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¿Yo?

¿Una bomba de relojería?

Día 1 de enero: jornada de resaca.

Después de cambiar el bourbon por vino y de haber bebido hasta un estado cercano al coma etílico, acabé perdiendo el sentido en el sofá. Enrico debió de llevarme al dormitorio, porque amanecí calentita en mi cama, escuchando los fuertes ronquidos de mi amigo/compañero, que llegaban a mis oídos desde la habitación de invitados.

Ni siquiera recordaba en qué momento se había marchado Flor a su casa. Lo que sí había quedado grabado dulcemente en mi memoria fue su bonita sonrisa; copa tras copa, broma tras broma, había acabado regresando a su cara.

Me levanté sintiendo el cuerpo mucho más ligero que los días anteriores. El tren había regresado a mis sueños y, para mi tranquilidad, el vagón del «Mañana» ya no estaba ocupado únicamente por mi moto. Enrico, Flor, mi madre y Cristina se habían instalado en él cómodamente.

«No es malo pedir ayuda», admití para mis adentros.

Al llegar al salón, lo encontré todo hecho un desastre. ¿Aquello había sido una tranquila reunión de (sólo) tres amigos o un multitudinario botellón?

—No pienso ponerme a limpiar ahora, pequeña copia —le dije a Clemente II cuando entré a la cocina.

Un café para terminar de abrir los ojos y un gramo de paracetamol para calmar el dolor brutal que se había apoderado de mi cabeza.

—Enrico tiene razón, yo no soy de whisky —reconocí.

De repente, me apeteció muchísimo salir a pasear. Deseé contemplar mi Granada con el año recién estrenado y sentir aquel puñado de promesas asentándose con aplomo en mi cabeza.

Regresé al dormitorio para quitarme la ropa de la noche anterior y ponerme algo más cómodo. Me aseé como los gatos y salí de casa con el mayor sigilo posible, intentando no despertar a Enrico. Se merecía descansar.

Disfruté de aquella Granada durmiente, con comercios cerrados y semáforos solitarios. Calles desiertas, salvo por los fiesteros rezagados que regresaban a aquellas horas a sus casas. Recordé, golosa, los churros con chocolate del café Fútbol y, casi sin darme cuenta, acabé allí mismo, en la plaza Mariana Pineda, desayunando.

Aquella mañana dediqué dos horas enteras a mi cabeza, a aquel cambio de paradigma en mi vida, sin miedo a enfrentarme a mis miedos.

«Aprenderé a contar con la gente que me quiere, para lo bueno… y para lo malo».

«Me convenceré a mí misma de que no tiene nada de malo pedir ayuda».

Había decidido acercarme al equilibrio en todas las parcelas de mi vida. Un gran propósito de Año Nuevo, ¿no crees?

Después de los churros y cerca de una hora de paseo circular por Granada, me di cuenta de que había un «temita sin importancia» en el cual lo del equilibrio iba a costarme algo más.

Sin darme cuenta, me había ido acercando a la Comisaría Superior de Policía.

«¿Estará Andrea trabajando?», me pregunté.

Me moría de ganas de verla y no únicamente por el caso del Pintor. Llevábamos días sin hablar. La ausencia de contacto con ella me estaba preocupando.

Justo antes de cruzar la calle para entrar en la comisaría recordé que llevaba encima la navaja. Miré a ambos lados por si encontraba un lugar en el que poder ocultarla y finalmente me acerqué a uno de los jardines de las urbanizaciones nuevas. Saqué una bolsa vacía de gusanitos de una de las papeleras, la puse dentro y la escondí entre las ramas de un seto.

«La navaja y las comisarías están resultando ser una delicada combinación», pensé cuando pasaba por el detector de metales.

—¡Feliz Año!

Fui saludando a todos los polis que me encontraba desde la entrada hasta el mostrador principal.

—¿No estará trabajando hoy la inspectora Andrea García? —pregunté al poli que me atendió, un hombre muy joven.

Al cabo de unos minutos, ella apareció por la puerta de aquella inmensa pared de madera.

—¡Hola, Ada! ¡Feliz Año Nuevo! —me dijo, muy efusiva, en voz alta—. ¿Cómo se te ocurre venir aquí? —me susurró al oído en tono menos amistoso mientras me abrazaba.

Como comprenderás, me quedé un poco cortada. ¿Es que estaba haciendo algo malo? ¿Me había prohibido Andrea, en algún momento, acudir a la comisaría?

—Voy a salir un rato a tomar un café —anunció en voz alta—. Regreso en una media hora.

—¿He hecho algo malo? —le pregunté cuando llegamos a la cafetería.

Andrea permaneció callada un instante. Era como si le costara trabajo aventurarse a hablar.

—El juez de instrucción me ha tirado de las orejas —dijo al fin.

—¿Por qué? —quise saber yo.

—No sé quién le habrá ido con el cuento, pero el tema es que alguien le ha hablado de nuestra relación —me explicó—. Te ha definido como una auténtica bomba de relojería y me ha advertido que permanezca alejada de ti, si no quiero acabar perdiendo el caso.

—¿Yo? ¿Una bomba de relojería? —No daba crédito a aquellas palabras—. ¿Por qué?

—En primer lugar, eres detective privada y, como tú bien sabes, no puedes investigar delitos —me explicó—. Y, en segundo lugar, también eres periodista y publicas mensualmente en una revista.

—Ya, pero no he hecho nada por mi cuenta como detective privada, ni tampoco como periodista —rechisté.

—Eso no es del todo cierto —objetó Andrea—. Se ha enterado de lo de «El Juego de los Cementerios».

—Joder, Andrea, pero si hice que desapareciera justo antes de que tú y yo empezáramos con todo esto.

—¿Y qué me dices de lo de romper una de las lápidas? Tus impulsos son peligrosos para mí, Ada. —Aquello me pareció más un ataque que un argumento.

—Gracias a aquel impulso ahora estás buscando al asesino de tu hermano —le dije, enfadada.

Me estaba poniendo de los nervios. No me había gustado nada aquel apelativo de «bomba de relojería», pero si había algo que realmente me dolía era la postura que había adoptado Andrea. Lo único que yo había hecho en torno al caso del Pintor era tratar de ayudarla, nada más.

—Ada, escúchame. —Había notado mi cabreo—. Me costó muchísimo trabajo conseguir este caso después de que el juez se enterara de que uno de los desaparecidos era mi hermano. De hecho, si a día de hoy dirijo la búsqueda del Pintor es porque Enrique Portillo, el juez, me debía un favor —me explicó—. Necesito seguir adelante con esto y… —Hizo una pausa antes de continuar—. Y si para descubrir qué le pasó a mi hermano tengo que dejarte al margen por un tiempo, sintiéndolo en el alma, estoy dispuesta a hacerlo.

Todo aquello me sacaba de quicio, pero no pude hacer otra cosa que comprenderla. Necesitaba dar paz al recuerdo de su hermano.

—De acuerdo —admití—. Haz lo que creas que es mejor para ti. Sólo te pido un favor.

—Suéltalo —me dijo con la boca dibujando una media sonrisa.

—Creo que el Pintor no se hacía llamar así por casualidad y algo me dice que, cuando abras los nichos, vas a encontrarte tantas pinturas como víctimas se haya cobrado ese tipo —le expliqué.

—Eso me parece una posibilidad, pero no lo más probable, Ada.

—No sé qué decirte —objeté—. Una planificación tan meticulosa, unas víctimas tan cuidadosamente escogidas, tanto dinero invertido… A mí todo esto me parece la preparación de algo muy gordo… un fin a largo plazo relacionado con esas pinturas.

Andrea permaneció un rato en silencio, como si analizara seriamente lo que acababa de plantearle. Acto seguido negó levemente con la cabeza; se resistía a aceptar aquello.

—Esto que acabas de contarme es la principal diferencia entre lo que hace la policía de verdad y lo que ocurre en las series de televisión —me soltó con una escueta sonrisa—. ¿Te han hablado de la Navaja de Ockham? A mí me la recuerdan muy a menudo. —Apoyó su mano sobre mi muñeca como para intentar insuflarme algo de cordura—. Según ese principio, la solución más sencilla suele ser, por lo general, la correcta.

—¿Y quién dice que lo de relacionar el apelativo «el Pintor» con la pintura del nicho no es la solución más sencilla? —le pregunté, obstinada.

—Bueno, no es ni lo más obvio ni lo más razonable —me rebatió—. No puedo basar mi trabajo en soluciones complicadas y búsquedas de asesinos de ciencia ficción. Tengo que analizar todo esto como algo real.

—Andrea, no te estoy pidiendo que te tomes lo que te digo como el único camino a seguir —le aclaré—. Aquí la policía eres tú y yo sólo te he acompañado en un caso que me parece extraño desde el principio. Hace dos años, un escritor famoso se dedicó a ir quemando a mujeres por los parques andaluces —le recordé al Asesino de la Hoguera—. No era ni lo más obvio ni lo más razonable pero, sin embargo, acabó descubriéndose que el asesino estaba obsesionado con la existencia de las brujas.

Nuevo silencio por parte de Andrea.

—Yo lo único que te estoy pidiendo es, simplemente, que si al final mi fantasía sobre el Pintor y sus pinturas se hace realidad, me lo digas —añadí para acabar—. Un simple OK por WhatsApp bastará.

—De acuerdo —aceptó al fin—. Si acaban apareciendo un montón de pinturas dentro de las tumbas, te prometo que te lo digo.

Cerramos así nuestro trato: yo sin entender muy bien por qué Andrea era incapaz de dar cabida a aquella posibilidad; ella, la inspectora de lo obvio y razonable, con la sensación de que su amiga Ada Levy vivía más en el país de las Hadas que en el planeta Tierra.

Al cabo de unos días recibí en casa un pago en efectivo por el importe que habíamos acordado al principio. Aquel maldito sobre con dinero me irritó sobremanera; ni siquiera se había molestado en venir a entregármelo en persona.

Tras aquella charla con Andrea me fui caminando hacia La Napolitana. Hacía dos años que Enrico había comenzado a abrir en Año Nuevo, gracias a una gran idea de Óscar: el Menú del 1 de Enero. Era económico y tenía dos variantes: la de los glotones y la de los arrepentidos por los atracones. Cada año, gracias a la publicidad y al boca a boca, parecía tener más éxito.

Cuando entré por la puerta, todo parecía casi tan oscuro como en las jornadas anteriores. Bueno, todo menos yo. No estaba dispuesta a permitir que el chasco con Andrea enturbiara mi propósito de Año Nuevo.

—¿Cómo está Enrico? —me preguntó Carmina cuando estuvimos a solas.

—¿Que cómo está? Pues más bien regular, la verdad —le respondí, un poco mosqueada—. Está muy descolocado… y triste.

Su cara se impregnó de lástima de pronto.

—¿En qué estabas pensando? —le solté—. ¿No crees que estás tomándote tu plan demasiado en serio? Hasta a mí me has dejado pasmada —admití—. Joder, Carmina, que has dejado solo a Enrico esta Navidad para pasarla con el mafioso de tu abuelo. —Traté de bajar la voz al máximo para que nadie nos oyera.

Ella se alejó de mi lado para atender una de las mesas. Cuando fue a entregar una cuenta, se me acercó y me dijo en voz baja:

—Gennaro se muere.

Continuó hacia la mesa y no regresó a mi lado hasta que hubo cobrado y despedido a los clientes. Yo, mientras tanto, trataba de digerir aquello.

«Gennaro se muere».

Se le veía un hombre mayor, pero no para tener ya un pie en la tumba. Supuse entonces que estaba enfermo.

¡Toma ya! Si es que soy magnífica haciendo deducciones.

—Tiene cáncer —me explicó Carmina a su regreso—. Me lo dijo hace días y me pidió, llorando como un niño chico, que pasáramos en familia su última Navidad. Por eso he estado estos días tanto tiempo con él, porque… —Miró a ambos lados algo nerviosa—. Ada, me dio pena —me confesó—. A pesar de lo mala persona que es y de las barbaridades que ha hecho en su vida, nadie se merece morir solo. Yo soy lo único que le queda.

«¡Ay, madre! —pensé—. ¡Que se la ha metido en el bolsillo!»

—Carmina, ¿y si te ha mentido? ¿No te lo has planteado en ningún momento?

—Pues claro que me lo he planteado —rechistó—. Le exigí pruebas, y cuando comprobé que todo era cierto, casi me muero de la vergüenza. Es un muerto viviente, Ada. El cáncer se le ha extendido y le queda muy poco tiempo de vida.

Confieso que, en aquel momento, no me lo creí en absoluto. Pensé que lo del cáncer y la muerte inminente de aquel abuelo mafioso no era más que una treta para volver a poseer a su nieta. Ella misma me había dicho que Gennaro haría cualquier cosa para recuperarla, y ¿no podía considerarse aquello como un posible «cualquier cosa»?