Toma estas reliquias también. Al me acaba de decir dónde las consiguió, en Bicycle Stationery, en uno de esos grandes cestos que sacan frente al escaparate como si fuera a aparecer un encantador de serpientes. Pero cuando las colocó en mis manos aquella mañana, no me lo contó. Había muchas otras cosas que decirse. Había estado sentado en el banco del lado derecho, nuestro lugar habitual, por el que yo no había aparecido desde que tú y yo empezamos a desbaratar mi vida. Parecía también una reliquia, el viejo Al con la vieja Lauren y un espacio para mí, vacío como una tumba saqueada.
Era asombroso que yo pasase por allí, pero estaba tan perdida en mis temblorosos pensamientos que había olvidado entrar a Hellman por la nueva ruta para saludarte con la mano mientras lanzabas al aro, y tal vez incluso besarnos un poco a través de la alambrada como prisioneros separados. Pero ahí estaba yo, y Al se acercó para unirse a mi paso. Incluso después de diez días, las chicas probablemente caminemos de un modo distinto después de perder la virginidad, solo porque pensamos que todo el mundo puede notarlo.
—¿Qué es esto?
—Le juré a Lauren que hablaría contigo —dijo Al— y sé que tú también lo juraste.
—¿Por qué lo juraste tú? —le pregunté.
—Por Gina Vadia en Tres verdaderos mentirosos.
—Esa es buena —dije, aunque sabía que la había elegido únicamente por los coches deportivos.
—Y ¿tú?
—Por The Elevator Descends.
—Es bonita.
—Sí.
—Pero no me has llamado —se quejó.
—Bueno —contesté dando vueltas al paquete entre mis manos—, pensé que sería mejor comunicarme contigo mediante postal, pero no tengo ninguna. Anda, mira.
—Pensé que servirían de invitaciones —dijo Al—. Para la fiesta.
—¿Aún me estás ayudando con eso? —le pregunté.
—No creo que Lottie Carson deba sufrir las consecuencias de que nos hayamos peleado.
Hablaba con un perfecto tono inexpresivo, pero su rostro mostraba cautela, casi desesperación.
Tras él, Lauren caminaba lentamente a cierta distancia, observándonos a los dos como si fuéramos una ascensión peligrosa.
—Échales un vistazo.
Las hojeé sin desatarlas.
—Guau, volcanes.
—Son perfectas, ¿no? Por su papel en La caída de Pompeya…
—Claro.
—Si es que vamos a homenajearla de verdad…
—Sí, gracias. Ed y yo hemos pensado que primero deberíamos invitarla, para asegurarnos de que no tiene otros planes. Quiero llevarle flores, hacerlo en persona.
—¿De verdad?
—Bueno, me da un poco de miedo —confesé—. Tal vez solo le escriba una tarjeta —di un largo y lento trago de nada—. Gracias, Al. Son preciosas.
—Por supuesto. ¿Para qué sirve la amistad?
—Eso es.
—Escucha, Min —Al hundió tanto las manos en sus bolsillos que pensé que nunca se las volvería a ver—. No pienso que tú y Ed…
Mi puño se cerró sobre las postales.
—No, no, no digas nada sobre Ed. Él no es lo que quiera que pienses que es.
—No es eso. No tengo ninguna opinión sobre él.
—Por favor.
—De verdad. Eso es lo que quiero decirte. Lo que solté, las cosas que solté sobre él…, a lo que me refiero es que existe una razón por la que las dije.
—Porque no te gusta —respondí en un tono que nunca pensé que utilizaría con mi amigo Al—. Lo pillo.
—Min, no le conozco. A lo que me refiero es a que no se trata de él.
—Entonces ¿de qué…?
—Hay una razón.
—Está bien —exclamé, harta de aquella mierda—, entonces dímela, y deja de jugar a los secretos.
Al miró a mi espalda, al suelo, a todas partes.
—Le juré a Lauren que te contaría esto —dijo en voz baja, y luego—: Celos…, ¿vale?…, por eso.
—¿Por celos? ¿Es que habrías querido jugar al baloncesto?
Al suspiró.
—No seas idiota —se quejó—, y resultará más fácil.
—No lo soy. Ed…
—… está contigo —Al terminó la frase por mí, por supuesto. El instituto se volvió enorme, todo a mi alrededor. Hay tantas películas así, en las que piensas que has descubierto la trama, pero en las que el director es más listo que tú: por supuesto que es él, por supuesto que era un sueño, por supuesto que está muerta, por supuesto que está escondido justo ahí, por supuesto que es la verdad y tú, en tu asiento, no te has dado cuenta en la oscuridad. Las había intuido todas, cada una de las revelaciones que me habían sorprendido, pero esta no, ni tampoco sabía cómo se me podía haber pasado.
—Vaya —dije, o algo así.
Al me regaló una sonrisa de ¿qué puedo hacer?
—Sí.
—Supongo que soy una idiota.
—Uno de los dos lo es —añadió Al sencillamente—. No hay nada idiota en no pensar en mí de ese modo, Min. La mayoría de la gente no lo hace.
—Pero la chica de Los Ángeles… —dije—. Oh —por supuesto, otra vez—. ¿De quién fue la idea?
—Fue por aquella película, Bésame, tonto.
—Pero es una película horrible.
—Sí, bueno, pero no funcionó inventarse esa historia —dijo Al—. No te pusiste celosa.
—Parecía maja —dije con nostalgia.
—Simplemente te describí a ti —respondió Al.
Entonces deseé decir ¿dónde estabas en todos mis momentos de soledad?, pero sabía que era justo a mi lado.
—¿Por qué no me dijiste nada?
—¿Habría importado?
Suspiré temblorosa, sin poder aguantar más. Dije alguna insignificancia, emití algún sonido para no responder probablemente.
—Bueno, supongo que te lo estoy diciendo ahora.
—Ahora que estoy enamorada.
—Tú no eres la única —dijo Al.
Tenía un buen corazón, Ed. Lo tiene aún: se ha marchado a dar una vuelta con la camioneta para que pueda terminar. Pero aquella mañana —12 de noviembre—, no tenía ningún lugar donde colocarlo y apenas pude sujetar estas postales de antiguos peligros y desastres. Estaba parpadeando demasiado, lo sabía. En un segundo, sonaría el timbre.
—Es demasiado, lo sé —dijo Al—. Y no tienes que…, ya sabes, sentir lo mismo ni nada por el estilo.
—No puedo —respondí.
—Bueno, entonces, no hagas nada —dijo él—. También está bien así, Min. De verdad. Pero dejemos de ponernos mala cara el uno al otro, sin hablarnos. Vamos a tomar un café.
Sacudí la cabeza.
—Tengo un examen —fue mi estúpida respuesta.
—Bueno, ahora no. Pero en algún momento. Ya sabes, en Federico’s. Hace un montón de tiempo que no vamos.
—En algún momento —respondí, sin estar muy convencida, pero Al dijo:
—Vale —y levantó un pie como suele hacer, dejándolo en equilibrio, igual que si hubiera un punto donde hiciese falta tener cuidado.
—Vale —respondí también.
Daba la impresión de que Al quisiera añadir algo más. Debería haberlo hecho, aunque yo no quería que lo hiciese. No habría importado.
—¿Vale, pero? ¿Es eso?
—Vale —repetí y repetí y luego le aseguré que tenía que marcharme.