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Yo jamás hablaba de ello.

Él jamás sacaba el tema.

Salté sudorosa del sofá y me metí directamente en la ducha. Flor llegaría en una hora escasa y quería estar bien despejada antes de coger el coche.

Me acuclillé bajo la cascada de agua y traté de imaginar cómo mi mala sensación se iba diluyendo y fluía, poco a poco, a través del desagüe. Pero no todo se fue. No pude evitar volver a dar vueltas a mi enfado con Hugo. ¿Cómo habíamos llegado a aquello? Por más vueltas que le daba, no lograba entenderlo.

Un año y medio.

Ya había pasado un año y medio.

Un período de tiempo en el que mi día a día había acabado sumiéndose en una sucesión de horas cargadas de «hecho», «haciendo» y «por hacer».

La decisión de convertirme en detective privada fue el principal motor de mi rutina y, en cierto sentido, pienso que esas horas cargadas de trabajo, estudio e intensos momentos con Hugo y mi gente fueron las que me salvaron de ahogarme en el aplastante recuerdo de mi sangriento encuentro con los señores trajeados.

Por desgracia para mí, no controlaba mi mente mientras dormía. Algunas noches me atacaban, sin piedad, esos recuerdos. Solía ver en sueños el intenso color rojo que quedó grabado en mi memoria en el instante mismo en que me amputaron el dedo.

Dolor y color: ¡toda una experiencia emocional!

De cara a los demás, mis entrenamientos de Krav Maga en la escuela de Paco Torrero se debían a mi necesidad, como futura investigadora privada, de aprender a defenderme. En mi fuero interno, el motivo real era el miedo. Me horrorizaba la posibilidad de encontrarme con ellos de nuevo y comencé a entrenar, buscando algo de seguridad y deseando, con todas mis fuerzas, estar preparada para nuestro próximo encuentro. Me había jurado a mí misma enfrentarme a aquel miedo y librarme para siempre de él. No sabía muy bien cómo, pero debía hacerlo.

Aquella noche terminé mis clases de Krav y salí de allí empapada en sudor. No quise ducharme en el gimnasio. Fantaseaba con llegar a casa, darme una ducha rápida, llenar la bañera y atraer con promesas de sexo y placer a Hugo. Dando vueltas a la idea, me acompañó una sonrisa pícara desde que me puse el casco de la moto hasta que llegué al parque del Triunfo. Fue allí donde la magia de mis pensamientos se rompió.

«No puede ser», me dije a mí misma.

«Seguro que no puede ser», me repetí tratando de controlarme.

Un fuerte pinchazo en el muñón de mi dedo acabó estrujándome las tripas.

Sentí cómo la musculatura de mi cuerpo perdía fuerza y temí, por un instante, echarme la moto encima. No podía dejar de mirar a lo lejos.

Cuando oí los cláxones y fui consciente de que el semáforo se había abierto, miré al frente, metí primera y me alejé.

En el trayecto hasta casa me obligué a convencerme de que aquel tipo calvo de casi dos metros que paseaba plácidamente por el parque con un chándal negro no era el mismo calvo de mi pasado.

No lo era, porque no podía serlo.

¿Qué iba a hacer el calvo en Granada?

Para cuando llegué al piso, casi me lo había quitado de la cabeza por completo y estaba más que dispuesta a eliminar la mala sensación que me quedaba retomando mis planes originales.

La ducha me sentó fenomenal, pero lo que vino después fue mucho mejor: el momento bañera con Hugo, lleno de roces húmedos y de posturas incómodas pero excitantes. Al final, unas prisas locas por salir de allí y terminar con lo que habíamos empezado.

El sexo con Hugo era tan…

Aún hoy me excito sólo con pensarlo.

Era la mezcla perfecta entre cariño y urgencia, caricias y fricción violenta.

El sexo con Hugo… Sin palabras.

Y tras el «sin palabras», llegó el momento dulce de la jornada.

Desde que estábamos juntos, habíamos adquirido una bonita costumbre: escuchábamos música antes de dormir. A veces la elegía él. Otras veces la escogía yo. Como aquella noche la elección era mía, me decidí por la voz de Ella Fitzgerald y sus temas más soporíferos.

Mientras aguardábamos el delicioso sueño, nos dedicamos a hablar abrazados bajo las sábanas.

Su viaje de trabajo al día siguiente.

Mis últimas seis clases antes de las prácticas y de mi ansiada licencia de detective.

Nuestras próximas vacaciones.

Conversamos sobre muchas cosas, pero no dije ni pío acerca de mi sensación de miedo unas horas antes, cuando creí haber visto al calvo paseando por el parque del Triunfo.

Creo que caí presa del sueño con aquella melódica voz interpretando «Tea leaves». Cerré los ojos tranquila, de un modo tan dulce que me dije a mí misma que aquella noche no habría pesadillas.

Pero me equivoqué.

Mi propio grito me despertó.

La punzada en el pecho, en aquella ocasión, parecía más fuerte que nunca.

Casi no podía respirar por culpa de la ansiedad y, por primera vez, el color rojo seguía tiñendo mi horrorosa sensación una vez despierta.

—Ada, cariño, ¿estás bien?

Comencé a estarlo cuando Hugo encendió la luz y desapareció el tono escarlata de mi pesadilla. Jamás recordaba lo que soñaba, jamás. Tan sólo aquel color que solía desaparecer al despertar, dejando únicamente el pinchazo localizado en el pecho, la ansiedad y la sensación de miedo.

Respiré hondo y asentí.

Tensión en mi cuerpo.

Horror en mi mente.

—Sólo ha sido una pesadilla, no te preocupes.

—Ya lo sé, cielo —me dijo, acercándose y rodeándome con el brazo—. Ha sido una pesadilla, otra más. ¿No crees que ha pasado ya demasiado tiempo? Puede que…

—Sé por qué ha sido esta vez —lo interrumpí, para no escuchar lo que supuse que iba a decir—. Esta noche, cuando venía de camino a casa, me ha parecido ver a uno de esos tipos —le expliqué.

—¿A qué tipo? —me preguntó como no queriendo entenderme.

—Pues, verás… —Me lo pensé dos veces antes de hablar porque ni siquiera sabía si lo que había visto era real o no—. En el parque del Triunfo, cuando me he parado en el semáforo, he visto a un tío igual que el calvo que me machacó. Pero no puedo asegurarte que fuera él. Ha pasado más de un año, y estaba demasiado lejos para ver si tenía el tatuaje en el mentón.

Hugo permaneció en silencio unos segundos, tratando de escoger las palabras adecuadas. Aquella conversación era terreno escabroso para ambos.

Yo jamás hablaba de ello.

Él jamás sacaba el tema.

Era algo del pasado que no tenía por qué regresar a mi presente. Las pesadillas, según me decía a mí misma y a todo aquel que sabía de su existencia, ya desaparecerían.

Cuestión de tiempo.

—Ada, ya sabes que intento no hablar demasiado de esto, pero, si te soy sincero, de un tiempo a esta parte me preocupa bastante —comenzó—. Hace unos meses parecía que la cosa mejoraba. Casi no tenías malos sueños, ya hablabas del tema con cierta naturalidad, pero… desde que te ingresaron la indemnización en la cuenta es como si todo hubiera empezado de nuevo.

Sí, la indemnización. Esos cien mil euros que me llevaron a acudir a ti por primera vez. Un montón de dinero que, finalmente, el juez consideró como pago justo por mi mala experiencia con aquel maldito asesino. Cien mil euros por un dedo menos. ¿Y si me hubieran cortado la mano a la altura de la muñeca? ¿Calcularían la indemnización según el número de falanges perdidas? Sí, ya lo sé, es más por el daño moral ocasionado que por la cantidad de dedos, pero a veces necesito bromear con esto.

Obviando el tono jocoso, Hugo habló conmigo aquella noche desde su experiencia, y he de reconocer que, si le hubiese escuchado en su momento, probablemente me habría ahorrado la bronca de aquella noche y un buen número de meteduras de pata posteriores.

—Ada, escúchame… —Me puso la mano en el hombro para que centrara mi atención en él—. Ejercí muy poco tiempo como psicólogo antes de dedicarme a lo que hago ahora, pero aún sé reconocer un trastorno por estrés postraumático. Y tu caso, mi amor, es de libro. Quizá deberías hablar con alguien para que te ayude.

Ahí estaba.

Me lo había soltado.

Justo lo que intuía que acabaría diciéndome tarde o temprano.

Precisamente, lo último que deseaba oír.

—No necesito ayuda, Hugo —le rechisté—. Tan sólo necesito tiempo. No creo que los cien mil euros tengan que ver con las pesadillas. De verdad que no lo creo.

Era cierto, en aquel momento no veía una relación directa entre mis pesadillas y la aparición en mi cuenta de la indemnización.

—Puede que tengas razón, pero… entonces ¿por qué no has gastado ni un solo euro aún? ¿Por qué no quieres hablar de ese dinero? ¿Por qué, de repente, te ha dado por ver al calvo caminando por Granada?

—¿Perdona? —exclamé, algo indignada—. ¿Has dicho que de repente me ha dado por ver al calvo?

Hugo puso cara como de «Glups», pero continuó intentando convencerme de que algo no marchaba bien.

—A ver, Ada, no pretendía decirlo así. Sólo quiero que te observes. Tus sobresaltos; la forma en que te abres inconscientemente al volver una esquina, como intentando ver bien antes de avanzar; las pesadillas; la irritabilidad…

Dijo muchas cosas más, pero estaba tan enfadada que dejé de escuchar. ¿Irritabilidad? ¡Pues claro que estaba irritada! No te puedes imaginar lo arrepentida que me sentí por haberle contado lo del calvo.

Respiré profundamente y controlé mis ganas de gritar.

—Hugo… —Pronuncié su nombre muy seria, conteniendo mi rabia—. En ningún momento te he dicho que haya visto al calvo, sólo que me había parecido verlo. No creo que eso signifique nada concreto. —Tuve que tragarme el nudo de la garganta para no llorar—. Hace un año y medio me dieron una paliza de cojones. Creí que iba a morir, ¿lo entiendes? Lo creí de verdad. Pero la muerte no llegó. No. Los señores trajeados se limitaron a romperme las costillas, destrozarme la nariz y cortarme el dedo meñique con unas jodidas tijeras de podar. No me mataron, pero me dejaron literalmente reventada. —No pude evitar que una lágrima rodara hasta la comisura de mis labios—. Y ¿sabes lo mejor de todo? Que conservaron una sonrisa radiante mientras mis huesos crujían al romperse y mi sangre manchaba sus zapatos. Perdóname, Hugo, si al ver a un calvo que se parece a uno de aquellos tipos me da por pensar que podría ser el mismo calvo. Perdóname, porque yo te perdono, pese a que no lo entiendas.

Hugo se levantó de la cama visiblemente frustrado. Dio varias vueltas a la habitación y, tras unos segundos, se sentó en el silloncito de la esquina, tratando de recuperar el control de sus impulsos.

—Ahí es donde está el problema, Ada. No te gusta lo que digo porque te comprendo mejor de lo que querrías —me soltó al fin.

Aquéllas fueron sus últimas palabras. Me dejó planchada, sin saber qué contestar.

La rabia se me comía por dentro. Estaba demasiado cansada para convencerlo de que todo iba bien, de que lo tenía todo controlado, e hice algo que jamás pensé que haría: me levanté de la cama y fui a dormir al sofá, lejos de aquella verdad que tanto me irritaba.

Sola.

El frío me llevó de vuelta a la ducha. Debía de llevar demasiado rato bajo la alcachofa porque el termo estaba quedándose sin agua caliente. Tenía que darme prisa.

Envolví mi cuerpo en una toalla y salí de allí con el pelo chorreando. Me vestí a la velocidad de la luz, le di cuatro pasadas al pelo con el secador y fui directa a la cocina. Necesitaba urgentemente mi café y mi ratito con Clemente.

—No merece la pena, ¿verdad, bicho? —le pregunté a mi aburrido pez.

Tenía exactamente esa sensación. No me merecía la pena un despertar como aquél. No me merecía la pena una discusión como la de la noche anterior. Y, por supuesto, lo que menos me merecía la pena era dormir sola en el sofá, en lugar de disfrutar de su cercanía en la cama. Me sentí realmente culpable por aquello y, al fin, dejé de analizar quién de los dos tenía la razón.

Salí corriendo al salón a por el móvil. Llamé a Hugo, pero debía de haber embarcado ya rumbo a Madrid porque me saltó el buzón de voz. Le dejé un mensaje: «Siento mucho no haber dormido contigo el resto de la noche. Te quiero».

Cuando colgué, miré el teléfono con una intensa desazón oprimiéndome el pecho. Me disponía a intentar hablar con Hugo de nuevo, cuando sonó el timbre de la entrada.

Flor me esperaba en la puerta.