«Que no se note que tienes miedo», me dije.
«Esto no va a terminar bien», me anuncié.
«Zapatos de cemento…»
El DAFO me dio la clave.
¿Lo recuerdas? Aquella herramienta que usaba Hugo para hacer los estudios de viabilidad en las empresas. Un simple recuadro en el que anotaba las debilidades, las fortalezas, las amenazas y las oportunidades que iba identificando para luego poder trabajar con ellas.
Pues yo tenía mi propio DAFO y se me ocurrió que sería una gran idea recuperarlo.
Mis debilidades…
Tras leerlas, tuve que reconocer que todo continuaba igual: seguía queriendo abarcarlo todo, aún confundía la valentía con la temeridad, era impaciente, cabezona, tomaba demasiadas decisiones en caliente y, para colmo, pecaba de exceso de confianza. En mi defensa alegaré que por aquel entonces ya andaba yo trabajando dos de esos defectos que tanto me limitaban: mi temeridad y mi impaciencia.
Las fortalezas, pese a no creérmelas del todo, decidí también dejarlas tal como estaban. Eran las amenazas y las oportunidades las que habían cambiado.
Cogí un folio y confeccioné un nuevo diagrama, con las mismas debilidades y fortalezas pero con nuevas amenazas y oportunidades, más acordes con lo que tenía en aquel momento. Cuando estuvo listo, hice hueco en el centro de uno de los tablones y lo colgué.
Permanecí un buen rato frente a él.
DEBILIDADES
— QUERER ABARCARLO TODO
— CONFUNDIR VALENTÍA CON TEMERIDAD
— CABEZONERÍA
— EXCESO DE CONFIANZA
— TOMA DE DECISIONES EN CALIENTE
AMENAZAS
— PÉRDIDA DE CONTACTO CON ANDREA
— ESCASEZ DE PRUEBAS
— SÓLO UN CADÁVER ENCONTRADO
— SÓLO HE VISTO UNA PINTURA
— NO SÉ SI EN MÁLAGA HAY LÁPIDAS
FORTALEZAS
— INSTINTO
— CABEZONERÍA
— CAPACIDAD DE TRABAJO
— OPTIMISMO
— CREATIVIDAD
OPORTUNIDADES
— 35 PINTURAS (confirmadas por Andrea)
— APODO: EL PINTOR
— MI GENTE
— ¿…?
—¿Para qué quiero un DAFO si no lo utilizo? —me pregunté en voz alta cuando reconocí cuál estaba siendo mi gran fallo.
Pronto me di cuenta de que había olvidado dos de mis mejores fortalezas: el instinto y la creatividad.
Días y días pensando en el Pintor. Días y días preguntándome por el significado de sus pinturas, con una vocecita en mi cabeza insistiéndome en que todo aquello debía de tener un fin concreto. Sí, una vocecita que me decía muchas cosas que yo me había negado a escuchar.
¿De qué me servía obsesionarme por el dinero que había invertido el dueño de las lápidas si no tenía forma posible de investigarlo? ¿De qué me servía intentar conocer a las víctimas si ni siquiera sabía los nombres de la gran mayoría de ellas? ¿De qué me servían todos esos factores que ocupaban mi mente si sólo estaban al alcance de la policía?
Debía pensar con creatividad y dejarme llevar por mis pálpitos.
«Cien lápidas repetidas y treinta y cinco desapariciones».
«Treinta y cinco desapariciones y las treinta y cinco pinturas ocultas tras las lápidas».
«El Pintor».
«El Pintor y su arte».
—Las pinturas —dije en voz alta—. Yo tengo que centrarme en las pinturas.
Y centrándome en ellas, acabé llegando a dos caminos que aún no había explorado.
En primer lugar, la pintura que había dentro del nicho de Jaén y cuyo paisaje guardaba en mi recuerdo.
No me había centrado en ella aún porque no había logrado que Andrea me confirmara si todas las demás obras eran o no paisajes. Pero había llegado el momento de ser realista: yo siempre iba a jugar con desventaja con respecto a la policía.
Centrándome en la pintura de Jaén, me arriesgaba a acabar en un callejón sin salida, pero ¿y si llegaba a buen puerto?
Mi hipótesis era clara: yo pensaba que aquellas pinturas eran la clave para encontrar a los desaparecidos.
«Vamos a ver si es verdad», dije para mis adentros mientras cogía del tablón la hoja en la que había descrito aquel paisaje. La dejé sobre la mesa, junto al portátil. Aquella búsqueda comenzaría en internet, sentada cómodamente en mi sillón, y acabaría en Jaén, a pie.
La segunda vía era mucho más artística: recordé a Patricia Cornwell y su hipótesis en la que relacionaba a Jack el Destripator con el pintor Walter Sickert. Cabía la posibilidad de encontrar algo investigando en el mundo del arte, aunque sólo fuera un detalle nimio que me ayudara a entender todo aquello.
Cogí el móvil y mandé varios WhatsApp a Bruno.
Yo: ¡Hola, Bruno!
Yo: Necesito que me eches un cablecillo.
Yo: J
Bruno: Tú dirás. R
No sabía muy bien cómo enfocar aquello. ¿Ponerle una excusa o serle sincera? Concluí que lo mejor sería no dar explicaciones y, únicamente si él preguntaba, quedarme a medio camino entre la verdad y la mentira.
Yo: Locura y arte.
Yo: Me vendría genial información al respecto.
Bruno: Ése es un tema muy amplio.
Yo: Locura y pintura.
Bruno: Sigue siendo amplio, pero veré qué encuentro.
Bruno: ¿Quedamos mañana para tomar un café?
Yo: ¡Genial! ¿Hora?
Bruno: Déjame la mañana para buscarte lo que pueda. ¿A las cinco?
Yo: ¿En La Qarmita?
Bruno: No. Vente a mi casa. Mejor tener cerca el material y el ordenador.
Yo: OK.
Yo: A las cinco nos vemos en tu casa.
Después de haber quedado con Bruno me senté a la mesa frente al portátil y comencé a hacer búsquedas en la red. El primer paso para poder utilizar el recuerdo que tenía de aquella pintura era confirmar que se trataba, como yo pensaba, del parque del Cerro de Santa Catalina.
Pinché sobre la pestaña «Imágenes» del buscador e hice un barrido rápido seleccionando un grupo de fotos. Mis búsquedas: «Cerro Santa Catalina Jaén», «Castillo Santa Catalina Jaén», «Muralla Castillo Santa Catalina».
Tardé poco tiempo en cerciorarme de que, en efecto, el recuerdo que tenía de aquella pintura se parecía bastante a algunas de aquellas imágenes del castillo de Jaén. Lo realmente difícil fue dar con información que me permitiera acercarme a aquel lugar concreto, suponiendo que existiera, claro.
Descubrí que aquella zona era de roca caliza y, en gran parte de su superficie, roca viva. En muy pocas áreas, la erosión había sido lo suficientemente potente para generar un suelo grueso capaz de albergar pinos y, por suerte, muy pocas zonas con pinos tenían cerca restos de la muralla.
Me había basado en mi recuerdo de la pintura y en otros detalles que había dado por sentados, como haber decidido que el muro del cuadro era un trozo de muralla y no un caserón derruido. Sin embargo, cuando di con información sobre la ruta de senderismo del Neveral, me dije que no perdía nada por recorrerla y buscar en ella alguna visual que se acercara a aquel recuerdo.
Estaba apagando el ordenador, satisfecha por lo que acababa de encontrar, justo cuando sonó la alarma de mi móvil indicándome que había llegado la hora de irme a trabajar.
Aquella noche apareció Gennaro en La Napolitana. Cuando lo vi entrar acompañado de Osito y Ratoncito me temí lo peor.
Me quedé pasmada cuando Enrico lo saludó con un gesto de cabeza desde la barra y Carmina salió a recibirlo con una sonrisa de oreja a oreja.
—Jefe, ¿me he perdido algo? —le pregunté.
—Te he dicho mil veces que no me llames jefe. —Fingida desesperación en su voz.
—¿Todo bien? —Lo intenté de nuevo al ver que no me contestaba.
—Carmina y yo hemos hablado. Todo solucionado —me explicó—. Lo que no quita que no me guste ni un pelo que haya decidido comportarse como la nieta de ese tipejo.
—Total, si en unos meses habrá estirado la pata. —Me sorprendió que aquella broma de mal gusto hubiera salido de mi boca.
¿Era una broma o lo había dicho en serio?
—Tiene lo que se merece —sentenció Enrico—. Ha jugado tanto con su querida tierra que ahora ella le ha devuelto el golpe.
Aquélla era la Gran Ironía con la que mi compañero y yo habíamos bromeado alguna vez.
Humor negro, por supuesto.
Uno de los negocios más rentables de la Camorra era el de las basuras. Venía a ser algo del estilo de: «Hola, me llamo Gennaro, soy un camorrista bien vestido, tengo dinero y doy mucho miedo. Esta mañana, cuando me he levantado, se me ha ocurrido que podría expropiar un montón de tierras de cultivo, comprar cuatro o cinco camiones y salir a negociar con empresas de esas que producen residuos químicos. Me voy a ofrecer para destruir yo esos residuos, pero a un precio muchísimo más barato de lo que les cobran el resto de las empresas por el mismo servicio; digamos… un ochenta por ciento menos. Seguro que me dicen que sí cuando se den cuenta del dinero que van a poder ahorrar. Si es que es de locos… ¿Quién monta hoy en día una empresa especializada en destrucción y almacenamiento de residuos químicos, potencialmente perjudiciales para el medio ambiente? ¡Pues cualquiera con dos dedos de frente! Cualquiera, pero con algo de idea porque, ¿para qué quieren tanta maquinaria especializada si con unos cuantos camiones y un buen puñado de tierras es tan fácil? Por supuesto, lo de ocultar los residuos bajo capas de basura urbana en los vertederos no lo contaré en el momento de la negociación. Y tampoco diré ni pío de mi intención de quemar lo que no pueda ocultar en basureros; para eso tengo las tierras. Además, con lo barato que va a ser mi servicio, ¿quién va a preocuparse por que cumpla o no con la Normativa Europea de Destrucción de Residuos? Les va a interesar más mirar a otro lado».
Y con razonamientos tan «inocentes» como el de Gennaro y todos los que se han dedicado en los últimos años al «negocio» de las basuras, acabaron subiendo los índices de cáncer en Campania.
Menos mal que la naturaleza es sabia y devolvió a Gennaro el daño que le había hecho. Ahora se estaba muriendo por ser menos listo de lo que él se había pensado. Había decidido morder la mano que le daba de comer: envenenaba su propia tierra, la misma que lo alimentaba.
—En fin… Esperemos que, mientras siga por aquí, no dé demasiado por culo —dije tras aquel largo silencio.
—Ojalá —añadió Enrico.
Serían cerca de las doce cuando salí por la puerta del restaurante. Enrico se había quedado dentro haciendo caja y Carmina hacía rato que se había marchado.
Caminaba hacia la moto, organizando mentalmente mi subida a Jaén a la mañana siguiente, cuando me pareció que un coche me seguía.
Al principio fue una mera impresión, pero en unos segundos se transformó en certeza. Un Dodge Caliber negro con las ventanas tintadas avanzaba por la calzada a la misma velocidad que yo por la acera.
Todas mis alarmas se activaron.
«Los señores trajeados», pensé.
«Seguro que se han enterado de que los estoy buscando».
«Vienen de nuevo a por mí».
Miré a mi alrededor para localizar posibles vías de escape.
«Mierda, mi moto está demasiado lejos —concluí—. Pero…»
Me limité a darme la vuelta y a andar en dirección contraria. Aquélla era calle de un solo sentido.
Antes de haber podido dar tres pasos, el coche había parado y se había abierto la puerta trasera izquierda. Yo me preparé para salir corriendo de vuelta a La Napolitana.
—Señorita, no haga tonterías y suba al vehículo —dijo alguien con acento italiano desde el interior.
«¿Gennaro?», me pareció su voz.
Volví la vista atrás un instante y, cuando miré de nuevo al frente, Ratoncito apareció delante de mí.
Habían previsto mi reacción.
Me volví, dispuesta a echar a correr en sentido contrario, y me di de bruces contra Osito. No olía demasiado bien Osito. El peludo, regordete y poco aseado Osito.
Levanté las manos en señal de que me rendía y me indicaron que subiera al coche.
De camino hacia aquel mastodóntico vehículo deseé por un momento que en lugar de Gennaro me hubieran visitado los malditos señores trajeados.
—Adelante, señorita —me dijo el mafioso al verme aparecer en el hueco de la puerta.
—¿Qué quiere? —pregunté desde fuera.
—Adalberto, haz el favor de coger la bolsa de la señorita —ordenó Gennaro.
«Le pega más Osito», pensé cuando me di cuenta de quién era Adalberto.
Le entregué la mochila sin oponer resistencia.
—Vamos, muchacha, suba al coche —me invitó de nuevo a entrar—. No tiene por qué pasarle nada.
El «No tiene por qué pasarle nada» me resultó muy poco tranquilizador. Sobre todo conociendo de boca de Enrico cuáles eran las funciones de los acompañantes de aquel mafioso italiano. Ratoncito era el «guapo», encargado de desapariciones, enterramientos y formas varias de esconder la mierda. Osito era el «floreador», más conocido como el «matón». Juntos formaban un magnífico equipo.
Al parecer, Gennaro había ido adoptando con los años muchas de las antiguas costumbres de la Garduña, aquella sociedad secreta de la que, se decía, habían nacido las mafias italianas.
Subí al coche con el corazón taladrándome el pecho e intentando aparentar normalidad.
«Que no se note que tienes miedo», me dije.
—¿Qué es lo que quiere, Gennaro? —No pude evitar dar un respingo al oír el sonido de la puerta al cerrarse.
Comenzamos a movernos enseguida.
—Las mujeres… —comenzó—. Siempre me han fascinado las mujeres.
Giramos a la derecha a la altura de lo que en su día fueron los multicines Centro y recorrimos la calle hacia Recogidas. Como buen jueves que era, la calle estaba llena de gente.
—Las mujeres españolas… —Regresé de la calle y me reincorporé al discurso del abuelo de Carmina; pasaban tantas cosas por mi cabeza que me estaba costando centrarme—. Las mujeres españolas se parecen mucho a las napolitanas. Fuerza, entereza, astucia, inteligencia… y belleza. —Me miró con aquellos ojos vidriosos y comidos por la enfermedad—. Son ustedes admirables.
Comenzaba a creer que Gennaro iba a hacerme alguna proposición deshonesta.
—Enrico la aprecia mucho, señorita —dijo de pronto, en un tono de voz mucho menos afable.
Al llegar a la glorieta de Neptuno, el Dodge salió a la autovía en dirección a Cenes de la Vega.
«Esto no va a terminar bien», me anuncié.
—La aprecia casi tanto como a mi nieta —puntualizó—. Y, además de apreciarla, la tiene demasiado en cuenta.
No terminaba de entender adónde quería llegar el viejo.
—¿Para qué viajó usted a Nápoles, señorita Levy? —Por primera vez se dirigió a mí por mi nombre; no sabía que lo conociera, pensé que había pasado mucho más desapercibida para él.
—Un viaje de placer —le respondí con toda la frialdad en la voz que pude acumular.
—De placer… Ya —repitió él.
Sin volver la cabeza hacia mí, sacó un sobre del bolsillo interior de su chaqueta y me lo entregó. Me indicó que lo abriera.
Eran fotos. Numerosas instantáneas de los días que pasé en Nápoles.
En todas estaba yo.
Entrando y saliendo del hotel.
Paseando por los alrededores.
Me habían estado siguiendo en todo momento.
Aguanté la respiración cuando me vi subiendo al taxi que Domenico había enviado para recogerme.
De pronto lo comprendí todo. Los cristales tintados. Las vueltas y más vueltas por la ciudad. La entrada a aquel aparcamiento. El cambio de coche…
La última foto fue la del aparcamiento, y me pregunté si realmente había sido la última o si Gennaro había decidido ocultarme las demás.
«Domenico», temí por él.
—¿Y qué le ha dicho a Enrico, señorita Levy?
Ahí sí que me dejó a cuadros. ¿Qué le había dicho? ¿Sobre qué? ¿Se estaba refiriendo a mi visita a Nápoles o a otro tema diferente?
Al llegar al túnel del Serrallo recé para que el coche no tomara el carril de la derecha. Si nos alejábamos de Granada podía dar por sellado mi destino.
«Zapatos de cemento…»
—No le entiendo. —Le fui sincera.
—Ayer mismo Enrico me envió un mensaje por medio de su pinche de cocina —me explicó—. Me liberaba de nuestra promesa. ¿Conoce usted esa promesa, señorita Levy? —Su acento napolitano era cada vez más marcado.
—No sé de qué me habla. —Le mentí.
—No lo sabe… Ya.
El tono plano de su voz y la parquedad de su lenguaje corporal terminaron por elevar mi tensión hasta un límite imposible de controlar.
Si estaba perdida, mejor morir luchando que llorando.
—A ver, don Gennaro… —Ahí estaba mi temeridad comenzando a hacer de las suyas—. ¿Por qué está haciendo usted esto? ¿Pretende acojonarme? Si es eso lo que intenta, le agradará saber que lo ha conseguido —le solté con toda la sinceridad del mundo y con la mala leche que me caracteriza a veces—. Ahora bien, si lo que intenta es perjudicar a Enrico y terminar de ganarse a su nieta utilizándome a mí, le aseguro que no lo va a conseguir. Puede hacer conmigo lo que quiera. Puede coger esa carretera que tiene a la derecha y llevarme a la sierra; con darme un golpe en la cabeza y dejarme en mitad del monte tiene más que suficiente. Pero aténgase a las consecuencias. ¿Cree que su nieta volvería a mirarlo a la cara? Yo creo que no.
Gennaro hizo un gesto con la cabeza a Osito y, para mi alivio, permaneció en el carril de la izquierda, rumbo a la glorieta de Cenes de la Vega.
—Cálmese, señorita Levy —me dijo con la voz cargada de cansancio—. Tan sólo sentía curiosidad por conocerla; no habíamos tenido la oportunidad hasta este momento. Y ahora entiendo muchas cosas —lo dijo señalándome con un dedo—. Sí, señorita, ahora entiendo.
Al llegar a la glorieta, la rodeamos entera y emprendimos el camino de vuelta.
—¿A qué ha venido a Granada, Gennaro? —le pregunté de pronto, cuando comencé a sentir el regreso paulatino de mi tranquilidad.
—A recuperar a mi nieta, por supuesto —respondió él.
—No, no ha venido por eso —le espeté—. Si Carmina fuera la única razón, habría venido hace mucho tiempo. Usted quiere algo más.
Por un momento tuve la sensación de que me estaba metiendo en terreno pantanoso. Temí que volviéramos a dar la vuelta.
—Las mujeres españolas son también muy listas —admitió con media sonrisa en la boca.
—¿Qué ha venido a buscar? —me atreví a preguntar de nuevo.
—He venido a morir, señorita Levy. —Sus palabras llegaron a mis oídos cargadas de sinceridad—. He venido a morir.
Me sentí una idiota cuando bajé de aquel coche. Me dejaron en el mismo punto en el que me habían obligado a acompañarlos. En el mismo estado físico, pero muy conmocionada.
—Hijo de la gran puta —dije en voz alta.
Gennaro era mucho mejor en lo suyo de lo que jamás hubiera imaginado. Lo tenía todo preparado.
«He venido a morir».
—Y una mierda —respondí yo a aquel recuerdo.
Gennaro sabía jugar con el miedo magistralmente.
Aquel mafioso me había subido al coche coaccionada y se había dedicado a darme un paseo por los alrededores de Granada para que mi propia imaginación me jugara una mala pasada.
«He venido a morir», sonó en mi cabeza de nuevo.
El abuelo de Carmina no había venido a España simplemente a morir. Estaba en Granada porque, precisamente, morir le daba miedo. Buscaba algo más rápido, más sencillo… más efectivo: su cinismo había planificado un glorioso reencuentro con su nieta y una muerte honorable a manos de Enrico.
¿Que cómo llegué a esa conclusión? Pues muy sencillo, me limité a atar cabos cuando el muy hijo de la gran puta me describió con todo detalle el dormitorio de la niña de Enrico. Bueno, el dormitorio de la nena, las paredes y las muñecas salpicadas de sangre. Ah, y casi se me olvida, la rosa blanca junto a aquella nota.
«¿Creías que ibas a librarte de tu condena?», me dijo Gennaro refiriéndose al contenido de la nota.
Había sido él.
Aquel jodido mafioso había acabado con las vidas de los ángeles de Enrico y, más tarde, cuando la cosa se puso difícil para él, tuvo la sangre fría de acudir a aquel maldito aeropuerto y pedirle que protegiera la vida de su nieta Violetta.
Una promesa.
Una maldita promesa que no tenía intención de cumplir.
Un compromiso que había olvidado con los años.
Hasta que la crueldad de la muerte llegó para recordárselo. Incapaz de acabar él solito con su vida, acudió a saldar su cuenta con Enrico.
—¿Por qué me cuenta todo esto? —le pregunté poco antes de que el coche se detuviera, y controlando el impulso de molerlo a golpes con mis propias manos.
—Francesco me ha perdonado la deuda —me dijo fingiendo estar consternado—. Sólo necesitaba confesarle mi pecado a alguien.
Cuando el coche se detuvo y fui consciente de la bomba de relojería que Gennaro acababa de plantar en mi cabeza, abrí la puerta y, una vez fuera, tomé una importante decisión.
—Le perdono por sus pecados, don Gennaro —le solté con toda la sangre fría del mundo—. No se preocupe, me llevaré su secreto a la tumba.
Y para evitar que la chulería se volviera contra mí, llamé a voces a un grupo de chavalas que caminaban al otro lado de la acera y les pedí fuego.
—¡Nos vamos! —gritó Gennaro desde su asiento; el cabreo le salió desde lo más profundo del alma.
Lanzaron mi mochila desde la ventanilla del conductor y el Dodge Caliber se alejó.
El grupo de chicas pasó de mí y continuó con su camino. Yo me senté en la acera, incapaz de controlar el temblor de piernas.
Si Gennaro pretendía que acudiera a Enrico para contarle aquello, iba listo.
—Si no quieres morir en una cama de hospital cargado de morfina hasta las cejas, te compras un par de cajitas de Orfidal y nos dejas a todos tranquilos —dije en voz alta al coche mientras terminaba de volver la esquina—. ¡Retorcido de mierda!