El bolígrafo se está acabando. Lo dejaré en Leopardi’s cuando haya terminado; no, ¿por qué dejarles mi basura? Lo echaré en la caja cuando haya acabado contigo, como los matones de película que se quedan sin balas y tiran la pistola. Estas últimas páginas apenas visibles serán como esta fotografía, un pedazo borroso de magia anticuada capturando una imagen de algo desdibujado, casi legendario. Probablemente nadie más hizo uno, sin importar lo que digan las estrellas, y ahora solo queda este mal vestigio del nuestro que te recuerdo con tinta cada vez más desvaída. Es como si nunca hubiéramos tenido nada.
Bajamos del autobús temprano y compramos los huevos, caviar barato, el pepino y un limón grande y duro. Me contaste una historia sobre Joan, que compró un montón de pepinos hace años, por error, para hacer pastel de calabacín, y eso me recordó que tenía que invitarte a ti y a todos los de la casa, según palabras de Joan, a la cena de Acción de Gracias de parte de mi madre. No añadí todas las cosas que ella había dicho, como que las fiestas debían de ser un momento difícil, etcétera, pero te aseguré que Joan podría venir a cocinar. Te dije que tendríamos que hacerlo en algún momento, juntarnos tú y tu madre conmigo y mi madre en la misma habitación. Dije que tal vez no resultaría tan terrible, agradable incluso. Hablamos sobre los platos que tenían que prepararse exactamente del mismo modo todos los años, los tradicionales y los que dejaban espacio para la experimentación y las mejoras. No estuvimos muy de acuerdo, y por alguna razón esta vez fue raro.
Respondiste que tal vez.
En tu casa, tú te duchaste y yo puse agua a hervir. Sumergí los huevos como había aprendido de Joan en la sopa birmana, pero ella no estaba allí para darme su aprobación. Todo era silencio: el agua corría en el piso de arriba y en la cocina no sonaba ninguna música porque sabía que no te gustaba Hawk Davies y ya habías sido comprensivo con el Blue Rhino, así que no puse nada y esperé a que los huevos se hicieran. Bajaste completamente vestido, empezaste a cortar el pepino en rodajas y me besaste en la coronilla. Yo permanecí quieta, amándote, aunque el amor me hizo sentir no triste, sino melancólica, eso creo, por alguna razón que no llegué a descubrir. Traté de animarme leyendo con entusiasmo el libro de cocina, pero era algo muy sencillo de hacer. Las instrucciones sobraban.
Sonreímos al meter los huevos en los cubicadores, aunque sin reírnos, pusimos todo en la nevera y llegó el momento de esperar. Nos tumbamos en el sofá. Encendimos la televisión, pero resultó un fiasco. Nos levantamos, metimos la segunda tanda y nos sentamos de nuevo. La tarde siguió decayendo. Sentía el estómago encogido, incluso con tus manos rodeándome y los besos en la oreja.
El cronómetro se paró de nuevo y nos pusimos a trabajar; yo me fui comiendo los restos de huevo duro mientras los colocábamos, algo que no ayudó en nada a mi estómago. Lo tenías ya dibujado en un boceto digno de segundo de Cálculo, con líneas rectas y prolongadas, y en las curvas hacías cortes precisos con el cuchillo. Y entonces lo acabamos, colocando los últimos detalles en su sitio. Lo contemplamos como astronautas, temerosos de acercar nuestras manos. Era mágico, aunque pareciera más raro que otra cosa, justo lo que habíamos planeado, la receta perfecta que había encontrado en el libro allí delante de nosotros, en suave clara blanca, pero aun así extraño. Pensé, no pude evitarlo, en lo que Lauren me había dicho. ¿Sabíamos lo que estábamos haciendo?
Nos quedamos quietos, mirándolo como a un Frankenstein, cuando entró Joan cargada de libros de texto y alcachofas.
—Oye —exclamó—. ¿Qué es eso que hay en mi cocina?
—Nuestra cocina —corregiste.
—¿Quién va a hacer la cena esta noche y todas las noches? —dijo ella quitándose una bufanda que me encantaba—. ¿Nosotros? ¿En nuestra cocina? ¿O yo?
—Es… —dije yo, harta del festival de discusiones de los hermanos Slaterton.
—Espera, sé lo que es —me cortó Joan—. Es el iglú del que me hablaste, Min. Lo habéis hecho.
—Es el iglú de Greta con huevos cuadrados y sorpresa de caviar sobre un témpano de limón y pepino encurtido.
Joan soltó las bolsas.
—¿Cuál es la sorpresa de caviar?
—Hay caviar dentro —aclaré.
—¿Ahí dentro?
—Dentro del iglú, sí.
—Y ¿está todo hecho… con huevos?
—Les dimos forma de cubo y luego los ensamblamos. ¿Qué te parece?
Joan ladeó la cabeza para mirarlo.
—No sé qué pensar —respondió—. Quiero decir que es algo así como impresionante.
—¿Adecuado para una fiesta? —pregunté.
—Los invitados tendrían que ser diminutos para meterse dentro.
—Joan —dijiste tú.
—Y ¿qué son esas cosas que están secándose en fila?
—Cubicadores de huevos —respondí—. Tuvimos que comprar unos cuantos.
—Estoy segura de que nunca os arrepentiréis de la inversión —dijo ella.
—Joanie.
—Bueno, haremos otro para la fiesta de verdad —le expliqué—. Este ha sido solo de prueba.
—La fiesta de cumpleaños, ahora me acuerdo —dijo ella.
—Auténticas recetas de Tinseltown —exclamé—. Es la receta de Will Ringer, inspirada en Greta en tierras salvajes.
—Me contaste que ibais a hacer un iglú para el ochenta y nueve cumpleaños de Lottie Carson —dijo maravillada— y lo habéis hecho, como querías. Me refiero a como dijiste. Guau.
Tú permaneciste quieto, sonriendo en cierto modo.
—Dejadme que coja la cámara —dijo ella—. ¿Puedo sacar una foto?
—Claro —respondí.
—Este tipo de cosas —explicó con voz seria pero llena de incredulidad— deben quedar documentadas.
Subió la escalera a saltos y nos quedamos solos en la cocina. Tras un prolongado silencio empezamos a hablar los dos a la vez. Yo iba a soltar alguna estupidez y tú exclamaste…
—Perdona, ¿qué ibas a decir?
—No, tú primero.
—Pero…
—De verdad.
Cogiste mi mano.
—Solo quería decirte que sé que ha sido raro, esta tarde. Extraño.
—Sí —afirmé.
—Pero creo que todo irá mejor, ya sabes, después —continuaste—. Mañana, quiero decir.
—Sé a qué te refieres —dije.
—Lo siento.
—No, creo que tienes razón.
—Te quiero.
—Yo también te quiero.
—Y sabes que puedes…, que no pasa nada si cambias de idea.
Me apoyé sobre ti, con fuerza, como si durante un segundo hubiera olvidado cómo mantenerme en pie.
—No lo haré —aseguré, y era cierto. Aunque solo fue cierto entonces—. Nunca cambiaré de idea.
Permanecimos así, escuchando cómo Joan cerraba un armario y bajaba. Ed, es ridículo, pero a ella también la quería. Y sería capaz de matarla por no haberme avisado. Aunque me resulta imposible imaginar qué podría haberme dicho que yo hubiera estado dispuesta a escuchar.
—Voy a utilizar la Insta-Deluxe —te dijo—. ¿Te acuerdas? Tenemos cajas de zapatos llenas de fotos nuestras hechas con esta cámara. Es antigua, lo sé, y probablemente ya ni se fabriquen, pero la digital no me parece suficientemente buena para algo como esto.
—Todavía las hacen —aseguré—. Se pusieron de moda durante un tiempo por una escena de Suceso siniestro.
La máquina emitió el zumbido y el ruido de engranajes propios de un aparato anticuado. La fotografía apareció por la ranura y Joan la sacudió para que la neblina se disipara con más rapidez.
—Entonces, ¿cuáles son vuestros grandes planes para el viernes por la noche? —nos preguntó mientras sacudía, sacudía, sacudía—. Ooh, ya sé. Comeros un gran iglú.
Negué con la cabeza.
—No puedo. Tengo una especie de asunto familiar.
—Vaya —exclamó Joan lanzándote una mirada de reojo. Me habías dicho que sería mejor que te quedaras en casa, Ed, si es que lo recuerdas—. Bueno, yo voy a celebrar que he terminado mis últimos parciales, en el sofá, con alcachofas fritas, alioli y La arena de la playa.
—Dicen que es increíble —aseguré, pero ya me estabas cogiendo de la mano, así que no añadí lo que quería, «Ojalá pudiera quedarme».
—Y mañana por la noche, cuando yo no esté —dijo Joan con severidad—, espero que no hagáis demasiadas travesuras los dos.
—Min ya tiene madre —te quejaste—. No te comportes como si lo fueras tú, Joan. Además, vamos a salir.
Esto no era mentira.
—Vale, vale —dijo ella—. Tienes razón. Su madre ya se asegurará, por lo que he oído. Pero tenía que decir algo, Ed.
—Te veo mañana —prometiste, y lo cumpliste—. Te llamo por la mañana.
—Te quiero —dije delante de tu hermana, y tú me besaste en la mejilla.
—No te olvides de la fotografía —se apresuró a recordarme Joan, supongo que para que tú no tuvieras que decir nada.
Me puso esto en la mano. Nos dirigimos todos hacia la puerta y nos detuvimos otro instante para contemplar el iglú y luego la fotografía y de nuevo el iglú. Tenía mejor aspecto en directo que al mirarlo ahora. Resultaba más grande en la cocina, más solemne, como algo fantástico donde pudieras entrar, el castillo de una princesa, un sueño tangible. En la imagen simplemente parece extraño. Lo era. Pero a mí me gustaba.
—¿Por qué me quedo yo con la fotografía? —pregunté—. Fuiste tú quien dijo que deberíamos documentarlo.
—Guárdala tú, Min —respondió Joan en voz baja, y añadió—: Se te ocurrió a ti —o algo parecido. Dijo que había sido idea mía. Y luego algo como que la guardara por si no salía la próxima vez. Guárdala por si acaso no sale cuando lo intentes de nuevo.