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Luego miré a Enrico.

Toda su energía había desaparecido.

De repente, era un pobre hombre derrotado.

No fue nada fácil convencer a Andrea para que me dejara acompañarla a Málaga. Según me había comentado, el número de equipo del DNI indicaba que aquel carnet había sido expedido en el mismo Coín, durante el año escaso que estuvo funcionando la comisaría. La intención de la inspectora era tirar al día siguiente hacia Marbella para intentar localizar al funcionario.

—No debe de ser muy difícil. La comisaría de Coín estuvo abierta poquísimo tiempo, y dudo que hubiera más de tres personas encargadas de expedir los DNI —me explicó—. Con un poco de suerte, y con la colaboración del funcionario, puedo dar con el dueño de la identidad falsa.

Cuando salí para acompañar a Andrea hasta la puerta, sonreí al ver a las gemelas de Carmina jugando en una de las mesas más apartadas.

—¡Tita Ada, mira! —me dijo la pequeña Violetta.

—¡Mira, tita Ada! —En esta ocasión, fue la pequeña Carmina quien llamó mi atención.

Las dos jugaban con un par de Barbies idénticas y me hizo mucha gracia darme cuenta de que los novios de sus muñecas eran los dos Action Man que la tita Ada les había regalado.

—Ahora mismo vengo a jugar con vosotras —les prometí.

Ya en la puerta, Andrea quedó en recogerme a las seis de la mañana al lado de casa.

—No te retrases, por favor, me gustaría estar en Marbella a las ocho.

—¡A sus órdenes, inspectora! —bromeé.

Me dio las gracias por todo lo que estaba haciendo y, para que no me hiciera demasiadas ilusiones, me recordó que, una vez se judicializara el caso, iba a tener que mantenerme al margen si queríamos que todo saliera adelante sin problemas.

—Te pagaré por tus servicios y estaremos en paz —me dijo.

—Buenas noches —saludó un señor mayor con acento extranjero al entrar en La Napolitana.

—Buenas noches —respondimos las dos.

Fue extraño porque, a pesar de parecer un inofensivo anciano, tanto Andrea como yo nos quedamos mirando con curiosidad. Dos tipos grandes lo acompañaban unos metros más atrás; creí identificar a uno de ellos como Osito, ¿lo recuerdas? El tipo peludo que hostigaba a Carmina haría menos de dos semanas.

«La cosa no pinta bien», me dije. Pero traté de disimular para que Andrea no lo notara.

—¿Los conoces? —quiso saber ella.

—¿Qué? —Me pilló por sorpresa—. Ah, sí… son clientes habituales. Ningún problema —improvisé, tratando de quitar importancia al tema.

—De acuerdo entonces. —Pareció quedar conforme—. Recuerda, no te retrases. A las seis en punto.

Me despedí de ella y entré en el restaurante disimulando la urgencia.

Efectivamente, la cosa no pintaba bien.

Ya dentro de La Napolitana me di cuenta de que aquel señor mayor se había sentado a la misma mesa en la que estaban jugando las niñas. Deduje que era Gennaro, el abuelo de Carmina.

—Así que te llamas Violetta —le oí decir—. Es un nombre muy bonito. Aunque también me gusta mucho Carmina. —Rozó con la punta del dedo índice la nariz de una de las niñas—. Dos nombres realmente hermosos —concluyó.

«Se va a armar la gorda», intuí, y me apresuré a entrar a por Enrico a su despacho. Carmina estaba haciendo cosas en la cocina.

—Ejem… ¡jefe! —No sabía qué decir.

—Que no me llames jefe, no sé cómo decírtelo —me regañó.

—Vale, pues Enrico —me corregí muy seria, y aún más serio se puso él al verme—. Creo que deberías salir al comedor.

Se levantó de su cómodo sillón y rodeó la mesa en dirección a la puerta. Me miró fijamente con cara interrogante antes de salir al pasillo. Cuando sus ojos contemplaron la escena, su cuerpo entero se envaró.

—¡Carmina! —dijo en voz alta—. ¡Sal a por tus hijas!

Cuando la sobrina de Enrico salió de la cocina, se quedó completamente blanca. Aquel señor mayor estaba entregando un paquete envuelto en papel de regalo a cada una de las niñas.

—¡Violetta! ¡Carmina! ¡Venid aquí ahora mismo! —les ordenó su madre, un poco nerviosa.

Las niñas se quejaron y sólo accedieron a irse si podían llevarse con ellas sus regalos. Abandonaron las Barbies y los Action Man y acudieron junto a Carmina con los paquetes en la mano. Las tres entraron en el despacho.

Enrico, que aún estaba en pie a mi lado, me pidió que me quedara en un lugar apartado donde pudiera controlar los movimientos de los dos acompañantes de Gennaro. Osito se había sentado en una banqueta en el lado derecho de la barra. El otro tipo, a quien apodé Ratoncito (orejas grandes, ojos como alfileres, nariz puntiaguda y paletas prominentes), se sentó a una de las mesas más cercanas a la puerta, en la pared izquierda de la sala.

Yo permanecí en pie al principio del pasillo que daba al despacho y a la puerta de la cocina. Desde allí tenía una buena perspectiva. Además, como estaba junto al teléfono, si había que hacer alguna llamada urgente no tendría que andar demasiado, con lo que, con suerte, me ahorraría la vergüenza de caer al suelo por la falta de coordinación en mis temblorosas piernas.

Tuve la sensación de estar en medio del rodaje de una película, en una de esas escenas en las que la tensión es tan intensa y espesa que podrías coger un cuchillo y cortarla en lonchas finas para hacerte un bocadillo.

Gennaro había permanecido tranquilo en su sitio hasta aquel momento. De pronto, se volvió y miró fijamente a mi compañero.

—¡Francesco! —dijo en voz alta llamándolo por su antiguo nombre—. Vieni con me, Francesco. —Lo invitó a sentarse a su mesa con un gesto de la mano.

Enrico me guiñó un ojo y me regaló una sonrisa fugaz. Trataba de relajarme y de transmitirme que todo iría bien, pero yo no sabía qué pensar. Antes de separarse de mi lado, me apretó con fuerza la mano izquierda.

Caminó hacia la mesa lentamente, reconstruyendo su postura a cada paso, cargándola de seguridad y energía. Se sentó frente a Gennaro y cogió una de las muñecas de las niñas. Comenzó a girar sin parar la cabeza de la pobre Barbie y a hablarle en voz baja a aquel anciano altanero.

La conversación duró escasos minutos.

Yo no podía oír de qué hablaban, pero lo que sí me quedó claro por sus gestos era que ninguno de los dos estaba de acuerdo.

Finalmente, llegó el momento tenso.

Gennaro se levantó de repente de la silla y golpeó con el puño la superficie de la mesa.

Ratoncito y Osito abandonaron sus asientos y clavaron sus miradas en Enrico.

Mi compañero permaneció sentado, mirando con toda la fuerza y la dignidad del mundo a aquel abuelo, que no parecía dar crédito a lo que se había encontrado.

Y yo…

Pues yo me desplacé como pude con mis piernas de regaliz y aferré el teléfono inalámbrico, rezando por ser capaz de marcar los números 0, 9 y 1 en caso de ser necesario, y esforzándome por parecer tranquila y sosegada, imitando el modo en que se comportaba Enrico.

«Apariencia —me dije—. Si no te sientes segura, al menos debes aparentar estarlo».

Y, por fin, el momento tenso se esfumó.

Gennaro relajó el cuerpo, escondió la rigidez de su cara arrugada y plegó la mano con la que había golpeado la mesa. Osito y Ratoncito aflojaron su empaque y dejaron de asesinar con la mirada a Enrico, y él… él permaneció sin inmutarse lo más mínimo. Se levantó de la silla con lentitud, desprendiendo un fuerte olor a seguridad, y extendió el brazo en dirección a la puerta de la calle, mostrando a los tres hombres dónde podían encontrar la salida.

El señor mafioso indicó a sus muchachos que había llegado el momento de abandonar el lugar. Comenzó a caminar hacia la puerta y, antes de salir de La Napolitana, se volvió y le dijo a Enrico en italiano: «Es mi familia, no la tuya. Recuérdalo siempre».

En cuanto se fueron, obligué a mi cuerpo a reaccionar y me dirigí hacia la entrada para cerrar con llave la puerta. Los clientes tendrían que esperar.

Luego miré a Enrico.

Toda su energía había desaparecido.

De repente, era un pobre hombre derrotado.

Se sentó de nuevo a la mesa, con el cuerpo encorvado y la cabeza gacha. Yo me acerqué y ocupé la silla que había junto a él. Le puse la mano derecha sobre los hombros y, con la izquierda, sujeté su barbilla para hacerle elevar la mirada.

—Ha venido a por ellas —me dijo, con el timbre de su voz cargado de tristeza.

—Vamos, jefe… —Traté de animarlo—. Carmina jamás te dejaría.

Le sonreí y tiré de nuevo de su barbilla, obligándolo a mirarme.

—Si ella decide marcharse… yo no se lo impediré —me confesó mirándome a los ojos.

En ese momento, Carmina apareció por el pasillo y reclamó a su tío.

—Ahora vengo —me dijo Enrico levantándose de la silla—. Lo has hecho muy bien, pequeño saltamontes.

Me dio unos toquecitos en la espalda antes de marcharse.

Yo también abandoné aquel rincón, dispuesta a abrir de nuevo las puertas de La Napolitana y a enfrentarme, una vez más, a todo aquel trabajo a solas con Óscar. Trabajaba poco en el restaurante, pero cuando lo hacía siempre acababa reventada.