17

Rostros adolescentes.

Pequeños hombrecitos con llamativas huellas de la infancia […].

Había inocencia en aquellos rostros.

Inocencia… y belleza.

A la mañana siguiente desperté envuelta en un estado de ánimo mucho más positivo. Era muy consciente de que iba a mentir a Enrico y de que, para él, sería muy duro creer que Domenico había muerto.

Sin embargo, sabía que mi decisión era la correcta. Me sentía tranquila, aunque aquella tranquilidad no la hubiera conseguido yo sola.

Tras la llantina de la noche anterior, cuando tuve la sensación de que había destilado la pena y el estrés de aquel día, llamé por teléfono a Flor.

—¡Hola, mi niña! —me dijo nada más descolgar—. ¿Qué tal tu escapada a Nápoles?

Flor pensaba que mi viaje a Nápoles era por puro placer, aprovechando unos días que Hugo estaba fuera.

—¡Maravillosamente bien! —le dije fingiendo entusiasmo y mientras terminaba de limpiarme los mocos de haber estado llorando—. Una ciudad preciosa, llena a rebosar de vida y con las mejores pizzas del mundo. —Mentira de nuevo, porque no había conseguido probar aún ni una triste porción.

—Te noto la voz tomada. ¿Estás resfriada? —me preguntó con esa actitud de madre que tanto la caracteriza.

—Mmm… sí, un poco. Aquí hace más frío de lo que imaginaba —le respondí, sintiéndome tonta por no haber esperado un poco más antes de llamarla, cuando todo rastro del llanto hubiera pasado—. Pero he comprado una chaqueta más calentita, así que no te preocupes, ¿vale?

—Está bien, yo no me preocupo, pero tú abrígate. —Me regañó un poco—. Pero dime, cielo, ¿necesitabas algo?

—Sólo quería hacerte una pregunta de esas que tú sabes resolver tan bien —le adelanté.

—Pues pregunta.

—A ver… no puedo entrar mucho en detalles, pero resumiéndolo un poco… —Me preparé un instante antes de hablar—. Si yo supiera que una verdad, una verdad muy dura, podría hacer mucho daño a alguien a quien quiero y tengo la oportunidad de contarle una verdad alterada, que sé que va a dolerle a mi amigo pero que es infinitamente mejor para él, ¿crees que debería decirle la verdad real o la descafeinada? —Tuve la sensación de haberme liado tanto que no creí que Flor me hubiese entendido.

—¿Una mentira piadosa? —quiso saber.

—Sí, algo como una mentira piadosa.

—Pues depende de las consecuencias que esa noticia pueda tener en la vida de tu amigo. Si el resultado es el mismo pero con la verdad descafeinada, como tú la llamas, le ahorras parte del sufrimiento, creo que habrás hecho bien mintiéndole.

Palabras mágicas las de Flor.

Hablamos unos minutos más, sobre todo de su nueva vida con Tulipán. Su risa estaba cargada de ilusión cuando me contaba lo de la adicción a las aceitunas de su minino. Me explicaba que había dejado de comprarlas porque, al más mínimo olor a olivas aliñadas, ya no se separaba en todo el día de la puerta de la nevera.

Cuando colgué el teléfono, la decisión estaba ya tomada del todo. Flor había dado en el clavo. Las consecuencias del abandono de Domenico o de su falsa muerte iban a ser las mismas para mi amigo/compañero: Domenico ya no estaría nunca más a su lado… ni en su vida. Sin embargo, el saberse solo porque su amigo le había dado de lado iba a hacerle mucho más daño que su falsa muerte.

Resuelto mi dilema y estabilizado un poco mi ánimo, me enfrenté a otra llamada telefónica que debí haber hecho nada más despertar aquella mañana. En Londres serían en torno a las once de la noche y me constaba que mi madre seguía manteniendo los horarios más bien nocturnos de España.

—Buenas noches, señora madre —la saludé fingiendo seriedad—, ¿cómo ha pasado usted hoy el día?

—¡Ada! ¡Buenas noches, cariño! —me saludó, demasiado entusiasmada, diría que achispada—. Pues he tenido un día maravilloso en compañía de mi buen amigo Thomas.

Y, cómo no, se arrancó a contarme la intensa historia de amistad y sexo que la unía al tal Thomas, aprovechando que el susodicho había salido un momento.

Se conocieron una tarde lluviosa. Ella había perdido el paraguas, él se ofreció a acercarla a casa. Un hombre apuesto, aunque no totalmente del gusto de mi madre.

—Fue su nombre, Ada —me explicaba—. Su nombre me encantó… la forma tan bonita en que pronuncia la «Th» de Thomas…

Ésa era mi madre, la mujer que se sentía atraída por los detalles más inverosímiles. Supongo que, en este caso, influyó bastante su incapacidad para pronunciar bien la «th» inglesa. Yo no lograba concebir cómo los pobres londinenses entendían el inglés con acento «granaíno» de mi madre, deduje que por lo tremendamente expresiva que era con los ojos y las manos, y recé por que no sólo la «entendiesen» los londinenses varones.

—¿Te pasa algo, Ada? —me preguntó de pronto cuando se dio cuenta de que no la estaba regañando ni chinchando como de costumbre.

—Mamá… ¿tú sueñas con papá? —le solté de sopetón, sin habérmelo planteado siquiera.

Aquel largo silencio me hizo más consciente aún de los miles de kilómetros que nos separaban. Mi madre en Londres. Yo…

—A veces —me respondió.

La chispa de su voz había desaparecido por completo.

—¿Y por qué crees que es? —Necesitaba dar un sentido a aquello.

—Pues no lo sé, cariño —admitió—. Al principio pensé que soñaba con él porque no lo había superado. Pero luego, cuando rehíce mi vida, me pareció que sólo soñaba con él cuando me sentía realmente bien. Era como si por las noches me atacara el miedo a perder la felicidad que había logrado atrapar. No sé si me explico.

—Y ahora, cuando sueñas con papá, ¿qué crees que significa?

Por la pausa y el sonido, la imaginé dando un largo trago a su copa. A continuación, respiró hondo y se preparó para contestar. Sentí que aquella conversación la estaba preocupando un poco.

—Si te soy sincera, no sé qué significan esos sueños. Ahora no puedo relacionarlos con ningún estado de ánimo concreto; simplemente aparecen y ya está. Pero sí que puedo contarte lo que he decidido que signifiquen: para mí, la presencia de tu padre en algunos de mis sueños es el recuerdo constante de algo a lo que no puedo volver. Me ayuda a defender mi felicidad y a luchar por lo que quiero.

Sus palabras me aliviaron.

Ella había decidido creer.

Admiraba, y admiro, tanto a mi madre…

Fortaleza en estado puro.

—Gracias, mami. Era lo que necesitaba oír —le confesé—. Y ahora vuelve con Thomas y pídele que pronuncie su nombre para ti.

Casi se me olvida contarte un pequeño detalle: aquella intensa historia de amistad, y sexo, había comenzado tan sólo cinco días atrás y, cómo no, finalizó dos días más tarde.

Mi última mañana en Nápoles.

Tras ducharme, vestirme y desayunar con toda la tranquilidad del mundo aún me restaban dos horas antes salir hacia el aeropuerto.

Había decidido aprovechar ese tiempo para pasear por el centro histórico de Nápoles y, con un poco de suerte, comprar un trozo de pizza. Tenía tantas ganas de probar aquel invento culinario napolitano…

Mi deseo no se hizo realidad.

Justo cuando esperaba en recepción a que me guardasen la maleta hasta mi marcha definitiva, me llegó un correo electrónico de José Luis.

Suspendí mi paseo y me metí en una cafetería cercana para echar un vistazo a lo que contenía el mensaje. Encontré mucho más de lo que esperaba en tan poco tiempo y mucho menos de lo que me habría gustado:

Muy buenos días, Ada:

Tal como me pediste, he estado buscando información que pueda relacionar esas tumbas repetidas de las que me hablabas con desapariciones de gente en las mismas localidades.

Efectivamente, he encontrado coincidencias. En concreto, entre los años 1981 y 1987 desaparecieron siete jóvenes de características similares en siete localidades españolas. De esos siete, seis vivían a menos de diez kilómetros de cementerios con lápidas repetidas. De modo que tenemos, por ahora, seis chicos extraviados con sus seis lápidas correspondientes.

Puede que ese séptimo se nos salga del tiesto o que aún queden lápidas por descubrir.

Te mando adjuntas imágenes de cada uno de esos chicos y recortes de prensa de la época en que desaparecieron.

He pensado en ir preparando un esquema con las posibles similitudes entre las víctimas, como ya hicimos en su día con el Asesino de la Hoguera y, por supuesto, voy a seguir buscando a ver qué más encuentro.

Un saludo y hasta muy pronto,

JOSÉ LUIS BAYO

—¡Me cago en la puta!

No encontré otras palabras que pudieran describir aquello que vi en las imágenes de los siete muchachos.

Eran todos prácticamente iguales.

Rostros adolescentes.

Pequeños hombrecitos con llamativas huellas de la infancia en sus facciones.

Querubines que se hacían adultos y quedaban marcados, para siempre, por sus cabellos rubios, sus facciones redondeadas, sus naricillas respingonas y unos ojos tan claros y amplios que parecían ser reflejo perpetuo del cielo.

Había inocencia en aquellos rostros.

Inocencia… y belleza.

La prisa me inundó por dentro. Respondí al mensaje de José Luis pidiéndole que me recogiera en el aeropuerto de Sevilla a mi llegada. Decidí pasar con él un par de días hasta que algunas de mis preguntas en torno a las lápidas repetidas tuvieran respuesta.