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Pero ¡eso es genial!

¡Podrías tener al asesino!

Cuando le conté a Andrea mi descubrimiento de aquel día decidió retrasar lo de presentar el caso ante el juez de instrucción.

—Cambio de planes —me dijo—. Mándame la foto que has hecho. Vamos a ver primero si ese nombre que tienes se repite en muchos más cementerios. Tú vete a ayudar a Enrico —me aconsejó—. Luego, a última hora, te digo algo.

Le hice caso. Envié la foto de aquella fotocopia de DNI a su WhatsApp y salí corriendo hacia La Napolitana.

De camino, me sentí realmente orgullosa por el trabajo que había hecho hasta aquel momento, y eso que había dudado una y mil veces de mis capacidades. Pero tenía que reconocérmelo: mi instinto y mi toque de planificación habían acabado dando sus frutos. Tan sólo deseaba que aquellos frutos nos llevaran a buen puerto.

Aquel mismo día por la mañana sólo tuve tiempo de visitar Salobreña y Monturque. La cosa no había sido tan sencilla como había previsto en un principio: en los pueblos relativamente pequeños, los archivos de los cementerios están en los ayuntamientos.

Al llegar a la costa, lo primero que hice fue ir al camposanto y localizar la lápida. La fotografié y apunté en la libreta el número de nicho y el lugar en el que se encontraba, para que resultara más fácil dar con los datos de su propietario. Aun así, hicieron falta cerca de dos horas, teniendo en cuenta que la persona encargada estaba de baja y Puri, la mujer que me atendió, tenía muchas ganas de ayudar pero poca idea de dónde buscar.

Además, tuve que recurrir a la inventiva para conseguir lo que quería. Bueno, a la inventiva y a algo que ya había inventado: antes de salir de casa, se me ocurrió coger los dos números de la revista Moter@s en los que se hablaba de «El Juego de los Cementerios». Se los mostré a la buena mujer, y le dije que el juego continuaba y que estábamos preparando un gran premio de cara a la Navidad, tanto para los dueños de las lápidas más bonitas y originales como para los cementerios mejor cuidados a nivel nacional.

—Estas cosas las hacen mucho los americanos, ¿sabe usted? —le conté, sin tener ni idea de si los americanos hacían concursos o no de ese tipo.

A Puri le entusiasmó la posibilidad de que su pueblo recibiera un premio, aunque no terminó de entender del todo eso del necroturismo.

—¡Aquí está! —me dijo, sacando una carpeta del archivo—. Se compró a prenecesidad en 1979 y su dueño… Aquí hay una fotocopia del DNI.

Tuve que controlarme para no arrancársela de las manos. Traté de disimular mi nerviosismo y aguardé a que la pusiera sobre la mesa para poder mirarla.

—«Antonio López Sánchez» —leyó Puri en voz alta—. ¿De Coín? ¿Y para qué querrá alguien de Coín un nicho aquí? —se preguntó—. Tendrá familia en Salobreña —concluyó ella sola.

Mientras tanto, yo disimulaba apuntando los datos en la libreta, pero en realidad me moría de ganas por hacerle una foto a aquella puñetera fotocopia. Estaba a punto de pedirle permiso cuando, bendito golpe de suerte, llamaron a Puri por teléfono. Aproveché su despiste para sacar el móvil y hacer un par de instantáneas sin el flash.

—Muchísimas gracias, Puri —le dije cuando terminó de hablar—. Me ha sido de gran ayuda. Y, por favor, guárdeme el secreto, que hasta diciembre no va a publicarse nada, ¿de acuerdo?

Salí de Salobreña pitando y, viendo que eran las once y media de la mañana, decidí saltarme la parada de Jódar y tirar hacia Monturque. Después de todo, ya tenía la foto del nicho que hice cuando acompañé a Flor al entierro. Además, recordaba dónde se encontraba el ayuntamiento, por lo que me resultó bastante fácil llegar hasta allí y localizar a alguien que pudiera ayudarme.

—Hola, muy buenas —dije nada más entrar—. Ya sé que vengo un poco tarde, pero necesitaría hablar con el encargado del cementerio, si no es mucha molestia.

En Monturque fue mucho más fácil ya que, para los habitantes del pueblo, el que su cementerio estuviera en la Ruta Europea de los Cementerios era un auténtico orgullo. Ayudó también el hecho de que Guadalupe, la mujer que me atendió, tuviera en casa la revista de hacía año y medio en la que hablaba del precioso camposanto monturqueño y de sus cisternas romanas.

—Aquí está. —Lo encontró en menos de diez minutos—. «Antonio López Sánchez», de Coín.

Me dejó con la boca abierta.

—¿Y en qué año se adquirió? —le pregunté cuando me di cuenta de que había vuelto a guardar la fotocopia del DNI en su correspondiente carpeta.

—Espera, que te lo digo. —La abrió de nuevo y buscó el documento—. Aquí dice que en 1979 —me confirmó con aquel característico seseo de la tierra.

Lo apunté en mi libreta y le dije que acababa de inscribirlos en el concurso al mejor nicho y el mejor cementerio de España, que más adelante nos pondríamos en contacto con el ganador. Y salí de allí corriendo, una vez más, con el cerebro a mil por hora y pensando en cómo conseguir más nombres sin visitar más cementerios.

Al llegar a la calle, una bombillita iluminó todas las oquedades de mi cabeza. Me di la vuelta.

—Guadalupe, perdona —le dije regresando a su despacho—. Me quedan muchísimos cementerios de la lista por visitar. ¿Crees que si llamo por teléfono preguntando por estas tumbas de las que te hablaba, me darán los datos? Me ayudaría a adelantar trabajo.

—Pues no lo sé, la verdad —me respondió—. Si tienes el número de nicho y puedes describirlo, no creo que tengas problemas.

Y efectivamente, no los tuve. Hice diez llamadas, las que me dio tiempo antes de que cerraran los ayuntamientos, y dejé mi correo electrónico para que me enviaran los datos que solicitaba. Por supuesto, no me dediqué a jugar a «Encuentra la Lápida»; fingí ser la sobrina nieta de Antonio López Sánchez y dije que necesitaba saber si mi tío había comprado a prenecesidad algún nicho en el cementerio del pueblo en 1979.

Tras las diez llamadas telefónicas, recibí casi de inmediato dos correos. Los días siguientes llegaron cuatro más y, al parecer, «mi tío» Antonio López Sánchez se había dedicado a comprar tumbas por España en 1979.

—¿Qué es eso del concurso para la revista?

Fue lo primero que me preguntó Andrea cuando vino a verme a La Napolitana al día siguiente. Uno de los policías de su equipo había llamado a Salobreña y a Monturque para corroborar la información que les había dado y le habían contado lo del concurso para la revista. Yo sonreí sin saber muy bien qué decir.

—Tenía que inventarme algo —admití—. Yo no soy poli y no puedo ir diciendo por ahí que estoy llevando a cabo una investigación supersecreta.

Enrico debió de darse cuenta de que estábamos hablando de algo serio, porque se nos acercó y nos ofreció su despacho.

—Ada, ve adentro con la inspectora. Ahora os llevo un par de cafés.

Le regalé una sonrisa a ese jefe que no soporta que lo llame jefe e indiqué a Andrea que me siguiera. No es que hiciera falta ir a un lugar tan apartado, pero lo cierto es que nos habíamos puesto a hablar de pie en medio de La Napolitana.

—¿Se lo has contado? —me preguntó ella, incómoda, nada más entrar al despacho.

—¿El qué? ¿Lo de tu hermano? —Traté de quitarle importancia—. No, qué va. Pero no por falta de ganas; él tiene ahora demasiado… trabajo. Aunque Enrico no es tonto y sabe que nos traemos algo entre manos. Puedo asegurarte que si él pudiera ayudarnos, ya sabríamos dónde encontrar a quien se llevó a los chicos.

Andrea puso gesto de incredulidad… y de cierta superioridad.

—¿Qué pasa? —le dije—. ¿No te lo crees?

—Ada, por favor, que es un simple husmeabraguetas y, para colmo, necesita un restaurante para llegar a fin de mes —me dijo en tono despectivo.

«Vaya, vaya», pensé.

—Vaya, vaya —dije en voz alta—. No quiero ni plantearme cuál puede ser tu opinión de una investigadora privada novata que tiene que currar como camarera para llegar a fin de mes —le solté, exagerando un poco lo de mi trabajo esporádico en La Napolitana—. Andrea, no deseo parecer grosera pero ya querría una inspectora de policía, con tu estatus y tu experiencia, acercarse a lo que ha vivido y lo que ha sido capaz de hacer en el pasado mi compañero Enrico.

¿Era aquello una carita de «trágame tierra»? Si no lo fue, lo pareció.

—No pretendía ofenderte, Ada. Es sólo que…

—Ya sé que estás nerviosa y que todo esto, en algunos momentos y aunque no quieras reconocerlo, te viene grande —le solté sin miramientos—. Y lo sé porque en eso nos parecemos mucho tú y yo. No me considero la persona más indicada para dar consejos… —Era cierto, no era la más indicada—. Pero hoy voy a darte uno: no infravalores nunca a quien tienes al lado, o correrás el riesgo de desperdiciar muchas oportunidades.

El ambiente entre nosotras se quedó un poco tenso. De hecho, ninguna de las dos se animaba a hablar. Andrea, creo que avergonzada, y yo, algo molesta. Por suerte, tengo en mi vida a un atractivo italiano cincuentón agraciado con el don de la oportunidad. Justo en aquel momento apareció Enrico en el despacho con dos capuchinos y dos trozos enormes de tarta de queso.

—¿Y el tiramisú? —le pregunté, indignada—. ¿Te lo has comido todo? —Me pareció ver una leve sonrisa en el rostro de la inspectora.

—El tiramisú, mi pequeño saltamontes, es sólo para las grandes revelaciones. —Enrico guiñó un ojo tras aquellas palabras y salió del despacho.

Andrea y yo nos quedamos a solas, sentadas a ambos extremos de aquel sofá de cuero marrón y con nuestros trozos de tarta asegurados.

—Mis chicos han confirmado veintiocho nichos más a nombre de Antonio López Sánchez. Todos comprados en 1979 —me contó al fin Andrea.

—Pero ¡eso es genial! —Yo fui puro entusiasmo de pronto—. ¡Podrías tener al asesino!

—Me temo que no va a ser tan fácil. El carnet es falso —afirmó—. Bueno, falso a medias. Es una falsificación sobre soporte auténtico. De hecho, he tardado en darme cuenta porque aparecía en el registro.

—No entiendo —le confesé.

—Pues muy sencillo: algún funcionario regaló una identidad falsa al tipo de esta foto en 1979. Me he dado cuenta cuando he tratado de localizar al tal Antonio. No hay renovaciones posteriores de este DNI, así que en principio pensé que podría haber muerto, pero al ir a buscar en el registro civil su fecha de defunción, he descubierto que ni siquiera había fecha de nacimiento. Una identidad falsa en un documento perfectamente legal.

Yo ignoraba que esas cosas podían ocurrir, aunque, pensándolo fríamente, los funcionarios son personas… con un precio… como la mayoría de las personas. Además, en aquella época los soportes que se usaban para hacer los DNI no tenían tantas medidas de seguridad como ahora. De hecho, cualquiera que se hiciera con un par de tarjetas en blanco y que tuviera una Olivetti Lexicon 80 podría estrenar identidad cuando quisiera.

—Total, que lo del DNI no nos sirve para nada —afirmé un poco chafada.

—Yo no he dicho eso —apuntó Andrea—. Sólo he dicho que la identidad es falsa. Pero tenemos un hilo del que poder tirar. Esta misma mañana he hablado con Enrique Portillo, el juez de instrucción que me interesa que lleve el caso. Le he dicho que creía que tenía algo y que estaba pendiente de localizar unas pruebas y él me ha comentado que está de guardia este fin de semana —me explicó—. Tengo hasta el sábado para saber hasta dónde me lleva lo del DNI. Si para entonces no he encontrado nada, redacto el oficio con lo que tenga y judicializo el caso.

—Bien, ¿y adónde dices que vamos?