Está bien, una última cosa. Había olvidado por completo que estaba aquí. Lo compré en algún momento, cuando estuvimos hablando sobre la comida de Acción de Gracias hace millones de años.
Tú aseguraste que el relleno era algo que había que hacer a la manera tradicional, con un bote de —era absolutamente obligatorio— esta extraña marca de castañas que apenas se fabrica. Estás equivocado, por supuesto. Las castañas en el relleno saben como si alguien masticase una rama de árbol y luego te diera un beso de tornillo. Compré esto para cocinar para ti en Acción de Gracias.
Pero Acción de Gracias ya ha pasado. Al y yo vimos siete películas de Griscemi ese fin de semana en el Carnelian, y metimos a escondidas sándwiches de restos de pavo y la bebida de limón y menta machacada en cantimploras de plástico. No nos besamos, pero nos limpiamos mostaza de la boca el uno al otro, así lo recuerdo. Al acaba de ver el bote.
—¿Qué hace eso ahí? —es lo que ha dicho.
Le he contado lo que había deseado hacer para ti y ha arrugado la nariz.
—Las castañas en el relleno saben como si alguien masticase una rama de árbol y luego te diera un beso de tornillo —aseguró.
—Puaj. ¿Y…?
—Oh, sí. Y en mi opinión, los pájaros azules son bonitos.
Hemos llegado a un acuerdo, que cada vez que dé una opinión tiene que añadir otra para compensar todas las veces que no opinó sobre algo. Mi parte del trato, que por fin estoy cumpliendo ahora que estoy lista, era deshacerme de todo esto.
—Aunque me parece haber leído algo de un aperitivo con castañas —está diciendo Al—. Creo que hay que envolverlas en prosciutto, rociarlas con grappa, asarlas y decorarlas con un poquito de perejil.
—O tal vez queso azul —propuse yo.
—Con eso estaría delicioso.
—¿Podríamos usar castañas de bote?
—Claro. Envolver algo en prosciutto contrarresta el sabor a bote. Envolver algo en prosciutto contrarresta cualquier cosa.
—Sí —dije, así que, Ed, esto me lo quedo. Esto no te lo voy a devolver. Ni siquiera sabrías de su existencia si no te estuviera hablando de ello: de su enorme peso, de su estúpida etiqueta, de este pedacito de nosotros que no voy a soltar. Me hace sonreír, Ed, estoy sonriendo.
Podríamos probarlo para Año Nuevo, es lo que va a proponerme Al, sé que lo hará. Estamos planeando una cena elegante. Será en honor de nadie, lo decidimos después de mucha charla, charla, charla cargada de cafeína. Hasta ahora la mayoría de los platos los hemos plagiado de El gran festín de los estorninos, que alquilamos de nuevo y paramos una y otra vez para descubrir qué tipo de vino utiliza Inge Carbonel. También tartas de regaliz. Un huevo poco cocido y relleno de anchoa, queso de cabra derretido sobre remolacha o tal vez estas castañas envueltas en prosciutto, contrarrestando todo. Velas, servilletas de verdad. Podría conseguirle otra corbata. Es un proyecto, y parte de él no funcionará (por cierto, siento lo de Annette), pero gana al asqueroso relleno que coméis los atletas, Ed. Nuestros bocetos son desastrosos, pero Al y yo sabemos interpretarlos, podemos imaginar cómo avanzan. El Año Nuevo me hará sentir…, no sé, como esas personas felices amontonadas en una larga mesa de madera, no es que sea mi película favorita pero tiene algo, a mi modo de ver. A ti no te gustaría. La razón por la que rompimos es que tú nunca verás una película como esa. El temblor de los cuencos de sopa, ese pájaro que pica semillas en un platillo, la manera en que aparece de repente el pretendiente, varias escenas antes de que estés totalmente seguro de que forma parte de la trama.
Cierro la caja, exhalo como una camioneta que se detiene, te la tiro con un gesto de Desesperada.
Muy pronto me sentiré como esas personas felices, en cualquier momento a partir de ahora, sin importarme amigos ni amante ni lo que contiene ni nada. Lo veo. Y lo imagino sonriendo. Te lo prometo, Ed, también se lo estoy diciendo a Al, tengo una intuición.