8

Se suponía que éramos un equipo.

Compañeros de trabajo.

Amigos.

Aquel día entré como un torbellino en La Napolitana. Desde que había recibido la carta en casa no podía pensar en otra cosa salvo en enseñársela a Enrico.

—Que conste que no estoy gritando ahora mismo porque tienes el restaurante lleno de gente, que si no…

Enrico estaba en la barra, yo frente a él, moviéndome como una ardilla con exceso de cafeína y, sin embargo, no me hizo ni puñetero caso.

—Enrico, ¡que ya tengo mi licencia! ¡Que soy detective privada de verdad! —exclamé.

Mi amigo/compañero me miró un instante y me indicó que me sentara a su lado, en la barra. Le hice caso y ocupé una banqueta a su izquierda.

Me pregunté qué podría haber en el mundo aquel día más importante que la noticia de mi licencia recién estrenada. La respuesta llegó enseguida: Carmina parecía hablar de algo serio con un señor sentado a una de las mesas más apartadas. Era un hombre corpulento, con cara de asco y mucho pelo en todas las partes visibles del cuerpo. La sobrina de Enrico permanecía de pie junto a la mesa, con la libreta de pedidos en la mano.

Yo no lograba oír lo que decía aquel tipo, pero a Carmina se la veía bastante incómoda con la conversación. Estaba muy seria y con los brazos cruzados. Tiesa como una estaca.

—¿Quién es? —susurré a Enrico.

—Eso mismo me pregunto yo —respondió él con cara de pocos amigos.

Permanecimos alerta unos minutos más. El mentón de Carmina cada vez estaba más elevado, su cuerpo más a la defensiva. Yo no entendía muy bien por qué Enrico no intervenía, pero, claro, tampoco sabía si aquel hombre era un cliente con una simple queja o si Carmina y él se conocían.

El final del encuentro se precipitó cuando ella miró a Enrico con cara de urgencia. Algo de lo que había dicho aquel tipo la alarmó de verdad, trató de marcharse de su lado y a él no se le ocurrió otra cosa que agarrarla con fuerza de la muñeca derecha. Tanto Enrico como yo nos pusimos en pie de un salto.

—¿Pasa algo, Carmina? —preguntó mi jefe, levantando la voz para que todos en el restaurante se enteraran.

Carmina recuperó su muñeca y fue corriendo hacia la cocina; se la veía muy afectada. Sin embargo, antes de entrar, recuperó fuerzas y se dio la vuelta.

—Ada, prepara la cuenta al caballero. Ya se marcha —me dijo en voz alta.

Y siguiendo con la tendencia en lo de elevar la voz, contesté con un sonoro:

—¡Marchando la cuenta para el caballero!

El tipo dejó sobre la mesa un billete de veinte euros para pagar una cerveza y se largó enfadado sin esperar la vuelta. Cuando lo vi de espaldas pude comprobar que lo de su exceso de vello corporal también se extendía, a modo de prado oscuro y rizado, desde el cuello hacia abajo. Acababa de ganarse un buen apelativo: el Osito.

Enrico y Carmina se encerraron en el despacho.

Yo, viendo el panorama, guardé mi licencia en la cartera y me puse el delantal para terminar de atender las mesas. Todo parecía estar más o menos controlado; a punto de dar las tres y media de la tarde, con casi todas las mesas servidas, supuse que en unos tres cuartos de hora podríamos estar cerrando.

—Óscar, ¿estás bien ahí dentro? —pregunté al pobre pinche, que había vuelto a quedarse solo en la cocina.

Asomó una mano con el pulgar hacia arriba por la ventana que daba al pasillo. En todo aquel tiempo, recordaba haber oído la voz de Óscar dos o tres veces como mucho. Es de esas personas que sólo hablan cuando tienen algo realmente importante que decir. Vamos, todo lo contrario a mí.

Carmina abandonó el local con los ojos rojos de haber llorado. Para entonces, mi licencia de detective había dejado de ser el centro de mi atención. Me moría de ganas por saber qué estaba pasando.

—¿Me vas a contar lo que ocurre o no, jefe? —le pregunté asomando la cabeza por la rendija de la puerta.

Cuando le vi la cara, paladeé un asqueroso regusto a pasado. Su aspecto era exactamente el mismo que cuando apareció año y medio atrás la madre de Mari Vila para contratarlo. No pude evitar evocar la herida de bala y el antibiótico para ganado.

—¿Nápoles? —Formulé la pregunta a pesar de conocer la respuesta.

—Nápoles —dijo él atravesándome con la mirada.

No había leído ningún libro de instrucciones que me indicase cómo manejar una situación como aquélla, y mucho menos el específico para Enrico. Mi amigo/jefe/compañero era el mejor ejemplo de «HombreDeCorazónOpacoQueJamásHablaDeSuOscuroPasado».

Se le veía derrotado. Aplastado por el peso de los años y los recuerdos.

No sabía muy bien cómo hacerlo, pero llegué a la conclusión de que debía ayudarlo.

Di media vuelta y entré en la cocina para pedirle a Óscar que se marchara. Necesitaba quedarme a solas con Enrico porque estaba dispuesta a hacerle vomitar todo aquello que lo destrozaba por dentro.

Se suponía que éramos un equipo.

Compañeros de trabajo.

Amigos.

Enrico me había escogido a mí, a la mujer más pesada y descerebrada del mundo, para caminar a su lado, y aquella mujer pesada y descerebrada lo quería con locura. Yo ya no era capaz de imaginarme mi vida sin aquel maldito italiano. Así que lo sentía mucho, pero tendría que aguantarse con las consecuencias de su elección. Me necesitaba y me iba a tener a su lado aunque no quisiera.

Salí de la cocina con dos trozos inmensos de tiramisú. Preparé dos expresos bien cargados y un par de vasos de Jack Daniel’s con hielo, y lo llevé todo en una bandeja a la zona de comedor. Descarté su despacho porque era para él un remanso de paz, el lugar al que querría regresar buscando consuelo tras nuestra conversación.

—Enrico, levántate y ven conmigo —le ordené.

Me sorprendió no tener que decirlo dos veces. Apoyó las manos sobre la mesa y abandonó su sillón de meditar. Me siguió en silencio. Cuando le indiqué cuál sería su sitio, apartó la silla de la mesa y se sentó.

—¿Vas a compartir toda esa mierda con alguien o te la comerás tú solo, compañero?

Sonrió levemente al oír la palabra «compañero». La verdad es que sonaba realmente bien.

—¿Crees en el destino, Ada? —me preguntó—. ¿Crees que hay momentos en la vida que te marcan como si fueses ganado y te llevan, aunque tú no quieras, de regreso a tu camino?

No tenía ni idea de qué responder. ¿Si creía en el destino? Pues no, la verdad. Tampoco creo ahora en él. Veo la vida como una corriente de energías. Si sabes moverlas, al final eres tú quien construyes tu camino. La gente lo llama «karma».

—Hace quince años prometí cuidar de Carmina a cambio de venganza —comenzó—. ¡Hace quince años, Ada! Ha pasado demasiado tiempo. —Alargó el brazo y cogió el vaso de Jack Daniel’s—. Mi corazón está cansado… y viejo. —Suspiró hasta haber vaciado casi todo el aire de sus pulmones—. Creo que Gennaro ha decidido que ha llegado el momento de saldar su deuda.

Dio un largo trago de bourbon y permaneció un rato mirando al vació antes de volver a hablar.

—El final de mi misión se precipitó cuando me informaron de que Giorgio Napolitano iba a enviar a Nápoles a un auténtico escuadrón, formado por soldados, policías y carabinieri, para restablecer el orden allí —comenzó a explicar con energía Enrico—. En poco tiempo, cerca de mil efectivos iban a limpiar por la fuerza la ciudad y aquello podía comprometer seriamente mi misión.

Enrico estuvo infiltrado en una de las principales familias de la camorra algo más de dos años, o eso era lo que yo recordaba de la primera vez que habíamos tocado el tema.

—Unas horas antes de la carga militar y policial, todo el entramado en el que había estado moviéndome se derrumbó por la intervención de la Unidad de Mafias. Como no podíamos levantar sospechas, yo fui arrestado con los demás y pasé un par de meses en la cárcel.

»Salí a la calle el primero de mayo de hace quince años, acompañado de una mala sensación. Algo me decía que, al igual que yo, muchos de los que debían pudrirse en la cárcel quedarían libres en unas horas. Tenía poco tiempo, el justo para recoger a mis ángeles y llevármelos al aeropuerto en busca de una vida nueva.

Supongo que fue el efecto del alcohol; el corazón de Enrico se reblandeció lo suficiente para provocar un leve derrame acuoso por sus ojos y un temblor de animal desvalido en su cuerpo.

—Perdí la vida aquel día, Ada, en aquella habitación ensangrentada, junto a mi mujer y mi hija —me explicó entre sollozos—. Y te aseguro que lo único en lo que puede pensar un hombre muerto y maldito es en provocar más muerte a su alrededor.

No pude evitar evocar la primera vez que Enrico me habló de aquel aciago día.

La habitación de su bebé con salpicaduras de sangre por todas partes…

Su mujer yaciente en el suelo, envolviendo con su propio cuerpo la envergadura diminuta de su niña…

La rosa blanca junto a aquella nota…

Aquella maldita nota.

—Domenico me encontró en casa con el arma en la mano y abrazado a aquellos cadáveres que un día fueron mi vida. Trataba de decidirme entre matar o morir. Pero no me dejaron elegir.

»No recuerdo lo que ocurrió después. No sé quién me arrancó a mi mujer y a mi hija de los brazos, ni cómo consiguieron quitarme aquella ropa ensangrentada. Sí recuerdo que acabé en el aeropuerto, acompañado por Domenico y escoltado por no sé cuántos compañeros más.

»Estaba desesperado. Acorralado. Recordé de pronto la sonrisa de mi ángel y la suave risa de mi bebé, y me propuse salir de allí, dispuesto a perder la vida vengando sus muertes. Localicé el arma de Domenico, disimulada bajo la chaqueta. Si lo pillaba desprevenido podría cogerla y trataría de salir huyendo. Era más rápido que él, mucho mejor tirador… Lo habría conseguido. Pero ni siquiera lo intenté. No después de oír aquella dulce voz: “¡Francesco!”. Cuando me volví no comprendí qué hacía ella allí.

»Gennaro me conocía bien. Yo adoraba a aquella chiquilla, y jamás lo habría atacado estando ella delante. Nuestra conversación fue clara: los padres de la niña habían sido asesinados y él temía por la vida de su nieta. Me ofrecía el nombre de quien había asesinado a mi familia a cambio de que yo la protegiera. “Llegado el momento, cuando todo se haya calmado, iré a buscarla y cumpliré con mi parte del trato”, me prometió. Y yo le creí. La insistencia de Domenico y mis escasas esperanzas no me dejaban ver más posibilidades que aquélla.

»Aquel maldito primero de mayo, yo dejé de ser Francesco Longoni para convertirme en Enrico y aquella jovencita de quince años llamada Violetta tuvo que olvidar su nombre para adoptar el de Carmina, mi nueva sobrina.

Al fin conseguí que mi compañero lo vomitara todo. Para los momentos duros del pasado necesitó un par de vasos más de bourbon. El cansancio acumulado a lo largo de aquellos años pidió su dosis de café. Al final, tras horas de charla, el desahogo dejó una sensación de vacío que sólo pudo rellenar aquel gran trozo de tiramisú.

Nos despedimos como si aquellas horas no hubiesen existido. Un simple «Hasta mañana, jefe» por mi parte. Un tajante «No me llames jefe y no me llegues tarde, que te conozco» por la suya. Y no estoy muy segura del todo, pero, cuando bajó el cierre de La Napolitana dejándome a mí fuera, me pareció oír por lo bajo un «Muchas gracias, Ada».

Llegué a la moto cargada con una intensa angustia que me apretaba el pecho. No tenía ni idea de cómo ayudar a Enrico con todo aquello. Para mí, la Camorra napolitana era algo demasiado lejano, prácticamente irreal. Habíamos hablado de dificultades a la hora de investigar, de drogas, contrabando y basura, de un concepto de familia un tanto extraño y, sobre todo, de miedo.

Mucho miedo.

Necesitaba saber para poder opinar y terminé haciendo lo que hago siempre que no sé por dónde comenzar: acabé en la librería Picasso comprando todos los libros sobre la mafia italiana que pude encontrar.