nuestros padres, el mundo de la seguridad. Una notable reestructuración empezaba a prepararse en nuestra vieja y soñolienta Austria. Las masas, que durante decenios habían cedido, calladas y dóciles, el dominio a la burguesía liberal, de repente se agitaron, se organizaron y exigieron sus derechos. Precisamente en la última década, la política irrumpió con ráfagas bruscas y violentas en la calma de la vida plácida y holgada. El nuevo siglo exigía un nuevo orden, una nueva era.
El primero de estos grandes movimientos de masas fue en Austria el socialista. Hasta entonces, el derecho de voto, mal llamado «universal», se concedía en nuestro país a los acaudalados que podían demostrar que habían pagado una contribución determinada. Ahora bien, los abogados y agricultores elegidos por ese estamento se creían honesta y sinceramente los portavoces y representantes del «pueblo» en el Parlamento. Estaban muy orgullosos de ser gente culta, tal vez académica incluso, y daban importancia a la dignidad, el decoro y la buena dicción; por eso las sesiones del Parlamento se asemejaban a tertulias de un club distinguido. Gracias a su fe liberal en un mundo infaliblemente progresista por obra de la tolerancia y la razón, aquellos demócratas burgueses creían de veras que procuraban, de la manera mejor posible, el bien de todos los súbditos a fuerza de pequeñas concesiones y mejoras paulatinas. Pero habían olvidado por completo que representaban tan sólo a cincuenta o cien mil personas acomodadas de las grandes ciudades, no a los cientos, miles, millones de habitantes de todo el país. Entretanto, la máquina había hecho su trabajo al reunir en torno a la industria a los obreros, antes dispersos; bajo el liderazgo de un hombre eminente, el doctor Viktor Adler, se constituyó en Austria un partido socialista con el fin de luchar por las reivindicaciones del proletariado, que exigía el derecho de sufragio auténticamente universal: igual para todo el mundo; apenas les fue concedido o, mejor dicho, apenas lo obtuvieron por la fuerza, la gente se dio cuenta de lo fina, aunque ciertamente valiosa, que era la capa de liberalismo. Con ella, desapareció de la vida política pública la conciliación y los intereses de unos chocaron violentamente con los de otros: la lucha acababa de empezar.
Recuerdo aún el día de mi primera infancia en que, con el ascenso del partido socialista, se produjo en Austria el cambio decisivo; con el fin de demostrar por primera vez y de manera evidente su poder y su número, los obreros habían hecho circular la consigna de declarar el primero de mayo fiesta del pueblo trabajador y decidieron que desfilarían en formación cerrada por el Prater, más concretamente por su avenida central, donde por lo general se veían, entre anchas y hermosas hileras de castaños, desfiles de calesas y landós pertenecientes a la aristocracia y la burguesía rica. Presa de horror, la buena burguesía liberal se quedó de una pieza ante semejante anuncio. ¡Socialistas! La palabra tenía entonces, en Alemania y en Austria, un sabor a sangre y terrorismo, como antes la palabra «jacobinos» y más tarde «bolcheviques»; en un primer momento nadie creía posible que aquella horda roja llevase a cabo su marcha desde los suburbios sin quemar casas, saquear tiendas y cometer todos los actos de violencia imaginables. Una especie de pánico se apoderó de la gente. La policía de toda la ciudad y de los alrededores se apostó en la calle de Prater y el ejército, puesto en estado de alerta, recibió la orden de disparar en caso de necesidad; ningún carruaje se atrevió a acercarse al Prater, los comerciantes bajaron las persianas de hierro de sus tiendas y recuerdo que los padres prohibieron a sus hijos salir a la calle en un día de tamaño espanto, que podía ver a Viena en llamas. Pero no pasó nada. Los obreros marcharon hasta el Prater con mujeres e hijos, en compactas filas de a cuatro y con una disciplina ejemplar, ostentando todos en el ojal un clavel rojo, el símbolo del partido. Durante la marcha cantaron La Internacional, aunque los niños, al llegar al hermoso césped de la «Avenida noble», que pisaban por primera vez, intercalaron en ella sus inocentes canciones de colegio. No se insultó a nadie, no se golpeó a nadie, no se cerró ningún puño; policías y soldados sonreían a los manifestantes en un gesto de camaradería. Gracias a aquella actitud irreprochable, ya le fue imposible a la burguesía estigmatizar a la clase obrera tachándola de «horda revolucionaria» y, como siempre en la vieja y sabia Austria, se llegó a concesiones mutuas; aún no se había inventado el actual sistema de represión y erradicación a porrazo limpio, todavía estaba vivo (aunque ya palidecía) el ideal de humanismo, incluso entre los líderes de los partidos.
Apenas había aparecido el clavel rojo como símbolo del partido, en seguida se vio otra flor en el ojal, el clavel blanco, signo de afiliación al partido socialcristiano (¿verdad que es enternecedor que aún se eligiesen flores como distintivos de los partidos, en lugar de botas altas, puñales y calaveras?). El partido socialcristiano, como grupo pequeñoburgués de pies a cabeza, era de hecho el contra movimiento orgánico del proletario y, en el fondo e igual que él, un producto del triunfo de la máquina sobre la mano. Y es que, con la concentración de grandes masas en las fábricas, la máquina asignó poder y promoción social a los obreros, al tiempo que amenazaba a la pequeña artesanía. Los grandes almacenes y la producción masiva de bienes supusieron una ruina para la clase media y los pequeños maestros artesanos. Se apoderó de este descontento y preocupación un líder hábil y popular, el doctor Karl Lueger, que con el lema de «hay que ayudar al pequeño» arrastró a toda la pequeña burguesía y a la clase media irritada, cuya envidia hacia los acaudalados era insignificante en comparación con el miedo a verse desposeídas de su forma de vida burguesa y caer en el proletariado. Era exactamente la misma capa social asustada que más adelante congregó a su lado, como primera gran masa, Adolf Hitler, y Karl Lueger le sirvió de modelo también en otro sentido: le enseñó lo manipulable que era el lema antisemita, que ofrecía a los descontentos círculos pequeñoburgueses un adversario palpable y, por otro lado, imperceptiblemente desviaba el odio por los grandes terratenientes y la riqueza feudal. Aun así, toda la vulgarización y brutalización de la política actual, la espantosa recaída de nuestro siglo, se evidencia en la comparación de las dos figuras. Karl Lueger, con su suave barba rubia, tenía un aspecto imponente (el «bello Karl», lo llamaba la voz popular de Viena), tenía formación académica y no en vano había ido a la escuela en una época que situaba por encima de todo la cultura del espíritu. Sabía hablar en tono popular, era vehemente y jocoso, pero incluso en sus discursos más violentos (o los que la gente de aquella época consideraba como violentos) jamás sobrepasó los límites de los buenos modales y frenaba escrupulosamente a su Streicher[2], un tal Schneider, mecánico de profesión, que se servía de leyendas de asesinatos rituales y de vulgaridades por el estilo. Irreprochable y discreto en la vida privada, ante sus adversarios siempre se comportaba con una cierta nobleza, y su antisemitismo oficial nunca le impidió seguir siendo bienintencionado y mostrarse deferente con los amigos judíos de antes. Cuando, finalmente, su movimiento ganó el ayuntamiento de Viena y él fue nombrado alcalde (después de que el emperador Francisco José, que aborrecía las tendencias antisemitas, se hubiera negado por dos veces a sancionar ese nombramiento), su administración se mantuvo impecablemente justa y modélicamente democrática; los judíos, que habían temblado de miedo ante la victoria del partido antisemita, siguieron disfrutando de los mismos derechos y merecían la misma consideración de antes. El veneno del odio y la voluntad de exterminio mutuo no había penetrado todavía en la sangre de la época.
Pero pronto apareció una tercera flor, la centaura azul, la flor favorita de Bismarck y símbolo del partido nacional-alemán, que —aunque no se entendía así en aquel entonces— era conscientemente revolucionario y, con un impulso brutal, aspiraba a derrocar la monarquía austríaca en favor de una Gran Alemania —el sueño de Hitler— bajo el liderazgo prusiano y protestante. Mientras el partido socialcristiano estaba arraigado en Viena y en el campo y el socialista en los centros industriales, el nacional-alemán tenía a sus partidarios concentrados casi exclusivamente en los territorios fronterizos de Bohemia y los Alpes; numéricamente débil, compensaba su insignificancia con una agresividad salvaje y una brutalidad desmesurada. Sus escasos diputados se convirtieron en el terror y la deshonra (en el sentido antiguo) del Parlamento austríaco; es en sus ideas y sus técnicas donde tiene su origen Hitler, también un austríaco de frontera. De Georg von Schönen tomó el grito de «¡Separémonos de Roma!», que por entonces seguían con obediencia germánica miles de partidarios nacional-alemanes que, para irritar al emperador y al clero, se pasaron del catolicismo al protestantismo; también de él adoptaron la teoría antisemita de la raza («En la raza radica la porquería», decía un ilustre modelo), así como, tal vez lo más importante, la utilización de una tropa de asalto salvaje que dispersaba manifestaciones a puñetazo limpio y, con ella, el principio de la intimidación por el terror de un grupo reducido contra una mayoría numéricamente superior, pero humanamente más pasiva. Lo que las SA hacían para el nacionalsocialismo —dispersar reuniones a fuerza de porrazos, irrumpir en plena noche en las casas de sus adversarios y pegarles palizas— para el partido nacional-alemán lo hacían las asociaciones de estudiantes, que, protegidas por la inmunidad académica, instalaron el terror del garrotazo; militarmente organizadas, acudían al primer grito o silbato para desfilar en cada acción política. Aquellos jóvenes de caras tajadas, borrachos y brutales, agrupados en las llamadas «corporaciones de estudiantes», dominaban el aula porque, además de llevar gorras y bandas como los otros, iban armados con duros y pesados garrotes; provocando sin cesar, pegaban palizas ya a los estudiantes eslavos, ya a los judíos, ya a los católicos, ya a los italianos, y a los indefensos los expulsaban de la universidad. No hubo «paseo» (como se llamaban los desfiles estudiantiles de los sábados) sin que corriera sangre. La policía, que debido a un privilegio de la universidad no podía entrar en las aulas, se tenía que limitar, pasiva, a mirar desde fuera cómo aquellos pendencieros cobardes cometían sus rabiosos excesos y, luego, a transportar a los heridos que, cubiertos de sangre, eran arrojados a la calle escaleras abajo por los camorristas nacionales. Cada vez que el partido nacional-alemán austríaco, pequeño pero fanfarrón, quería conseguir algo por la fuerza, mandaba por delante a esta tropa estudiantil de asalto; cuando el conde Badeni, con la aprobación del emperador y del Parlamento, promulgó un decreto sobre lenguas que debía poner paz entre las distintas naciones de Austria —y que probablemente habría alargado unas décadas la vida de la monarquía—, aquel puñado de exaltados ocupó la Ringstrasse. Tuvo que salir la caballería, se desenfundaron los sables y se oyeron disparos. Pero en aquella época liberal, trágica en su debilidad y enternecedora en su humanidad, la aversión a todo acto violento y al derramamiento de sangre era tan grande que el gobierno cedió ante el terror de los nacional-alemanes. El primer ministro dimitió y el decreto sobre lenguas, completamente leal, fue derogado. La irrupción de la brutalidad en la política se apuntaba su primer éxito. Todas las grietas existentes entre las razas y las clases que la época de la conciliación había encolado con tanto esmero y esfuerzo se abrieron de pronto y se convirtieron en abismos y precipicios. De hecho, en la última década del viejo siglo en Austria ya había estallado la guerra de todos contra todos.
Nosotros, unos jóvenes completamente inmersos en nuestras ambiciones literarias, reparábamos poco en los peligrosos cambios que se producían en nuestra patria: tan sólo teníamos ojos para libros y cuadros. No mostrábamos ni el más remoto interés por los problemas políticos y sociales: ¿qué significaban para nuestras vidas aquellas trifulcas a gritos? La ciudad hervía durante las elecciones y nosotros íbamos a la biblioteca. Las masas se levantaban y nosotros escribíamos versos y discutíamos de poesía. No veíamos las señales de fuego en la pared; sentados a la mesa como antaño el rey Baltasar, saboreábamos, despreocupados y sin temer al futuro, los exquisitos manjares del arte. Y tan sólo varias décadas más tarde, cuando las paredes y el techo se desplomaron sobre nuestras cabezas, reconocimos que los fundamentos habían quedado socavados ya hacía tiempo y que, con el nuevo siglo, simultáneamente había empezado en Europa el ocaso de la libertad individual.