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«Ahí está Málaga», pensé.

[…] La misteriosa Obra longitudinal de Alberto Adarre.

Bruno había tenido razón. Casi todos los pintores famosos y consagrados que conocí aquel día se salían de lo común. Si no estaban un poco locos, adolecían de manías y obsesiones que nada tenían que ver con la gente catalogada como normal.

Dalí, el genio del surrealismo. El artista que se comió su propio arte con el personaje que acabó creando en torno a sí mismo. Aquel que jugó con los cánones preestablecidos y terminó rompiéndolos, que trascendió a las tendencias de su época y acabó creando un nuevo lenguaje.

Dalí y su obsesión por las matemáticas.

Dalí y la razón áurea; aquella divina proporción que los expertos acabaron encontrando en obras magistrales como la Quinta sinfonía de Beethoven, el Partenón de Atenas o El hombre de Vitruvio de Leonardo da Vinci.

Dalí y El gran masturbador.

Dalí, la Guerra Civil española y el canibalismo en sus cuadros.

Sí señor, a excentricidades y obsesiones pocos podían ganar a Dalí.

Y, junto con él, algún que otro artista obsesivo más.

Botero con sus formas generosas de bocas pequeñas; Jasper Johns y sus banderas; las deformidades de Francis Bacon; Alberto Adarre y su Obra longitudinal

—¿A ver? Vuelve atrás —pedí a Bruno cuando vi de pronto algo que me resultó familiar. No podía creerlo. Allí estaba lo que buscaba. Algo que se ajustaba, quizá demasiado, a lo que hacía el Pintor.

—Háblame de este artista, por favor.

—¿No conoces a Alberto Adarre? —me preguntó Bruno, sorprendido.

—No conocía prácticamente a ninguno de los pintores de los que me has estado hablando hoy —le confesé—. Aunque reconozco que la mayor parte de lo que he visto me ha gustado. —Sonreí.

Bruno se levantó del sillón y me invitó a acompañarlo.

—Es tarde —dijo mirando el reloj—. ¿Qué te parece si hacemos un descanso para pedir una pizza, y luego abrimos una botella de vino y nos sentamos en el sofá a ver un documental sobre Alberto Adarre mientras nos la comemos? Da la casualidad de que Adarre es uno de mis pintores favoritos. Tengo todo lo que se ha publicado sobre su obra.

El inicio de aquel documental titulado Alberto Adarre, vida y obra me llevó a aferrarme con fuerza al reposabrazos del sofá. Un recorrido de dos minutos por la Málaga actual y por la Málaga que, hacía cerca de cuarenta años, lo había visto perecer.

«Ahí está Málaga», pensé.

Después de aquello, hice poco caso al documental en sí. Puse en funcionamiento mi atención selectiva y fui buscando únicamente aquello que pudiera servirme de nexo con el caso del Pintor.

Su nacimiento y muerte en Málaga capital, su prolífica carrera, el hecho de haber sido durante años uno de los pintores españoles más famosos a nivel internacional, llegando a alcanzar sus obras, en muchos casos, cifras similares a las de Picasso.

«Aunque el dato del triunfo y del dinero de poco me sirven si este pintor ya ha muerto», me dije para mis adentros.

Entre sus obras: paisajes, escenas cotidianas de su tierra y retratos de niños con fondos maravillosamente coloridos.

«Retratos», pensé. Y recordé las pinturas que había visto minutos antes en el ordenador.

—Sus acuarelas alcanzaban un realismo imposible de imaginar para la mayoría de los pintores de su época —me explicó Bruno—. Era un genio. —Parecía sentir verdadera admiración por aquel pintor.

—¿En qué consistió su Obra longitudinal? —le pregunté.

Le encantó mi pregunta. Dio un salto del sofá y se dirigió a una de las inmensas estanterías.

Cuando regresó a mi lado, traía consigo un tomo grueso. «Alberto Adarre: Conjeturas sobre su Obra Longitudinal», leí en la tapa.

—Es un gran misterio; nadie la ha visto jamás físicamente —me dijo—. Se trata de una sucesión de retratos anuales en los que Alberto Adarre utilizó la misma persona como modelo. La inició en 1943 y se dice que su última pieza la terminó en mayo de 1978, poco antes de fallecer. Nadie sabe con exactitud quién la guarda en su poder; ni siquiera si tiene uno o varios dueños, quizá su hijo o el modelo, o, como cuentan algunos, es posible que se enterrara con el mismísimo autor cuando éste murió. Desde luego, hoy en día y gracias al misterio que se ha generado en torno a esos retratos tienen un valor incalculable.

«¡Hostia puta!», grité en mi cabeza.

Bruno había hecho un buen resumen de lo que contenía aquel libro. No eran más que conjeturas en torno a las piezas que componían la obra y a su posible ubicación. Guardadas bajo llave, atesoradas por el propio modelo, en la colección privada del hijo de Alberto Adarre o enterradas junto a él, bien ocultas en lo más profundo de aquel panteón.

Sí que había varios datos que parecían probados en el libro: el primer retrato fue realizado en 1943 a un niño de doce años, el último lo concluyó el artista una semana antes de morir en mayo de 1978. Y en todas las obras, sin excepción, contó con el mismo modelo, un año mayor en cada ocasión.

—Ahora lo entiendo —dije en voz alta.

—¿Qué es lo que entiendes? —me preguntó Bruno.

«Ups», pensé.

—Ejem… Bruno, ¿me prestarías el libro? —Necesitaba llevármelo a casa por si se me había escapado algo.

Se quedó un poco cortado al verme tan alerta de pronto.

—Claro —me dijo con la voz cargada de dudas—. Si te va a servir, llévatelo.

—Te lo devolveré, lo prometo.

Antes de marcharme de su casa le di un fuerte abrazo.

—¿Sabes? Me alegro de que nos hayamos reencontrado —le dije con sinceridad—. Me he dado cuenta de que no llegué a conocerte ni un poquito.

—Bueno, lo de «ni un poquito» no es del todo exacto —bromeó con cara de pícaro.

Le solté un beso en la mejilla y salí de allí corriendo, antes de que pudiera notar que me había ruborizado de nuevo.

—Estás siguiendo la misteriosa obra de Alberto Adarre, ¿verdad? —le pregunté en voz alta a aquella foto del enmascarado con sombrero y gabardina que había colgado en el tablón.

«Inmortalizar las edades», pensé.

En el libro no había imagen alguna de aquella gran Obra longitudinal del pintor malagueño, pero sí que aparecían muchos de los retratos infantiles que había realizado a lo largo de su carrera. Por lo visto, aquellos trabajos fueron los que le permitieron comenzar a vivir de la pintura. Más tarde, cuando su fama fue creciendo, se alejó de aquellos encargos y se dedicó a inmortalizar su tierra.

—¿Por qué esta obra en concreto? —pregunté al Pintor mirando de nuevo aquella foto en el tablón—. ¿Qué estás tratando de demostrar? ¿Cuál es tu intención?

Mi propia respuesta llegó enseguida: el Pintor se había propuesto superar la Obra longitudinal de Alberto Adarre. Los retratos se vieron interrumpidos en 1978 por la muerte del pintor malagueño y, probablemente, si no hubiera fallecido, habría seguido contando con su modelo.

—¿Eso es lo que quieres? ¿Superarlo?

La idea no me pareció nada descabellada después de haber hecho un nuevo recorrido a todo lo que tenía sobre el Pintor.

Treinta y cinco desapariciones.

Cien lápidas.

Se había preparado a conciencia para desarrollar su «obra artística» durante años.

Durante muchos años.

A pesar de haber sido previsora abriendo el sofá cama, pasé toda la noche en vela buscando en internet información en torno a Alberto Adarre y el resto de su obra.

Intenté averiguar la identidad de aquel modelo, pero no encontré nada. Hablaban de él como «el gran secreto del pintor malagueño» y de su último retrato como «el más cotizado de todos», por haber sido terminado una semana escasa antes de fallecer.

Bruno tenía razón, aquella obra era todo un misterio.

—«Veinte de mayo» —leí en voz alta—. Alberto Adarre murió el 20 de mayo de 1978. Otra respuesta más —dije mirando todas aquellas preguntas que había ido anotando en las esquinas de la pizarra.

El Pintor actuaba en mayo conmemorando la fecha en la que Alberto Adarre había fallecido.

—Vale, ¿y ahora qué hago? —me pregunté a eso de las nueve de la mañana.

Por un momento me planteé coger el móvil y llamar por teléfono a Andrea para contárselo todo. Acto seguido, decidí que no era buena idea. Opté por seguir buscando información para tratar de darle algo con más jugo a la inspectora.

—Buenos días —saludé a Clemente II cuando entré en la cocina para prepararme un café—. ¿Tienes hambre, bichejo?

Recargué mis pilas con una dosis doble de cafeína mientras observaba a mi pequeño bulto nadador.

—Vaya, sí que estabas hambriento —le dije al verlo comer con aquella voracidad—. Está bien, aquí tienes un poquito más. —Le puse un pellizquito extra de escamas con olor a pescado seco.

De vuelta frente al ordenador, me preparé para buscar más información, pero no encontré nada más que pudiera acercarme al Pintor.

Acabé odiando aquella obra porque me estaba resultando tan oscura y misteriosa como el mismísimo dueño de las lápidas.

—¡Malditos artistas! —dije en voz alta.

Justo en ese momento recibí una llamada de Bruno que me dejó con la boca abierta.

—No te lo vas a creer —me dijo cuando contesté al teléfono—. Bueno, ni siquiera yo me lo creo —añadió.

Bruno había recibido una llamada bien temprano aquella mañana. Lo invitaban a una exposición muy especial, tanto que, al principio, había pensado que le estaban gastando una broma.

—No puedo creerlo, Ada —me dijo—. Llevo años obsesionado con la obra de Alberto Adarre. He intentado cientos de veces coincidir con su hijo en algún acto para tratar de sacarle información sobre su padre y sobre su misteriosa Obra longitudinal y ahora, de pronto, llegas tú y mis deseos se cumplen.

—A ver, explícame eso —le pedí.

—Pues que dentro de dos semanas Andrés Adarre inaugura una exposición de sólo dos días en la galería familiar. Ha anunciado que exhibirá por fin la Obra longitudinal de su padre junto con el tributo que él mismo ha ido dedicándole a lo largo de estos años —me explicó—. Si no me hubieran mandado las invitaciones por e-mail, te juro que seguiría sin creerlo. No entiendo por qué, de pronto, ha decidido sacarla a la luz.

Yo tampoco lo entendí. De hecho, algo me decía que aquello apestaba a podrido. Un ocultismo absoluto durante años, monografías dedicadas en exclusiva a aquella gran obra, silencio por parte del hijo junto con el anonimato absoluto del modelo y, justo cuando lo de las lápidas comenzaba a moverse y la policía había empezado a investigar todas aquellas desapariciones, la misteriosa Obra longitudinal de Alberto Adarre salía por fin a la luz.

Sin lugar a dudas, apestaba a podrido.

—He pensado que querrías ser mi acompañante —me dijo Bruno con cierta timidez en la voz.

Por supuesto, no pude decir que no.