Con el primer mordisco de pizza me saltó una salpicadura de salsa sobre la camiseta, y tenía un aspecto tan sanguinolento que tuve que quitármela. Me diste esta, otro más del increíble número de objetos que traías en tu mochila sin fondo, y dormí a tu lado con ella puesta, y luego durante noches y noches en casa, tan larga que sentía como si estuviera dentro de ti, tú con las piernas estiradas y yo acurrucada en tu pecho, donde palpitaba tu corazón, lo que acompasó nuestros ritmos, supongo. Nos besamos con tanta ternura cuando nos despertamos, sin importarnos nuestro aliento agrio y la colcha más fea incluso por el día. Pero tuvimos que apresurarnos con el café, antes de que Lauren llamase o cualquiera lo descubriese. Ya era por la tarde y un gris reprobador cubría el cielo. «Yo también te quiero», recuerdo que dije, así que debió de ser una respuesta, tú debiste de decirlo primero, pero incluso ahora, mirando esta camiseta, trato de no pensar ni visualizar nada en absoluto. Aquella noche, sola sobre el techo del garaje, me la puse, Ed, como refugio y segunda piel, es lo que creo.
Sentía la cama demasiado vacía para dormir, así que me sumergí en la oscuridad para encender algunas de aquellas cerillas, sintiendo que hacía décadas de lo del Mayakovsky’s Dream, y las diminutas llamas se extinguieron con el viento tan pronto como abandonaron mis manos. Sentí frío, sin razón alguna. Sentí calor, también sin motivo. Sonriendo, llorando, esta camiseta fue mi única compañía aquella noche y muchas otras después. Me la puse, esta prenda sin importancia que ni siquiera recuerdas haberme dado de tu mochila. Esto que te estoy devolviendo no fue un regalo. Fue apenas un gesto, casi olvidado ya, esta camiseta que llevé puesta como si le tuviera aprecio. Y se lo tuve. No me extraña que rompiéramos.