Y luego, bien entrada la noche, nos moríamos de hambre, ¿recuerdas?

—¿Llamamos al servicio de habitaciones? —pregunté.

—No tentemos a la suerte, pagamos en metálico —respondiste, y buscaste un listín telefónico—. Pizza.

—Pizza.

Al reflexionar sobre ello me dio rabia. No pude evitar pensar: mi primera comida de adulto y lo que me apetece es algo de niños.

Cuando nos la entregaron, me sentía avergonzada y me escondí en el baño. Escuché cómo hablabas con el chico como si nada e incluso te reías de algo, como si todo fuera normal, en camiseta y calzoncillos en la puerta, cogiendo la pizza con los billetes del cambio encima mientras yo me acurrucaba junto al lavabo pasándome este peine por el pelo. Me sentía como si me hubieran dejado apoyada en un poste, igual que una bicicleta o un perro mientras su dueño charla ajeno y relajado.

Fue tu tranquilidad, me di cuenta de ello, tu tranquilidad y tu experiencia lo que me provocó náuseas.

Agarré el peine, el mensaje de cartón del toallero, como si estuviera escondiendo pruebas vergonzosas. Nunca había sentido nada igual, pero tú ya lo habías hecho todo antes.