Esta la compré, pero no la utilicé. Al y Lauren me secuestraron para preparar lasaña de setas y llorar a la mesa en vez de esconderme en los asientos no reservados para verte jugar, como les aseguré que quería hacer.
—Ten algo de dignidad —me dijo Lauren, y Al se mostró de acuerdo asintiendo con la cabeza sobre el rallador de queso—. No querrás ser la triste exnovia de la tribuna.
—Soy la triste exnovia de la tribuna —respondí.
—No, estás aquí con nosotros —dijo Al con firmeza.
—Es lo único que soy —gimoteé—, y lo único que hago es cenar con mi madre toda deprimida, o llorar en la cama, o mirar fijamente el teléfono…
—Oh, Min.
—… o escuchar a Hawk Davies y tirarlo para luego rescatarlo de la basura y escucharlo de nuevo y repasar la caja otra vez. No me queda nada más. Soy…
—¿La caja? —preguntó Al—. ¿Qué es eso de la caja?
Me mordí el labio. Lauren lanzó un grito ahogado.
—Lo sé —dije—. Lo sé, lo sé, debería haber roto con él en Halloween.
—¿Qué es eso de la caja? —repitió Al.
Lauren se inclinó para mirarme fijamente a los ojos.
—Dime que no —exclamó—, prométeme que no tienes una caja con cosas, con tesoros de Ed Slaterton, que has estado manoseando. Por Dios santo, no. ¿No te lo dije, Al? ¿No te dije que deberíamos haber pasado por su habitación un peine de cerdas finas y haber quemado todo lo que encontrásemos relacionado con Slaterton? En cuanto nos enteramos de su comportamiento canalla, canalla, deberíamos haber alquilado unos de esos trajes antirradiaciones y haber saltado en paracaídas sobre su habitación…
Lauren se calló porque yo estaba llorando, y Al se quitó el mandil y se acercó para abrazarme. Al menos, pensé, no estoy llorando tan fuerte como la última vez.
—Es estúpido, lo sé —dije—. Es desesperantemente estúpido. Soy desesperantemente estúpida.
Ha sido una idiotez conservar todo eso.
—Creo que te has dejado llevar por la desesperación —dijo Al acercándome un pañuelo.
—La Desesperada —exclamó Lauren adoptando una postura de flamenco—. Recorre el desierto destruyendo cajas con tesoros que le habían regalado hombres canallas, canallas.
—No estoy lista para destruirla.
—Bueno, al menos déjasela en la puerta a Ed. Podemos hacerlo esta noche.
—Tampoco estoy lista para eso.
—Min.
—Déjala en paz —la interrumpió Al—. No está lista.
—Bueno, al menos confiésanos lo más vergonzoso que hay en ella.
—Lauren.
—Vamos.
—No.
—A que canto —amenazó.
Lancé un pequeño suspiro. Al cogió de nuevo el rallador. Los envoltorios de los preservativos, eso no podía decírselo. Memos III. «No puedo dejar de pensar en ti».
—Está bien…, eh, unos pendientes.
—¿Unos pendientes?
—Unos pendientes que él me regaló.
Al frunció el ceño.
—No hay nada vergonzoso en eso.
—Sí lo hay, si los vieras.
Lauren cogió el bloc que la madre de Al tenía junto al teléfono.
—Dibújalos.
—¿Cómo?
—Será terapéutico. Dibuja los pendientes.
—No sé dibujar, ya lo sabes.
—Lo sé, por eso será terapéutico para ti y tronchante para nosotros.
—Lauren, no.
—Está bien, entonces represéntalos.
—¿Qué?
—Que los representes, ya sabes, como en una pantomima. ¡O un baile interpretativo, sí!
—Lauren, esto no me está ayudando.
—Al, échame una mano.
Al me miró, sentada en la mesa de la cocina. Vio que estaba titubeando. Dio un trago largo, largo de su bebida con menta y limón y luego dijo:
—Creo que tendría efecto terapéutico.
—Al. ¿Tú también?
Pero Al ya estaba moviendo una silla para dejarme espacio.
—¿Necesitas música? —preguntó Lauren.
—Pues claro —exclamó Al—. Algo dramático. Allí, esos conciertos de Vengari que le gustan a mi padre. Pista seis.
Lauren subió el volumen.
—Señoras y señores —dijo—, reciban con un fuerte aplauso las coreografías en estilo libre de… ¡la Desesperada!
Me levanté arrastrando los pies y luego ocupé mi lugar, con mis amigos. Así que toma la entrada, Ed. Porque mientras el mundo y su multitud te aclamaban a ti, el segundo capitán, el ganador de las finales estatales, yo también recibía algunos aplausos.