NOTA A MI TERAPEUTA

De acuerdo, lo admito, me siento genial después de lo que hicimos. Disfruté de aquellas horas de tortura psicológica, de llanto descontrolado y de mocos por doquier.

¿Sangre? No necesitaba sangre. Bueno, al menos no demasiada. Me bastó con convertirlos en un par de títeres a merced de mis cuerdas.

—Tú, Jardinero, si miras hacia tus pies, comprobarás que llevas puestas unas botas con la puntera metálica. ¡Tienes cinco minutos para moler a palos a tu compañero! —La distorsión de mi voz sonando a través de los altavoces casi daba miedo—. Cinco minutos y ganarás tu libertad.

Fue tan fácil…

Endiabladamente sencillo.

Teníamos preparadas estrategias para obligarlos a hacer lo que les pedíamos. Incluso Enrico había llevado su pistola. Sin embargo, la orina en los pantalones del Calvo, su llanto desconsolado y sus repetidos hasta la saciedad «De aquí no salimos, tío», «Nos lo merecemos, tío» y «Estamos muertos, tío» fueron más que suficientes para convencer al Jardinero.

—Acepto —dijo con la voz tan fría como un témpano de hielo.

Cinco minutos de golpes.

Cinco minutos.

El Jardinero erguido en el suelo y asido por las muñecas a la cadena.

El Calvo casi rozando con los pies el firme, pero aún pendiendo como un cerdo.

Sólo cinco minutos bastaron para asegurarme de que muchas de las heridas acabarían dejándole cicatrices imborrables. Marcas eternas que le recordarían, todos los días de su vida, los momentos angustiosos vividos en aquella extraña habitación blanca e impoluta.

Y, después del Calvo, tuvo su momento el Jardinero. Exigió su libertad por haber cumplido con su parte del trato. La exigió muchas veces, quizá demasiadas, cuando aún tenía los pies sobre el suelo.

Las exigencias violentas se tornaron en peticiones prudentes cuando comenzó a notar la tensión de la cadena. Y las peticiones prudentes acabaron bañadas en desesperación y transformadas en súplicas desesperadas cuando sus pies se alejaron de la firme seguridad del suelo.

Jamás olvidaré las últimas palabras que intercambiamos.

—¿Por qué te llaman el Jardinero? —Un largo silencio antes de continuar—. ¿Es cierto que te encanta ir por ahí amputando miembros?

Bueno, más que intercambio de palabras, fueron gritos.

El gallito perdió la cordura cuando vio entrar a Enrico con el pasamontañas, la máscara de gas y las tijeras de podar en las manos.

—Procedo a gasear la estancia. Disfruta de tu sueño, Jardinero.

Hace tres días tuve que acudir a una rueda de reconocimiento. Al parecer, alguien había dejado en la puerta de una de las comisarías de Madrid a dos tipos atados junto con un completo dossier en el que aparecían detalladas no pocas actividades delictivas en las que, claramente, estaban involucrados.

Me avisó Andrea. El ADN recuperado de mis uñas y mi ropa había permitido relacionar a aquellos tipos de Madrid con el ataque violento del que fui víctima demasiados meses atrás.

—Son ellos —dije sin pestañear y sintiendo un regocijo inmenso por dentro.

—Muy bien, Ada. Lo has hecho muy bien —me felicitó Andrea por mi templanza.

Cuando ya me marchaba de allí, mi amiga la inspectora me lanzó una pregunta espontánea:

—Por cierto, Ada, tú no tienes ni idea de cómo acabaron estos tipejos en la puerta de aquella comisaría, ¿no?

—¿Por qué iba a saberlo? —Me hice la inocentona.

—No, por nada. Es que me resulta curioso que uno de ellos haya perdido un dedo…

Debí haberme esperado aquel comentario por parte de Andrea.

—Vete tú a saber a cuánta gente le han cortado un dedo estos cabrones —fue mi respuesta.

Sí, lo reconozco, esto me ha sentado bien.

Coincido con Enrico en que para gestar una venganza y llevarla a cabo con satisfacción sólo hace falta tiempo.

Tiempo… y algo de dinero.