Tan sólo quedaba un detalle […]:
la lápida.
Hasta en eso coincidían.
Probablemente, aquélla fue la primera vez que me acordé a tiempo de una de mis notas mentales y, cosa extraña en mí, la tuve en cuenta y la puse en práctica. ¿Recuerdas cuando, en el cementerio de Jaén, Andrea cerró la lápida con una llave falsa como si fuese lo más sencillo del mundo? ¿Recuerdas que nos explicó a Hugo y a mí que había estado practicando en casa? Yo sí que lo recuerdo, y también la advertencia que me hizo mi cerebro: «Ada, bonita, a ver si aprendes a planificar un poco mejor».
Sí, una buena nota mental. Desde aquel día, a veces me acuerdo de ponerla en práctica. Sólo a veces.
Regresé a Granada con tiempo de sobra para darme una ducha antes de ir a La Napolitana. Sin embargo, la información que había obtenido aquel día era tan valiosa que preferí quedar con Andrea antes de ir a trabajar.
—Tienes la carita cansada, nena. ¿No has dormido nada? —le pregunté cuando se sentó a mi lado en la cafetería.
—¿Y me lo preguntas tú, que pareces un muerto? —me respondió Andrea, dibujando en su cara una leve sonrisa.
Era cierto, las dos estábamos tirando a destrozadas. Nuestro diagnóstico: horas de sueño insuficientes y un exceso de preocupaciones. Ahí empecé a sospechar que en lo referente a cabezonería éramos prácticamente iguales.
—¿Y bien? ¿Qué tienes? —me preguntó, excitada como una yonqui impaciente por la llegada de su dosis diaria.
—Primero tú —le dije poniendo una mano sobre la carpeta que tenía sobre la mesa—. No quiero, por nada del mundo, eclipsar tu descubrimiento.
Le sentó bien la broma. Sonrío con ganas en aquella ocasión y fingió sentirse ofendida por mis palabras. Las pequitas de su cara parecían desdibujadas a causa del cansancio.
—Está bien. —Andrea accedió y sacó la tablet del bolso—. En mayo de 1993 una pareja encontró en la sierra de La Alfaguara el cadáver de un joven de veinticuatro años envuelto en plástico junto a una carretilla. Se llamaba David Sanders y vivía con su madre en Alfacar. Tenía doble nacionalidad y llevaba en España sólo dos años.
Me mostró fotos del cuerpo del chico, aún envuelto en plástico, en el lugar en el que fue encontrado; a continuación, algunas instantáneas de la autopsia. Si te soy sincera, más que impresión sentí una profunda lástima por él. Parecía dormido, allí, sobre la fría mesa metálica, con aquella profunda incisión cosida con liza recorriéndole todo el torso. Su rostro, aun en la muerte, resultaba angelical. Facciones aniñadas. Nariz respingona. Sus ojos, cerrados y con largas pestañas rubias, parecían dos pequeñas sonrisas.
—Se parece muchísimo al resto de los chicos —apunté—. ¿Hay alguna de él con vida?
Andrea deslizó el dedo por la pantalla de la tablet hasta localizar la foto de David. Sin lugar a dudas, era prácticamente calcado, sólo que unos años mayor.
—Fue drogado y estrangulado. No hubo agresión sexual. —Suspiró, como si aquello eliminara uno de los mayores miedos que atormentaban su cabeza en torno a la muerte de su hermano—. No había signos en su cuerpo de que se hubiese defendido, por lo que se pensó que debía de conocer a su agresor —me explicó Andrea—. Tampoco se encontró rastro alguno del autor del crimen: ni huellas, ni ADN… Nada. Tan sólo el cuerpo desnudo envuelto en un plástico grueso. Y por aquel entonces, al no encontrar otros indicios en la zona, se supuso que quienquiera que lo hubiese matado pensaba abandonar el cuerpo en plena sierra y ya está.
—Pero si este chico está relacionado con el resto de las desapariciones, se habrían encontrado más cuerpos, ¿no? —quise saber desde mi ignorancia.
—Lo descubrieron bien entrada la noche. Me da a mí que esta pareja pilló por sorpresa al asesino y no le permitió terminar con lo que había empezado. Puede que pretendiera enterrar el cuerpo o trasladarlo a otro sitio —me explicó—. De hecho, quienes lo hallaron dijeron en su declaración haber oído el motor de un coche alejándose.
¿Te has sentido alguna vez culpable por tener razón? Pues así me sentí yo al ser consciente de que aquella idea descabellada que se había apoderado de mí en Sevilla se había hecho realidad.
David Sanders encajaba perfectamente con las víctimas del que comenzamos a llamar provisionalmente el Asesino de las Lápidas. Su edad se correspondía con la que yo había calculado que tendría el desaparecido de 1993: veinticuatro años. De haberlo conocido en vida, cualquiera habría podido confundirlo con la versión adulta del hermano de Andrea, o del crío de 1981… o de cualquiera de los chavales extraviados. Era como ver en diferentes personas la línea del tiempo de una sola.
Tan sólo quedaba un detalle.
Un dato crucial que nos permitiría meterlo de forma definitiva en el saco: la lápida.
Hasta en eso coincidían.
—Antes de subir a la sierra, he pasado por el cementerio —me dijo Andrea, y cogió de nuevo la tablet para mostrarme una foto—. También hay lápida —sentenció.
Saqué mi libreta y anoté el nombre de aquel chico junto a los demás. De pronto, ya no me pareció tan importante viajar a Murcia para buscar en el cementerio de Águilas la lápida que nos faltaba. Me quedó bastante claro que Miguel Rodríguez también tenía su propio nicho.
—No sé qué decir. —Le fui sincera—. En el mundo feliz de Ada Levy, yo aún albergaba la esperanza de encontrar a tu hermano y al resto de los chicos con vida.
—Yo sí tengo algo que decir —apuntó Andrea—. La muerte de este chaval, este fallo del asesino, ha sido para mí el mayor golpe de suerte que podría haber tenido.
—No te entiendo —le dije.
—Ada, ya tengo material suficiente para judicializar el caso. El cadáver de la sierra de La Alfaguara está dentro del partido judicial de Granada —me explicó—. Con un poco de suerte, si escojo bien al juez de instrucción de guardia, podré llevar el caso personalmente. Voy a poder quedármelo yo. —Su sonrisa cínica me produjo escalofríos.
—¿Eso quieres? —le pregunté—. ¿Crees que serás capaz de llevarlo tú? ¿No te hará demasiado daño todo esto?
Andrea pareció plantearse mis preguntas seriamente. Incluso llegué a creer que el llanto acabaría rompiéndola. Sin embargo, justo cuando la primera lágrima comenzaba a rebosar, endureció el semblante y se cargó de determinación.
—La desaparición de mi hermano ha marcado mi vida desde los cinco años. Me hice inspectora de policía por y para esto —me dijo—. Ese hijo de puta se llevó a Daniel y, con él, todo lo bonito que había en mi vida: la valentía de mi padre, la sonrisa de mi madre, mi infancia, mi adolescencia… Me lo arrebató todo —me confesó—. Así que, sí, quiero llevar yo el caso. Aunque termine destrozándome, quiero llevarlo yo, porque no voy a encontrar mayor satisfacción en esta vida que dar caza a ese cabrón.