Nos escondimos en un A-Post Novelties que estaba frente al Mayakovsky’s Dream, justo al otro lado de la calle, como una pelota de pimpón que hubiera rebotado, y miramos a hurtadillas a través de las estanterías llenas de qué sé yo, esperando y esperando a que Lottie Carson finalizara su glamurosa escala y saliese para que pudiéramos seguirla hasta su casa. Supongo que no podíamos estar merodeando, o quién sabe por qué acabamos en un A-Post Novelties con las dos arpías malhumoradas que lo regentaban y todas aquellas tonterías, caras y coloristas, que las personas compran a otros para sus cumpleaños cuando no los conocen lo suficientemente bien para saber, encontrar y comprar lo que en realidad les gusta. Al menos, esta cámara es lo único que me compraste en un A-Post Novelties, Ed, eso tengo que admitirlo. Paseé entre animales de cuerda y tarjetas de felicitación mientras tú te agachabas bajo los móviles que colgaban del techo hasta que, por fin, dijiste lo que te rondaba la cabeza.
—No conozco a ninguna chica como tú —aseguraste.
—¿Cómo?
—Que no conozco a ninguna…
—¿Qué quiere decir como yo?
Suspiraste y luego sonreíste y te encogiste de hombros y volviste a sonreír. El móvil tenía estrellas plateadas y cometas que brillaban en círculos en torno a tu cabeza, como si te hubiera golpeado hasta dejarte sin sentido en un cómic.
—¿Bohemia? —propusiste.
Me planté delante de ti.
—Yo no soy bohemia —exclamé—. Jean Sabinger es bohemia. Colleen Pale es bohemia.
—Esas son raras —dijiste—. Espera, ¿son amigas tuyas?
—¿Es que entonces no son raras?
—Entonces siento lo que he dicho —te disculpaste—. Tal vez lista es a lo que me refiero. La otra noche, por ejemplo, ni siquiera sabías que habíamos perdido el partido. Pensé que todo el mundo lo sabría.
—Yo ni siquiera sabía que había un partido.
—Y la película esa —sacudiste la cabeza y lanzaste un extraño suspiro—. Si Trev se enterara de que he visto algo así, pensaría…, no sé lo que pensaría. Esas películas son para maricas, sin ánimo de ofender a tu amigo Al.
—Al no es marica —protesté.
—Ese tío hizo una tarta.
—Yo la hice.
—¿Tú? Pues sin ánimo de ofender, pero estaba asquerosa.
—Se suponía —exclamé— que debía estar amarga, horrible como una fiesta de cumpleaños de los amargos dieciséis, en vez de dulce.
—Nadie la probó, sin ánimo de ofender.
—Deja de decir sin ánimo de ofender cuando haces comentarios ofensivos —me quejé—. Eso no te da carta blanca.
Me miraste ladeando la cabeza, Ed, como un cachorrito tontorrón que se pregunta por qué está el periódico en el suelo. En ese momento, me pareció un gesto mono.
—¿Estás enfadada conmigo? —preguntaste.
—No, no lo estoy —respondí.
—Ves, esa es otra cosa. No sé cómo explicarlo. Eres una chica diferente, sin ánimo de ofender Min, ups, lo siento.
—¿Qué hacen las otras chicas cuando se enfadan? —te pregunté.
Suspiraste y te manoseaste el pelo como si fuese una gorra de béisbol a la que quisieras dar la vuelta.
—Bueno, ellas no me besan como nosotros antes. Me refiero a que no toman la iniciativa, pero luego, cuando se enfadan, dejan de besarme y no me hablan y cruzan los brazos, como enfurruñadas, y se quedan con sus amigas.
—Y tú ¿qué haces?
—Les compro flores.
—Eso es caro.
—Sí, bueno, ese es otro asunto. Ellas no hubieran comprado las entradas para la película como has hecho tú. Yo pago todo, o tenemos otra discusión y les vuelvo a comprar flores.
Me gustaba que no fingiéramos que no había habido otras chicas, lo admito. Siempre había una chica contigo en los pasillos del instituto, como si las regalaran con las mochilas.
—¿Dónde las compras?
—En Willows, por encima del instituto, o en Garden of Earthly Delights si las de Willows no están frescas.
—Me estás hablando de flores frescas y piensas que Al es homosexual.
Un rojo intenso te cubrió ambas mejillas, como si te hubiera abofeteado.
—Esto es a lo que me refiero —dijiste—. Eres inteligente, hablas de forma inteligente.
—¿No te gusta cómo hablo?
—Nunca había oído a nadie hablar de ese modo —aseguraste—. Es como un nuevo…, como una comida picante o algo así. Como si alguien te propusiera probar la comida del restaurante tal.
—Entiendo.
—Y luego te gusta —añadiste—. Normalmente. Cuando lo pruebas, no quieres… a las otras chicas.
—¿Cómo hablan ellas?
—No dicen mucho —confesaste—. Supongo que lo habitual es que hable yo.
—De baloncesto, de tiros en bandeja.
—No solo, pero sí, o del entrenamiento, del entrenador, de si vamos a ganar la próxima semana…
Te miré. Aquel día, Ed, estabas jodidamente guapo —ahora mismo me estás haciendo llorar en la camioneta—, igual que todos los demás. Los fines de semana y los días laborables, cuando sabías que te estaba mirando y cuando ni siquiera imaginabas que estaba viva. Incluso con estrellas brillantes molestándote en la cabeza estabas guapo.
—El baloncesto es un aburrimiento —dije yo.
—Guau —exclamaste.
—¿Eso también me hace diferente?
—Esa diferencia no me gusta —respondiste—. Apuesto a que nunca has visto un partido.
—Unos tíos que se lanzan un balón y lo botan, ¿no es eso? —dije.
—Y las películas antiguas son aburridas y cursis —contraatacaste.
—¡Greta en tierras salvajes te ha gustado! ¡Estoy segura!
Y sé que fue así.
—Juego el viernes —anunciaste.
—¿Y quieres que me siente en las gradas, que vea cómo ganas y las animadoras gritan tu nombre, que te espere sola a que salgas del vestuario y que te acompañe a una fiesta con hoguera llena de desconocidos?
—Cuidaré de ti —prometiste en voz baja. Alzaste la mano y rozaste mi pelo, mi oreja.
—Porque yo sería —insinué—, ya sabes, tu cita.
—Si estuvieras conmigo después del partido, serías más bien una novia.
—Novia —repetí. Era como probarse unos zapatos.
—Es lo que la gente pensará, y comentará.
—Pensarán que Ed Slaterton estaba con esa chica bohemia.
—Soy el segundo capitán —como si hubiera manera de que alguien no lo supiese en el instituto—. Tú serás lo que yo les diga.
—Que será ¿bohemia?
—Inteligente.
—¿Solo inteligente?
Sacudiste la cabeza.
—Lo que estoy tratando de explicarte —dijiste— es que eres diferente, y tú no dejas de preguntarme por las demás chicas, pero a lo que me refiero es a que no pienso en ellas, por tu manera de ser.
Me acerqué más.
—Repite eso.
Sonreíste.
—Pero lo he dicho fatal.
Lo que toda chica quiere decir a todo chico.
—Repítelo —insistí—, para que entienda lo que quieres decir.
—Comprad algo —gruñó la primera arpía— o salid zumbando de mi tienda.
—Estamos mirando —respondiste fingiendo examinar una fiambrera.
—Os doy cinco minutos, tortolitos.
Me acordé de mirar hacia la puerta del Mayakovsky’s Dream.
—¿La hemos perdido?
—No —dijiste—, he mantenido un ojo alerta.
—Apuesto a que esto es otra cosa que nunca haces.
Te reíste.
—Te equivocas, persigo a actrices de películas antiguas la mayoría de los fines de semana.
—Solo quiero saber dónde vive —aseguré.
Noté cómo la fecha del cumpleaños de Lottie Carson, en la parte trasera del afiche echaba chispas en mi bolso; tenía un plan secreto.
—Está bien —dijiste—. Es divertido. Pero ¿qué haremos cuando lleguemos?
—Ya veremos —respondí—. Tal vez sea como en Informe desde Estambul, cuando Jules Gelsen encuentra esa habitación subterránea llena de…
—¿Qué te pasa con las películas antiguas?
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué quieres decir con que qué quiero decir? Mencionas películas antiguas para todo. Apuesto a que seguramente estás pensando en una ahora.
Así era: el último plano largo de La vida de Rosa como delincuente, otra de Gelsen.
—Bueno, quiero ser directora de cine.
—¿De verdad? Vaya. ¿Como Brad Heckerton?
—No, como uno bueno —respondí—. ¿Por qué, qué pensabas?
—En realidad, nada —dijiste.
—Y tú ¿qué vas a ser?
Parpadeaste.
—Campeón de la final estatal, espero.
—¿Y luego?
—Luego un fiestón y estudiar en la universidad que me coja y después ya veré cuando llegue.
—¡Dos minutos!
—Vale, vale —revolviste en un cubo lleno de serpientes de goma, aparentando estar ocupado—. Debería comprarte algo.
Fruncí el ceño.
—Todo es horrible.
—Buscaremos algo, para matar el tiempo. ¿Qué necesita un director de cine?
Me ibas preguntando por los pasillos. ¿Máscaras para los actores? No. ¿Molinetes para los exteriores? No. ¿Juegos de mesa subidos de tono para la fiesta posterior a la ceremonia de entrega de premios? Cállate.
—Una cámara —exclamaste—. Nos la llevamos.
—Pero es una cámara estenopeica.
—No tengo ni idea de qué es eso.
—Es de cartón.
No te confesé que yo tampoco lo sabía y que simplemente lo había leído en el lateral de la caja.
Tampoco te había dicho, hasta ahora, que, por supuesto, estaba enterada de lo del partido y de vuestra derrota la noche en la que te conocí en el jardín de Al. Pero parecía gustarte, eso creo, eso esperaba entonces, que yo fuera diferente.
—De cartón, y qué más da, apuesto a que ni siquiera tienes cámara.
—Los directores no se encargan de las cámaras. Eso lo hace el director de fotografía.
—Ah, claro, el director de fotografía, casi se me olvida.
—No tienes ni idea de a lo que se dedica.
Con tres dedos me hiciste cosquillas justo en el estómago, donde viven las mariposas.
—No empieces. Pase de callejón, faltas técnicas, tengo un diccionario de baloncesto en la cabeza, y tú no tienes ni idea de ello. Te voy a comprar esta cámara.
—Apuesto a que ni siquiera se pueden hacer fotografías de verdad con ella.
—Pone que viene con carrete.
—Es de cartón. Las fotos no saldrán bien.
—Serán… ¿cuál es esa palabra en francés? ¿La que se usa para las películas raras?
—¿Cómo?
—Hay un término oficial.
—Películas clásicas.
—No, no, no me refiero a pelis de maricones como tu amigo. Sino a las raras, raras de verdad.
—Al no es homosexual.
—De acuerdo, pero ¿cómo se dice? Es en francés.
—El año pasado tuvo novia.
—Está bien, está bien.
—Vive en Los Ángeles. La conoció en una historia que hizo en verano.
—De acuerdo, te creo. Una chica de Los Ángeles.
—Y no sé a qué cosa en francés te refieres.
—Se utiliza para pelis superraras, como, «oh, no, esa mujer se está cayendo desde lo alto de una escalera dentro del ojo de una persona».
—De todos modos, ¿cómo sabes que existe esa palabra?
—Por mi hermana —dijiste—. Estuvo a punto de estudiar cine. Va a State. De hecho, deberías hablar con ella. Me recuerdas a ella, un poquitín…
—¿Esto es como salir con tu hermana?
—Guau, este es otro momento en el que no podría decir si estás enfadada.
—Será mejor que me compres flores por si acaso.
—Vale, no estás enfadada.
—¡Fuera! —chilló la segunda arpía como un autoritario insulto.
—Cobra esto —dijiste lanzándole la cámara para que la cogiera. Y aquí te la devuelvo, Ed. En aquel gesto pude reconocer la ligera arrogancia de tu papel de segundo capitán, cómo realmente podía ser «lo que tú les dijeras», como habías asegurado. Novia, tal vez—. Cobra y déjanos en paz.
—No tengo por qué soportar esto —gruñó ella—. Nueve cincuenta.
Le pasaste un billete de tu bolsillo.
—No seas así. Sabes que eres mi preferida.
Esa fue también la primera vez que contemplé aquella faceta tuya. La arpía se deshizo en un charco ondulante y sonrió por primera vez desde la era paleozoica. Le guiñaste un ojo y cogiste el cambio.
Debería haberlo considerado, Ed, como una señal de que eras poco fiable, pero lo tomé como una demostración de tu encanto, razón por la que no rompí contigo en aquel instante y aquel lugar, como debería haber hecho, y ojalá, ojalá, ojalá hubiera hecho. En vez de eso, trasnoché contigo en un autobús y en las extrañas calles del barrio perdido y lejano donde Lottie Carson se ocultaba en una casa con un jardín repleto de esculturas que proyectaban sombras en la oscuridad. En vez de eso, te besé en la mejilla en señal de agradecimiento y salimos abriendo la caja y leyendo juntos las instrucciones para saber cómo funcionaba. Es sencillo, era sencillo, demasiado sencillo. Avant-garde era el término en el que estabas pensando, lo aprendí en Cuando las luces se apagan, breve historia ilustrada del cine, pero no lo sabíamos cuando teníamos esta cámara. Había un millón de cosas, todas, que yo no sabía. Era estúpida, el término oficial para feliz, y acepté esta cosa que te estoy devolviendo, este objeto que me regalaste cuando la actriz a la que estábamos esperando apareció por fin.