—¿Cómo vamos? —pregunté a Enrico cuando aún no había atravesado el umbral de aquella habitación atestada de monitores.
—Tienes a uno de ellos dándose un baño de burbujas —respondió muy serio y señalando con la cabeza hacia uno de aquellos chismes—. El otro está en la cama, bastante ocupado. Acaba de alquilar una peli porno.
Observé las escenas durante unos segundos hasta que acabé perdiéndome en medio del brillo de las pantallas y del zumbido de aquellos viejos aparatos funcionando a todo trapo.
Retrocedí dos meses en mi memoria. Sesenta y cuatro días, para ser más exacta.
«Traxgo», leí en aquel cartel colocado a media altura en el lateral de la fachada, y tuve la sensación de que algo había cambiado desde mi última visita. Un azul más intenso bañaba las paredes exteriores y, en el lado izquierdo, destacaba un vistoso guiño al trazado tricolor helicoidal tan típico de las barberías tradicionales, con sus característicos postes en la entrada. Me pareció bonito, y me pregunté si mi compañero de entrenamiento conocería el origen medieval de aquel símbolo que había escogido para su establecimiento.
Cuando salí de mi embeleso, dejé el casco en el bidón de la moto y crucé el umbral del local.
—¡Rosas azules! —exclamé, impresionada, al ver salir del servicio a Gustavo con un inmenso ramo de rosas teñidas entre las manos.
Enseguida supe que no había sido demasiado oportuna.
—¡Me cago en la puta! ¡Qué susto me has dado, tía!
El barbero trató de disimular el rubor de sus mejillas con uno de esos arranques de tipo duro tan suyos.
—A ver, repito: ¡un ramo de rosas azules! —me mofé de nuevo, disfrutando de aquella faceta de Gustavo tan novedosa para mí.
—Sí, un ramo de rosas azules —respondió él con desgana—. Un ramo de rosas azules porque las mujeres sois muy especialitas. No podían gustaros, simplemente, los ramos de margaritas de colores. No. ¡Las puñeteras rosas azules! —Se detuvo un instante y me miró inquisitivo—. ¿Tienes idea de lo que me ha costado encontrarlas?
Yo habría sacado mucho más partido al romanticismo de Gustavo y a su forma gruñona de enmascararlo de no haber sido por la aparición de un cliente que quería pedir cita para sus greñas.
—A las seis nos vemos, Andrés —fueron sus palabras de despedida.
Cuando el tal Andrés abandonó el local, el semblante de Gustavo era mucho más serio. No volvió a mirar las rosas. Se acercó al perchero del que pendía su chupa de cuero y sacó algo de uno de los bolsillos.
—No tienes ni idea de lo escurridizos que son esos tipos. No es nada fácil contactar con ellos y, mucho menos, contratarlos. Creo que vas a tener que montar una buena para atraparlos —me explicó antes de darme lo que llevaba en la mano.
Gustavo había tenido que poner en funcionamiento toda su red de contactos para localizar a los señores trajeados.
¿Recuerdas a los señores trajeados? Esos jodidos caballeros con corbata siempre dispuestos a darte una paliza y a cortarte un dedo a cambio de un montón de pasta.
—Llama a este teléfono —me dijo Gustavo. Acababa de entregarme un pequeño papel con un número anotado—. Te atenderá una mujer bruta como ella sola. ¡Vete a saber si es la madre de alguno de ellos!
—O la señora esposa —bromeé para restar trascendencia al momento.
Los recuerdos de dolor y miedo teñían de nuevo mi mente con aquel desagradable color rojo y punzaban con su aguijón la tierna superficie del muñón de mi dedo.
Respiré hondo y atendí a todo lo que Gustavo tenía que contarme.
Más tarde, cuando me despedía de él para marcharme, sus ojos me hablaron antes de que lo hicieran su garganta y su boca.
—Cuenta conmigo para lo que necesites —me dijo con firmeza—. Te lo debo.
—No me debes nada, Gustavo. —Intenté quitar fuerza a sus palabras—. Tú habrías hecho lo mismo por mí. ¡Ah! Y mándame una foto cuando hayas entregado ese ramo a su destinataria —bromeé nuevamente, tratando de obviar aquellas palabras.
Cuando salí de la barbería toda yo era un cúmulo de emociones descontroladas pugnando por aflorar.
Ansiedad y grito.
Miedo y vómito.
Nerviosismo y llanto…
Un amago de histrionismo controlado a duras penas por la templanza y por una promesa que no sabía si sería capaz de cumplir: no romperme en aquel momento, aguardar a que todo hubiera pasado.
Entonces, y sólo entonces, podría derramarme sobre mis pies y recorrer con mi líquida desesperación la textura de mis traumas y mis miedos.
Entonces, y sólo entonces, comenzaría mi fase de reconstrucción.
Entonces, y sólo entonces, tendría la posibilidad de sentirme de nuevo entera, a pesar de la dolorosa ausencia de mi meñique izquierdo y del color rojo que se empeñaba en inundar constantemente mi cerebro.
«Tijeras de podar. Necesitaré unas tijeras de podar», pensé antes de volver a subirme a la moto y, gracias a una macabra imagen en mi cabeza, recobré las fuerzas para poder continuar adelante.
—¿Estás segura de que esto es lo que quieres? —me preguntó Enrico tras escuchar lo que había ido a contarle—. Te aseguro que será tan complicado como arriesgado. Podrían sospechar a la primera de cambio, Ada.
—Eso no va a ocurrir, si lo hacemos bien. Lejos de Granada, en un lugar en el que no puedan atar cabos. Con una bonita tapadera y la promesa de un buen puñado de billetes —argumenté, segura de mí misma—. Aún conservo los cien mil euros en el banco. Sacaré un buen pico y volveré a ingresar lo que salvemos.
—¿No tenías pensado hacer algo importante con ese dinero?
Me puse en pie y comencé a dar vueltas por el despacho de Enrico como un gato encerrado.
—Lo sé, lo sé —admití—. Pero sólo gastaré unos miles de euros. El resto servirá de suculento caramelo. Cuando todo acabe, regresará al banco, ya lo verás.
Unas horas más tarde, y después de una larga lista de pros y de contras, nos pusimos manos a la obra.
—Aquí he encontrado otro —anuncié elevando la voz para que Enrico pudiera oírme desde la cocina de La Napolitana.
Tal como habíamos sospechado, la larga etapa de crisis había dejado un buen reguero de hoteles vacíos y abandonados por España. Cientos de negocios clausurados, posiblemente cargados de duras vivencias y enormes charcos de lágrimas.
Cientos de sueños rotos, enraizados en un fructífero pasado del que sólo habían quedado aquellos esqueletos hueros de madera, ladrillo o piedra.
Y de entre todos esos sueños rotos, nosotros necesitábamos localizar uno muy concreto.
El plan era, a priori, muy sencillo.
Un hotel rural abandonado, lo más alejado posible del núcleo urbano, no demasiado deteriorado y con las habitaciones distribuidas en dos alas separadas. Zona de recepción con buenos ángulos para instalar cámaras ocultas, espacio de comedor no demasiado amplio y, a ser posible, sin más zonas comunes.
Sí. Se suponía que iba a ser un plan sencillo… pero no lo fue. De los quince hoteles que, en todo el territorio nacional, cumplían gran parte de nuestros requisitos, no quisieron alquilarnos ni uno solo. Ni siquiera doblando el precio. Claro que en ningún caso probé a triplicarlo; el dinero nos sería más necesario después.
—Éste tampoco, Enrico. —Estaba algo desinflada después de haber hecho la última llamada—. ¡Menuda mierda!
—¡Mira que eres tonta, niña! —Ya estaba echando yo en falta aquella forma de dar ánimos de mi amigo/compañero—. Como siempre, a la primera de cambio tiras la toalla.
—¡Eso no es cierto! —protesté—. Yo no he tirado la toalla.
—Pues a ver si es verdad y empiezas a darle un poco al coco. Alguna alternativa habrá.
Alternativas.
«Siempre hay alternativas», me dije.
Bueno… casi siempre. Supongo que depende de si uno tiene o no buenos amigos. En mi caso, por suerte, apareció una gran amiga de Riaza con un caserón inmenso en un lugar perdido de la ancha Castilla. Herencia de sus abuelos, la finca parecía estar en buen estado aunque llevaba años sin habitar.
—¡Enrico! ¡Nos vamos a Segovia!
Patricia, antigua compañera de carrera y dueña del caserón, no había dudado ni un momento cuando le dije lo que pensaba pagarle por un mes de uso, aparte del buen puñado de mejoras que tenía pensado hacer al inmueble.
Ante la pregunta lógica, «¿Para qué lo quieres?», evité contarle la poco políticamente correcta verdad. Recurrí a uno de mis mejores recursos: la mentira hilada con sencillez. Me inventé que una buena amiga se casaba y que estaba buscando un sitio especial. El dinero no era inconveniente. Lo importante era el lugar: alejado de todo, tranquilo… El perfecto nidito de amor. «Ya sabes cómo es la gente con pasta, siempre queriendo hacer cosas que no haya hecho nadie antes», le dije, quitándole importancia.
Por supuesto, antes de soltar la trola a Patricia, me aseguré de que aún seguía siendo corresponsal de guerra. Necesitaba cerciorarme de que su residencia continuaba estando en un país lleno a rebosar de conflictos y de que no tendríamos visitas inesperadas de familiares o vecinos en el caserón durante los días de alquiler. Ella misma se encargaría de que me enviaran las llaves a casa cuando «mi amiga casadera» le hubiera hecho el ingreso en su cuenta.
Una semana después, mi pequeña moto y yo viajamos rumbo a Riaza con las llaves del caserón en la mochila y la dirección del lugar a buen recaudo en el GPS.
Nada más llegar noté que Patricia debía de llevar mucho tiempo sin dejarse caer por allí. La fachada había sufrido mucho con los años e iba a necesitar una buena puesta a punto. En el interior las cosas no estaban mejor. Aquello podía seguir considerándose rural, pero, quizá, un rural demasiado cercano a lo campestre. Mesas camillas destartaladas y sillas de mimbre de la posguerra. Cuadros de antiguos familiares que, más que recuerdos, transmitían una inquietud alarmante con claroscuros tirando a negros, posturas antinaturales y miradas escalofriantes.
—Estas cosas tendrán que esperar apiladas en algún dormitorio hasta que todo termine —concluí—. Si voy a montar un hotel para tres días, tiene que ser un hotelito rural espectacular.
Alrededor de quince mil euros para las reformas oficiales; cinco mil más para las extraoficiales.
Entre las primeras, arreglo de la fachada, puesta a punto de dos dormitorios completos con todos los lujos, jacuzzi incluido; salón comedor adaptado a lo que un buen hotel debería ofrecer; recibidor del inmueble transformado en una coqueta recepción, y setos y árboles de los jardines exteriores maqueados.
Entre las segundas, un bonito cartel con el nombre del hotel, cámaras instaladas en todas las zonas de paso, sala de monitorización cargada hasta los topes con un material del que aún desconozco su procedencia, y mi obra maestra: la que denominamos «habitación blanca», perfectamente insonorizada y preparada para interactuar con nuestros invitados sin que estos nos descubrieran en ningún momento.
¡Ah! Casi se me olvida mencionar los conductos para el gas, tan cruciales para dejar fritos a aquellos tipos cuando y donde quisiéramos. Enrico se encargaría de conseguir el anestésico: de olor dulzón, no inflamable, uno de los más rápidos en actuar y de los más lentos en permitir el despertar.
Cuando llegó el gran día, minutos antes de que aparecieran los «huéspedes» del hotel, dudé por primera vez.
¿Estaba haciendo lo correcto?
¿Acaso Enrico tenía razón al afirmar que aquello era demasiado arriesgado?
¿Estaba yo poniendo en peligro innecesariamente a la gente que quería?
—Ada, ha llegado la hora; tenemos que escondernos —me dijo Enrico asomándose al dormitorio en el que me encontraba.
—¿Has dejado la bolsa con el dinero sobre una de las camas? —le pregunté.
—Sí, y he puesto la carpeta con todas las pruebas en el asiento delantero de la furgoneta —me confirmó mi compañero.
Hice un repaso rápido del plan, tratando de alejar las dudas de mi cabeza. Todo parecía estar en orden; ya no era momento de echarse atrás.
«Además, esto no es sólo por lo que me hicieron a mí, sino por todo lo que han hecho a otras personas a lo largo de estos años. Hoy vamos a quitar al Jardinero las ganas de seguir amputando miembros», me dije para darme ánimos.
El principal motor de mi sed de venganza era la ausencia de mi dedo. Sin embargo, el combustible de ese motor era tan potente o más que mi motivación personal. Me alimenté del miedo y de la desesperación que muchos, como yo, habían sentido a manos del Calvo y del Jardinero. ¿Quién sabía a cuántas personas inocentes habían destrozado para siempre con una de sus fugaces, contundentes y sanguinarias visitas? A saber cuánta gente había tenido que oír la frase «Necesitamos llevarnos una prueba», antes de ver aquellas enormes tijeras de podar.
Sí. El plan debía continuar.
Fieles a él, Enrico y yo nos encerramos en la habitación que habíamos habilitado para controlar todo lo que ocurría dentro y fuera del hotel y, muy especialmente, la llamada «habitación blanca».
Según los monitores, todos permanecían aguardando en sus puestos. Óscar en la cocina, preparando una de sus suculentas cenas; Carmina en el comedor, con un generoso escote capaz de dejar sin respiración a cualquiera; Gustavo en recepción, con un traje de chaqueta y una corbata que no le quedaban nada mal; y, por último, mi madre, sentada a una de las mesas, coqueta como ella sola y preparada como nadie para fingir que era una de las huéspedes del hotel, la mejor para mí.
Aquel día fui consciente por primera vez de lo que puede llegar a hacer una madre por su hija. Yo me había negado en redondo a contarle nada. Sin embargo, Enrico, que al parecer mantenía frecuentes conversaciones telefónicas con ella, sabía que era algo que no le podíamos ocultar. Si yo me moría de ganas por ver sufrir a los señores trajeados, mi madre vivía día a día con el ansioso deseo de encontrarse con ellos para matarlos.
«Nadie le hace eso a mi pequeña. Nadie».
Había oído aquellas palabras de su boca más de una vez, pero, claro, ¿cómo tomarlas en serio? Lo había interpretado como algo normal, pasajero. El profundo dolor de una madre que no había podido proteger a su niña. ¿Quién me iba a decir a mí que, más que un profundo dolor maternal, aquello había acabado siendo algo bastante cercano al instinto asesino?
—Acaban de entrar —me informó con voz templada Enrico—. Están registrándose en recepción. Subo volumen.
—Tenemos dos habitaciones reservadas a nombre de José Luis Custodio.
Aquel timbre de voz, que llegaba a través de los micros hasta mis oídos, tuvo un efecto aplastante sobre mí. Un manotazo, y un móvil que salta por los aires y acaba estrellándose contra el suelo, una bolsa en la cabeza y una manta de palos previa a mi encierro en una furgoneta.
Ansiedad.
Falta de aire en los pulmones.
Miedo…
Mucho miedo.
Sensación de muerte inminente.
Ahogo.
—¡Ada, céntrate! —Me ordenó Enrico mientras me apretaba con fuerza el brazo—. Ahora te necesito enfadada. Muéstrame tu rabia, pequeña, ¡enséñame lo cabrona que puedes llegar a ser!
Miré a los ojos a Enrico y comencé a beber de su seguridad. Recordé los días en el hospital, los poderosos golpes, mi nariz rota y la piel de mi cuerpo amoratada. Las botas con puntera metálica, mis costillas fracturadas y los profundos cortes en mi piel.
Mis cicatrices.
Mis eternas cicatrices.
La ausencia de mi dedo…
—Aquí las tienes, mi ira y mi rabia dispuestas —dije a mi compañero con la voz cargada de energía y la postura de mi cuerpo recompuesta—. No sabes las ganas que tengo de comenzar a tirar de esas cadenas —añadí.
Eché un vistazo al otro lado de la habitación. Dos gruesas cadenas atravesaban la pared por su parte superior, conectando, en su discurrir, la sala de monitores con la contigua. Enrico y yo habíamos diseñado un sistema de dos poleas que nos permitiría izar un peso muerto atado en la habitación blanca, justo al otro lado del muro, desde la sala en la que nos encontrábamos. De esa forma, preservaríamos nuestro anonimato.
Si una hormiguita hubiera querido hacer el camino completo de un extremo al otro de una de las cadenas, habría tenido que ascender hasta la primera polea, recorrer la curva que formaban los eslabones sobre ella y caminar en línea horizontal hasta el estrecho agujero que habíamos hecho en la anchura de la pared para conectar las dos salas. Cuarenta centímetros después, la hormiguita volvería a ver la luz, esa vez en la habitación blanca, mismo color y misma textura en paredes, techos y suelos; ausencia de ventanas; con cámaras en las esquinas y potentes focos estratégicamente colocados. La hormiguita recorrería unos dos metros de cadena hasta llegar a la siguiente polea. Al rodearla, apenas quedaría un metro y medio de eslabones en la vertical, y en el extremo, unos poderosos grilletes de acero.
Dos agujeritos conectando ambas salas.
Dos cadenas.
Dos juegos de grilletes.
Las muñecas de dos señores trajeados, perfectas para aquella habitación.
—Suben a soltar las maletas —dije en voz baja.
Gustavo había hecho bien acompañándolos; no queríamos que se metieran en alguno de los rincones del caserón que habían quedado sin arreglar.
Cuando entraron en sus respectivas habitaciones, lo primero que hicieron fue localizar el maletín con los cincuenta mil euros que habíamos dejado en el dormitorio del Calvo. Se trataba del pago del supuesto trabajo para el que habían sido contratados. Enrico se había encargado de ponerse en contacto con ellos. Les ofreció cien mil euros como retribución por matar a una persona. La mitad, los cincuenta mil del maletín, les serían entregados al llegar al punto de información, nuestro «hotel». A la mañana siguiente, antes de abandonar el lugar, un sobre les estaría aguardando en recepción con el nombre de la supuesta víctima. El segundo pago se haría efectivo cuando hubieran cumplido con el encargo ficticio.
Por supuesto, las únicas víctimas de nuestro encargo serían ellos.
—Bajan a cenar. Avisa a Gustavo para que finja un encuentro casual —pedí a Enrico—. Debemos evitar que merodeen por el hotel.
—Gustavo, sube a dar el encuentro a nuestros invitados y acompáñalos al comedor —solicitó mi compañero a través del micro.
Una vez en el comedor, cada miembro del equipo actuó impecablemente. Óscar hizo disfrutar al Calvo y al Jardinero de una cena exquisita que debía estar cargada de tranquilizantes. Carmina mantuvo centrada la atención de los señores trajeados haciendo gala de su suculento escote y uso de su increíble desparpajo. Mi madre, la buena señora andaluza, se encargó de darles el suficiente palique para que no quisieran permanecer en las zonas comunes más de lo estrictamente necesario.
—Si es que el hotel es precioso, ¿saben? —les dijo cuando volvió a acorralarlos en recepción—. Ahora, que para preciosa, mi tierra. Sevilla con sus sevillanas, Málaga con su pescaíto, Huelva con su Doñana, Cádiz con sus carnavales. Córdoba con sus patios llenos de geranios. Almería con sus playas vírgenes. Jaén con sus… Jaén con sus… cosas.
—Sí, señora, muy bonita su tierra, ya nos lo ha dicho al principio de la cena… y durante la misma, hasta con los postres. Ya nos ha contado lo bonita que es su tierra —le respondió al borde del ataque de nervios el Jardinero.
—Pues eso, que mi tierra es muy bonita —soltó mi madre con toda la cara dura del mundo—. Bueno, yo voy a quedarme dando unas vueltecitas por aquí. Si les apetece conversar, les estaré esperando.
Los señores trajeados subieron la escalera directos hacia sus habitaciones. Parecía que los tranquilizantes y la cháchara de mi madre los habían animado a irse pronto a dormir.
—Mucho me temo que Carmina se ha pasado un poco con el escote —comentó Enrico con una sonrisa pícara en los labios.
—¿Por qué lo dices?
Antes de preguntar, debí haber mirado a los monitores. Los dos estaban dale que te pego. El Jardinero frente a la tele, con una peli porno de las verdaderamente cutres. El Calvo en el jacuzzi, dándose un buen baño de semen después de dos eyaculaciones y preparándose para la tercera.
—¿Y los tranquilizantes que Óscar ha echado en la comida?
—Pues o se ha equivocado con los platos, o, repito, Carmina se ha pasado con el escote.
Aún hoy seguimos sin descartar la segunda posible causa del insomnio de los señores trajeados. Después de todo, es algo imposible de medir científicamente hablando. Pero lo que sí podemos medir es el tema de los tranquilizantes. Óscar todavía se siente culpable, una lástima.
Nada en la comida del Jardinero.
Nada en la comida del Calvo.
Doble dosis en la de mi madre.
La pobre se quedó frita en uno de los sillones de la recepción y no hubo forma de despertarla. Gustavo la cogió en brazos y la acomodó en el coche para que todos pudieran marcharse llegado el momento.
—¡Ada, despierta! —La exhortación de Enrico me sobresaltó; no recordaba haberme dormido—. Ya están los dos en la cama.
—Bien. —Me aclaré la garganta para ahuyentar la pereza que cargaba mi voz—. Di a Gustavo que selle con cuidado las puertas y que los gasee. Recuérdale que debe ponerse la mascarilla y que no se pase con los tiempos, que no queremos matarlos.
Tras la orden, Gustavo cumplió a la perfección con la última parte de su misión. Entró en la habitación que había justo en medio de los dormitorios de los señores trajeados, cogió las mantas que habíamos dejado preparadas para ponerlas en las rendijas inferiores de las puertas y regresó a aquella estancia llena de bombonas de sevoflurano enganchadas a tubos de goma que iban a desembocar a orificios específicamente hechos para trasvasar el gas a las habitaciones del Calvo y del Jardinero.
—De acuerdo… —Comencé a notar el potente trote de mi corazón bajo mi pecho—. Unos minutos y entramos. Pide a Gustavo que avise a Carmina y a Óscar. Aquí ya han terminado. Que tiren para Granada y que no se detengan.
—Muy bien, jefa —me respondió mi compañero con un tinte de orgullo en la voz y un guiño de complicidad.
No te imaginas cuánto agradecí la idea que mi madre había tenido de hacernos con un par de camillas de hospital. Si un peso muerto parece el doble de plomífero de lo que es, imagínate un peso muerto de ciento veinte quilos de puro músculo.
—¡Puto Calvo! Vamos a tener que pedirle que se ponga a régimen por si volvemos a encontrarnos —bromeé para intentar quitar hierro a lo que estábamos haciendo.
Una vez en la habitación blanca, inmovilizamos las muñecas de nuestros invitados con los grilletes mientras aún permanecían tumbados sobre las camillas.
—¿Necesitas ayuda? —me preguntó Enrico cuando salía hacia el cuarto contiguo.
—No, no te preocupes; creo que puedo hacerlo yo sola. Tú controla que no despierten. Además, estoy deseando quitarme el pasamontañas y la puñetera mascarilla.
Ya dentro de la sala de los monitores, me puse unos guantes para no hacerme daño y me dirigí hacia el sistema de poleas. Comencé con la cadena del Jardinero. La solté del gancho en el que estaba trabada, agarré con fuerza los eslabones y tiré con energía. El mecanismo me evitó la mayor parte del trabajo, así que pude disfrutar de la imagen en el monitor al otro lado de la estancia. Aquel cuerpo inerte se elevaba desde la camilla hasta acabar pendiendo de las muñecas con el mismo movimiento oscilante que habría ofrecido un cerdo. Cuando estuvo a la altura que yo quería, fijé la cadena y me olvidé de ella.
Repetí la operación con el Calvo, sólo que esa vez no pude disfrutar de la función. Pesaba demasiado y tuve que concentrar todas mis fuerzas en elevarlo.
—Muy bien, compañera —me dijo Enrico cuando regresó a la sala de los monitores—. He cerrado con llave la habitación blanca. Ahora, a esperar hasta que despierten. Puede que tarden un par de horas. Si quieres, nos turnamos para descansar —me propuso.
—No te preocupes. Échate tú; yo no sería capaz de cerrar los ojos.
¿Cómo cerrar los ojos cuando tenía frente a mí, en aquella pantalla, al otro lado de donde me encontraba, a los causantes de mi terror?
No, no quería cerrar los ojos.
Quería seguir observándolos, sabiéndolos en la palma de mi mano… Saboreando su indefensión.