Dinero, dinero y más dinero.
Todo parecía estar bañado en dinero.
Resumiéndolo un poco, aquél fue un fin de semana extraño.
Dos días en los que una poderosa idea acabó conquistándome irremediablemente: mi corazón y el de quienes me rodeaban parecían estar desmoronándose. Y, como preludio lacrimoso a todo lo que me aguardaba los dos días siguientes, la muerte de mi bichejo negro y horroroso, Clemente.
Todo aconteció aquel aciago día de otoño. Llegué a casa apresurada, tras una breve caminata huyendo de la tormenta que acababa de desatarse, con la respiración acelerada y todos los sentidos bien alerta.
Al traspasar el umbral fui consciente de que algo no iba bien. Una densa oscuridad, interrumpida fugazmente por los caprichosos relámpagos, inundaba la estancia. El frío se colaba, implacable, por una rendija en la ventana del salón y lamía mi cuerpo provocándome intensos escalofríos. El ambiente era denso, bañado por un excesivo silencio, alterado cada pocos segundos por los atronadores compañeros de los rayos.
Una atmósfera demasiado extraña, impredecible en exceso.
Por ello me mantuve alerta, con los ojos bien abiertos, avanzando paso a paso con firmeza.
Pronto supe que estaba en lo cierto, algo no iba bien.
Aquella atmósfera extraña e impredecible desprendía un halo de…
«¡Ramiau!»
Sí, un halo de «Ramiau». Vamos, que al entrar en casa me encontré con un gatito negro, diminuto y bonito a más no poder, restregándose contra mis piernas. Por supuesto, se trataba de Tulipán.
—Tuli, pequeño, había olvidado que estabas aquí —le dije mientras me agachaba para acariciarlo.
—¡Ramiau! —me respondió.
Enrolló la colita a mi tobillo y siguió haciéndome monerías y ronroneando tan fuerte que, más que un minino, de nuevo me pareció un tractor.
—¿Hace mucho que se ha ido tu mamá? —le pregunté, como si él pudiera darme una respuesta—. Eres muy bonito, ¿lo sabes?
Nos fuimos juntos a la cocina. Yo estaba deseando tomarme un buen tazón de leche calentita con Cola-Cao y pensé que él no me despreciaría una buena loncha de pechuga de pavo.
Cogí el móvil para ver si Hugo me había llamado y mi decepción fue mayúscula al comprobar que no.
«ESTO SE HA ACABADO».
Permanecí un buen rato mirando al frente, compadeciéndome de mí misma y de mi pena. Recreándome en mi tristeza al ritmo de la voz de Bessie Smith y temas del estilo de «Nobody’s blues but mine».
Cuando consideré que había sido suficiente, recuperé el móvil de encima de la mesa para mandar varios mensajes. El primero, a Enrico, para decirle que ya estaba de vuelta y para preguntarle cómo iban las cosas con el abuelo mafioso napolitano. El segundo, a Andrea, para desearle mucha suerte al día siguiente; suerte… y cantidades ingentes de paciencia. El tercero, a Flor, para contarle lo bonito que estaba su pequeño Tulipán. Y el último… el último comenzó siendo un mensaje para Hugo pero, después de decirme a mí misma que debía tener paciencia y dejarle espacio, decidí escribir a mi amiga Cristina.
Yo: ¡Hola, loca!
Yo: Te escribo porque llevamos un montón de tiempo sin vernos y quiero que sepas que te echo de menos.
Yo: J
Cristina: ¡Yo también te echo de menos!
Cristina: Nos tenemos un poco abandonadas. Yo de parranda y tú con tu Hugo. R
Yo: Puede que sea él el motivo por el que te extraño tanto. Me siento perdida, Cristina.
Cristina: Te ofrezco dos soluciones: noche de charla y borrachera para olvidarnos de todo o salir a buscar un buen polvo.
Yo: Opción A
Yo: Salgo de trabajar sobre las doce. ¿Me recoges en La Napolitana?
Cristina: Puede que aparezca por allí para cenar.
Cristina: ¡Muax!
Yo: ¡Muax!
Solté el teléfono cuando Tulipán se subió sobre la mesa para recordarme que aún seguía allí y quería mimitos. Fue en aquel instante cuando descubrí que mi bichejo no estaba nadando en su pecera.
—Pero ¿qué…?
—Ramiau.
El muy puñetero volvió a restregarse contra mí cuando fui consciente del motivo por el que me había rechazado la loncha de pechuga de pavo: Tulipán había aprovechado mi ausencia para cenar algo mucho más sabroso.
—¿Y ahora qué hago contigo? —le pregunté—. ¡Has asesinado a mi pobre bichejo! ¡Y encima pareces contento!
—Ramiau. —Obviamente, estaba contento.
Lo miré enfadada, sin saber muy bien cómo reaccionar. No podía regañarlo por algo que había hecho hacía un buen rato, y tampoco iba a sentarle demasiado bien a Flor que arrojara a su gato al váter y tirara de la cadena, así que, simplemente, me limité a quedarme pasmada.
—¡Cuando regrese Flor te vas a enterar! —le dije, mosqueada—. Aunque, pensándolo bien, si Flor lo descubre, se sentirá fatal. ¡Serás…!
—Ramiau.
No voy a mentirte, alguna que otra lagrimilla se me escapó, no sólo por Clemente, sino por todos los recuerdos que había en mi cabeza en torno a él. Mi bicho negro y horroroso había conseguido que la cocina acabara convirtiéndose en el centro neurálgico de mi casa. Me encantaba desayunar junto a él y acudir a su lado en momentos de alegría o tristeza para no sentirme tan ridícula hablando sola. Iba a echar mucho de menos el movimiento de sus mofletes acompasado con la apertura de sus branquias; sus ojitos saltones, que más que ojos parecían un par de alfileres de cabeza gruesa, y sus labios regordetes desdibujando la superficie del agua cuando comía con esa ansiedad que lo caracterizaba.
Sí, ya sé que sólo era un pez, pero era MI PEZ. Reflejo del vínculo que me unía a mi madre (ella me lo regaló) y un referente para mí cuando necesitaba encontrar algo de calma en mi distorsionada cabeza.
—Yo te guardo el secreto si prometes hacer muy feliz a Flor y no comerte a mi siguiente bulto —dije a Tulipán sujetándolo por las patitas y mirándolo a su preciosa y traicionera carita.
Así fue como decidí salir a buscar un pez nuevo al día siguiente, a ser posible igual de feo o más que mi pequeño Clemente. Con un poquito de suerte, Flor no notaría su ausencia y yo podría conservar parte de lo que mi bichejo negro y horroroso me aportaba.
Aquel sábado me permití el lujo de quedarme en la cama hasta que mis ojos se abrieron de forma natural. Nada de despertadores, ni llamadas de teléfono (lo dejé todo en silencio), ni… «Ramiau». Claro, no había contado con el minino asesino de peces y su hambre voraz por la mañana temprano.
Después de poner su desayuno a Tulipán regresé a la cama decidida a volver a dormirme y, por primera vez en mucho tiempo, lo conseguí.
Desperté con una sensación de descanso que ya era extraña en mí y con muchas ganas de hacer frente a aquel día. Tenía un montón de tareas pendientes: comprar un pez, hablar con Andrea, ir a hacer un turno a La Napolitana y salir a tomar unas copas con Cristina.
No incluí a Hugo en mis planes porque él no parecía haberme incluido en los suyos y, por mucho que me pesara, estaba firmemente decidida a darle todo el espacio que pudiera necesitar.
«Déjale marchar a tiempo».
«Esto se ha acabado».
Ya casi me había acostumbrado a aquellas palabras dentro de mi cabeza. El daño que me causaban había pasado de ser un dolor excesivamente agudo a una especie de molestia sorda y perenne, soportable si la silenciaba con toneladas de cosas por hacer.
—Las diez de la mañana —dije a Tulipán—. Hoy tendré que desayunar contigo, minino asesino.
—Ramiau.
Después de un desayuno extraño, rodeada de pelotitas de papel de aluminio y demás juguetes improvisados para entretener a aquella bolita de pelo encantadora y un poco loca, me metí en la ducha y me preparé para salir.
Me puse ropa con la que me sentía bonita y salí a la calle en busca de mi nuevo pez.
No llevaría ni diez minutos caminando cuando sonó mi móvil.
—¿Qué tal el reencuentro con ese hombre? —pregunté a Andrea nada más descolgar.
—Bastante bien, dadas las circunstancias —me dijo algo seria—. ¿Recuerdas lo de la lotería? Pues, por lo visto, le tocaron veinte millones de pesetas. Lo curioso es que el boleto era el carnet.
—A ver, explícame eso —le pedí.
José Casas, el funcionario jubilado, había confesado a Andrea que fue él quien falsificó el DNI a cambio de la friolera de veinte millones de las antiguas pesetas. En aquella época era mucho dinero, tanto que un funcionario con problemas con el juego y que acababa de perder su casa, por culpa de su mala cabeza, jamás rechazaría tal soborno.
—¿Y sabes quién es el dueño del carnet? —La intriga me estaba matando.
—Sí, pero no es el tipo que buscamos —respondió Andrea con el tono un poco crispado—. El funcionario me ha contado que el de la foto del DNI es su primo Remigio Casas, un delincuente de poca monta que, casualidades de la vida, lleva cinco años en la cárcel de Alhaurín. Un perfil demasiado errático e impulsivo para ser el dueño real de las lápidas.
Por fin entendía la apatía de Andrea al hablar. Según me contó, el tal Remigio había acudido a José Casas, su primo, para hacerle un encargo que no iba a poder rechazar. Si los dos hacían lo que se les pedía, serían millonarios.
La primera parte del encargo, la que dependía del funcionario, consistía en expedir en un soporte de DNI auténtico una identidad ficticia. La segunda parte atañía por completo a Remigio y, al parecer, su «misión» era secreta; tan secreta que nunca lo hablaron entre los primos, o al menos eso juraba José.
—El funcionario me ha contado que los pagos se hicieron en efectivo, utilizando una de las papeleras de la sección de caballero de Cortefiel, en la avenida de Andalucía, cuando el centro estaba recién abierto. Fueron dos pagos de mil billetes de diez mil pesetas, en paquetes perfectamente sellados.
Dinero, dinero y más dinero.
Todo parecía estar bañado en dinero.
—Andrea, ¿te estás dando cuenta de que lo que nos vamos encontrando acaba traduciéndose en pasta? —apunté—. Adquirir lápidas a prenecesidad por todo el territorio español y hacer pagos de esas características para obtener un simple carnet. Quienquiera que sea el tipo que estamos buscando, no sólo tenía un plan preconcebido sino que, además, contaba con muchísimo dinero para llevarlo a cabo. ¿Para qué pagar por una falsificación vulgar cuando puedes permitirte conseguir una auténtica?
—Y ¿para qué comprar tú mismo todas esas lápidas cuando puedes pagar a otro para que lo haga por ti? —continuó ella con los interrogantes, dándome la razón—. El DNI se hizo con la foto del primo de José y, dado que es ese mismo DNI el que hemos encontrado en los cementerios, podemos deducir que fue el mismo Remigio quien se encargó de adquirir todas esas tumbas. Y me da que, al igual que José, éste no va a tener ni idea de quién lo contrató.
Me senté en una de las cafeterías del centro comercial Neptuno para tomar algo mientras seguía conversando con Andrea. Las dos compartimos un extenso silencio a través del teléfono.
«¿Para qué tanto cuidado?», me pregunté.
Yo había leído bastante en torno a asesinos en serie, pero no recordaba nada que se pareciera a lo que teníamos entre manos. Una preparación previa escrupulosamente discreta, un número altísimo de tumbas repetidas a nivel nacional (y eso sin tener en cuenta las que aún nos quedaban por encontrar), las desapariciones de siete chicos y la muerte de un joven, una clara progresión aritmética en sus edades…
—¿Cuál es su fin? —pregunté en voz alta al cabo de unos segundos—. Tiene que haber un fin detrás de todo esto. Tengo la sensación de que el dueño de las lápidas ha sido excesivamente escrupuloso. A ver, vamos a repasar lo que tenemos hasta el momento, ¿de acuerdo?
—Bien —aceptó Andrea—. El origen de todo esto fueron las lápidas que, por ahora, son al menos cuarenta y ocho, contando con que el chico de Águilas tenga la suya propia.
Mientras ella hablaba, yo iba haciendo anotaciones en mi cuaderno.
—Siete desaparecidos, entre 1981 y 1987 —continuó Andrea—. Cada uno de ellos, un año mayor que el anterior, comenzando por doce años y terminando en los dieciocho. —Hizo una pausa como buscando algo—. Además tenemos al joven encontrado muerto en la sierra de La Alfaguara en 1993, con veinticuatro años, justo la edad que debería tener el desaparecido correspondiente a esa fecha. Todos ellos, tanto los desaparecidos como el encontrado muerto, guardan un parecido asombroso, como si representaran diferentes edades de la misma persona y, además, a todos ellos, menos al de Águilas, hasta que podamos confirmarlo, se les ha asociado una lápida repetida —resumió Andrea—. Eso en lo que concierne a los chicos. Centrándonos en las lápidas, parece que todas fueron adquiridas en 1979 por la misma persona, Antonio López Sánchez, que ha resultado ser una identidad falsa.
La inspectora hizo una breve pausa y continuó.
—José Casas expidió el DNI con la identidad falsa y la foto de su primo Remigio Casas en 1979. José recibió veinte millones de pesetas a cambio; no sabemos lo que obtuvo Remigio ni cuál fue su cometido real, aunque podemos suponer que su función consistió en viajar por España visitando cementerios y adquiriendo nichos por un período de cincuenta años, que es lo que otorgan la mayoría de las compras a prenecesidad. —Parecía que Andrea estaba leyendo sus propias notas—. Lo que sí está claro es que para hacer todo esto se necesita mucho dinero, como tú bien has apuntado. Si ponemos como promedio trescientas mil pesetas por nicho, los cuarenta y ocho nichos debieron de costarle unos catorce millones de pesetas. A ese importe hay que sumarle los veinte de José Casas y lo que sea que le pagara a Remigio.
—Mucho dinero y muchos preparativos —añadí—. ¿Para cuántas víctimas? —planteé.
—Pues, como mínimo, las ocho que ya tenemos —respondió Andrea—. Muy probablemente una víctima por año, hasta el chico encontrado muerto en 1993, lo que haría un total de trece víctimas mortales —aseguró—. Sí, ya sé que sólo tenemos un cuerpo —añadió cuando intuyó mi «pero»—. Sin embargo, las características del caso me llevan a pensar en un asesino en serie. Pese a haber dejado de hablar de la tumba de Jaén, con la esclava de mi hermano y la pintura, no podemos olvidarnos de ella. Me inclino a pensar que los nichos son lugares en los que el asesino de las lápidas oculta sus trofeos y estoy convencida de que, el día que consiga que esos nichos se abran, aparecerán dentro de ellos tantos objetos personales como desaparecidos existan realmente.
Andrea y yo estuvimos hablando un buen rato más. Tiempo suficiente para dar buena cuenta de dos cafés, un zumo de piña con hielo y un exquisito sándwich mixto.
En algunos momentos, las dos tuvimos la sensación de que, con nuestras deducciones, conseguíamos progresar un poco en aquel complicado rompecabezas. En otros, nos agobiábamos sobremanera, porque no hacíamos más que meternos en callejones sin salida. Como bien dijo ella en un momento concreto: «Pocas pruebas y demasiada imaginación».
Necesitábamos avanzar y, como primer paso de ese avance, Andrea había propuesto agotar por completo la vía del carnet falso. Gracias a un amigo que conocía a otro amigo que conocía a uno de los guardas de la cárcel de Alhaurín, la inspectora iba a ver a Remigio Casas aquella misma tarde.
—Mucha suerte, nena —le deseé—. Yo estaré pendiente del móvil. Llámame cuando tengas algo.
Colgué el teléfono y me quedé mirando a lo que había apuntado en la libreta:
— 48 lápidas (14 millones)
— 7 desaparecidos (1981-1987); edad en progresión aritmética +1
— Fallecido en 1993; cumple la progresión aritmética.
— Parecido aplastante entre todos
— Lápida cercana en todos los casos; comprobar Águilas
— DNI con identidad falsa expedido por José Casas en 1979 (pago 20 millones)
— Remigio Casas: el portador de la identidad falsa (pago desconocido); encarcelado
— Lo que hay en el interior de las lápidas: ¿TROFEOS?
—Ojalá esto se hubiera quedado en un curioso cúmulo de casualidades —dije en voz alta mirando fijamente aquella hoja del cuaderno—. ¡Bueno! A ver si llego a tiempo para comprar al nuevo Clemente.
—Que sepas que traigo una pecera a prueba de gatitos encantadores y traicioneros —le dije a Tulipán nada más abrir la puerta.
Él acudió raudo y veloz, con la curiosidad a flor de piel. Quería descubrir qué era aquella bola brillante y transparente con un bulto negro nadando en el centro.
—Tulipán, te presento a Clemente II —le dije mostrándole la bolsa llena de agua con aquel calco de mi pobre pez muerto—. De ahora en adelante, para que Flor no sospeche de ti, lo llamaremos Clemente a secas. Pero ¿qué hago yo hablando con un gato? —me pregunté de pronto—. Supongo que porque es más entretenido que hacer las cosas sin decir ni mu —me respondí encogiéndome de hombros.
Metí a Clemente II en su nueva pecera rectangular con tapadera y me senté a tomarme un café en compañía de mi nuevo bichejo negro y feo recién estrenado y de un gato nervioso y enfadado, tras haber descubierto aquella nueva casita acuática con tapa.
—Las dos de la tarde —dije mirando el reloj de la cocina—. ¡Las dos de la tarde! —grité—. Enrico me mata. ¡Hoy me mata!