43

Eran ellos.

Estaban todos allí.

En aquellos cuadros.

HOTEL DEL PINTOR, leí en la fachada nada más llegar.

Al principio me pareció una broma macabra y estuve tentada de no entrar. Segundos después, me recordé a mí misma que Bruno no tenía ni idea de lo de mi obsesión con el maldito Pintor y entendí el motivo por el que nos encontrábamos allí: él era artista y aquel lugar le parecía un rincón muy especial.

—Te va a encantar este sitio —me dijo nada más llegar, emocionado—. Las pinturas y la estética son de Pepe Bornoy, un gran pintor malagueño —me explicó.

Respiré hondo y traté de convencerme de que aquello no tenía por qué significar nada.

«Casualidades de la vida —me dije—. Intenta disfrutar del lugar».

Nos registramos y nos dirigimos cada uno a nuestra habitación. Bruno había sido muy elegante al no proponer siquiera la posibilidad de compartir habitación.

—Nos vemos abajo en un par de horas —me recordó—. ¿Crees que te dará tiempo? —bromeó.

Estaba haciendo con Bruno muchas cosas por primera vez. Por ejemplo, lo de no tirármelo nada más verlo. Y, aún más importante que aquello, el hecho de haber decidido dejar mi moto atrás y haber bajado a Málaga con él en su coche.

Yo, Ada Levy, dejándome llevar. No estaba nada mal.

«Así se construyen las amistades —pensé—, aprendiendo a confiar».

—Dos horas por delante —dije en voz alta.

Me arreglé en tres cuartos de hora y, cuando estuve harta de dar vueltas en la habitación, decidí bajar a tomar algo.

Aproveché para llamar a Flor y recordarle que diera de comer a mi pez.

—Ya lo he hecho, cielo —me confirmó—. Por cierto, ¿no te parece a ti que Clemente está raro? —me preguntó.

—No, ¿por? —le respondí, pensando «Glups».

—Es que lo veo algo más pequeño y con la boca más grande —me explicó—. Está como más feo. Aunque puede que sea la edad —concluyó—. Desde luego, has hecho muy bien comprándole una casita nueva; es mucho más cómoda y bonita para él.

«¡Jodido Tulipán!»

Después de mi charla con Flor traté de relajarme, pero aquellos ojos de mujer que presidían la entrada al patio del hotel no me lo permitieron. Me miraban fijamente, escudriñándome, mientras yo intentaba disfrutar de mi copa de vino.

Tuve que admitir que aquellas pinturas eran francamente buenas. Se alejaban por completo de lo que estaba acostumbrada a encontrarme en los hoteles.

—Nunca te había visto tan bonita.

La voz de Bruno me sacó de mis oscuros pensamientos. Él se había puesto realmente guapo: traje negro y camisa blanca, sin corbata. Vestía prendas sencillas, pero muy elegantes, y las llevaba con tanta naturalidad que le hacían parecer aún más atractivo.

—Bueno, a mí me cuesta trabajo verme bonita desde… esto —le dije elevando mi mano izquierda.

—¿Quieres saber lo que pienso sobre eso? —Se acercó y se sentó en el asiento que había a mi lado—. Pienso que es sólo un dedo.

Me quedé mirando hacia abajo, a mis cuatro uñas pintadas de rojo intenso, y pensé en la ausencia de la quinta.

«Sólo un dedo…»

Me halagó su comentario, pero no fui capaz de creérmelo.

Cogí los guantes de raso negro con el dedo meñique remendado y me los coloqué, ocultando mis uñas perfectamente arregladas y pintadas de rojo.

«Sólo un dedo…»

—¿Nos vamos? —Bruno me sacó de mis pensamientos.

—Vámonos, sí.

La galería estaba junto al Museo Casa Natal de Picasso. Llegamos hasta allí caminando, y cuando nos acercábamos a la entrada pude darme cuenta de lo verdaderamente importante que era aquella exposición. Seguratas en la puerta con lectores de códigos bidi para cerciorarse de que sólo entraban las personas que habían sido invitadas. Como yo acudía de acompañante, tuve que dejar constancia de quién era mostrando mi DNI antes de poder pasar. Aquélla había sido una de las principales reformas que había sufrido la ley de Seguridad Privada: ahora los seguratas podían solicitar documentos de identidad a efectos de identificación.

—Esto parece la Casa Blanca —bromeé.

Al entrar, me encontré con una amplísima sala con las paredes laterales cubiertas por cortinas negras. Champán y vino caro allá donde miraras, y en las bandejas, canapés de formas y colores imposibles.

Reconozco que los actos sociales de gente «bien» no son lo mío. Me sentía completamente fuera de lugar, igual que años atrás en Córdoba, cuando acompañé a Roberto a aquella fiesta de modelos en el Soho Rivera.

Bruno fue presentándome a gente conocida y amigos más cercanos, y distrayéndome con sus bromas cuando me veía nerviosa.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó en un momento concreto; supongo que mi cara había llegado a cambiar de color, quizá a un tono verdoso.

—No estoy acostumbrada a este tipo de actos —le confesé.

—Tranquila, sólo tienes que encontrar algún entretenimiento —me dijo—. Como por ejemplo observar a la gente y su necesidad de quedar siempre bien. Mira a aquella pobre, parece un pato con esos tacones. —Señaló con la cabeza a una mujer de cerca de sesenta años, con un sobrepeso considerable, subida a unos tacones de diez centímetros—. O aquel que se ha puesto el peluquín del revés.

Bruno consiguió hacerme reír. Desde aquel instante comencé a observar a la gente que tenía alrededor. Los falsos halagos que se hacían, los que ya estaban borrachos después de sólo media hora de espera, los comentarios tipo fan de muchos de los y las acompañantes… Era cierto, si encontrabas con qué entretenerte, aquello se llevaba mucho mejor.

Hubo un momento en el que los camareros dejaron de dar vueltas por la sala y la música cesó.

—Ha llegado la hora —me dijo Bruno—. Vamos a acercarnos.

Lo noté nervioso. Por un instante, dejé de ser el centro de su atención y pasé a la periferia de su pensamiento. Bruno llevaba años aguardando aquello.

—No te preocupes, acércate tú. —Decidí liberarlo—. Yo voy a ir al servicio un segundo.

—¿Estás segura?

—Segurísima. —Le di un pequeño empujón para que se adelantara.

Permití que la gente fuera agrupándose delante de mí y viví aquel acontecimiento desde el gallinero, sin poder ver quién era Andrés Adarre y oyendo a aquella voz nasal explicar el motivo por el que había decidido mantener oculta la gran obra de su padre durante tantos años.

—La Obra longitudinal está inacabada —confesó con gravedad en la voz.

Muchas de las gargantas allí presentes emitieron sonidos de sorpresa y se levantó cierto revuelo en la sala.

—Como ustedes saben, mi padre murió de forma repentina el 20 de mayo de 1978 —explicó Andrés Adarre—. Antes de fallecer, me pidió que yo, como su sucesor, concluyera la gran obra de su vida. —Silencio expectante antes de continuar—. Sin embargo, he de confesar que no he tenido las agallas de enfrentarme al legado de Alberto Adarre en todos estos años. La obra de mi padre es… No tengo palabras suficientes para describirla. Él era un genio, un artista adelantado a su época. Capaz de plasmar en sus obras prismas, colores, texturas y profundidades que, para mí, en la época en que él murió, eran imposibles de imaginar.

»He necesitado cerca de treinta y ocho años y un largo y exigente proceso de perfeccionamiento para sentirme realmente preparado para culminar su obra maestra.

»Hoy, por fin, me siento digno de la obra de mi padre. En breves momentos procederemos a retirar las cortinas que cubren las paredes de la sala. A este lado van a poder contemplar treinta y cinco de los treinta y seis retratos que el gran Alberto Adarre realizó de aquel misterioso modelo. Un retrato anual, que culminaba en el mes de mayo y que iba acompañando a su crecimiento. De niño a adolescente… De adolescente a adulto… Les aseguro que mi padre habría querido inmortalizar la transición de adulto a anciano.

»Al otro lado de la sala, les muestro la evolución que yo y mi pintura hemos tenido a lo largo de estos años. Treinta y cinco cuadros cuyo motivo no es otro que honrar la memoria del grandioso Alberto Adarre.

»Y, para finalizar, detrás de mí y oculto por una tela, se encuentra el último retrato inacabado de mi padre, el trigésimo sexto componente de la Obra longitudinal. Eso, y una promesa por mi parte: la de tener concluida su obra antes de que llegue el día 20 de mayo. Sintiéndolo mucho, la obra permanecerá oculta hasta esa fecha.

Aplausos potentes y vítores de todos los timbres y tonos.

Lo normal en aquellos casos, o eso supuse.

Lo normal, cuando no estás mosqueada por todo lo que acabas de oír.

«Treinta y cinco cuadros cuyo motivo no es otro que honrar la memoria del grandioso Alberto Adarre», resonó en mi cabeza.

«He necesitado cerca de treinta y ocho años y un largo y exigente proceso de perfeccionamiento para sentirme realmente preparado para culminar su obra maestra», retumbó mi cerebro.

Tuve la extraña sensación de haberme metido en la boca del lobo, y me agobié tanto al ver la prisa de todos los invitados por contemplar aquellos cuadros colgados en la pared que necesité salir un momento al baño.

«Mírate —me dije observándome frente al espejo—, retocándote en el servicio como hacen las mujeres coquetas». Sonreí al ser consciente de aquella escena. Huía de lo que había fuera y no se me había ocurrido otra cosa más que empolvarme la nariz.

Me entretuve unos buenos minutos antes de decidirme a salir de nuevo y, para cuando llegué a la sala, la pared con los cuadros que realmente me interesaban se había quedado despejada.

Casi me caigo al suelo al notar que mis piernas perdían toda su fuerza.

Eran ellos.

Estaban todos allí.

En aquellos cuadros.

«1981, 12 años».

«1982, 13 años».

«1983, 14 años».

«Daniel», pensé al ponerme frente al cuadro de 1983.

Era él.

El mismo paisaje que había en el interior de aquel nicho.

Exactamente el mismo, salvo por un detalle: en primer plano aparecía aquel rostro que se había quedado grabado a fuego en mi memoria. El hermano de Andrea me miraba fijamente con aquella carita cargada de inocencia. Reconocí sus pecas y, al igual que mi amiga, me pregunté si las habría conservado en su edad adulta de no haber desaparecido aquel día. ¿Cuál habría sido su futuro? Probablemente, habría sido feliz. Su padre no se habría rendido jamás y su madre lo habría visto crecer, sin la necesidad constante de sobreprotegerlo.

¿Y Andrea? ¿Qué habría sido de Andrea? Ella habría podido tener una infancia de verdad, cargada hasta los topes de riñas con su hermano y de momentos inolvidables junto a él. Habría tenido una familia.

Cuando me negué a seguir mirando aquello, me volví y crucé la sala para contemplar la obra de Alberto Adarre. Reconozco que aquel recorrido por los años del modelo no me pareció ni hermoso ni digno de admiración. No después de lo que su propio hijo había hecho con su obra.

Sí que encontré respuestas.

¿Por qué eran así las lápidas?

Los retratos de Alberto Adarre fueron hechos siempre en el mismo escenario: el modelo, sentado sobre un gran sillón de color verde; junto a él, en una mesita, un ejemplar del primer libro de Graham Greene, Babbling April, la edición original, y en un jarrón oscuro, un luminoso ramo de margaritas.

Las lápidas reflejaban la estética de los cuadros que conformaban la Obra longitudinal.

—Era un genio —me dijo una voz anciana a la espalda.

Cuando me volví, me encontré con una cara realmente hermosa a pesar de todos sus años.

«El retrato de Dorian Grey», pensé.

Lo miré fijamente y me pareció ver en él todos los rostros juntos de los chicos desaparecidos.

—Es usted… Él. —Señalé hacia atrás, a los cuadros.

—Sí, lo soy —me dijo con una tierna sonrisa en la cara—. Más bien, lo que queda de aquel chico.

Traté de controlar el exceso de emoción que se estaba acumulando en mi pecho.

—¿Y qué siente? —le pregunté.

—Me siento extraño —me respondió—. Han pasado ya demasiados años.

—¿Por qué dice eso? —quise saber.

—No se lo diga a nadie, pero habría preferido que todo esto siguiera siendo un misterio —me confesó—. Era la verdadera magia de la obra, su ocultismo durante tantos años.

Me hice aquella pregunta de nuevo. ¿Por qué había decidido el Pintor dar a conocer la obra de su padre justo en aquel momento? No era propio de él. Después de tanto tiempo esperando, ¿por qué no hacerlo cuando hubiera acabado aquel retrato?

—¿Cómo cree que Andrés Adarre concluirá el último retrato que su padre hizo de usted, el inacabado? —le pregunté—. ¿Utilizará fotos de cuando usted tenía cuarenta y siete años? Porque parece que el resto de su obra la ha hecho basándose en sus retratos anteriores —disimulé.

—No necesita mis fotos, créame. Tiene al perfecto modelo —me explicó.

Cuando fui a preguntarle quién era ese modelo, mi móvil nos interrumpió.

—La llaman al teléfono, señorita —me avisó él.

Quise pedirle que aguardara, pero ya se había puesto a hablar con un grupo de personas a unos metros de mí.

Cogí el móvil dispuesta a rechazar la llamada. Cuando vi que se trataba de Andrea, respondí sobre la marcha.

—Andrea, ya sé quién es el Pintor. Es el hijo de…

—Mira hacia atrás, pero no hagas ningún gesto —me ordenó.

Cuando volví la cabeza me la encontré a unos metros de mí.

—Ve en busca de tu acompañante y salid de la galería. No me gustaría que Andrés Adarre te relacionara con la policía —me dijo, y colgó.

Miré atrás de nuevo y me hizo un gesto con la cabeza instándome a hacerle caso.

Localicé a Bruno junto al cuadro inacabado, aún oculto tras la tela. Estaba hablando con alguien.

—Bruno, no me encuentro muy bien, ¿te importa que…?

No pude acabar mi pregunta.

—¡Hola, Ada! Acércate, quiero presentarte a Andrés Adarre, el hijo de Alberto Adarre.

Yo ya sabía quién era. Lo habría reconocido en cualquier parte.

Era el dueño de las lápidas.

El causante de todas aquellas desapariciones.

El hombre con la cicatriz marcada en el labio inferior.

El Pintor.

—Bruno, tenemos que irnos —le dije evitando volver a mirar a la cara a Andrés Adarre—. Me encuentro fatal.

Lo agarré de la mano y tiré de él. Cuando estuvo a una distancia suficiente le susurré al oído:

—Hazme caso, tenemos que salir de aquí.

Me miró a la cara y, al verme tan seria, decidió seguirme sin decir nada.

—Disculpa, Andrés. Espero que tengamos ocasión de volver a encontrarnos —se excusó Bruno.

Cuando nos dirigíamos a la salida, Andrea y Elena pasaron a nuestro lado escoltadas por un grupo de policías uniformados.

—¿Qué ocurre? —me preguntó Bruno.

—No te pares, ya te enterarás luego —le dije tirando de su brazo.

—Andrés Adarre, queda detenido por…

Oímos la voz potente de Andrea en la sala; supe que se estaba vengando dejándolo en evidencia delante de todos aquellos que habían ido a admirar su obra. Aquel hombre no se merecía la más mínima discreción.

Bruno y yo llegamos al hotel en pocos minutos. Hasta que no estuvimos en mi habitación, no volvimos a hablar.

—¿Me cuentas qué ha pasado? —me preguntó muy serio.

—Algo que no sabía que iba a ocurrir —respondí con total sinceridad—. La policía acaba de detener a Andrés Adarre por un chorro de asesinatos —le expliqué—. Pero no puedo contarte mucho más porque tampoco tengo mucha más información.

—Y si no sabes más, ¿por qué estabas tan interesada en Alberto Adarre?

—Porque estaba investigando el mismo caso que la policía, pero por mi cuenta. Me extrañó mucho que, después de lo que me habías contado sobre la obra de ese hombre y su misterio, de pronto hubiera decidido hacerla pública —le expliqué—. Ahora lo entiendo todo. La inspectora Andrea iba tras su pista y él no quería perder la oportunidad de exponer su propia obra.

Bruno no daba crédito. Yo, Ada Levy, una antigua compañera de jueguecitos de cama, investigando a un asesino en serie.

—¿Sueles hacer estas cosas muy a menudo? —me preguntó.

—Bueno, no muy a menudo. Aunque de dos casos como éste, uno me costó un dedo. —Elevé la mano aún cubierta por el guante de raso negro.

Bruno se levantó de la cama y se acercó al minibar. Sacó un par de botellitas de whisky y me dio una.

—¿Por eso saliste corriendo? —me preguntó refiriéndose a nuestro pasado.

—No sólo por eso —admití—. Miedo, promesas que una se hace y que son difíciles de cumplir, momentos… Y luego apareció él.

No quise pronunciar su nombre. Temía que aquellos ojos bicolores regresaran a mi mente de nuevo.

—Momentos… —repitió Bruno.

—Malditos momentos, ¿verdad? —dije, con la sensación de haber tenido una vida llena de instantes emocionalmente desacompasados.

—Sí, malditos momentos —repitió él inclinándose hacia mí y clavando su mirada verde en mis labios.

Fue un leve roce. No más.

Una milésima de segundo que me llevó a rememorar lo gustosa que era su boca.

Por suerte, sólo fue eso.

Nos interrumpió el sonido del móvil; Andrea quería saber dónde me encontraba.

—Debo irme —dijo Bruno cuando colgué el teléfono—. Tengo que salir de aquí antes de que cometa un error que vuelva a pesarme demasiado tiempo.

Lo acompañé hasta la puerta.

Antes de abandonar mi habitación tuvo un gesto que jamás olvidaré: cogió mi mano izquierda y la desnudó deslizando aquel guante de raso negro.

—Es sólo un dedo —volvió a decir mientras acunaba mi mano entre las suyas—. Sigues siendo tú. Tan bonita y huidiza como siempre. Tan fuerte y asustada como de costumbre. No necesitas ese dedo para estar completa.