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DIN-DON-DÍN.

DIN-DON-DÍN.

Estoy en un tren. Uno amplio, con asientos cómodos. Ni siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que subí a uno y, ahora que caigo, tampoco sé cómo he acabado aquí.

«¿Cuándo he subido?»

«¿En qué estación?»

Soy incapaz de reconocer el paisaje. Nada de lo que me rodea me es familiar y, como de costumbre, ante lo desconocido, una intensa sensación de angustia comienza a hacerse dueña de mi interior.

«Ada, tienes que tranquilizarte —me ordeno—. Puede que no lo recuerdes, pero si estás aquí, por algo será».

No estoy muy segura de que mis palabras obren algún resultado.

El leve balanceo del vagón y el sonido hipnótico de la fricción sobre los raíles terminan por atraparme.

Pum-pum, pum-pum, pum-pum…

Es un sonido constante. Casi agradable.

Cierro los ojos con fuerza. Respiro hondo y venzo el miedo. Me asomo con decisión al pasillo para ver lo que me rodea, y lo primero que llama mi atención son todas esas maletas que hay en los portaequipajes y que parecen olvidadas por sus dueños.

Estoy sola en el vagón.

Me pongo en pie mirando al frente. Todo parece normal, como en cualquier otro vagón de tren: el martillo para romper las lunas en caso de accidente, la manilla roja de emergencia, los monitores pendiendo del techo cada pocos asientos… Todo parece normal, salvo por un detalle. En la puerta acristalada que hay al fondo del pasillo localizo un cartel en el que puede leerse en letras grandes: «MAÑANA».

«¿Mañana? ¿No debería poner “WC” o “Cafetería”?», me planteo.

Doy media vuelta para ver qué encuentro detrás. «AYER», en el cartelito que hay junto a la puerta de cola del vagón se lee la palabra «AYER».

—¿«Mañana»? ¿«Ayer»? Pero ¿dónde narices me he metido? —pregunto en voz alta.

DIN-DON-DÍN.

Me sobresalto al oír el sonido de los altavoces y se me pone la piel de gallina al escuchar lo que viene a continuación:

«Bienvenida, señorita Levy, al vagón de su presente. En él, usted podrá encontrar todo aquello que forme parte de su vida actual. Si quiere hacer una visita a su pasado, diríjase hacia el vagón “Ayer”. Si, por el contrario, lo que desea es conocer su futuro, vaya al vagón “Mañana”. Ya sólo nos queda desearle un agradable viaje y darle las gracias por haber confiado en nuestro servicio».

DIN-DON-DÍN.

Desperté con el corazón a mil por hora y con la lengua seca como una alpargata. Aquél fue el primero de muchos sueños. El tren apareció en mi vida de repente y comenzó a actuar como la voz de mi conciencia.

Maldita voz.

Maldita conciencia.

Una desagradable sensación de incomodidad me recordó que había dormido en el sofá. Fui a coger el móvil para mirar la hora y me di cuenta de que había un papel encima de la mesa. Era una nota de Hugo: «Estaré de vuelta en unos días. Te quiero. Hugo».

—Mierda —dije en voz alta.

Aquellas palabras me dejaron destrozada.

Ya se había marchado, y pasaría fuera la friolera de cinco días impartiendo uno de sus cursos intensivos sobre marketing y estrategias de empresa. Pero lo malo no era eso; estaba acostumbrada a que nuestros trabajos nos obligaran a dormir separados de vez en cuando. Lo que me tenía realmente hecha polvo era la discusión que habíamos mantenido la noche anterior.

Nuestra primera riña de verdad.

Después de un año y medio juntos compartiendo charlas, risas, roces, miles de kilómetros y un montón de experiencias mágicas, la pasada noche habíamos vivido, por primera vez, una pelea de esas que te dejan mal cuerpo durante días.