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Andrea era perra de presa

y yo olía a miedo.

—Buenos días, Ada —me saludó Andrea nada más verme aparecer en la cafetería.

¿La recuerdas? Aquella inspectora de policía que acudió a interrogarme al hospital cuando casi me matan de una paliza.

En los últimos meses, nuestra relación se había hecho más estrecha. No estaría a punto de terminar el curso puente para obtener la licencia de detective si no hubiera sido gracias a su recomendación.

En aquella época, toda la legislación en torno a los investigadores privados estaba a punto de cambiar. Muy pronto iba a ser obligatorio hacer una carrera de grado para obtener la licencia y, como no me gustaba nada la idea de volver a la vida de estudiante, decidí probar a engancharme a los alumnos, digamos, del «plan antiguo». Pero cada vez que intentaba informarme sobre qué debía hacer para obtener la licencia, me topaba con algún muro en forma de laguna administrativa o de rechazo a la hora de reconocer mis estudios.

Ni siquiera Enrico pudo hacer nada.

Yo estaba tan perdida que me dio por acudir a Andrea en busca de consejo. Hizo un par de llamadas y, al cabo de dos meses, ya me habían convalidado los estudios en criminología y pude acceder al curso puente.

De eso hacía ya algo más de un año.

Andrea y yo habíamos llegado a tener una relación muy cordial. Tomábamos café de vez en cuando y conversábamos sobre trabajo, pero nunca compartíamos temas personales.

Era extraño. Numerosas horas juntas y charlas realmente extensas y divertidas. De hecho, me parecía una mujer de lo más interesante. Cuando la oías hablar, una tremenda seguridad cargaba cada una de sus palabras.

Sí, una mujer interesante, de esas con las que de verdad te apetece entablar amistad. Sin embargo, jamás traspasábamos la superficie. Cuando yo sacaba algún tema cercano a lo personal, ella cortaba de raíz, le surgía algún imprevisto y se marchaba.

Por eso había acabado adaptándome a ella. Algo me decía que tenía un buen motivo para ser así y, como me encantaba su compañía, cuando nos encontrábamos, la dejaba guiar las conversaciones e intentaba controlar mi entusiasmo.

¿Quién iba a decirme que aquella tarde nuestra relación cambiaría drásticamente? Y todo gracias a la lápida repetida.

O más bien por culpa de ella.

—Hola, preciosa —la saludé y me senté a su lado.

Por un momento no supe cómo abordar la conversación. A ver, estaba hablando con una inspectora de policía y lo que tenía que contarle muy legal no era. Bueno, al menos no todo.

—¿Cómo va «El Juego de los Cementerios»? Lo veo por todos lados, Ada. Tenías razón, era una gran idea.

Bueno, al menos ya se había encargado Andrea de romper el hielo. La última vez que nos vimos, haría unas tres semanas, le estuve contando lo de las tumbas repetidas y la idea que había tenido para resolver aquel misterio. ¿Cómo le explicaba yo entonces que lo de las tumbas repetidas había terminado con una obsesiva Ada Levy colándose de noche en un cementerio y reventando una de las lápidas para robar lo que había dentro?

Sentí toda la sangre de mi cuerpo acumulada en mis mejillas.

—No sé muy bien cómo contarte esto, Andrea —comencé al fin—. Ni siquiera sé si es buena idea confesártelo precisamente a ti —añadí.

Hice una breve pausa y continué.

—El caso es que… A ver cómo te lo explico.

—¿Qué has hecho Ada? —quiso saber, muy seria.

—Anoche me colé en el cementerio de Jaén y abrí una de las tumbas repetidas.

Lo dije rápidamente, como los críos pequeños cuando confiesan una travesura y, al igual que ellos, aguardé temerosa la llegada de la reprimenda.

—¡¿Cómo?!

Se puso tan nerviosa que hasta se levantó de golpe de la silla. Cuando se dio cuenta de que varios compañeros de la comisaría la miraban con sorpresa desde la barra, se sentó de nuevo y bajó la voz. Yo no sabía dónde meterme. Puedo asegurarte que Andrea da muchísimo miedo cuando se enfada.

—A ver, Ada… —dijo un poco más calmada y disimulando ante sus compañeros con una sonrisa bastante convincente—. Tú eres consciente de que para obtener y conservar tu licencia de detective no puedes tener antecedentes, ¿verdad? Y seguro que también sabes, porque eres muy lista, que lo que has hecho es un delito. ¿Te suena de algo el respeto a los difuntos? Porque está en el código penal, Ada.

Me limité a asentir y a guardar silencio. Definitivamente, me sentía como una cría pequeña recibiendo la regañina de mamá. Una regañina muy merecida, todo sea dicho.

—Y si lo sabes… —Andrea respiró hondo, remarcó la sonrisa en su cara y continuó—: Si lo sabes, Ada, ¿cómo coño se te ocurre venir a contarme esto a mí? ¿O es que se te ha olvidado que soy inspectora de policía?

En aquel momento, Andrea era perra de presa y yo olía a miedo.

Tragué saliva y me propuse darle una explicación lo más convincente posible.

—Pues, la verdad, estoy aquí porque Hugo me ha obligado a contártelo. Está muy enfadado conmigo porque lo hice aprovechando que él no se encontraba en casa y, claro, cuando volvió y se lo confesé casi me tira por una ventana.

Mi instinto me decía que con aquella explicación no iba por buen camino. La sonrisa de Andrea estaba desapareciendo de su boca y yo ya comenzaba a imaginarme tirada en el suelo, boca abajo, con una de sus rodillas en mi espalda y la otra en el cuello, espachurrándome la cara mientras me colocaba las esposas y decía eso de «Tiene derecho a guardar silencio…».

—Encontré esto dentro del nicho. No había ningún muerto, te lo juro.

Puse sobre la mesa los dos objetos que llevaba en la mochila, y comencé a rezar para que los cogiera y no se decantara por la opción de las esposas.

Lo hizo en el mismo orden que yo. Primero cogió el canuto y lo abrió.

Examinó unos segundos la pintura y me miró fijamente. El enfado había sido sustituido por la curiosidad.

—¿Dices que esto estaba dentro de la tumba? —me preguntó mirándome de soslayo por encima de la lámina.

—Eso y la pulsera. Dentro de la caja. —La señalé.

Andrea guardó la lámina en su sitio y tomó la cajita. Cuando la abrió, pude ver que todo su cuerpo se tensaba sobre la silla.

Sacó la esclava con la mano temblorosa y leyó lo que ponía en la chapita por ambos lados. A continuación, me la entregó y me dijo que lo leyera yo en voz alta. No entendía nada, pero hice lo que me pedía.

—«Daniel, 4/5/1980» —leí.

—No puede ser —susurró.

Me la arrancó de la mano y guardó la pulsera en su sitio. Acto seguido se levantó, cogió la caja y el portaplanos… Y se largó.

La esperé cerca de media hora con cara de «¿Qué acaba de pasar?».

Cuando me convencí por fin de que Andrea no iba a regresar, pagué la cuenta y me marché a casa para enfrentarme a la cara larga de Hugo.

Antes de meter la llave en la cerradura me pareció oír ruidos dentro del piso. Risas, grititos y… ¿maullidos?

Cuando entré, me encontré con una escena de lo más entrañable: Hugo y Flor, arrodillados en la alfombra del salón y jugando con una pequeña bola de pelo. Parecían dos críos.

La sonrisa de Hugo y sus bonitos ojos me derritieron por dentro.

—Y este enano ¿quién es? —pregunté con una sonrisa en la cara.

Flor me presentó a Tulipán, un diminuto gato negro con nombre de margarina y con un título de experto en amor a primera vista.

Caí rendida a sus patas. Tan sólo tuvo que emitir un tierno «Ramiau» y enrollar su colita a mi tobillo, mientras me miraba con aquellos preciosos ojos de color verde.

—¡Zalamero! —le dije mientras me arrodillaba junto a él en la alfombra.

Era tan bonito…

Y llegó en tan buen momento…

Tulipán había aparecido aquella misma mañana en la puerta del bloque. Flor se lo encontró cuando regresaba de comprar el pan. Se coló con ella en el edificio sin que pudiera hacer nada, la acompañó por la escalera y entró en su casa para quedarse por siempre en su vida.

Sí, aquel precioso gatito negro llenó un hueco en el corazón de mi querida vecina, que por fin estaba preparado para ser ocupado. Parece que hay momentos en la vida en los que todo acaba asentándose a la vez. En el caso de Flor, aquel último ictus, el del hermano de su marido, fue como la segunda muerte de su Salvador. Una muerte anunciada esa vez, mucho más fácil de asimilar. Muchísimo más sencilla de superar.

Cuando cerramos la puerta, después de despedirnos de ella y del pequeño peluche, la magia pareció haberse quedado en mi piso.

Hugo y yo permanecimos allí plantados, el uno frente al otro, mirándonos fijamente.

Sin decir nada.

Sin hacer nada.

Me hundí en sus ojos y recordé su imagen aquel día, año y medio atrás, reflejada en el retrovisor de mi moto. Me pareció sentir en los puños y en las caderas aquellas primeras curvas.

Saboreé de nuevo aquellas emociones recién estrenadas.

Nuestro primer encuentro. Mis balbuceos.

Una noche de brujas.

Una noche de magia.

Desayunos dulces con tostadas de miel y mantequilla.

Noches con sabor a cacao calentito.

Nos miramos intensamente, allí, en el pasillo de mi piso. Recorrimos el álbum de bonitos recuerdos que atesorábamos desde que nos conocimos, y puedo jurar que a ninguno de los dos nos gustaron las últimas fotos memorizadas. Sensación de falta de libertad por mi parte. De reproches. En su caso, supongo que desconfianza. Miedo a mis locuras.

No nos dijimos nada. Sonreímos levemente y nos fundimos en un abrazo. Fue la primera vez que sentí que lo comprendía. La primera vez que intenté comprenderme a mí misma.

—Perdóname. No quería que te preocuparas, por eso lo hice mientras no estabas —le confesé—. No volverá a pasar, te lo prometo.

—Volverá a pasar. Lo sé —me aseguró él, y me alejó de su abrazo para agarrarme por los hombros y mirarme a la cara—. Cruce los dedos para que siga mereciéndome la pena estar a su lado, señorita.

Acabamos la velada desnudos en el sofá.

Risas, caricias y sexo… Lo que viene siendo el lote completo.

Ya en la cama, recordé sus palabras y tuve la sensación de que Hugo me conocía mucho mejor de lo que yo me conocía a mí misma. Recordé mi reacción, la risita de niña traviesa y el haber restado importancia a sus palabras. Sonreí en la cama al recordarlo, pero, por si acaso, le hice caso y crucé los dedos.